Caminar un tramo largo porque está mejor iluminado o hay más gente. Pedir que nos vayan a buscar a la parada. Optar por tomar un taxi. Compartir la ubicación en tiempo real. Dejar de habitar algunos espacios en la noche, como plazas o parques, a no ser que seamos multitud (y que, en esa multitud, si es posible, haya algún hombre). Mandar mensajes para avisar que llegamos bien a casa. Mandar mensajes para chequear si las demás llegaron bien a casa. No quedarnos tranquilas hasta que recibamos la respuesta. Acostarnos a dormir. Despertarnos al otro día, cruzar el umbral de la puerta y repetir.

Las prácticas que desplegamos mujeres y disidencias para sentirnos seguras cuando transitamos el espacio público son muchas, cotidianas, de distintos tipos, y conllevan diferentes grados de esfuerzo mental, emocional y físico. Pero, sobre todo, son estrategias que tenemos totalmente naturalizadas. Las pensamos y reproducimos de manera casi automática, sistemática, como operaciones que hacemos –nada más y nada menos– para mantenernos a salvo en la calle cada vez que vamos a trabajar, a estudiar, a hacer mandados, a estar con las personas que queremos, a divertirnos.

Esta misma naturalización hace que sean conductas poco reportadas –porque creemos que no son graves o que “hay cosas peores”– y, casi como un espejo, también muchas veces son invisibles en las políticas públicas. Sin embargo, el acoso sexual callejero tiene consecuencias y deja marcas en las personas que lo reciben, que somos mayoritariamente quienes nos identificamos como mujeres.

Los últimos datos oficiales que hay en Uruguay –pertenecientes a la segunda Encuesta Nacional de Violencia Basada en Género, de 2019– revelan que 54,4% de las mujeres vivió al menos una vez en su vida algún tipo de violencia en espacios públicos como la calle, el transporte, lugares de ocio, boliches, bares, parques, clubes deportivos, iglesias y servicios de salud. También señalan que la forma de violencia que prevalece en estos ámbitos es la sexual (50%), seguida por la psicológica (30,5%) y la física (10,4%). Es posible que la tercera encuesta, que está encaminada para 2026, revele cifras más altas, porque en estos años el tema se volvió más visible y, por lo tanto, las mujeres logran identificarlo mejor.

De hecho, un estudio más reciente, realizado el año pasado por la Usina de Percepción Ciudadana (UPC) y L’Oréal Groupe, que aborda específicamente el acoso sexual callejero, arrojó que siete de cada diez uruguayas (67%) experimentaron una situación de este tipo alguna vez en su vida y la misma proporción tuvo su primer episodio antes de cumplir 18 años.

Combatir el acoso callejero: la obligación estatal y el compromiso departamental

La Ley 19.580 contempla 18 formas de violencia de género y es un avance que una de ellas sea el acoso sexual callejero, al que define como “todo acto de naturaleza o connotación sexual ejercida en los espacios públicos por una persona en contra de una mujer sin su consentimiento, generando malestar, intimidación, hostilidad, degradación y humillación”. La redacción es importante porque no sólo define qué es el acoso sexual callejero, sino que reconoce que tiene consecuencias en las mujeres. Que aparezca en la ley también significa que es una de las formas de violencia de género que el Estado tiene la obligación de prevenir, atender y erradicar.

Si echamos un vistazo al abordaje que se hizo desde que se aprobó la ley, vemos que la tarea ha estado más relegada a los gobiernos departamentales que a los organismos o servicios de competencia nacional. En el último Plan Nacional contra la Violencia de Género (2022-2024), por ejemplo, el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) relevó que, de todos los organismos del Estado que llevaron adelante acciones contra la violencia de género en ese período, sólo la Intendencia de Montevideo (IM) impulsó una iniciativa contra el acoso sexual callejero: la creación del Protocolo de Actuación sobre Acoso en el Transporte Público Colectivo. Por una cuestión de tiempos el plan no llegó a incluir la campaña “Boliches libres de acoso”, que la comuna capitalina lanzó en agosto de 2024 para concientizar sobre el acoso sexual en estos espacios de ocio y capacitar al personal para que pueda dar una primera respuesta ante eventuales situaciones.

Todo se enmarca en una política más amplia de la IM, impulsada en 2018, que es el plan “Montevideo libre de acoso”, que engloba otras medidas como el sistema para denunciar situaciones no sólo en el transporte, sino en la “vía pública” en general.

También la comuna canaria se comprometió con el tema y lanzó en 2023 la campaña “Por un Canelones sin acoso” para promover “el derecho a una vida libre de violencia de género, el derecho al ocio y al disfrute del espacio público de las mujeres y disidencias sexogenéricas –vulnerado y violentado por las prácticas instaladas de acoso sexual callejero–, fomentar el repudio comunitario y contribuir a disuadir este tipo de prácticas”, según se lee en la página web institucional.

Tanto la política de Montevideo como la de Canelones se enmarcan en el Programa Ciudades y Espacios Públicos Seguros para Mujeres y Niñas, que ONU Mujeres lanzó en 2008 como una respuesta para “prevenir y responder a las situaciones de violencia que viven las mujeres y las niñas en las ciudades, así como para generar conciencia, evidencia, campañas de comunicación y buenas prácticas en la prevención del acoso sexual en los espacios públicos”.

Por su parte, la Intendencia de Maldonado se sumó puntualmente el año pasado a la campaña mundial “Stand Up, contra el acoso callejero”, promovida por L’Oréal Groupe, mediante el apoyo a talleres gratuitos de sensibilización a la ciudadanía sobre cómo actuar frente a estas situaciones.

Entender el fenómeno: primer paso para una política efectiva

El estudio de la UPC y L’Oréal mostró que las calles y las veredas constituyen el lugar en donde las mujeres uruguayas experimentan más situaciones de acoso sexual: fue mencionado por 89% de las encuestadas. Le siguen el transporte público (43%), los lugares de concurrencia masiva como recitales, boliches o gimnasios (31%) y las plazas y los parques (29%).

Respecto de cuáles son las situaciones específicas que atraviesan las mujeres, 58% de las consultadas aseguró haber enfrentado “silbidos, comentarios inapropiados, chasquidos de labios, ruidos de animales”; 49% “mirada fija, obscena, gestos inapropiados y no deseados”; en 34% de los casos fueron seguidas por alguien; 33% sufrió tocamientos, abrazos o besos sin consentimiento; 23% vio cómo alguien les exhibía sus genitales o mostraba imágenes sexualmente explícitas; 20% sintió presión para ir a una cita, dar su número de teléfono u otra información personal, y 13% recibió solicitudes de favores o servicios sexuales.

A su vez, la encuesta ratificó que las mujeres efectivamente solemos trazar estrategias para sentirnos más seguras cuando estamos fuera de nuestras casas. Así, mostró que 62% evita lugares oscuros, alejados, aislados o con poca gente; 38% transita acompañada de un grupo o una persona; 29% cruza la calle o usa rutas alternativas; 16% lleva las llaves en la mano; 12% usa intencionalmente ropa que no llame la atención; 11% comparte su ubicación en tiempo real con otra persona; 10% lleva algún elemento de defensa personal, y 5% cambia su rutina diaria para evitar el lugar donde fue acosada.

No hay un estudio que evidencie a nivel país cuántas mujeres elaboran estrategias frente a este problema, pero la encuesta Habitar Urbano, realizada en 2019 por la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad de la República, mostró que 78,6% de las mujeres de entre 18 y 44 años que residen en Montevideo y respondieron haber vivido una situación de acoso implementaban al menos una medida de precaución.

La socióloga Sofía Cardozo, que integra el equipo de Sociología Urbana del Departamento de Sociología de la FCS y ha dedicado parte de su producción académica a los estudios sobre violencia de género en espacios públicos, trabajó en ese estudio. En diálogo con la diaria, la investigadora asegura que “las estrategias a veces parecen como si fueran un atajo, pero, en este caso, son una sobrecarga para las mujeres”. Primero, porque implican una “sobrecarga económica”, por ejemplo en los casos que nos vemos obligadas a usar taxis nocturnos.

Pero, además, conlleva una “sobrecarga mental”, dice Cardozo, porque “necesitamos sobrepensar cómo vamos a utilizar la ciudad a la hora de salir a la calle”. La socióloga señala que generalmente asociamos más la sobrecarga mental a los cuidados, pero “no la vemos en lo que implica el ejercicio de mapear el peligro en el espacio público”. “Las mujeres mapeamos constantemente el peligro, ya sea de día o de noche, y vamos generando mapas de riesgo. Una hace una evaluación de riesgo antes de salir a la calle y en las decisiones que toma. Pero la sobrecarga que implica ese mapeo de peligro, esa medición del riesgo, no está puesta en conversación”, profundiza.

A esto se suman los impactos emocionales, muchas veces también naturalizados, como el miedo a caminar solas por determinados lugares y en determinados horarios –por el contexto o porque son espacios donde ya fuimos violentadas–, el susto cuando se nos acerca alguien repentinamente, la ansiedad de querer llegar rápido, la angustia mientras esperamos ese mensaje que dice “amiga, llegué bien”.

Lo que aporta el urbanismo feminista

Cardozo, que también es magíster en Género y Políticas Públicas, piensa que “el problema en sí mismo no es el acoso en tanto el comentario puntual que te hicieron en la calle” –eso es “la punta del iceberg”, dice–, sino “todo lo que eso representa y las consecuencias que eso tiene”. En ese sentido, considera que “la política pública no ha terminado de dimensionar la repercusión que esto tiene en las trayectorias de las mujeres y en la forma en que las mujeres perciben y usan la ciudad”. “Hablar del derecho a la ciudad”, agrega, “tiene que ver con habilitar a que no sólo se use, sino que se disfrute, que se pueda significar, que se pueda construir, y para eso se necesitan políticas públicas abiertas a que eso suceda”.

Acá es donde entran en juego los aportes del urbanismo feminista, una perspectiva teórica que tiene como clave “reposicionar la vida cotidiana en el centro”. Eso significa, básicamente, “empezar a visibilizar las experiencias de las mujeres”. Y no se trata sólo de exponer “el número de mujeres que sufren acoso”, sino más bien de “poner en la discusión las consecuencias que esto tiene en la vida de las mujeres” y, en definitiva, “pensar cuáles son las modificaciones que tenemos que hacer para que la reproducción de esa vida cotidiana no sea tan a contracorriente de cómo se nos presentan las ciudades”.

Por ejemplo, cuando se piensa en las paradas de ómnibus, “no es solamente una cuestión de que estén iluminadas, sino de la visibilidad que tengan, de que vos puedas salir para alguna arteria sin tener que pasar por un lugar oscuro”, ejemplifica la académica, que aboga por “ver a la ciudad desde una perspectiva más integral”.

La investigadora reconoce que no tiene la fórmula para la política pública “ideal” en esta materia, pero sí cree que “la llave es la participación”. “Sólo vamos a poder dimensionar el efecto que tienen estas formas de violencia en las trayectorias de las mujeres y las distintas dimensiones que tenemos que abordar con la política pública si escuchamos las voces de esas mujeres que nos permitan ver cuáles son las necesidades emergentes”, puntualiza.

En esa línea, asegura que “hay una cuestión de pensar la política pública desde el territorio que es fundamental cuando hablamos del urbanismo feminista”. “Porque cuando vos abordás un barrio en el que ocurrió una situación de violencia a una gurisa de 13 años en la calle, no tenés forma de saber cómo afecta eso al resto de las niñas que están alrededor, que van a la escuela, que se paran en la misma parada, hasta que no las escuchás”, insiste la socióloga.

Cardozo coincide con la visión de que han sido los gobiernos departamentales los que “han tenido injerencia” en este tema –destaca particularmente el trabajo en Montevideo y Canelones– y entiende que esto se debe primero a una cuestión de “voluntades políticas”, pero también porque “hay algo de la escala en la que se puede intervenir hoy en día” que favorece la construcción de estrategias en este nivel.

Reapropiarse de las calles es una forma de resistir

Para muchas mujeres, niñas y adolescentes, el fantasma del acoso sexual callejero está presente todos los días del año menos, quizás, el 8 de marzo. Ese día nos apropiamos de la calle, un espacio que suele ser tan hostil con nosotras, y nos sentimos seguras.

“El movimiento feminista ocupa en los últimos años el espacio público como forma de lucha, pero también como mecanismo de reivindicación y reapropiación de la ciudad”, dicen Cardozo y su colega Valentina Torre en el artículo “¿El movimiento feminista crea espacio urbano y nuevas maneras de (re)generar la ciudad?: un acercamiento al caso de Montevideo, Uruguay”, publicado en 2023 en la revista académica Geograficando. Las sociólogas detallan que si bien las manifestaciones “más evidentes” de esto son las marchas del 8M y las alertas feministas que se convocan ante cada femicidio, “no son las únicas formas de apropiación y/o disputa de lo público que viene sosteniendo el movimiento en toda su diversidad”.

“Lo importante de esto es que, a pesar de estas violencias y de todas las dificultades que tienen para transitarla, las mujeres no dejan de usar la calle”, explica ahora Cardozo. Entonces, hay un ejercicio de reapropiación que puede ser individual –esas estrategias que craneamos cada vez que salimos de casa– y que puede ser colectivo. “Desde lo colectivo, el movimiento feminista ha decidido estar en la calle y, quizás sin hacerlo siempre explícito dentro de las proclamas, ha planteado esto de que, si la calle es un lugar hostil, yo, con mis compañeras, puedo hacer un ejercicio de reapropiación de ese espacio no sólo para que me vean, sino para que la calle también sea mía”.

Un tema poco presente en la campaña por la IM

Si la problemática del acoso sexual callejero ha sido históricamente gestionado por los gobiernos departamentales, con Montevideo como uno de sus principales estandartes, parece acertado analizar si quienes se postulan a liderar la comuna capitalina incluyen algo de esto en sus programas.

La lectura de los documentos lleva a la conclusión de que, si bien en todos se contemplan medidas para que la ciudad sea más segura, sólo el programa del Frente Amplio (que incluye las candidaturas de Mario Bergara, Verónica Piñeiro y Salvador Schelotto) menciona propuestas contra el acoso callejero. En concreto, incluye “priorizar inversiones en infraestructura para garantizar una movilidad segura y accesible, especialmente para mujeres”, y la promesa de “continuar con las políticas contra el acoso sexual en el transporte público”.

A su vez, promete “profundizar” y “continuar” con el compromiso asumido en la Estrategia para la igualdad de género de Montevideo 2021-2025, que entre sus objetivos tiene “incorporar el enfoque del urbanismo con perspectiva de igualdad de género a los sistemas territoriales y sus componentes (espacios públicos, equipamientos, calles, arbolado, iluminación)”.

Dentro de las candidaturas por la Coalición Republicana, la colorada Virginia Cáceres y el cabildante Roque García plantean propuestas para que la ciudad sea “segura” y no haya “violencia”, pero lo abordan a nivel de la ciudadanía en general. En tanto, el nacionalista Martín Lema se compromete a que la atención a situaciones de violencia de género será una “prioridad presupuestal” y propone la creación de una línea de trabajo específica sobre trata y explotación sexual, pero no menciona el acoso callejero en particular.