La ciudad de Santa Lucía espera a sólo 66 kilómetros de Montevideo por la ruta 5. Fundada en 1764 como Villa San Juan Bautista, la razón de su emplazamiento terminó por influir en su denominación: la belleza del río sobre el que se recuesta gana cualquier pulseada. El Parque Clemente Estable, llamado así en honor al prestigioso científico oriundo de la ciudad, no sólo es fiel testimonio del cariño de los lugareños por su curso de agua sino que es el punto de partida ideal para dejarse conmover por el Santa Lucía y su belleza.

Si bien en verano el parque funge de balneario, el resto del año ofrece al río en todo su esplendor. Y así como sus orillas son ideales para la pesca, para buscar cobijo bajo la sombra de árboles frondosos o hacer un asado en los sitios indicados, también invita a bajar para iniciar una travesía en canoa o kayak. Nosotros nos dispusimos no sólo a navegar el Santa Lucía sino que tuvimos la fortuna de contar con guías de lujo. En un gomón de bomberos nos esperan Líber Sequeira, director de la Unidad de Guardaparques de Canelones, que cuida, protege y realiza educación ambiental en esta zona que forma parte del Área Protegida con Recursos Manejados Humedales de Santa Lucía, y el guardaparques Gustavo Poggio. Si bien los Humedales del Santa Lucía están dentro de un área protegida que involucra a los departamentos de Montevideo, Canelones y San José, Líber y los suyos se encargan sólo del espacio que le compete a la comuna canaria. Pero no es poco: 22.000 hectáreas que abarcan seis municipios en los que hay unos 6.000 padrones y viven unas 25.000 personas, 12.500 sólo en la ciudad de Santa Lucía y cercanías. Tal vez cuatro guardaparques para toda esa vasta zona resulte poco.

Parque Cinéreas. Jardín griego. Foto: Mauricio Künhe

Parque Cinéreas. Jardín griego. Foto: Mauricio Künhe

Carmen Marchissio, productora hortifrutícola de la ruta 62. Foto: Mauricio Künhe

Carmen Marchissio, productora hortifrutícola de la ruta 62. Foto: Mauricio Künhe

Falta personal y recursos, pero nada de eso impide que Líber y Gustavo contagien el amor que tienen por ese lugar y por la tarea que realizan. Acompañados por un bombero que se encarga de pilotar el gomón —los guardaparques no cuentan con embarcación propia—, los dos ofician de guía en este paseo por las aguas del Santa Lucía.

A los pocos minutos de alejarnos del parque, nos sentimos rodeados por el canto de los pájaros. Casi en trance por los trinos, impensados a tan poca distancia de un centro poblado que encima está tan cerca de la megalomaníaca Montevideo, Gustavo hace un comentario que nos ubica en el proceso que está viviendo la zona: “Hace años acá no escuchabas más que el canto de las motosierras”. Tras años de trabajar con los lugareños, la tala masiva del monte nativo ya no es una gran preocupación, aunque el problema está lejos de terminarse. Los pájaros vuelven a llamar nuestra atención y a lo largo de una hora de navegar nuestra vista se recrea contemplando biguás, golondrinas hiperkinéticas, un martín pescador grande que majestuoso mira el río, gavilanes mixtos, plateados y comunes que surcan el cielo buscando presas, benteveos, una garza azulada que asoma entre los juncos, doraditos, chimangos, tordos y, por supuesto, palomas. Líber me dice que lleva identificadas 156 especies de aves. Mis ojos se clavan en el monte nativo buscando más. Pero algunas no se ven. “Ese es un juan chiviro”, dice Líber al escuchar un canto musical que atrae como si se tratara del de una sirena. “Pero verlo es muy difícil”, agrega.

Así como el aire es surcado por aves, debajo también hay vida. Gustavo sumerge su mano en el Santa Lucía, se la lleva a la nariz y, como un médico que acaba de auscultar a un paciente, sentencia: “No está fría, no hay olor... no hay peces”. Los dos aconsejan para el que quiera ir a pescar: “Hay que mirar las aves, que cuando hay pique están más activas y numerosas. Y por otro lado, hay que oler el agua. Cuando hay pique el agua huele a peces”. Hoy el agua no está muy clara, pero los días cristalinos se pueden encontrar aquí bagres, tarariras y dorados para practicar la pesca deportiva. “Ahora, si querés pesca grande, tenés la carpa”, me dice Gustavo, que asegura que se han pescado allí ejemplares de hasta 16 kilos de ese pez exótico e invasor. Y en ese caso, el pescador que saque carpas y no las devuelva al río, le estará haciendo un favor al Santa Lucía: la carpa le quita espacio y recursos a las especies nativas. Mientras navegamos, los guardaparques van atentos. Buscan trasmallo, redes que los pescadores dejan por horas (días a veces) y que no están permitidas en el área protegida. En el viaje no encontramos ninguna, pero ganar una batalla no significa que se esté ganando la guerra. La técnica de sumergir la mano y olerla que practican Líber y Gustavo también sirve para otra cosa distinta que saber si hay pique: me aseguran que cuando el agua tiene muchos agroquímicos, huele a remedio. Hoy, por suerte, no es uno de esos días. Un dato curioso: estos guardaparques que custodian la riqueza del Santa Lucía y el cumplimiento de distintas ordenanzas que buscan mantener la calidad de las aguas y de la biodiversidad no pueden tomar muestras o ingresar a los predios de OSE, el ente estatal que se encarga del agua potable. Las catástrofes ambientales encuentran en la incongruencia institucional un campo fértil para prosperar.

Llega el momento de bajar a tierra. Tras pasar por arenales que invitan a bajar a tomar sol y disfrutar de una pausa, nos dirigimos a la Picada de Alaníz, uno de los tantos puntos de cruce que el río ofrecía antes de la era de los puentes y que la población atesora en su memoria colectiva y nomenclativa. Al bajar en tierras de lo que se conoce como El Rincón, unas 700 hectáreas municipales en las que se busca que la naturaleza del humedal se regenere, uno siente enseguida la exhalación del monte nativo. Murtuas, arrayanes, molles cenicientos, coronillas y otros tantos vegetales nativos insisten en reclamar esas tierras como suyas: hace apenas siete años, antes de estar bajo la custodia de los guardaparques, el monte nativo había llegado a su mínima expresión tras la tala indiscriminada de “los carreros”, nombre que se les da a quienes entran con carros a las márgenes del Santa Lucía procurando leña o arena para parar su olla. Tras un intenso trabajo con ellos, de los 195 carreros que había en la ciudad, hoy sólo queda una veintena. Y los que quedan han sido instruidos para no talar el monte nativo, sino los fresnos, ligustros y gleditsias, tres de las especies invasoras que amenazan nuestro monte indígena.

Damara, Agatis robusta originaria de Australia, en la quinta Capurro. Foto: Mauricio Künhe

Damara, Agatis robusta originaria de Australia, en la quinta Capurro. Foto: Mauricio Künhe

Camino de los bambúes, en la quinta Capurro. Foto: Mauricio Künhe

Camino de los bambúes, en la quinta Capurro. Foto: Mauricio Künhe

Para la lucha contra la tala indiscriminada, como con la caza y la pesca, los guardaparques y la Dirección de Gestión Ambiental de Canelones apuestan a la educación. En El Rincón se ha llevado adelante el proyecto “100 árboles, 100 niños”, en el que se planta flora nativa con la ayuda de niños de las escuelas de la zona. Algo así como un “one tree per child”, pero sin tanta parafernalia. Allí, y aunque no podamos verlos porque son escurridizos y nocturnos, Líber cuenta que ha visto lobitos de río, zorros, gatos monteses, hurones y hasta al simpático mano pelada. Habiendo dejado el río, uno puede aprender sobre la vegetación nativa visitando El Sendero de Interpretación Picada de Alaníz, donde se nos suma el guardaparques Héctor Perdomo. Los tres han plantado, en donde esperan que esté la sede de los guardaparques, arazás, murtas, espinillos, congorosas, mataojos y otra flora nativa. El sendero se recorre con rapidez y, gracias a los letreros confeccionados por los propios guardaparques, hasta el más despistado citadino —como uno— aprende del patrimonio vegetal que tenemos.

Asombra ver en cuán poco tiempo el monte reclama lo que le pertenece: hasta hace poco, donde vemos al monte recobrar su vigor, funcionaba una pista de motos.

Caminata

Para los que quieran una aventura más grande, les espera una caminata de varias horas que conecta el Sendero de Interpretación con la Picada de Alaníz sobre el río. Entonces, vale la pena anotarse el teléfono del guardaparques: 099394697. Seguro una charla amena antes de emprender el recorrido hará que la experiencia resulte más intensa y disfrutable.

Si algo tienen los ríos es la cualidad de ser centros de reunión de la vida. No sólo el monte nativo, los peces, las aves y otros animales menos visibles pero igual de agradecidos con el servicio ecosistémico que presta el cauce dulceacuícola, se dan cita en su márgenes. También los seres humanos eligieron establecerse allí. Tal vez por eso en la zona se registre la mayor concentración de establecimientos agropecuarios de menos de cinco hectáreas. Se trata de pequeñas unidades de producción familiar. Y muchas, ante la presencia del agronegocio y la especulación, ven su futuro tan amenazado como el del gato margay o el cardenal amarillo.

Nuestra visita a los Senderos Santa Lucía nos llevó a la chacra Hortifrutícola Ruta 62, de Freddy Fourcade y Carmen Marchissio. Si bien allí se cultivan ajos, peras, manzanas y duraznos, cuando llegamos, nuestros ojos se enamoraron de unas carnosas frutillas carmesí. Las plantas no hablan, pero estas frutillas pedían a gritos telepáticos que las lleváramos a nuestra boca. Y entonces uno entra en contacto con la fruta recién cosechada: un sabor intenso, una dulzura cautivante y el placer de reencontrar la conexión entre lo que comemos y la tierra donde se cultiva.

Contacto

Antes de visitar la zona, es buena idea contactarse con la gente de Senderos Santa Lucía (091932745 o por Facebook), una agrupación de vecinos que ofrece paseos en los que se visitan establecimientos de producción familiar, parques en casas de vecinos, en los que se ofrecen opíparos almuerzos y meriendas naturales.

Freddy cuenta con orgullo y satisfacción la historia que hay detrás de cada durazno —muchos de ellos de variedades experimentales del INIA que aún no han sido liberadas al mercado—, de cada manzano, de cada pera. Y cuando esta etapa del paseo termina, entre charlas más jugosas que la frutilla que acabamos de comer de la planta, Carmen se acerca con bolsas de papel llenas de duraznos, sabiendo que la visita a Hortifrutícola Ruta 62 continuará cuando los dientes se hundan en el néctar de su pulpa.

Nuestro paseo por Senderos Santa Lucía termina en el Parque Cinéreas de Niel Rodrígez Lamela. Veterinario jubilado, Niel tiene pasión por los jardines. Y su parque es eso: una colección de jardines. Hay uno español, otro romano, uno criollo, uno de la meditación, uno surrealista que está en construcción, un rincón de los coloquios, un paseo de los libros.

Desde 1980 Niel viene haciendo que su pasión por las plantas se adueñe de su terreno. “Visitar un jardín es como ver un fotograma de una película. Al día siguiente cambia, el jardín está vivo, tiene una historia en permanente construcción, producto del intercambio entre la naturaleza y la cultura”, dice mientras uno no sabe en qué jardín quedarse para cerrar los ojos y embriagarse de brisa y aroma de flores.

Sea cual sea el jardín que uno escoja para eso, ya lo sabe: un día no alcanza, hay que volver a visitar Santa Lucía, vivir el río, andar los senderos, saborear las frutas, el canto de las aves, la entrega de los guardaparques, y sentir que no todo está perdido.

Costa del río en la ciudad de Santa Lucía. Foto: Mauricio Künhe

Costa del río en la ciudad de Santa Lucía. Foto: Mauricio Künhe

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