Uno de los hallazgos más interesantes en mi primera visita a Madrid fue el Centro de Arte Moderno, hogar a su vez de la Librería del Centro, de Del Centro Editores y del Museo del Escritor. Escondido en el pintoresco barrio Chamberí, guarda en su interior una colección preciada por todo amante de las letras hispanoamericanas.

Allí, Raúl Manrique Girón y Claudio Pérez Míguez llevan a cabo la ardua tarea de preservar y exhibir un selecto patrimonio que no hace más que crecer año tras año. Su labor no puede venir de otro lugar que no sea el corazón. Se los nota apasionados, por ejemplo, en las creaciones artesanales del sello que llevan adelante: ediciones cuidadas hasta el más mínimo detalle, que cubren un vacío en la identidad de las letras en español.

En la calle Galileo 52 hay más de 5.000 objetos, documentos, fotografías, grabaciones, libros y demás etcéteras de 186 escritores. Seis son uruguayos: Dino Armas, Mario Benedetti, Juana De Ibarbourou, Carmen Posadas, Omar Prego, Juan Carlos Tajes y Juan Carlos Onetti, de quien conservan prácticamente todos los objetos personales y la biblioteca del último hogar que habitara junto a su amada Dolly, amiga del Museo.

Dorothea Muhr conoció a estos libreros hace diez años a través de Beba, la esposa del escritor argentino Ricardo Piglia. Ahora, gracias a ellos, yo pude encontrarme con Dorothea, con Dolly Onetti. Con sus 93 años de edad, me supera en jovialidad. Conversamos sobre la historia detrás de este lugar, e inevitablemente, sobre la vida junto a Onetti.

—Yo alquilaba mi casa en Avenida América, una vez que murió Juan y yo me jubilé. Venía acá tres meses y vivía el resto en Argentina, hasta que en cierto punto ya a nadie le interesaba alquilar un departamento por nueve meses. Entonces ellos, que siempre me ayudaron en todo, consiguieron una pareja para alquilar el piso. Así que me quedé sin casa, y Claudio y Raúl me adoptaron como pequeña huerfanita.

—¿Alquilaban la casa con los libros y todo?

—Los primeros 20 años, sí.

—¿No tenían algún registro de los libros que había?

—¡Qué se yo! Yo traía libros de la Cuesta de Moyano en canastas. “¡Ya los leí!”, decía Juan.


Julio Cortázar y Onetti se encontraron varias veces, y no sólo en congresos de escritores. Claudio cuenta que en la biblioteca de Juan March hay un libro dedicado de Onetti a Cortázar. “Entonces sorprende que no haya ninguno dedicado de Cortázar a Onetti”, comenta. “En Uruguay sé que Onetti tenía un libro dedicado por Juan Rulfo, y tampoco está en ningún lugar, no sabemos si quedó allí, o dónde”. Tampoco aparecieron libros dedicados por García Márquez, aunque se sabe que él y Onetti se encontraron en la oficina de la agente literaria Carmen Balcells en Barcelona y en el homenaje al uruguayo en México.

—Yo tengo una foto con Cortázar que nos sacaron en París. La guardo en Buenos Aires —dice Dolly.

—¿Le costó desprenderse de algo en particular?

—No, pero el Buda de Juan siempre fue especial. En Uruguay está la foto de Gonzalo Ramírez donde se ve a Juan en su mesita toda marcada por los puchos, y en el medio está ese Buda, que se lo regaló a Hortensia Campanella. También me gustaría tener algo parecido a un samovar, austríaco, un bolón con canilla para servir el vino, que a Juan siempre le pareció muy cómodo.

—¿Onetti dejó directivas para cuando ya no estuviera?

—Lo único fue con respecto a su muerte. Dijo que no quería que nadie lo viera, que lo incineraran y chau, nada de funerales.

—¿Y con respecto a los manuscritos?

—¡Los manuscritos estaban en la papelera!


En 2007, Dolly Onetti donó el grueso de los papeles de Onetti a la Biblioteca Nacional, en Montevideo.

—¿Esto fue decisión suya, Dolly?

—Sí, me pareció que a Juan le hubiera gustado que estén ahí. Aunque parece que las cosas no andaban muy bien. Mario Vargas Llosa me contó de una vez que vino a Uruguay para escribir algo sobre Juan. Fue un lunes [a la Biblioteca Nacional] y estaba cerrada, fue el martes y no encontraban a la persona que tenía la llave. Al final logró pasar un día antes de tomarse el avión —dice, en referencia a lo que posiblemente haya sido el trabajo de preparación de El viaje a la ficción, el ensayo sobre Onetti que Vargas Llosa publicó en 2008.

—Usted dijo en una entrevista: “Tengo un split personal, yo soy dos partes, todavía estoy tratando el tema con el psiquiatra”.

—Bueno, no lo hubiera dicho en esa forma. Pero Juan siempre decía que yo era parte de él, como un brazo. Aquí era Dolly Onetti y allá era Dorothea Muhr.

—¿Y esto lo trató con algún psicólogo?

—Diez años. Cuando se murió Juan fui a llorar diez años. Ya estoy curada.

—¿Cómo eran los preparativos antes de los viajes, los congresos? ¿Cómo era tener que salir del departamento, el momento previo?

—De bronca, pero si tenía que hacerlo, lo hacía. Él se hubiera quedado en cama leyendo lo que sea, pero tenía claro que tenía que cumplir. Nos invitaron aquí, lo cuidaron, nos dieron una beca, le dieron el Cervantes, y se sentía en deuda.


La historia es conocida: España acogió a Onetti después de que fue detenido por haber premiado, como parte del jurado de un concurso literario organizado por el semanario Marcha, al cuento “El guardaespaldas”, de Nelson Marra. La dictadura militar ya estaba instalada hacía un año en Uruguay y el relato de Marra ofendía directamente a esa colaboración deshonrosa de civiles y militares.

Tras tres meses de encierro, Onetti fue liberado gracias a la presión internacional, organizada por el poeta español Félix Grande, director de los Cuadernos Hispanoamericanos, y del académico Juan Ignacio Tena Ybarra, que estaba al frente del Instituto de Cultura Hispánica (a donde había dictado una serie de conferencias en 1972). El exilio de Onetti comenzó en Buenos Aires, pero pronto se dirigió a Madrid, donde había sido invitado a un congreso. Allí residió hasta su muerte.

—Una vez, en el 74, cuando fuimos a Andalucía, Juan tenía que dar un discurso. En Uruguay nunca dio un discurso y tenía terror. Parecía un niño de ocho años. Entonces, para bajar los nervios un poco, nos alquilaron un auto enorme, con un chofer que había leído a Cervantes, para hacer todo el recorrido por el sur de España. Por ejemplo, cuando llegábamos a Sevilla, el chofer enamorado de esa ciudad, Juan iba directo al hotel, a leer a la cama. No le interesaba recorrer en absoluto. En Madrid también iba leyendo todo el tiempo cuando se movía en taxi. Una vez una chica quiso entrevistarlo, e insistiendo pude convencerlo. Entonces ella le dijo que venía para que le contara lo que sentía por Madrid, qué era lo que le transmitía. Y él le respondió que había ido al lugar equivocado: “Yo no conozco Madrid”. Solamente conoció el Instituto de Cultura Hispánica, y su casa.

—¿Es cierto que nunca fue al Museo del Prado?

—Es cierto, no lo conoció. Él sabía muchísimo de arte, pero nunca fue al Prado. Cuando volvimos a Uruguay en 1955, a él le habían prometido que iba a ser agregado cultural en París, y siempre pensé que le hubiera gustado muchísimo. Juan era joven, y lo hubiera disfrutado. Pero se perdió esa oportunidad, y ya cuando vino a Madrid estaba cansado.


El regreso de Buenos Aires a Montevideo al que refiere Dolly ocurrió tras el triunfo electoral del colorado Luis Batlle Berres, a cuyo sector político Onetti estaba vinculado mediante figuras jóvenes como Zelmar Michelini, Manuel Flores Mora y Carlos Maggi. Onetti ansiaba un puesto diplomático, pero finalmente tuvo que desempeñarse en la dirección de las bibliotecas municipales de Montevideo, en la comisión directiva del Teatro Solís, y volvió al periodismo como secretario de redacción de Acción, el diario de Luis Batlle.

—¿Usted quiso estudiar letras?

—Sí, pero como me mandaron a un colegio inglés, no me servía el título de bachillerato para nada.

—¿No quiso hacerlo más adelante?

—No, viviendo con Juan, ¿para qué?

—¿Qué opinaba Onetti de la Academia, de la carrera de Letras?

—Él siempre decía: “Lo que natura no da, Salamanca no presta”.

—No terminó secundaria, ¿verdad?

—¡No! Llegó a sexto grado y lo aplastaron con dibujo. Casi no iba al colegio, iba a una biblioteca. Él se rompía los ojos en la biblioteca, ya usaba lentes de muy chico.

—¿Cómo era Onetti con respecto a las correcciones de sus textos?

—Jamás los releía, decía que era como un perro volviendo a su vómito. No corregía las reediciones, y tampoco las pruebas editoriales. Yo me limitaba a pasarle todo a máquina, y después las agencias supongo que tendrían sus propios lectores.

—¿Hubo algún texto en particular que la haya tocado mientras lo estaba transcribiendo?

—Bueno, no, porque los pasaba de a poquito, entonces no era como agarrar el libro y leerlo. Bueno, Los adioses... Con La vida breve yo no estaba, porque tiró todo al canasto. El astillero se perdió, yo lo pasaba a máquina en una oficina chiquita y nunca supimos qué pasó con eso. Cuando dejamos Montevideo nos llevamos dos valijas y nada más. Muchas cosas quedaron perdidas. Juan no se daba ninguna importancia, así que se tiraba todo. Él decía “yo odio a Onetti”; era como su parte pública, y lo incomodaba.

—¿Es cierto que no hacía anotaciones en los libros que leía?

—Es cierto, fueron muy pocos los que firmaba o anotaba. Recuerdo uno en francés de Céline, y quizá uno de Cortázar. Cuando le pedían que escribiese alguna dedicatoria, él se escabullía detrás de horrores de ortografía, completamente intencionales. Tenía un muy buen sentido del humor con eso.

—¿Qué cree que fue lo más difícil que tuvo que superar Onetti para vivir de la escritura?

—Él nunca tuvo obstáculos para escribir, siempre fue algo natural. En Uruguay, como no pudieron conseguirle algo en cultura, le dieron un puesto en la Municipalidad, entre comillas, porque iba cuando quería. Luego consiguió un trabajo en un diario [Acción] por medio de [Luis] Batlle, a quien él adoraba. Si se nombraba a Batlle en casa, teníamos que ponernos de pie. Nunca pensó que iba a vivir de la literatura. Que sucediera eso fue un logro de la Balcells. Al llegar a España ya tenía 66 años.

—Una vez en España, ¿le costó mucho conseguir la inspiración de vuelta?

—Sí, como buen uruguayo estuvo casi un año extrañando Uruguay, pero allá había una dictadura imposible. La hermana también estaba ahí, y la traíamos todos los años a pasar un tiempo con nosotros, y le traía noticias. También [Mario] Benedetti, que vivía muy cerca de nosotros, a cuatro o cinco cuadras, le traía algunas novedades.

—¿Y usted qué hacía cuando a él le agarraban estos bajones?

—Te cuento un caso. Fue en Uruguay. Empezó a estar muy mal, depresión, amenaza de suicidio, no salía, no quería comer, tomaba. Entonces fui a ver a su médico; siempre era traer algún médico a casa, porque él no salía a ningún lado. Este médico me dijo que era amigo del tío de Eduardo Galeano, un reconocido psiquiatra, y su idea era traerlo, pero sin avisar nada. Entonces vino de visita, como amigo, y luego de unas copas le dijo “bueno, esto es una encerrona, así que vamos a charlar un poco”. ¡Y funcionó! Lo sacó muy bien por suerte.

—Y en cuanto a usted, Dolly Onetti, ¿hubo algún obstáculo importante que tuvo que superar para que prosperara la pareja?

—Nunca pensamos que nos íbamos a separar. Sea lo que sea. Y él fue una persona que cuando yo la conocí, ya había una tipa que le preguntaba a otra... “Me gusta Onetti”, pero estaba tomado por todos lados, amante, mujer. Juan era un escritor y necesitaba vivir. Y yo no soy una persona celosa, soy celosa de la parte quizá personal, no de la cama, por así decirlo. Había alguien muy fuerte que era Idea Vilariño. Pero él estaba con Idea desde antes de conocerme, y no se casó con ella aunque estaba libre. Ella era muy fuerte políticamente, y cada uno se dedicó un libro. Pero tampoco tuve problemas con eso.

—Hubo algún comentario de Onetti sobre su relación con Cortázar, molesto con él por dejar la literatura por cuestiones políticas. ¿Cómo se mantenía neutral o sin levantar la voz? ¿Qué le aconsejó a Cortázar?

—Le habrá dicho que siga escribiendo, que había mucho político por ahí dando vueltas. Onetti estaba siempre muy al tanto, siempre había discusiones con sus amigos sobre el tema, sobremesas sobre política uruguaya. Hay una anécdota sobre el ejército republicano en España. Onetti fue a inscribirse junto con un amigo, pero tomaron al amigo y a él no, pero resulta que el amigo era un falluto, sólo quería ir por el viaje, y fue de los primeros en morir al llegar allí.

—¿Él apoyó la revolución cubana?

—Sí, en su época sí. Era muy político, había trabajado en la agencia Reuters, y estaba orgulloso de ser de los primeros en saber las noticias de estos eventos.

—¿Onetti dejó algo en el tintero?

—Tiró muchas cosas, antes que yo... conmigo, no. Hubo muchas cosas que descartó, sí.

—Uno se imagina que era un escritor impulsivo.

—Sí, tenía papelitos por todos lados. Él decía que como escribía tan lento, le daba tiempo a pensar antes de escribir. Y no corregía la estructura. Si uno se fija la primera página del manuscrito del capítulo 2 de Juntacadáveres y la obra impresa prácticamente no hay cambios.

—¿Cómo era cuando escribía?

—Escribía en la cama. En Uruguay escribía en la mesa, aquí en Madrid también. Pero muchas veces, cuando escribía de noche, me pedía que le sacara el cuaderno, que ya no quería más. Luego venían los famosos papelitos, y era complicado.

—¿Usted lo sigue leyendo?

—No, porque me duele. Supongo que en algún momento podré. Lo mismo me pasa con las fotos. Ya pasaron muchos años, y todavía me cuesta. Juan era único. Él decía “cuando yo nací tiraron el molde”.


En 2014, Claudio y Raúl publicaron, a través de su sello, Del Centro Editores, el libro Con Onetti: diálogos con Dolly Onetti.

—Allí hay una anécdota hermosa sobre la casa de verano que tenían en Lagomar, que ustedes alquilaban. Y en un momento cuando llegaban sus padres, él no quería irse, entonces se fue a dormir a una casa cerca, pero volvió para pedirle pastillas para dormir.

—¡Sí! En el medio de la noche, ¡con una voz de fantasma!

—Entonces usted contó que él se volvió caminando en la arena bajo la luna, y se caía cada tanto y se quedaba tirado mirando las estrellas.

—Sí, es cierto.

—¿Esto se lo contó o usted lo vio?

—Me lo contó. Yo no lo vi, yo salí y le di las pastillas y no le expliqué demasiado a mi madre. Si mi madre y mi padre hubieran sabido cómo era mi vida con Juan... Mi padre casi rompe la heladera cuando le conté que me iba a casar. Pero al mirarme a la cara se dio cuenta de que era demasiado tarde para impedirlo. Ellos no pensaban que era algo que iba a durar; si pensás que le hizo dos hijos a tres mujeres en un lapso bastante corto... y yo siendo la cuarta, no se imaginaban que fuese a durar. Mis padres eran bastante convencionales en ese sentido.

—¿Recuerda algún otro momento poético como este?

—Él siempre me contaba la historia de las mellizas. Dos chicas prostitutas, muy jóvenes, una bastante profesional, y la otra que no se animaba a cobrar, porque era más tímida. Y la hermana la retaba. Pero estaba enamorada de Juan. Muy a menudo estaban en el café en Uruguay donde se juntaban los periodistas después del trabajo. Él la llevaba a una casa de citas, para pasar la noche juntos, aunque no se acostaba con ella. Ante cualquier ruido, ella se preocupaba por la policía, o por lo que fuera, por el tipo de vida que llevaba. Esto me suena bastante poético, por cómo él las protegía. Existe el cuento precioso “Las Mellizas”.

—¿Hay alguien del universo de Onetti que le parezca que debe mencionarse?

—Omar Prego Gadea era un escritor uruguayo que escribió muchas novelas bastante buenas, y la gente casi no lo conoce. Una vez Juan le escribió una carta sin saber quién era, preguntándole quién era el autor de un cuento que se parecía a una obra de Faulkner, porque le había gustado mucho. Eran muy íntimos con Juan. Carlos Maggi y Prego Gadea eran los grandes amigos de Juan. Íbamos de vacaciones juntos, y me gustaría que lo mencionen en esta nota. Fue el autor del último libro de entrevistas de Cortázar, llamado La fascinación de las palabras. Fue Prego quien le contó a Cortázar cuando detuvieron a Onetti, y fue por eso que Cortázar escribió el artículo “El pueblo a Onetti”, publicado en la revista Triunfo, que fue parte de la presión internacional para que lo liberaran. Hubo tantas cartas de protesta que me llamaron a la Jefatura de Policía. Sabés el miedo que tenía. Que te llamen a la Jefatura durante una dictadura era algo muy terrible. Era una irrealidad total. Cuando llego ahí el tipo me pregunta si yo protesté por el maltrato que tuvo Juan. Tres meses adentro, y pude sacarlo de ahí, porque si no se moría. Decía que de noche escuchaba los gritos de los torturados, cosa que pudo haber sido delirios, o quizá haya sido cierto. Por suerte pude sacarlo y ponerlo en un manicomio. Perdimos la casa para poder internarlo. Se le veían las costillas donde estaba anteriormente.


—Hablar de Juan para mí es algo muy especial, es como volver a vivirlo.

—La habrán asediado mucho cuando falleció, me imagino. ¿Cómo fue su reacción en esos últimos días?

—Me fui a Buenos Aires con mi hermana, porque estaba destruida. Él estaba tan débil que ya los últimos días simplemente era tomarnos las manos, para saber que estábamos juntos.