De pie en la terraza del Templo, Pitágoras miraba el horizonte mientras su capa azul era agitada por un viento alerta.

El anciano, tan delgado y pequeño como grande era su espíritu, se acarició la barba blanca y expresó:

—Más allá de las montañas, más allá de los bosques, y más allá de las praderas, ríos, lagos y desiertos, existe un mundo dispuesto a aniquilar al nuestro.

Sentí un frío en la piel.

—¿Por qué alguien querría hacer eso, maestro? —pregunté.

—Hace muchos años —me explicó— un extranjero fue admitido en el Templo. Se lo inició en los cultos y los misterios; y la sabiduría de los números, que hemos guardado durante generaciones como nuestro más preciado tesoro, fue compartida con él.

—¿Un extranjero? ¿Y dónde está ahora?

—A los tres años de ingresar a la Orden desapareció. En vano lo buscaron sus compañeros, parecía habérselo tragado la tierra.

El maestro Pitágoras era el más sabio entre los sabios que habían pasado por el Templo. Las enseñanzas que había recibido de sus preceptores, él devolvía, acrecentadas por sus descubrimientos, a sus propios alumnos. Los números de la música, los números del arte, los números de las estrellas, los números de la naturaleza, y los números de los números, cabían en su inteligencia como el espíritu del fuego en una rama. Por eso, yo sabía que cada palabra suya valía más que cualquier otra cosa, y ahora esperaba con ansias la conclusión de aquella historia.

—¿Y por qué me cuentas sobre él, maestro? —pregunté.

—Porque hoy debes aprender algo muy importante.

Pitágoras colocó su anciana mano sobre mi frente y pronunció una secuencia numérica. Acto seguido, nuestros cuerpos etéreos, envueltos en una luz de ámbar, remontaron los ríos aéreos, y como espectadores privilegiados volamos sobre la faz del mundo.

Después de dejar atrás el Templo y todos los territorios conocidos, llegamos a una isla perdida en medio del océano. Era de noche, pero se veía desde lejos, gracias a una cantidad desmesurada de luces artificiales.

—Aquí nació el hombre que nos traicionó, y aquí regresó después de recibir el conocimiento de los números —señaló mi maestro.

—¿Volvió a su patria para instruir a los suyos?

—No, sus intereses eran otros.

Cuando descendimos lo suficiente, el maestro me hizo notar que los edificios (horrendos en su estructura y concepción), los árboles, las incomprensibles máquinas y los objetos que se podían apreciar, no habían sido dispuestos de acuerdo al orden de los números sino al capricho de los hombres. A medida que sobrevolábamos la isla, Pitágoras me fue explicando que los habitantes, que exhibían rostros de enojo o pesadumbre, no vivían en una verdadera comunidad. Allí la propiedad no era colectiva como en la nuestra, sino privada, y cada uno intentaba, por todos los medios, subyugar a los otros. Los hombres más respetados no eran los más sabios, sino los más ricos y poderosos.

—Pero, maestro —pregunté—, ¿cómo es posible que el extranjero cambiara nuestra Orden por esto?

—Por codicia —explicó—. Regresó a su patria y, con los conocimientos adquiridos en nuestro Templo, intentó controlar las vidas y destinos de los suyos. Practicó la usura y la explotación, y creyó que ese era el paraíso.

—¿Y dónde está él ahora?

El maestro me condujo hacia un extremo de la isla donde no había nada, salvo un área de tierra estéril. El viento levantaba un polvo oscuro.

—Aquí yace después de morir asesinado.

Aquello no era un cementerio, sino apenas un páramo.

—Triste destino para un maestro.

—Sí —explicó Pitágoras—, pero él nunca llegó a ser un verdadero maestro. Cuando creyó saber lo suficiente, abandonó nuestra orden y vino hasta aquí para intentar gobernar como un Dios. Si hubiese permanecido más tiempo en el Templo, habría aprendido lo más importante: que los números no sólo sirven para hacer cálculos y cuentas, sino que están íntimamente ligados al espíritu y al destino de los hombres.

Después de estas palabras, remontamos el vuelo y comenzamos a alejarnos en la noche estrellada. Pero aun había preguntas rondando en mi mente. ¿Por qué Pitágoras, con su infinita sabiduría, había admitido a esa alimaña en la Orden? Y además, ¿por qué justo en este día había decidió revelarme la historia?

El maestro leyó mi pensamiento y respondió:

—Porque los números están para enseñarnos, y porque cada cosa tiene su tiempo.

A una señal de Pitágoras, nos detuvimos en lo alto del cielo y giramos el rostro.

La isla, sacudida por un devastador terremoto, se rajaba de lado a lado, y mientras los habitantes corrían y huían aterrados, todo lo que había en ella se desmoronaba como si estuviese hecho de papel. Luego las manos blancas y crispadas del océano se extendieron sobre los escombros, y la isla entera se hundió en los abismos.

Cuando se hizo la calma, los astros parecieron brillar con más intensidad. Todo había estado siempre allí, en el gran reloj de las estrellas.

El maestro me miró y sonrió de forma serena.

Sin más nada que hacer en aquel lugar, volamos de regreso al Templo, justo a tiempo para ver los maravillosos números que, movidos por un viento benigno, danzaban en el cielo, el agua y la tierra.