Coco se muestra encantador. Escribe “los amo mucho los extraño mucho mucho mucho” en fotos familiares que sube a Facebook. Posa alegre junto a sus hijas en una piscina, ayudándolas con la tarea o alimentando a un corderito con una mamadera. Pero es capaz de sonreír mientras devora.
Heber Daniel Fernández Olivera –o Coco, como todos lo llaman– también se muestra en fotos de lo que fue su disco pub Área 69 – Cocolandia en Peñarol, el barrio del norte de Montevideo donde creció. Aparece entre botellas de whisky Monks, autos tuneados, bandas de cumbia y adolescentes mujeres que posan con poca ropa que posan mostrando la cola, bajo la leyenda: “Así esperamos siempre a nuestros clientes”.
Él tenía cinco antecedentes penales, siete hijos y 39 años cuando eligió de pareja a una de ellas, de 16. La llevó a vivir en el piso superior de su disco pub, donde había cuatro habitaciones con camas destinadas a la explotación sexual.
Las primeras denuncias surgieron en 2019, impulsadas por madres que buscaban ayuda para rescatar a sus hijas. En mayo de 2021, la Policía comenzó a intervenir el teléfono de Fernández Olivera. Un año más tarde, Cocolandia fue allanada y él detenido, acusado de trasladar, acoger y explotar sexualmente a trabajadoras sexuales –en su mayoría veinteañeras–, pero también a adolescentes. La Fiscalía identificó a 19 víctimas. En junio de 2023, fue condenado a cuatro años y un mes de prisión.
No actuó solo: montó un negocio criminal que involucró a sus dos hijos mayores, Fabricio Ezequiel y Bryan Joel, a una de sus exparejas y a otros dos colaboradores. Según un especialista en trata que investigó el caso y un testigo entrevistado por openDemocracy, lo hizo al resguardo de policías y operadores judiciales corruptos, aún impunes.
Durante seis meses, openDemocracy reconstruyó el caso, la última investigación judicial de trata con víctimas menores que terminó en condenas en Montevideo, para exponer una de las formas que adopta la trata sexual en Uruguay: el uso de locales nocturnos con apariencia legal como fachada de un negocio criminal.
Analizamos miles de páginas de expedientes judiciales, partes policiales y otros documentos oficiales, entrevistas a familiares de víctimas, testigos, fiscales, policías y abogados de los condenados. Utilizamos el genérico masculino para referirnos a las fuentes que pidieron anonimato y cambiamos los nombres de víctimas y testigos para evitar represalias y proteger su intimidad.
Perfilamos las tácticas de Fernández Olivera, que durante años logró encubrir uno de los delitos más difíciles de perseguir y desarticular. Y hablamos en singular porque no existe un perfil único del agresor, según el Manual sobre conceptos básicos y herramientas de intervención, elaborado por la organización civil especializada El Paso y el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay.
La mayoría de los explotadores son varones de edades, niveles socioeconómicos y ocupaciones diferentes que suelen no reconocerse como victimarios. Al igual que los condenados por el caso Cocolandia, minimizan su responsabilidad, se amparan en la tolerancia social y reproducen conductas masculinas que justifican el abuso, viéndose incluso como víctimas de menores que supuestamente los seducen.
En Uruguay el trabajo sexual está regulado para mayores de 18 años, y está penado el proxenetismo y cualquier forma de comercio sexual con niñas, niños y adolescentes. Existe una de las legislaciones más avanzadas de la región contra la trata de personas. Sin embargo, en los últimos años el país ha reducido drásticamente sus esfuerzos para combatirla. El retroceso es tal que el Departamento de Estado de Estados Unidos, en su informe global sobre este delito, alertó que Uruguay “no demostró esfuerzos generales crecientes” y en 2024 rebajó su calificación por primera vez en diez años.
Las más afectadas son las niñas y mujeres jóvenes. En especial, las empobrecidas y quienes crecen en entornos donde la violencia se naturaliza y el abuso sexual pasa de generación en generación como forma de sustento y supervivencia. Un mandato social invisible.
Quienes la padecen son el botín predilecto de hombres como Fernández Olivera, que se reconoce delincuente pero no explotador.
La artimaña de Coco
Recostado en su celda con un brazo detrás de la cabeza, él posa sonriente sin camiseta y con los ojos apenas entornados. Así muestra los tatuajes que, fuera de Facebook, podrían ser los emblemas por los que terminó preso: dados y bolas de billar, el símbolo de pesos y dos rostros de mujer con la lengua afuera que, en esa pose, parecen besarse.
En Cocolandia, una casona de dos pisos en el barrio Peñarol –paredes azuladas, ventanas pequeñas tapiadas y un cartel rojo con un cocodrilo con lentes anunciando los dominios de Coco–, la trata ocurría detrás del muro perimetral coronado con estacas de vidrio.
Lejos del cliché cinematográfico, el “reclutamiento, transporte, transferencia, acogida o el recibo de personas” con fines de explotación, tipificado como delito en la Ley de Migraciones desde 2008, sucedía sin cadenas ni confiscación de documentos.
En redes sociales y páginas de comercio sexual para adultos hay publicaciones de Fernández Olivera para captar mujeres de diferentes edades y llevarlas a trabajar en lo que él llamaba “cantina” o disco pub, en realidad una whiskería: un local nocturno donde se vende alcohol y se intercambia sexo por dinero.
También hay registros de llamadas telefónicas, en las que él mismo respondía consultas de potenciales trabajadoras. Y hay testimonios.
—Hola, ¿hablo con la whiskería de Peñarol? —preguntó una trabajadora sexual de 20 años a Fernández Olivera en mayo de 2021. —Sí —contestó él. —¿Están tomando chicas? —Sí, hablame por Whatsapp.
Las estrategias más complejas de captación fueron relatadas a la Justicia y a openDemocracy por quienes fueron víctimas o vivieron esa realidad muy de cerca.
Fernández Olivera pedía a las chicas que ya frecuentaban la whiskería que invitaran a sus amigas. Si eran menores de edad, las convocaba a tareas como “dar una mano”, “trabajar atendiendo la barra” del bar o “servir pizzas”.
“¿Venís hoy de noche a ayudar en la barra?”, les escribía Fernández Olivera. “Sabés que faltó Fulana, ¿te animás a venir con las otras [amigas] y me das una mano?”.
La red de captación incluía a sus hijos mayores, Fabricio Ezequiel y Bryan Joel, que tenían 25 y 21 años cuando la Policía allanó el local. Usaban un recurso tan antiguo como eficaz para captar a las adolescentes: la seducción y el enamoramiento.
“Mandaba mensajes preguntando qué estaba haciendo, si estaba aburrida, diciendo qué linda era, que le gustaba mucho”, contó una testigo a openDemocracy. “Si vos te sentías mal porque te peleaste con tu madre, te invitaba a la plaza, te pasaba a buscar en auto, te mostraba un mundo maravilloso”, dijo. “Si no le contestabas a uno, te escribía el otro. Te hacían sentir una diosa… ¡Y esto mismo lo hacían con las 20 gurisas que estaban en Fiscalía cuando fuimos a declarar!”.
El método consiste en “entablar vínculos de tipo sexual o afectivo envolviendo a las niñas o adolescentes en una ilusión de amor y mejor vida”, explica la trabajadora social Andrea Tuana en la investigación Dueños de personas, personas con dueño’, publicada en 2020 por El Paso. “Estos ‘rescatadores’ se aprovechan de los contextos de desigualdad en que viven las niñas y adolescentes, de sus circunstancias vitales traumáticas”, agrega.
A eso de las nueve de la noche, antes de que abriera el local, Fernández Olivera, sus hijos u otros hombres del entorno pasaban en auto a buscar a las chicas por distintos lugares de Peñarol y zonas aledañas: paradas de ómnibus, esquinas, plazas, según el expediente judicial del caso. El traslado era parte del engranaje.
En la casona se bañaban, se cambiaban de ropa y se maquillaban para una jornada de la que no podían escapar porque Fernández Olivera “las hacía permanecer allí”, sostiene la acusación fiscal. A las seis de la mañana, volvían a casa en los mismos autos, aunque algunas también dormían en el lugar.
Fernández Olivera liquidaba las ganancias y se quedaba con un porcentaje del dinero generado por las mujeres y adolescentes. Él y los suyos llevaban un registro en un cuaderno que incautó la policía y que dio pauta de la administración: cada “pase” (encuentro sexual) se anotaba con el nombre de la chica, la habitación utilizada, el tiempo en minutos y la ganancia de Fernández Olivera, que oscilaba entre 150 y 300 pesos uruguayos, entre cuatro y ocho dólares, según la tasa de cambio del momento. Si un cliente estaba con más de una mujer, se le cobraba por cada una: no se pagaba por el uso del cuarto, sino por el uso de la persona.
Aunque Fernández Olivera era la cara visible del negocio, por sus antecedentes penales no podía figurar legalmente como responsable. Su hijo Bryan Joel estaba registrado como tal, y su expareja Alejandra Medina como administradora, actividad que llevaba a cabo desde su casa, sin pisar Cocolandia.
La Fiscalía comprobó que al menos estos tres imputados vivían de la explotación sexual de mujeres y adolescentes que, según estimó, generaba ingresos mensuales de más de 700.000 pesos uruguayos, unos 17.500 dólares, según la cotización de entonces.
Todo el sistema estaba orientado a un propósito que es delito desde hace décadas: proxenetismo en el caso de las mujeres adultas, tipificado desde 1927; explotación sexual en el de las menores de edad, incorporado a la ley en 2004. Ambos son considerados fines de la trata de personas.
La persecución penal de la trata en Uruguay sigue siendo irregular y deficiente. Si bien algunos datos oficiales muestran avances puntuales, también exponen una justicia fragmentada. Las denuncias, imputaciones y condenas muestran una evolución errática y limitada, lo que además impide comprender la dimensión real del problema.
La Fiscalía General de la Nación contabilizó 18 denuncias en 2021, 17 en 2022, 28 en 2023 y 14 en 2024, según cifras entregadas a openDemocracy. En cuanto a las imputaciones, fueron 11 en 2021, apenas tres en 2022, una en 2023 y ocho en 2024.
La respuesta de los tribunales avanza con lentitud. En abril de 2025, el Poder Judicial informó que en 2022 no se concluyó ningún proceso por trata, y que los datos de los años siguientes aún no estaban disponibles.
Por otro lado, en el informe sobre trata del Departamento de Estado de Estados Unidos se indica que se identificó a 208 víctimas en 2023, de las cuales 169 eran niñas y adolescentes. La cifra representa una fuerte baja respecto de 2022, cuando se había identificado a 406 víctimas (346 menores).
Números aparte, entender este delito requiere desmontar la idea de que el sometimiento equivale a encierros visibles o violencia explícita. La trata puede ser brutal y directa, pero también sutil en sus formas de control y dependencia.
En muchos casos, las víctimas pierden autonomía no sólo cuando se les impide salir, sino –y sobre todo– cuando se las convence, se las agota o se las habitúa a tal punto que la posibilidad de vivir otra realidad ni siquiera se plantea.
En Cocolandia el control era meticuloso. Fernández Olivera había instalado cámaras de videovigilancia en todo el local para vigilar la duración de los encuentros. Si una mujer pasaba del límite pactado, le golpeaba la puerta. Las ausencias se castigaban con multas. Pero el disciplinamiento no terminaba ahí.
Según consta en el expediente judicial y en documentos policiales, Fernández Olivera y sus hijos vendían droga a los clientes y se la suministraban a las mujeres para mantenerlas activas toda la noche. Además, portaban armas de fuego que usaban tanto para resolver conflictos dentro del local como para ejercer control sobre las adolescentes y trabajadoras mediante una mezcla de intimidación y seducción.
Una foto incorporada a la causa muestra a una adolescente de 17 años posando divertida con una pistola Glock en su dormitorio.
La Fiscalía enfrentó enormes obstáculos para tomar declaración a las víctimas y testigos. “Las mujeres le tienen terror a Coco. Les hablas de él y tiemblan”, dijo a openDemocracy una fuente que investigó el caso. La principal evidencia que permitió avanzar en el caso provino de las intervenciones telefónicas a Fernández Olivera y su expareja.
Un prontuario feroz
La personalidad y la conducta de Fernández Olivera están documentadas en expedientes judiciales desde hace casi dos décadas.
En uno de abril de 2008 se detalla cómo golpeó y dejó al borde de la muerte a un hombre con el que se cruzó a la salida de un boliche. Después, robó su billetera del piso y se marchó. Logró que dos hombres que lo acompañaban mintieran por él y también dejó consignado su modo de vida: con 28 años, dijo a la Policía que no trabajaba, y explicó: “Salgo con mujeres que me sustentan”.
En noviembre de 2009 asaltó armado a un hombre que esperaba en su camioneta mientras el hijo de siete años abría el garaje.
La noche del primer domingo de Pascua de 2015, con 35 años, Fernández Olivera se vistió con pasamontañas, chaleco antibalas y ropa policial e irrumpió a los tiros en una casa de Peñarol. “Vos tenés un dios aparte”, le dijo a una mujer que estaba en la vivienda con su nieto mientras la apuntaba, porque apretó el gatillo y el disparo no salió.
Según testimonios recogidos por openDemocracy, en Cocolandia hubo hechos violentos que no figuran en ninguno de los expedientes judiciales de Fernández Olivera.
“A una chiquilina la molieron a golpes en la whiskería y la dejaron tirada en la playa, no sé bien dónde. Todo porque se había negado a hacer no sé qué”, relató una fuente. Y agregó: “También mataron a una muchacha y arreglaron con la Policía, que después pasó a buscar la plata”, en alusión a la policía de la Zona Operacional IV, que abarca el oeste de Montevideo.
openDemocracy consultó a fiscales, policías y al abogado de Fernández Olivera, Pablo Casás, para reconstruir el asesinato de Shirley Acuña Sosa, de 20 años, que fue denunciado el 24 de mayo de 2021 como ocurrido fuera de la whiskería.
“De la interceptación [del celular de Fernández Olivera] quedamos sospechando de que podría haber sido él, Coco, el que mató a la muchacha en la whiskería. Se escuchaba: ‘Limpien todo que me avisó la Policía que van a venir a allanar’”, dijo una fuente que investigó el caso. “El homicidio y la explotación que hacía Coco en la whiskería se tendrían que haber investigado juntos porque el homicidio viene de la explotación”, agregó. Pero eso no sucedió, y openDemocracy no pudo encontrar el expediente del asesinato ni determinar si la investigación llegó a alguna conclusión.
En los registros telefónicos de la madrugada del asesinato aparecen varias llamadas de Fernández Olivera a su hijo Bryan Joel. En ellas le pedía que buscara y ocultara un morral lleno de dinero, que verificara si las cámaras estaban grabando y que cambiara el disco duro. También le daba instrucciones sobre qué decir a la Policía: “Nosotros no vimos nada ni a nadie”. Más tarde llamó a un amigo y le pidió revisar si había quedado “bien tapado donde están las cosas”, porque “van a ir a hacer una inspección por arriba”.
Otros registros oficiales indican que, al día siguiente, la policía de la Zona IV allanó la whiskería y encontró a una adolescente de 17 años, a dos chicas de 18, dos de 19, una de 21 y una mujer de 43. Durante el subsiguiente interrogatorio, Fernández Olivera declaró que cuando ocurrió el asesinato, él estaba en su dormitorio, en la parte alta del local. Para corroborar su coartada facilitó el teléfono de quien lo acompañaba: una adolescente de 16 años –no su pareja, que para entonces tenía 18–.
El abogado Casás aseguró que “no hubo ningún elemento que vinculara a Coco [con el asesinato] porque él no participó”. Y explicó: “Lo llevaron a declarar dos veces como testigo, no como indagado, y quedó ahí el tema, nunca más lo citaron. De hecho, cuando al año siguiente [en agosto de 2022, por la investigación de Cocolandia] se incautaron un par de armas [en la whiskería], la Policía las pericia y trata de ver si tuvieron algún tipo de participación en ese incidente. Terminó en la nada, porque no tenían absolutamente nada que ver”.
Ilustración de James Battershill openDemocracy
“Predilección” por las menores de edad
En los informes policiales de 2021 sobre Fernández Olivera se describe así su conducta hacia las adolescentes: “Queda de manifiesto la predilección de este hombre por las jóvenes menores de edad, apreciándose en las conversaciones con estas, un cortejo basado en seguidillas de adjetivos donde busca resaltar los atributos físicos de las mismas [...] tenemos que contextualizar que estas jóvenes se encuentran ante la presencia de un hombre de 38 años de edad [en realidad tenía 42], con antecedentes penales, acostumbrado a ‘moverse en la noche’”.
Esa “predilección” se manifiesta en las relaciones que mantuvo con las dos adolescentes ya mencionadas: Micaela, 23 años más joven que Fernández Olivera, vivía con él en el piso superior de Cocolandia; Sofía, 26 años menor, fue utilizada como coartada en el caso del asesinato de Shirley Acuña Sosa.
Cuando él rozaba los 40 años, Micaela iba al liceo. En 2019 comenzó a faltar a clases y a ausentarse de su casa durante días. Su padre denunció su desaparición a la Policía. Poco después, con 16 años, empezó a ser vista junto a Fernández Olivera en su camioneta y, al tiempo, posando en fotos para atraer clientes a Cocolandia, su nuevo hogar.
Pero Micaela no sólo modelaba; limpiaba las habitaciones, servía tragos y cobraba en la barra para Fernández Olivera. La sentencia del caso, que detalla estas actividades de explotación laboral, añade que Micaela también era explotada sexualmente y que Fernández Olivera “la obligaba a realizar tríos con otra mujer”.
El expediente judicial describe cómo le prohibía salir de su habitación y tener celular, la controlaba, la dejó embarazada y la obligó a abortar, opinaba sobre cómo se vestía y la golpeaba, también delante de terceros. Cada tanto, la enviaba en taxi de vuelta a la casa familiar, hasta que una reconciliación los devolvía a la convivencia.
Entre los registros que reunió la Policía, hay un video de junio de 2021 en el que se ve a Micaela sentada en el porche de la whiskería, limpiándose las lágrimas. También se incluye la denuncia de una pareja que, por esos días, caminaba cerca del lugar y la encontró llorando en la calle. Le llamó la atención “su estado de vulnerabilidad”.
Un año después, la Policía interceptó una llamada telefónica cuyo contenido, según el informe oficial, “causa escalofríos”. El 4 de junio de 2022, Fernández Olivera marcó un número y, mientras sonaba el tono, se registró una discusión de fondo porque Micaela se había enterado de que él estaba manteniendo relaciones sexuales con Sofía. Segundos después, se escuchaba a Micaela llorando y rogando que no le pegara más, mientras a él se lo oía “pronunciar palabras como cuando una persona que está ejerciendo fuerza o forcejeo habla al mismo tiempo, con la boca entrecerrada”.
Al día siguiente, en otra llamada telefónica, Micaela sonaba “sumisa”. “Se notan los malos tratos, no sólo físicos sino también psicológicos”, dice el análisis policial de los hechos.
En una llamada días después, Micaela habló con su padre desde el celular de Fernández Olivera. Estaba preocupada por su familia: preguntó si habían comido, si pudieron retirar la canasta alimentaria estatal, cómo estaba una hermana embarazada. La llamada refleja no sólo el empobrecimiento familiar, sino también que los adultos responsables conocían y aceptaban que ella conviviera “con un masculino que se maneja en el ramo de locales nocturnos, muchos años mayor que ella”, concluye en el informe.
La Policía también observó que Micaela guardaba silencio sobre la violencia que sufría. “Podría ser por vergüenza, pero también porque él la tenga amenazada”, se lee en el informe policial.
Sobre estos hechos, el abogado de Fernández Olivera dijo: “Si vos me decís que era una persona un tanto violenta en alguna oportunidad... Puede ser, sí; pero de ahí a la explotación sexual hay un abismo”. Y agregó: “Ella fue pareja de Coco, esa es la realidad. Yo tenía entendido que, aparte, era una chiquilina de la noche; pero no hay un solo elemento en la carpeta investigativa que indique que Coco la explotaba”.
Con Sofía, la adolescente con la que Fernández Olivera tenía una relación paralela, el vínculo era “muy desigual”, aunque distinto del que sostenía con Micaela. No la golpeaba, pero la manipulaba, según la investigación policial. “Le hacía una especie de juego psicológico en donde le dice muchos halagos con respecto a su apariencia física a modo de coqueteo y convencimiento para que se vean”, dice el informe. “No se descarta que él le provea drogas”.
“Estás rica”, le escribió él. “Me tenés enfermo”, agregó en otro mensaje. “Todos los días miro tus fotos en Instagram”. “Me vas a querer para vos?”. “Sí”, respondió ella. “Estoy loco por vos. Quiero tenerte”.
En mayo de 2021, Sofía –proveniente de un hogar empobrecido, ya explotada sexualmente por otros adultos y con problemas de drogas–, denunció a su madre por violencia doméstica y llamó a Fernández Olivera en busca de refugio.
Conocedor de la ley que estaba violando, le explicó que no podía vivir en la whiskería, ya que el local estaba registrado como “cantina” y la presencia de menores allí estaba prohibida. “Te puedo dar todo lo que necesites, pero acá no te puedo tener”, le dijo.
Después, insistió en verla, pero aclaró que no podía ser en Cocolandia porque lo estaban “allanando a cada rato”. En la misma conversación, le ofreció arreglar su celular.
“Le da cosas materiales a cambio y a consecuencia de la relación sentimental que sostiene con la menor”, dice el informe policial. Ese intercambio, junto con otras evidencias reunidas por la Policía, configuran el delito de “retribución o promesa de retribución a personas menores de edad o incapaces para que ejecuten actos sexuales o eróticos de cualquier tipo”.
Enjuiciamiento
Después de meses de escuchas telefónicas y acumulación de evidencia, el viernes 12 de agosto de 2022 la Fiscalía Penal de Delitos Sexuales de Sexto Turno liderada por Alicia Ghione, junto con la Unidad de Víctimas y Testigos de la Fiscalía, bajo la dirección de Mariela Solari, y el Departamento de Investigación de Delitos Especiales del Ministerio del Interior (MI), comandado por Américo Velázquez, ejecutaron un operativo que culminó con cinco personas tras las rejas.
Fernández Olivera, su hijo Bryan Joel, su expareja Alejandra Medina y dos de sus colaboradores –Christian Pérez, El Gallego, y Raúl Gutiérrez, El Viejo– fueron enviados a prisión preventiva, imputados por delitos vinculados a la trata de personas con fines de explotación sexual, proxenetismo, tráfico de drogas y encubrimiento. Fabricio Ezequiel, el otro hijo del cabecilla, no fue imputado: ya estaba cumpliendo condena por una rapiña no vinculada al caso.
La causa avanzó con obstáculos: varias audiencias debieron posponerse por falta de traslados desde el penal de Santiago Vázquez, donde los imputados varones permanecían recluidos mientras esperaban sentencia. La Fiscalía advertía que todos ellos conocían en detalle las rutinas de las víctimas –dónde vivían, cómo se movían y desde dónde eran trasladadas al local–, lo que representaba un “peligro en su triple aspecto físico, psicológico y emocional”.
Ese riesgo se confirmó durante el proceso judicial, cuando nuevas denuncias ampliaron el expediente: desde la cárcel, Fernández Olivera y Gutiérrez enviaron amenazas por mensaje a las víctimas. El hecho motivó una requisa a sus celdas y la incautación de sus celulares.
Finalmente, la fiscalía logró acuerdos abreviados, una modalidad que implica el reconocimiento de responsabilidad por parte de los imputados.
El 15 de marzo de 2023, la jueza de Crimen Organizado de Segundo Turno, María Helena Mainard, dictó el primer fallo: Gutiérrez, de 68 años, fue condenado por un delito continuado de contribución a la explotación sexual.
Gutiérrez, un mecánico jubilado que trabajaba de conductor de Uber, tenía una “novia” de 18 años a la que llevaba a Cocolandia junto con sus amigas, menores de edad. La pena fue de dos años y dos meses: nueve meses de prisión efectiva y 17 meses bajo libertad vigilada.
A pesar de haber admitido ante la Justicia su responsabilidad, Gutiérrez “no demostró capacidad para comprender las consecuencias de sus actos”, concluyó un técnico de la cárcel tras entrevistarlo mientras cumplía su condena. Gutiérrez atribuyó su detención a un malentendido.
Christian Pérez, de 35 años y mecánico de confianza de Fernández Olivera, fue sentenciado días después por encubrimiento reiterado. Aportaba logística: reparaba los autos que trasladaban a las mujeres, almacenaba armas, estupefacientes e incluso un chaleco antibalas policial con la inscripción borrada que usaba Fernández Olivera. Hablaba en clave sobre armas con Fernández Olivera: “La herramienta se me descargó. Necesito tornillos o clavos”.
La Justicia le impuso una pena de 18 meses, cuatro en prisión efectiva, tres en arresto domiciliario y 11 en régimen de arresto nocturno y tobillera electrónica. Su abogado defensor, Alberto Rojas, sigue negando su participación. “Se lo acusa de colaborar dada su profesión de mecánico”, dijo durante el juicio.
El turno de Alejandra Medina llegó el 19 de abril de 2023, cuando ella tenía 33 años. Aunque ya no era pareja de Fernández Olivera, la Fiscalía la consideró una pieza clave para garantizar el sistema de explotación y la impunidad de Fernández Olivera. En julio de 2022, por ejemplo, advirtió la presencia policial cerca de su casa y le escribió un mensaje que quedó registrado en el expediente: “Los policías están en la esquina. No pases”.
Fue condenada, como autora de un delito continuado de encubrimiento, a 20 meses de prisión (nueve efectivos y 11 en libertad vigilada). Le incautaron su celular y 318.860 pesos uruguayos, unos 8.200 dólares al tipo de cambio de la época.
Los Fernández Olivera
Dos meses después, el 7 de junio de 2023, llegaron las condenas más importantes. Con 22 años, Bryan Joel fue sentenciado a 24 meses de cárcel –diez efectivos y 14 en libertad vigilada– por haber asistido de forma continuada a la trata de personas.
Ese mismo día, su padre, Heber Daniel, con 44 años, se declaró culpable de reiterados delitos de trata de personas en la modalidad de traslado, acogimiento y explotación. Recibió una pena de cuatro años y un mes de prisión. Ambos fueron obligados a pagar una multa equivalente a 12 salarios mínimos para resarcir a las víctimas (unos 6.700 dólares según la cotización de entonces). También se les incautaron los celulares, una balanza de precisión y una suma de dinero no especificada, depositada en el Banco República.
Aunque los condenados reconocieron los delitos, el abogado defensor de Fernández Olivera, su hijo Bryan Joel y su expareja Medina, matizó su implicancia en los hechos.
“La mayoría de los clientes desconoce la normativa”, dijo Casás a openDemocracy. “Si vos tenés un boliche nocturno y entra una chiquilina que no sabés si es menor o mayor, y toma una copa y de repente se lleva a alguno, y de repente le dan algún peso por eso, pero vos no te llevás nada... no sabés ni tenés por qué saber que eso es delito”, dijo el abogado. “Tampoco le vas a pedir la cédula... Pero objetivamente, es cierto que la ley eso lo pena”.
Todos los condenados ya recuperaron su libertad. Fernández Olivera fue el último en salir de la cárcel, el 6 de abril de 2025.
Nexos con la trama para proteger a Penadés
Tal como advierte la Organización de las Naciones Unidas, además de la trata de personas, “las organizaciones delictivas suelen estar implicadas en otros delitos graves, como el tráfico de drogas o de armas, así como la corrupción y el soborno de funcionarios públicos”.
El caso Cocolandia logró condenas por trata –no así por los otros delitos que podían estar vinculados, y relacionados con armas y drogas– y dejó al descubierto un entramado de vínculos entre tratantes y funcionarios públicos que, según supo openDemocracy, no se investigó.
Además de la acusación contra la Zona Operacional IV por la actuación ante el homicidio de Shirley Acuña Sosa, la madre de una adolescente que era llevada a Cocolandia por Gutiérrez señaló a efectivos de la Seccional 5ª de La Paz, ciudad de Canelones, unos 30 kilómetros al noroeste de Montevideo.
La mujer dijo a openDemocracy que, cada vez que pedía ayuda para encontrar a su hija, en la comisaría le decían: “Despreocúpese, señora, que su hija está pasando bien”. También notaba que la Policía avisaba a los delincuentes, porque recibía reproches de su hija por buscarla.
“Tristemente, siempre hay alguien del otro lado del mostrador que colabora. Capaz que no participa directamente, pero ayuda… o se hacen los bobos, o te dicen que no van a buscarla porque no tienen móvil. Ayudan a que siga en esa situación”, dijo la madre.
Los protagonistas de Cocolandia también aparecen conectados a una trama para obstaculizar la investigación del caso de explotación sexual de más alto perfil del país: el del exsenador Gustavo Penadés, expulsado del Senado y actualmente en prisión preventiva mientras se lo juzga por 22 delitos vinculados al abuso sexual de menores.
Según fuentes judiciales, Fernández Olivera y su hijo mayor, Fabricio Ezequiel, colaboraron con quien dirigió el penal de Santiago Vázquez entre julio de 2022 y octubre de 2023, Carlos Taroco, para identificar a las víctimas del exsenador y presionarlas para que no denunciaran o retiraran sus denuncias. A cambio, los Fernández Olivera esperaban beneficios de reducción de sus penas mediante maniobras con los días redimidos por trabajo o estudio.
En una serie de audios de Whatsapp interceptados por la Justicia, a los que openDemocracy tuvo acceso, se escucha a Fernández Olivera coordinar acciones con Taroco desde prisión: “Necesitamos saber bien qué es lo que él precisa jurídicamente, ¿me entendés? Para manipular la vuelta”. “¿Vos lo que querés es que los gurises den una mano a Fabricio para que se sepa la verdad? ¿Cómo están manipulando testigos para arruinar [a] ciertas personas, como en este caso fue al Penadés? ¿Eso es lo que vos precisás, no?”. “Tenemos que hacer una inteligencia, tiene que salir [de prisión] el gurí [Fabricio]”.
Fabricio Ezequiel, preso por rapiña, conocía el entorno, había tenido al menos un encuentro sexual con Penadés e iba a ser citado por la Fiscalía a declarar como testigo. Según fuentes judiciales, la maniobra incluyó el traslado de Fabricio Ezequiel desde la cárcel de Punta de Rieles, donde cumplía su pena con buena conducta, al penal de Santiago Vázquez, dirigido por Taroco y donde además estaba recluido su padre. Una vez allí, Fabricio Ezequiel fue a un módulo de máxima seguridad y luego a la misma celda de su padre.
Taroco no accedió a nuestro pedido de entrevista. Pero, a través de su abogado, Nelson Rosa, subrayó que él se limitó a mudar a Fabricio Ezequiel de una celda a otra dentro del penal que dirigía. “El traslado lo dispuso el director del Instituto Nacional de Rehabilitación, Luis Mendoza”, dijo Rosa a openDemocracy. “Taroco solamente lo cambió de celda en Santiago Vázquez”.
La fiscal Alicia Ghione, que investigó los casos de Cocolandia y de Penadés, alertó por escrito al juzgado que tenía el proceso por rapiña de Fabricio Ezequiel que “Fabricio puede estar siendo presionado por funcionarios del propio establecimiento carcelario para que no preste declaración sobre los hechos que conoce”, ya que él mismo “presuntamente fue una de las víctimas cuando era menor de edad”, se lee en el expediente de la causa de rapiña por la que estaba preso.
El abogado de los Fernández Olivera, Pablo Casás, dijo a openDemocracy que todo el episodio era “un disparate”, pero él mismo solicitó la excarcelación urgente de Fabricio Ezequiel al enterarse del traslado. En su escrito al juzgado, argumentó que el movimiento intercarcelario se había hecho sin pedido de la defensa ni de la familia, y que las condiciones de detención en Santiago Vázquez eran “inhumanas” en comparación con las de Punta de Rieles, por lo que no estaba justificado.
Por el esquema armado para identificar y presionar a las víctimas que denunciaron al exsenador Penadés, fueron condenadas cuatro personas dedicadas a la función pública: Taroco, otro funcionario de cárceles, Federico Gutiérrez, el policía Marcos Quiñones y el director de la Secretaría del Parlasur, Diego Cuiñas. También se condenó a otros dos colaboradores, entre ellos, Fabricio Ezequiel.
Un alto jerarca policial consultado por openDemocracy sobre los vínculos entre efectivos y redes de explotación dijo: “La corrupción policial es por dinero, eso presumo yo. ¿Por qué otra cosa va a ser?”. Y agregó: “No te puedo decir cuántos, pero hay policías que generan vínculos con perpetradores”.
openDemocracy solicitó información pública al Ministerio del Interior y a la Jefatura de Policía de Montevideo sobre cuántos funcionarios fueron investigados por connivencia, encubrimiento u omisión en causas de trata y explotación, y cuántos fueron autores de dichos delitos. Al cierre de este artículo, el ministerio no había respondido; la jefatura pidió una prórroga para remitir la información.
Intentamos entrevistar a todas las personas e instituciones señaladas en este artículo. Las declaraciones de quienes accedieron a contestar figuran en cada caso.
Este artículo fue publicado originalmente por openDemocracy e inaugura una investigación sobre tácticas, redes y perfiles de perpetradores de trata y explotación sexual en los departamentos de Montevideo y Canelones.