Día 1

No es el día uno, en verdad, pero por algún lado empiezan las cosas.

Es viernes de mañana y estoy sentado frente a la mesa del comedor. Sobre la mesa está la computadora. Trato de escribir un libro de once relatos ambientados en un shopping. Tres los tengo más o menos prontos y voy por la mitad del cuarto, justo en la parte en que una mujer recuerda cómo dos niñas caminan hacia una estación de servicio para inflar la bicicleta de una de ellas. El relato fluye porque no estoy inventando nada, estoy recordando. Las niñas cruzan la calle Artigas y empiezan a caminar por el borde del arroyo y entonces escucho su voz y tengo que salir del relato.

Cuando digo su voz no me refiero a las niñas, cuya voz, en verdad, no he podido invocar todavía; esa es la razón por la cual las estoy abandonando. Me refiero a la voz de la vecina y no es una voz literaria, como la de las niñas, sino una voz real, grave, cascoteada. No es la primera vez que la escucho, ya que, como dije al principio, este no es el primer día.

La voz de la vecina entra clara y límpida por el ventanal del fondo de mi casa. Supongo que está colgando la ropa en la azotea. Junto a la suya se escucha, a un volumen mucho más bajo, una voz masculina. Al principio trato de no hacerles caso y de seguir escribiendo, pero el volumen de ella va subiendo y va conquistando poco a poco todos los espacios hasta que llega el punto en que, como ahora, no puedo pensar en otra cosa. Entonces dejo la computadora, me levanto y me acerco hasta el ventanal. Como siempre, están peleando.

Tengo que enfrentar un problema metodológico grave en este relato, mejor dicho, una dificultad con respecto al relevamiento de datos. La que está molesta es ella y, por lo tanto, el tono de su voz es alto y puedo decodificar, si no el contenido exacto de todo lo que dice, por lo menos varias de sus palabras. En cambio él habla muy bajo.

La consecuencia es que sólo puedo escuchar lo que él dice a través de ella. La voz de la mujer incluye todos los términos de la discusión; defiende sus puntos de vista y resume los de su pareja antes de destrozarlos. La voz del hombre es débil e inocua.

Estoy a punto de salir al fondo para escucharlos más claro; no lo hago porque no quiero que escuchen el chirrido oxidado de la reja. Quizás se cohiban, pienso, y me quedo en el molde abrazado a esa idea. Por otro lado, sé que son un pareja que grita todos los días todo el tiempo y que nunca se han detenido a considerar que las paredes de las casas que quedan pegadas no son tan gruesas.

Me quedo adentro, pegado a la reja. Es una soleada mañana de primavera.

Y escucho. Están hablando de un celular. Ella repite wasap, wasap y, cada tanto, mensaje de texto. Él dice cosas que no entiendo.

Dos minutos después ya tengo una idea bastante aproximada de lo que está sucediendo. A eso le agrego mi bagaje cultural y lleno los huecos. Me siento como esos robots con inteligencia artificial que aprenden juegos complejos en poco tiempo.

Puede que haya errores u omisiones en el resumen que voy a presentar a continuación, pero tengo fe de haber encontrado la columna vertebral de los hechos.

La vecina y el hombre de al lado no son una pareja limada por la vida y el exceso de verse mutuamente las caras. Por el contrario, creo que no llevan más de un año juntos y que están haciendo sus primeras armas en el mundo de la convivencia, pero son adultos de mediana edad que, seguro, antes tuvieron muchas peleas, separaciones, desengaños, o sea, muchas parejas.

Ella le está recriminando algo y voy a hacerla simple porque creo haber entendido de qué se trata: él no cambió su número de celular y eso es algo que debía haber hecho. Él parece haberle dicho algo así como pero si me borré el wasap como pedías (y vuelvo a aclarar que no puedo escuchar la voz de él; lo que estoy haciendo es interpretar lo que pudo haber dicho a partir de haber oído la respuesta de ella) y ella responde que esa no es la solución, porque muchas veces precisa comunicarse con él por esa vía y que si lo borra no va a poder seguir haciéndolo. Además, dice ella, está el mensaje de texto. Te siguen escribiendo mensajes de texto y ahí es que termino de entender de qué se trata: él fue un picaflor durante mucho tiempo y tal vez lo haya seguido siendo cuando se puso en pareja. Ella le descubrió conversaciones comprometedoras en wasap y le pidió como prueba de amor que se cambiara el número de teléfono. Él quiso solucionar el problema borrando la aplicación y acá no me queda claro si lo hizo de ingenuo, de vago o de vivo, pero ella se enteró y acá estamos: viejas amantes que siguen comunicándose por mensaje de texto.

La situación me resulta de lo más extraña, como si un portal en el tiempo se hubiera abierto en el patio de mi casa y por él pudiera oír la conversación de dos habitantes del pasado. Si ella no confía en él, ¿por qué no le dice que se vaya, que abandone el hogar, que no vuelva a verla nunca más? (pongo las cosas así porque estoy seguro de que la casa es de ella). ¿Por qué ese hombre acepta como algo natural los requerimientos de ella?

Día 2

Es de noche. Alguien golpea la puerta de mi casa. La historia de las dos niñas que caminan rumbo a la estación de servicio avanza viento en popa. En este momento bordean el arroyo y una de ellas —la que arrastra su bicicleta desinflada— acaba de mostrarle a la otra las cicatrices de sus muñecas. También le cuenta que se hizo los cortes con un trozo de metal que, previamente, había puesto al rojo vivo, para que las heridas cauterizaran enseguida. La otra le preguntó por qué lo había hecho y la primera respondió que era una tradición de donde ella y su familia venían, del campo: provocarle a tu cuerpo un dolor tan agudo como el dolor psíquico provocado por el suicidio de uno de tus padres. Por supuesto que la niña no dice eso en estos términos tan intelectuales pero, en este momento, con la distancia de los años, puedo representar su gesto de esa manera.

Dejo la computadora y me acerco a la mirilla de la puerta. Del otro lado veo al negro petiso que, cada dos o tres semanas, pasa por casa a pedirme ropa vieja. A veces tengo algo para darle.

Abro la puerta pero no la reja y nos damos la mano. Me pregunta si tengo algo de ropa, le digo que esta vez no, que la semana pasada le di un bolso con todo lo que tenía, me mira como si no me creyera, le sostengo la mirada, sonríe y me pide una moneda. Le digo que no, nunca le doy monedas. Bueno, muchas gracias, me dice y supongo que no insiste porque su carro hoy está cargado de cinco o seis enormes bolsas de nailon y eso significa que ya tuvo una jornada muy buena.

Bajo un segundo a la vereda y miro cómo el negro se va caminando para el lado de la rambla. Hace una preciosa noche de primavera.

De pronto siento que alguien me habla por la espalda. ¿Le diste?, preguntan. Me doy vuelta y veo a la vecina. Está parada en el descanso de la puerta de su casa. Le digo que no, que esta noche no tenía nada. Mejor, responde ella, a este tipo no hay que darle nada; la ropa la vende y se compra droga. ¿Por qué no la llevás a una iglesia? Le pregunto cómo sabe y me responde con un gesto de suficiencia.

Día 3

Otra vez estoy en casa un viernes de mañana y otra vez hace una mañana soleada. Pienso que hay cierta regularidad en nuestros horarios. Otra vez oigo la voz de la vecina por el ventanal del fondo, quejándose, mientras cuelga la ropa en la azotea.

La situación es similar a la de la vez anterior. La voz de ella se escucha fuerte y clara como si saliera de la radio que tengo prendida a mis espaldas. La de él es el balbuceo grotesco y sordo de un tipo torturado y amordazado en el fondo de una oscura caverna. Me acerco al ventanal nuevamente y pego la oreja al mosquitero. Por momentos pienso que voy a escuchar la conversación completa pero son sólo fragmentos de diálogo que van y vienen con el viento.

Hay dos expresiones que se repiten en los parlamentos de ella. Te vieron y No importa. Dos veces, por lo menos, identifico la voz mano a mano y una vez milanesa completa. De las palabras de él, por supuesto, no identifico nada, pero las imagino como tibios gestos defensivos en medio de una pelea.

Voy a intervenir. No es una decisión adoptada a la ligera. Hace varios días vengo pensando en meterme porque creo que el diálogo entre ellos está trancado y porque eso podría solucionarse con una tercera presencia.

Camino hasta el baño y agarro el canasto de la ropa sucia. Salgo al patio con él y subo la escalera. Mi plan es usar como excusa la eventualidad del día soleado y simular que yo también quiero terminar el día con la ropa seca.

Cuando subo, tardan en verme. Yo tampoco quiero llamar su atención: mi plan de intervención se reduce a un mero acto de presencia.

Ella le está diciendo que en cualquier momento lo echa. Que se acuerde, le pide, cómo estaba antes de que ella le hiciera un lugar y que si no se acuerda, bien puede irse a la mierda. Ella está de espaldas a mí y por lo tanto es muy difícil que me vea. Él está de frente y, cuando me ve (supongo: no los estoy mirando, simulo que cuelgo la ropa y que no me importan los detalles de sus vidas personales, por lo cual todo lo que diré a continuación con respecto a sus cuerpos es producto de mi imaginación), hace un gesto con los ojos señalando para mi lado como diciendo callate, estás haciendo una escena.

Y de repente se hace un silencio tan fuerte que el aire deja de correr por la azotea. Los pájaros dejan de cantar y los autos de pasar por la avenida Rivera. El aroma rancio de mis calzoncillos sube desde el canasto y me tapa la boca y la nariz y hasta las orejas. Asumo que el silencio es producto de cierta prudencia: ante el gesto del hombre, la vecina giró el cuello y se percató de mi presencia.

Siento sus ojos en mi nuca como dos pesas que me empujan hacia abajo la cabeza. Revuelvo nervioso entre la ropa sucia, hago tiempo, le doy la espalda. Y entonces sucede lo inesperado. ¿Vos te pensás que me importa que haya gente escuchando?, dice la vecina, refiriéndose al mismo tiempo a mí y a su pareja. Me importa una mierda, Esteban, una mierda, y ahora sí no resisto la tentación de mirar y levanto la cabeza.

Ella sigue dándome la espalda. Está vestida como si acabara de llegar del gimnasio. Tiene una musculosa fucsia y una calza negra y el pelo también negro atado a lo alto de la nuca como una cola de caballo. Sobre sus hombros transpirados se distingue una galaxia de pecas. Él está de frente, sin remera, vestido apenas con unos pantalones de jeans, sin zapatos ni medias. Me doy cuenta de que es la primera vez que le presto atención. Eso lo hace humano y al instante se le dibujan los rasgos de la cara. Tiene los ojos tristes y la boca torcida para abajo, tiene el pelo gris escaso y enrulado y la sombra de una barba vieja. Es un flaco desgarbado con mucha piel sobrando en los codos y una redonda panza cervecera.

Me siento culpable. No debería estar escuchándolos.

Foto del artículo 'Siete días'

Día 4

Es de noche y llueve, hay tormenta. Hace un rato cayó un rayo tan fuerte que me temblaron las orejas. Por las dudas, bajé la llave general, así que estoy a oscuras, escribiendo al diez por ciento de batería y a la luz de una vela.

En la pared del living siento los golpes secos de una madera. Suenan a razón de uno por segundo y entre ellos se oye el chirrido agudo de una bisagra vieja. Con los truenos se confunden los gemidos de ella. Son estertores secos, como si tosiera, como si ante cada embate escupiera una bola de pelos antes atragantados entre el paladar y la lengua.

Trato de imaginar el acto sexual y no puedo. Ante las palabras hay una frontera. Podría decir que la veo montando a ella, enorme, imperial, como una diosa negra, y a él debajo, muerto, blanco y seco como un cadáver con toda la sangre concentrada en la verga, pero en realidad no veo nada. El ritmo regular del ruido de la cama atrapa mi imaginación en un mundo bidimensional de bisagra/madera/bisagra/madera...

Por fin, acaban. Ahora sólo oigo el viento que sopla como el aullido de un fantasma y la lluvia. Paro la oreja. Y dejo los dedos suspendidos sobre el teclado, como dos arañas a punto de cazar una presa, pero cuando creo que van a empezar a pelear, se escucha alguien golpear a mi puerta.

Día 75

Las cosas que voy a contar ahora, en rigor, pertenecen al día cuatro. Invento un día setenta y cinco para poder contarlas retrospectivamente, pues me resulta menos vergonzoso fingir que son parte de un pasado lejano.

Supe que la única persona que podía estar llamando era el negro petiso de la ropa vieja. Abrí la puerta y ahí estaba, chiquito, sucio, mojado por la tormenta. A su espalda tenía el carro, esta vez sólo cargado con bolsas vacías sujetas con un pulpo, que se agitaban y resonaban con el viento. Sonrió por reflejo y me mostró los agujeros negros de su boca. Si bien le faltaban dos piezas fundamentales del teclado (las dos paletas), lo hacía con una alegría infantil, sincera, como si su abortado proceso de socialización le hubiera permitido vivir sin los usos y matices hipócritas de ese gesto. Sentí envidia. Y, por supuesto, dejé trancada la reja.

—Vecino, vecino, ¿tiene algo para darme?

Igual que la última vez, le dije que no, que toda la ropa que había acumulado en el último año ya se la había dado, o que estaba tan rota que la había terminado de romper para transformarla en trapos.

No protestó.

—¿Y una moneda?

—No, maestro, no tengo.

Nos quedamos mirando. Este tipo de gente te sostiene la mirada para que te acobardes, yo sé cómo funcionan, pero si los mirás más intensamente se dan cuenta de que no van a conseguir nada y terminan abandonando.

Y así fue. Dos o tres segundos después bajó la vista y se dio media vuelta, sin saludar, como hacía siempre que se iba con las manos vacías. Cerré la puerta y antes de trancarla escuché:

—Pará, pará.

Y empezó a golpear de vuelta, con cierta ansiedad, como si tuviera algo importante para decirme. Abrí la puerta y vi la cara del negro a diez o quince centímetros de la mía. Estaba parado en el escalón que separa mi casa de la vereda. Con las dos manos se agarraba de la reja y apretaba el cuerpo contra los barrotes. A su espalda, la lluvia parecía el lado oculto de una cascada y nosotros los habitantes de una oscura caverna. La calle, que estaba en bajada para el lado de mi casa, comenzaba a inundarse porque el desagüe estaba tapado con basura y ramas y mucha pelusa de primavera.

Me asusté y di un paso atrás. El negro estiró su brazo y atravesó la barrera simbólica de la reja, pero no para agarrarme o hacerme daño, sino como reflejo de disculpas (tenía la mano abierta). Me dijo que sólo se había puesto ahí porque el sobretecho de mi casa lo cubría del torrente de agua congelada.

Entonces abrí la reja y dejé que entrara.

Busqué las toallas más sucias del baño y se las di para que se secara. Las apretó contra su cara, contra su buzo, contra sus pantalones. Si bien tenía mucho frío, era notorio que no se animaría a sacarse la ropa hasta que yo se lo indicara, así que fingí mi mejor voz de persona a quien los gestos solidarios se le dan naturalmente y dije.

—Sacate esa ropa, que está mojada.

Me miró con dudas y le hice dale, dale con la cara.

Agarré con cuidado una vela y fui hasta el ropero a buscar algo para darle. Elegí un pantalón azul marca Hering que, de tanto rascarme los huevos, tenía un agujero en la entrepierna, y una remera blanca con la cara de Trump que me trajo mi tía de sus últimas vacaciones en Norteamérica. Agarré una campera de nailon verde que alguien alguna vez se había dejado olvidada y le di todo eso para que se cambiara.

El negro, desnudo, miró la ropa con la preocupación natural de cualquier persona que trata de previsualizar cuál será su próximo aspecto y, luego (supongo) de haber llegado a alguna conclusión, dijo:

—Vos también tenés que sacarte la ropa.

Al principio no entendí lo que me estaba diciendo o, más bien, sí lo entendí, pero no pude comprender qué era lo que me quería decir con eso.

—¿Cómo decís?

—Que vos también tenés que sacarte la ropa.

—No, mirá, no es necesario. ¿Querés otra toalla?

—Si no te vas a ahogar —dijo mientras se vestía, sin sacarme los ojos de la cara.

Entonces miré mi reflejo en el espejo vertical que hay en la pared del fondo de mi casa. La luz anaranjada de las velas le daba a todo el aspecto de un castillo medieval. Mi cuerpo en el espejo se ensombrecía y se aclaraba según cómo las corrientes de aire que entraban por debajo de la puerta, por los falsos y rotos burletes de las ventanas e incluso por el agujero de la chimenea jugueteaban con la llama de las velas.

No llegué a ver mi ropa pero sí distinguí mi espalda encorvada, mis hombros caídos, mi creciente e irreversible pelada, los músculos de mis piernas cayendo como las gotas del cebo derretido de las velas, los pelos grotescos de mis brazos y los dedos gruesos de mis manos, muertos, como blancas butifarras.

Entonces me saqué la ropa sin pensarlo, toda, quedé desnudo frente a él y nos miramos. Él ya se había vestido con lo que yo le había dado, saludó, abrió la puerta y se perdió en la tormenta.

Día 6

Vine decidido a terminar con esto.

Estoy en la azotea de mi casa, sentado en una reposera de playa oxidada que en cualquier momento puede romperse. Tengo la computadora arriba de las patas. Son casi las diez de la noche y por eso el ruido de los autos que pasan por Rivera es suave y lejano, como el ronroneo de las olas de una playa.

Las niñas llegaron a la estación y encontraron la bomba de aire para bicicletas. Una de ellas, la que tiene las muñecas cortadas (es hora de ponerles nombres, así que, digamos, Blanca), mira cómo su amiga, Laura, trata de encontrar la forma de conectar la válvula y la manguera. La mira con la cara un poco inclinada, absorta, con su mente a miles de kilómetros de distancia, mientras juega con un cigarro apagado y chapotea el pie derecho sobre el borde de un charco de nafta.

Separados de mí por apenas un alambrado, cubierto de fragmentos dispersos de mediacaña (a través de los cuales puedo verlos como si estuvieran en el claro de una selva y yo escondido entre las matas), la vecina y su pareja conversan en el techo de su casa. La separación entre ambas casas la construyó él hace un par de semanas. Supongo que fue un regalo de cumpleaños o de aniversario, porque apenas la terminó, hicieron una fiesta. Pero en mi barrio el viento sopla muy fuerte y la mitad de las mediacañas volaron o se partieron con la última sudestada.

Blanca busca el encendedor en los bolsillos de sus pantalones. Tiene bolsillos muy profundos, así que debe meter las manos muy abajo, tanto que para llegar al fondo debe inclinar su espalda. Tras ella el sol se esconde y el rebote de la luz en las nubes bajas transforma el arroyo y la estación y el pueblo entero en una bucólica campiña rosada.

No estoy seguro de si los vecinos saben que estoy aquí. Estoy solo, no hablo y tengo las luces apagadas. Apenas el reflejo de la pantalla podría delatarme. Ellos, en cambio, han prendido dos faroles amarillos y el fuego del mediotanque; la madera se astilla y vuelan a la noche pequeñas chispas que parecen luciérnagas endiabladas. Frente a ellos hay una mesa muy baja, precaria, hecha con un tablón de melamínico sostenido en cuatro pilas de ladrillos y bloques. Sobre ella apoyan una botella de vino y sus piernas. Dejo mi reposera y me acerco sigilosamente a las mediacañas. Ahora están a menos de cinco metros de distancia. Les miro las caras: sonríen, se abrazan, tienen el aspecto cansado de un trabajador manual (pongamos por caso, un leñador) al terminar la jornada.

Cuando Laura logra conectar la manguera a la bicicleta y, con una sonrisa satisfecha, se da vuelta para mirar a su amiga, Blanca finge con la cara y con los ojos una señal de alarma, que parece sugerir que algún problema urgente se está produciendo en el punto exacto en que se unen la manguera y la válvula, como si se hubiesen desenganchado o como si un gas verde y venenoso estuviese subiendo tras su espalda. Entonces Laura gira la cara otra vez, asustada y, en el momento exacto en que comprueba que no pasa nada, Blanca le acerca los labios a la nuca y le hace bu, como un fantasma, y ambas se ríen a carcajadas.