Cuando lo vi en la barra del bar supe que era el hombre indicado. Uno puede encontrar todo tipo de individuos en un sitio mugroso y oscuro como El Gato Azul, pero casi siempre se trata de víctimas del tedio o la resignación, pocas veces de un ejemplar que valga la pena. El sujeto rondaba los cuarenta años y medía cerca de un metro ochenta. La camiseta y los jeans gastados dejaban adivinar un cuerpo fuerte y elástico. Su físico no era fruto del trabajo en un gimnasio —un indicio que permite detectar a los maricas vanidosos— sino de una buena genética. Pero lo que terminó de convencerme fue su mirada. Aquel rostro varonil, de proporciones correctas, poseía unos ojos negros en los que brillaba una luz singular. El hombre tenía, hay que admitirlo, el signo de la tragedia —como todos allí— grabado en su semblante, pero ese resplandor en el fondo de sus pupilas también decía que no se había entregado. Antes, mostraba ese gesto de estupor que caracteriza a aquellos que han sido golpeados por la vida con una saña poco creíble. Sí, definitivamente era el indicado.

Ahora sólo me faltaba iniciar un diálogo. Lo venía observando desde hacía rato desde una mesa, y estimé que no sería una tarea difícil. Al fin de cuentas, él había intentado conversar con el barman, pero este, quizá cansado de atender borrachos, no le había prestado mayor atención y ahora charlaba con dos golfas en un extremo del mostrador.

Fui hasta la barra, me senté y le pregunté:

—Disculpe, veo que está tomando whisky, ¿es bueno el que sirven acá?

—No demasiado —respondió con una sonrisa amarga—, creí que un par de vasos bastarían para suicidarme, pero ya voy por el tercero y sigo aquí.

—No creo que usted quiera suicidarse, pero me parece que está pasando por un momento complicado, ¿verdad?

El hombre rio por lo bajo y dijo:

—¿“Un momento complicado”? Usted no tiene idea, amigo. Mi vida se ha desbarrancado por completo...

Tal como había previsto, el tipo estaba deseoso de hablar. Le pedí un whisky al barman, que pareció molesto por tener que interrumpir su flirteo con las mujeres, y saqué un paquete de cigarrillos. Cuando el dependiente volvió a sus asuntos, tomé un cigarrillo para mí y le ofrecí otro a mi compañero de barra.

—A veces la vida no es lo que uno espera —comenté para mantener encendido el fuego de la conversación.

Después de una pitada profunda, el hombre comenzó a desahogarse:

—Me quedé sin trabajo, mi mujer me abandonó, ya no me quedan amigos, en una semana me echarán de la pensión.

—Tengo setenta y un años, y mi vida tampoco ha sido sencilla, así que entiendo su situación. Él me miró, observó mi traje y mis zapatos nuevos.

—No se lo ve tan mal ahora.

—No —admití—, tiene razón. Tuve momentos muy difíciles y pensé que era el fin, pero alguien me indicó el camino y pude salir. Desde entonces, yo también me dedico a ayudar a otros.

—Ah, ¿usted es un pastor?

—Sabía que diría eso —sonreí—. No, no soy pastor.

—¿Y entonces?

—Dígame: ¿nunca ha tenido la sensación de que nada de lo que haga será suficiente, o de que cualquier cosa que intente para salir adelante terminará en fracaso?

—Sí, claro.

—Bueno, de eso se trata. No importa lo que uno haga en esas circunstancias, porque la verdadera batalla no se libra aquí.

—Creo que no lo entiendo.

—Se lo explicaré de un modo simple. Sus desdichas en este mundo son apenas el reflejo de lo que le sucede en otro plano de la existencia. En esa tierra, que resulta incognoscible para la mayoría de los mortales, usted está perdiendo la batalla.

—Ah, ya veo, usted es un brujo.

—No es un nombre que me guste, pero en fin, digamos que he aprendido a moverme en el mundo espiritual y quiero ayudarlo.

—No creo que...

Saqué mi tarjeta y se la di.

—Piénselo. Ya ha tocado fondo y no pierde nada con intentarlo. No voy a cobrarle nada, quiero ayudarlo; es sólo que no me gusta ver vidas desperdiciadas.

No tuve que esperar mucho. Tres días después de nuestro primer encuentro, el hombre me llamó al teléfono que le había dado. En el curso de una larga conversación, me contó que se llamaba Exequiel, que había sido bombero (aunque tenía título de ingeniero) y que, tal como ya lo habíamos comentado, se sentía víctima de una serie abrumadora de hechos desgraciados. Él también había pensado que tanta mala suerte no tenía una explicación racional. Por eso, concluyó, sabía que mis palabras habían sido exactas, y estaba dispuesto a dejarse ayudar.

Le expliqué cómo iba a poder enfrentarse a sus problemas, dándole sólo los detalles que estimé convenientes, y lo cité una noche, en un cruce de carreteras.

Estaba oscuro y soplaba un viento frío. Exequiel no faltó a la cita. Desde la ventanilla de mi auto lo vi descender de un ómnibus interdepartamental y correr hacia mí. Cuando se sentó a mi lado, me tendió la mano y me pidió disculpas por la tardanza, aunque, a decir verdad, no habían pasado más de cinco minutos de la hora convenida.

Parecía esperanzado, pero mentiría si dijera que aun no guardaba cierto recelo hacia mi persona. No tardó mucho en descubrir que había alguien más en el vehículo. Dio un respingo y me miró molesto.

En el asiento de atrás estaba Fredy. Ciento veinte kilos de fuerza y melancolía, y un rostro que no dejaba dudas de su limitada inteligencia. Permanecía silencioso, como de costumbre, con las enormes manos cruzadas sobre la falda, mirando hacia ninguna parte.

—Es mi hijo —admití con una mezcla de culpa y resignación—. Es un poco estúpido pero es un buen muchacho.

El hombre miró de forma alternativa mi rostro y el de mi hijo, como si buscara similitudes, y al final decidió que podía creerme. Eso me molestó un poco, porque no nos parecemos en nada. Él es un gigante de un metro noventa, y yo tengo una estatura promedio de un metro cincuenta. Además, él tiene un rostro plano y feo, y yo, a mis setenta y un años, aún provoco que las señoras se den vuelta para mirarme. Supongo, porque otra razón no se me ocurre, que debió ser por las orejas. Las canaletas de las orejas son un detalle muy característico que se transmite de generación en generación. Es algo que tiene que ver con los cromosomas, los átomos y otros temas complicados que estudian los biólogos y también los veterinarios porque, como descubrió Darwin, el hombre desciende del mono, y si ven a mi hijo se darán cuenta de que es cierto.

—¡Fredy! —le ordené—, saluda a nuestro amigo Exequiel.

Pero Fredy permaneció estático dando la impresión de estar atrapado en una ciénaga.

—¡Fredy —insistí—, te he dicho que saludes!

—Está bien, no hace falta —intervino Exequiel.

—¡Yo sé lo que le hace falta a mi hijo, señor! —repliqué y, volviéndome hacia Fredy, repetí:

—¡Escucha, maldito imbécil, te estoy diciendo que saludes al caballero!

—Oiga, no creo que... —dijo Exequiel, pero yo estaba ofuscado y lo ignoré. Me incliné sobre el respaldo de mi asiento y, cuando pude estirarme lo suficiente, con la mano izquierda tomé a Fredy del cuello de la camiseta y con la derecha comencé a darle puñetazos en el rostro.

—¡Me estás haciendo quedar mal, te dije que saludaras a nuestro buen amigo Exequiel, maldito fenómeno!

—¡Deténgase, lo va a matar! —gritó el hombre.

—¡No lo voy a matar —expliqué sin dejar de golpearlo—, mi hijo tiene la carne dura como la de un caballo, señor! ¡Sólo quiero hacerlo reaccionar!

Exequiel intentó detenerme, pero no fue necesario, porque, en ese momento, una luz se encendió en los ojos del muchacho, y aquel rostro, que antes parecía de piedra, comenzó a corroerse como una duna frente al mar.

—Ahí lo tiene —le dije al hombre—, está reaccionando.

Fredy emitió un quejido y un resplandor de aurora alumbró sus facciones. Pareció hipar y suspirar al mismo tiempo, y luego, mirando a Exequiel, dijo en un perfecto castellano:

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches —respondió el hombre, perturbado por la maravilla de aquel despertar.

—Bien hecho —le dije a mi vástago mientras con una mano cariñosa le despeinaba el cerquillo—, sabía que lo lograrías.

Aprovechando aquella demostración de amor filial, el hombre sujetó la manija de la portezuela con intención de abandonar el vehículo, pero no le di tiempo. Tan pronto advertí la maniobra, me acomodé en mi asiento y arranqué a toda prisa haciendo que los neumáticos zumbaran sobre la carretera.

—No es momento de arrepentirse, Exequiel —señalé con firmeza—. Estamos en esto por una noble razón, y no abandonaremos la pelea antes de comenzarla. Y será mejor que se ponga el cinturón de seguridad, porque la lucha contra el mal no admite dilaciones.

Aceleré y el sujeto obedeció. Cuando lo noté más calmado, saqué una petaca de whisky de la guantera y le dije:

—Tome, es bueno para el frío.

El hombre bebió un trago largo. Luego, al tiempo que su rostro se tornaba pálido, balbuceó:

—¿Pero qué... ?

—¿Se siente bien?

—Tengo... sueño —alcanzó a articular, y se desplomó sobre mi hombro.

—¡Oh, Dios, mi cabeza! —dijo Exequiel apenas se despertó.

—A veces el pasaje de un plano de realidad a otro provoca ligeras perturbaciones en el organismo de los individuos —señalé.

—Pero creo que tengo un chichón —dijo llevándose una mano a la nuca.

—No se preocupe —le expliqué—, a menudo cuesta un poco recuperar el estado anterior; es como cuando uno saca un pollo del refrigerador.

El hombre, todavía con el sufrimiento estampado en el rostro, pestañeó para aclarar su visión. Y sólo vio sombras y más sombras, y entre ellas, el rostro de Fredy y el mío iluminados por el farol a mantilla que sostenía en mi mano derecha.

—¿Qué es todo esto?

—Estamos donde debemos estar. Ahora tendrá ocasión de enfrentarse a sus demonios y derrotarlos. Pero no está solo; mi hijo y yo le ayudaremos.

Fredy sonrió con ilusión. Sin embargo, el sujeto parecía preocupado, y preguntó:

—¿Y cómo se supone que haga tal cosa?

—Con esto —respondí, abriendo el cierre del bolso que llevaba a mis pies.

El tipo miró en su interior y dijo:

—Pero, ¡son hachas!

—Exacto, pero no cualquier tipo de hachas —manifesté tomando una en mi mano—. Son hachas consagradas, que sirven para matar demonios. Para que mueran hay que cortarles la cabeza, no lo olvide.

Eran tres buenas herramientas, fuertes y afiladas, pero él no parecía muy convencido.

—¡Oh, no creo que pueda hacerlo! —se lamentó.

—Usted fue bombero y sabe manejar un hacha, así que podrá hacerlo —dije enfático. Luego distribuí las hachas y señalé:

—Yo alumbraré el camino. ¡Vamos!

Mientras nos internábamos en las sombras, Exequiel observó:

—No se ve mucho con ese farol.

—Es suficiente para indicarnos el camino. Y no se preocupe por los demonios, los verá perfectamente, brillan en la oscuridad.

La débil luz apenas alcanzaba a herir los pesados bloques de negrura que se ofrecían a nuestra atenta mirada. Sin embargo, poco después, a juzgar por los vetustos retratos que vimos colgados en las paredes, se hizo obvio que nos hallábamos en el amplio salón de una casona antigua. Había olor a encierro, a muebles antiguos y a telas mordidas por la humedad. Las pegajosas telarañas, que debíamos apartar con los brazos, parecían estar por doquier.

Fredy caminaba a mi derecha, confiado y con la frente en alto, mientras Exequiel, situado a mi izquierda, parecía avanzar a disgusto, por lo que, cada pocos pasos, me veía obligado a empujarlo con el hombro. Él, cuya vista parecía agudizada por el espanto, fue el primero en señalar:

—¡Allí, he visto una luz!

—¡Prepárense —grité—, atacarán en cualquier momento!

No terminé de decir estas palabras cuando, con la furia de un huracán, una legión de seres surgidos del inframundo se nos vino encima. Eran criaturas humanoides, muy delgadas y flexibles, que ardían en la oscuridad y saltaban cual langostas por techos y paredes. El color plateado de sus cuerpos desnudos era tan intenso que, cuando se movían en grupo, dejaban en el aire una estela de aterradora belleza. Debido a la velocidad de sus desplazamientos, me costó observar sus rostros, pero cuando uno de aquellos engendros pasó cerca de nosotros, pudimos ver que tenía la carne pegada a los huesos, unos ojos brillantes de locura y enormes dientes afilados. No pasó mucho tiempo antes de que se nos vinieran encima.

El primer ataque lo padeció Exequiel cuando una de aquellas bestias se le abalanzó con las garras hacia adelante. Si hasta ahora la ominosa atmósfera del lugar había hecho al bombero andar con cautela, la proximidad de la muerte lo hizo actuar con toda la celeridad que el caso requería. Con un adecuado movimiento de cintura, llevó el hacha hacia atrás para tomar impulso y luego, describiendo un semicírculo, cercenó con precisión quirúrgica el cuello del monstruo. La repugnante cabeza rodó por el piso, y aún tuvo tiempo de lanzar una catarata de palabras que, aunque pertenecía a una lengua desconocida, habría podido hacer sonrojar hasta al más vulgar de los marineros. Exequiel observó la airada testa, como si todavía no terminara de aquilatar el valor de su hazaña, pero no tuvo ocasión de detenerse a considerarlo porque ya otra criatura avanzaba hacia él.

Por su parte, Fredy había conseguido derribar a un engendro, y ahora se disponía a culminar la faena. Le apoyó un pie en la espalda para que no se le moviera y, con toda la fuerza de sus brazos, le bajó el hacha sobre el cuello.

Casi enseguida, uno de aquellos esperpentos vino por mí. Apoyé el farol en el piso para tener una mayor libertad de acción, y me preparé para recibirlo. A mi edad, tengo que suplir la falta de fuerza con técnica, así que intenté concentrarme al máximo. Me lanzó un zarpazo furibundo al rostro, pero hice una finta y evité que me alcanzara. Luego, le respondí con un certero hachazo que le separó la cabeza del cuello.

Habíamos comenzado bien, pero aun no estaban derrotados. Eran no menos de veinte y, aprovechando la superioridad numérica, comenzaron a cercarnos con un movimiento envolvente, dejando en la negrura un rastro de plata. Cuando terminaron la maniobra y se decidieron a atacarnos, lo hicieron en bandadas por todos los flancos, chillando blasfemias. Al principio combatimos con gran efectividad, pero conforme iban mermando nuestras fuerzas, ellos fueron ganando terreno y cerrando cada vez más el círculo. A tan extremo llegó nuestro cansancio, que en un momento que resultaría crucial para el desenlace de la batalla, Exequiel se me aceró maltrecho y me confesó:

—No puedo más. Es inútil.

Sin dejar de repartir golpes de hacha, le dije:

—¡Nada de eso, bombero! Debe recordar por qué estamos aquí. No se preocupe, la naturaleza es sabia, todo hombre tiene los demonios que puede derrotar.

La lógica implacable de esa frase bastó para infundirle nuevos ánimos. Aquellos ojos negros, que me habían impresionado cuando lo conociera, se iluminaron con un fuego primordial, y el hombre, lanzando un grito de guerra que helaba la sangre, se lanzó a repartir hachazos a diestra y siniestra. Como un dios inmortal y todopoderoso, llevó a cabo una verdadera carnicería, y tan pronto rodó la última cabeza, suspiré aliviado. No me había equivocado al seleccionarlo en el bar: era el hombre indicado.

Exequiel dejó el hacha en el suelo y se llevó las manos a la cintura, jadeando por el esfuerzo. Saqué una botella que llevaba en el bolso y se la alcancé:

—Bien hecho, Exequiel, lo ha logrado. Tome agua, debe estar sediento.

Con la energía que le quedaba, me arrebató el recipiente de las manos y bebió un trago.

—Pero qué... —balbuceó ya pálido, y se desparramó sobre mi hombro.

Acto seguido, lo acosté en el suelo y le indiqué a mi hijo:

—Vamos, Fredy, no puedo solo, ayúdame a cargarlo hasta el auto; y esta vez hazlo bien.

Yo lo sujeté de las piernas y él de los brazos; y, tal como había sucedido antes, el muy estúpido lo dejó caer y la cabeza del bombero volvió a rebotar contra el piso.

—Lo siento, papá.

—¡Pero qué pedazo de estúpido, no haces nada bien!

—¡Se me resbaló, papá! —se excusó compungido.

—¡Ya, ya! ¡Debes prestar más atención! ¡Como castigo tendrás que limpiar sin mi ayuda este estropicio de abominaciones!

—¡Pero, papá!

—¡Y con la lengua!

La operación fue un rotundo éxito. Un mes atrás, yo había comprado una estupenda mansión a precio de ganga. Como es usual, a los investigadores de lo oculto nos place mucho este tipo de construcciones centenarias, pero no podía habitarla, porque estaba literalmente infestada de presencias. Aquí fue donde pensé en conseguir a alguien que me ayudara, porque sabía que con Fredy no daríamos abasto. El bombero resultó muy útil en este sentido. No lo hice luchar contra sus demonios como él creía, sino contra las entidades que se habían alojado en la mansión. Me siento un poco mal por haberlo traído con engaños, pero no tenía opción. De todas maneras, y esto sin duda me redime, el lector debe saber que la historia tuvo un final feliz. Después de luchar y derrotar a los engendros, Exequiel agarró confianza en sí mismo, y en el transcurso de unas semanas, su vida dio un giro muy positivo.

Ahora se lo ve contento, consiguió trabajo como ingeniero de la Nasa y está a punto de casarse con una hermosa extranjera que es dueña de una multinacional. Ya ven como es esto, el poder de la sugestión puede obrar milagros.