El lugar sigue siendo un feudo de Hezbolá. Lo primero que ofrecen los vendedores que están en las puertas del yacimiento son las camisetas amarillas de la milicia. La resistencia, como les gusta llamarse. Pero ya no es imposible venir. Su rol en el conflicto con Israel de 2006, que casi lograron dejar en tablas, y su actual combate contra el Daesh —el Estado Islámico—, han mejorado su imagen entre los libaneses. Es algo que atraviesa las religiones y que incluso va más allá de la división sectaria entre el islam chií y el islam suní. Nada fácil en un país que vivió una larga guerra civil que dejó 150.000 muertos. Como si entre 1975 y 1990 hubiera desaparecido toda la población de Salto. Ocurre que nada une más que un enemigo externo. Aunque esa unión sea relativa y el carácter de externo e interno disten de ser categorías absolutas en el Líbano. Incluso Mounir, que maneja un automóvil con una cruz colgando del espejo, sabe que Hezbolá es preferible antes que el Daesh.

Fue una mancha negra avanzando incontenible en el desierto. Hoy el nombre de Estado Islámico es casi una ironía. El Daesh se está quedando sin territorio para sostener el califato integrista que pretendía crear en Irak y Siria. Los bombardeos de Rusia por una parte y de la coalición occidental por la otra han hecho el trabajo de desgaste. Pero fueron las fuerzas irregulares en el terreno las que permitieron a los golpeados ejércitos de los dos países agredidos mantenerse en pie. La versión más oscurantista del islamismo logró el milagro de darle un objetivo común a las guerrillas comunistas kurdas y a la libanesa chií de Hezbolá: derrotarla.

Ser un factor decisivo en el campo de batalla sirio, sumado a su poder de facto en el Líbano, no sacó a Hezbolá del índex de organizaciones terroristas elaborado por Estados Unidos y la Unión Europea. Pero le practicó un lifting de respetabilidad. Como parte de ese cambio de imagen, hace años que Hezbolá admite que los extranjeros visiten la zona arqueológica de Baalbek. Dedicada al dios Baal primero, transformada en Heliópolis por Alejandro Magno, fueron los romanos quienes le dieron su actual rostro monumental. Fenicia, helenística, seléucida, romana. Hoy es, con razón, patrimonio de la humanidad. Las banderas amarillas a la entrada del yacimiento recuerdan que a menos de dos horas de carretera Hezbolá sigue combatiendo contra el Daesh y sus aliados del frente Al-Nusra. En 2017 todavía lo hacían de este lado de la frontera. En 2018 ya lo hacen casi exclusivamente en Siria.

En la ciudad que rodea las ruinas no viven más de 25.000 personas. Es como si Young tuviera una joya de piedra y mármol a tres cuadras de la plaza. No sólo eso. Frente a las ruinas hay algo que, en cierta forma, atrae casi tanto como ellas: el hotel Palmyra. Último sobreviviente de la era romántica del viaje, un viejo laberinto de habitaciones donde todavía puede dormirse en medio de fantasmas. Los espectros se llaman Ella Fitzgerald, Charles de Gaulle o káiser Guillermo II.

Mounir llega puntual y es como encontrarme de nuevo con un viejo amigo. Con poco más de 60 años, tiene un aire al poeta Alfredo Fressia, con sus movimientos algo desgarbados pero llenos de charme. Lo conocí en el barrio cristiano de Beirut cuando tomé su taxi saliendo del museo Sursock y le pedí que me llevara al centro, a la bulliciosa avenida Hamra.

A ojos de un occidental parecen mundos imposibles de unir. Como si sólo el traqueteo paciente de ese chofer que habla un perfecto y anticuado francés pudiera llevarme de un lado al otro. El museo está en el barrio chic de Achrafieh, ubicado en la casona señorial de un coleccionista millonario. Hamra es el corazón de un centro abigarrado donde puede comprarse de todo. ¿Ropa interior de algodón egipcio? Sí. ¿Relojes japoneses último modelo en una joyería ubicada al lado de una tienda de discos piratas? También. ¿Pañuelos para cubrir la cabellera a la manera musulmana? Por supuesto. Beirut disfruta su tiempo de paz con una profusión de cafés modernos, tiendas de lujo y galerías de arte. Toda división parece cosa del ayer. No importa que el hoy se esté construyendo trabajosamente desde la paz de 1990 y que todavía queden zonas que se mantienen en un precario equilibrio de seguridad. Esta capital vibrante y nostálgica, como toda ciudad mediterránea, le dice al extranjero —aunque no sea del todo cierto— que está cansada de quejarse de su pasado. No lo puede tapar, pero lo reutiliza. El museo arqueológico, situado en la antigua línea del frente, descubrió, al terminar la guerra civil, el daño irreparable en uno de sus principales mosaicos romanos. Un francotirador lo había perforado para usarlo como parapeto. Los restauradores no se amilanaron. Hoy exhiben dos piezas en lugar de una sola. El mosaico y el hueco. La cosa y lo que está en lugar de otra cosa. Beirut es esa sumatoria de realidad y metáfora.

Foto: Roberto López Belloso

Foto: Roberto López Belloso

Con Mounir el silencio puede instalarse sin dificultades. Romperse apenas para algún comentario trivial. En este trayecto de una hora y media entre Beirut y las ruinas de Baalbek no hay necesidad de tener una larga charla a propósito de nada. Es verdad que podría preguntarle cómo ve la situación de su país. Aprovechar la confianza generada en tres o cuatro viajes. La ventaja del idioma. Pero debería estar en todos los manuales de periodismo: no cite a los taxistas como fuente. Repítalo: no cite a los taxistas como fuente.

Doy una mirada al espejo y compruebo que el crucifijo sigue en su lugar. No lo ha quitado, a pesar de que vamos a entrar en territorio de las milicias chiíes.

La salida de la ciudad por esa carretera empinada y llena de curvas muestra unos conductores que no han perdido las costumbres urbanas. Se sobrepasan por cualquier lado y de cualquier forma.

Tomo algunas fotos del paisaje. Esas borrosas imágenes que luego se comprueba que no captan nada de lo que se ha visto por la ventanilla. En un control del Ejército Mounir me advierte, por primera vez algo nervioso, que no use la cámara.

Lo mismo me dice en varios pueblos.

—Son pueblos de Hezbolá, y a ellos no les gustan las fotos desde los autos —me explica.

—Mire, ahí está —señala un afiche del líder de la milicia acompañado de banderas amarillas en medio del cantero principal.

—Antes de la guerra estos pueblos eran todos cristianos —y es la primera vez que hace un comentario que podría considerarse político.

—Mire —otra vez un dato de la realidad para reafirmar sus palabras.

Muestra un cementerio en el que destacan las cruces blancas.

—¿Ya no hay cristianos ahora?

—Sí, unos pocos.

Lo que se ve de esos pueblos que no se puede fotografiar no es nada demasiado destacable. Los mismos comedores al paso. Las mismas tiendas de ropa. Las mismas vulcanizadoras para una pinchadura de neumático. Como en cualquier pueblo al borde del camino.

—Una hora y 20 —comprueba Mounir con satisfacción luego de chequear su celular. Es raro; de no haber sido por ese gesto y si alguien me hubiera pedido días después que lo describiera al detalle, lo hubiera retratado con un reloj en la muñeca. De malla dorada, probablemente.

Le gusta darse cuenta de que ha hecho el trayecto en menos tiempo que el previsto.

—¿Ya estamos en Baalbek?

—Sí, claro. Mire —y señala el cartel del hotel al otro lado de la calle.

Aunque le falte la ye, es evidente que se trata del Palmyra. Una fachada gris. Un portón crujiente. Un patio tapado por la vegetación selvática en que se transformó lo que alguna vez fue un jardín victoriano. Un lobby en penumbras. Perfecto.

Se acaba de cortar la electricidad. Al apagarse la única luminaria de la araña, el enorme salón ha quedado todavía más en sombras. Fueron unos minutos, ya hay luz nuevamente. Es curioso. No me resultó incongruente la oscuridad. El sonido de mis dedos sobre las teclas se hacía más patente y los pájaros se escuchaban con más nitidez a pesar del ruido de los autos que pasan sin cesar por la avenida que separa el hotel de las ruinas. Hay una relajada atmósfera en este sitio. Parece provenir de la cantidad de años que lleva en el negocio de ser oasis reparador. Desde 1874. Más de 52.000 noches. Se dice que este hotel nunca cerró en esos 144 años. Ni siquiera por la guerra, cualquiera sea la guerra en la que se piense. Incluso en esta, la que está en la frontera con Siria. Es verdad que ha perdido la mayor parte de sus clientes y que está, en los hechos, apenas abierto para mí. Hay otros huéspedes, quizás media docena, pero están en un edificio más moderno ubicado a 100 metros. Algo más de confort, mucho menos encanto.

Entra el maletero. Anciano. Esmirriado. Avispado. Me dice algo desde lejos, que no entiendo, y pulsa un interruptor de luz. Se encienden las 11 luminarias restantes de la araña. Esto se parece ahora, que ha caído el sol, a una sala de hotel, pienso. Cuando me acostumbro, me doy cuenta de que la explosión de luz es apenas relativa. El espacio es tan grande que la sensación sigue siendo mortecina.

Salgo a la terraza en busca de aire fresco. No hay un solo ventilador en esta estancia que ha estado todo el día a expensas del sol y que ahora va rezumando el calor que acumuló en sus paredes. Tampoco corre una brisa afuera. El arco de Baalbek iluminado le da belleza a la perspectiva.

Vuelvo a entrar.

Disparos. No demasiado lejos. La luz tintinea y amenaza con irse de nuevo. Diez minutos después los disparos cesan. Por un instante había olvidado que esto es el valle de Beca. Si había habido disparos en Beirut la primera noche en la esquina del hotel —siete veces, siete ráfagas—, ¿cómo no iba a haberlos acá? En aquel caso se explicaba, en parte, porque el hotel estaba situado entre el aeropuerto y el estadio. Feudo, también ese, de Hezbolá. Círculo rojo en el mapa que las cancillerías occidentales todavía recomiendan evitar. El país, en su mayor parte, puede visitarse sin problemas. Ya había estado en la histórica Biblos, y en el viaje costero de regreso había descubierto negocios bautizados con topónimos que me resultaban de lo más exóticos por tan familiares. Despreocupados balnearios con cafés llamados Punta del Este.

Son las nueve. Bajo con intención de ir a cenar. En el lobby del Palmyra encuentro al portero de la noche. Me mira extrañado. Al poner un pie en la calle comprendo la razón de su extrañeza. La ciudad está completamente a oscuras. Aquellos locales de comida que había en las cuadras siguientes están cerrados. Los imaginaba festivamente iluminados, en espera de quienes romperían el ayuno del mes sagrado de los musulmanes al caer el sol. Regreso. Sin expectativa alguna, le pregunto al nochero si está abierto el restorán del hotel.

Moment. No english —y va a buscar ayuda a una pequeña habitación oscura. Quien sale es el maletero, o quien me parece que es el maletero, pero que así, somnoliento, sin la vivacidad de hoy temprano, podría ser el hermano mayor del anciano maletero.

No... closed —dice, secamente, molesto porque lo despertaron para una pregunta tan absurda.

Vuelvo al cuarto. Contrariamente a lo que había imaginado, aquí las luces son potentes. El ventilador de techo funciona a velocidad de jet. Me quedan dos galletas y una botella de agua. Será mi ayuno de Ramadán.

Tengo la sensación de ser el único visitante del yacimiento de Baalbek. Así lo sugiere la inmensidad del lugar. A poco de empezar a recorrerlo me cruzo con tres personas, una de ellas con un guía, las otras dos por su cuenta. Ya cuando me estoy por ir llega un grupo de libaneses en pullman y seis o siete mexicanos. Con ellos va el guía que hablaba español y que me había intentado convencer de contratar sus servicios a la entrada.

—Los guías cobran 20 dólares, y aquí tiene todo por cinco —me había dicho con sensatez el anciano dependiente de la tienda de recuerdos al que le compré un librito con fotos en blanco y negro.

—Pero este es en colores —había argumentado un vendedor ambulante cuando le mostré que ya tenía mi libro.

—No tengo dinero —le dije, y me creyó.

Lo mismo le aseguré al guía de la entrada. La voz corrió rápido y el sol estaba demasiado fuerte como para perder el tiempo insistiéndome, por lo que pude recorrer el sitio con tranquilidad.

Enorme es un adjetivo que le calza.

La escala se percibe desde los propileos, con su escalinata monumental, y luego se va confirmando en cada uno de los espacios. Pero cuando de verdad se asume es al visitar el templo de Baco. Desde todos lados se lo ve gigantesco. ¿Cómo es posible que los carteles indiquen que es el “templo pequeño”? ¿Entonces cuál es el de Júpiter? Abro mi libro, me ubico en el mapa y comprendo que el de Júpiter ya no está en pie. Es aquella explanada, casi sin columnas, salvo las que están ocultas tras los andamios.

Hay que desandar casi todo el camino. Tras el patio hexagonal, llamado así por la especie de plaza que tiene al centro, comienza la antesala del gran templo. Al tenerla cerca se ven los relieves de mármol, que en cualquier otro lugar estarían detrás de vidrios blindados. Los tendrían incluso con advertencias de no ser fotografiados con flash, exorcismos para evitar esa forma casi metafísica del deterioro que se supone que la luz de las cámaras les produce a los relieves y las pinturas. Acá están al alcance de la mano. No los toco. Me detengo a verlos en detalle. Son escenas de dioses acodados en su Olimpo, igual de ajenos que hace 2.000 años.

Al bajar la escalinata de Júpiter veo a los mexicanos haciendo equilibrio en la cima de los restos de una torreta. El guía hispanoparlante les saca una foto.

—Hagan así y griten “¡viva México!” —los anima, indicándoles cómo abrir los brazos para que el registro sea memorable.

De regreso al templo de Baco veo dos arqueólogos que están restaurando el relieve de un sátiro. Precariamente protegidos por unas cintas de color rojo, están junto a los restos de una basílica bizantina. Dos épocas: la basílica en ruinas junto al templo romano. Tres, en realidad. Una alfombra de rezo dentro de las ruinas de la iglesia confirma la presente presencia del islam.

Al irme acercando se escuchan los chillidos del grupo de libaneses que ha bajado del pullman. Casi todas adolescentes. Son agudos gritos de satisfacción por encontrar al fin una columna contra la cual fijar su imagen. Hacen posturas de danza en puntas de pie, con un brazo en arco, fingiendo ser una fuente. Otras aprovechan la perspectiva para simular, en la foto que alguien toma, que tocan con un dedo el punto más alto del centro del templo. Miro hacia arriba y veo el techo del corredor exterior. Plafones de piedra con figuras de dioses y musas me hacen forzar los músculos del cuello. Será la más justificada de las tortícolis.

Mi miopía no ayuda, así que dejo de prestarles atención. Me entretengo en analizar de cerca las columnas. En descubrir los nombres grabados a cuchillo lo más arriba posible por viajeros de fines del siglo XIX, actos de fundirse con la piedra propios de la era romántica del viaje. Casi seguramente fueron mis predecesores en los cuartos del Palmyra. Poco tienen que ver con los nombres grafiteados más abajo en época actual. Me tomo una selfie con el templo de fondo. ¿Para qué lo hago? ¿Me estoy fundiendo con el sitio o al imponerle mi cara redonda, como de hinchada tortuga, casi de pez globo, al situarla por delante del alguna vez sagrado templo romano y fijarla digitalmente en esa imagen, predominando sobre el yacimiento, estoy acaso cometiendo mi propio acto de vandalismo?

Al irme, vuelvo a ver a los vendedores de camisetas de Hezbolá. Ahora están junto al templo de Venus. Minúsculo, si se lo compara con los anteriores. Elegante, sin embargo, en su forma circular. Resignados, ya no me ofrecen sus productos. Dormiré una noche más en el Palmyra y seguiré rumbo a la frontera siria (ladiaria.com.uy/USM). De camino, no me arrepentiré de no haberles comprado nada. No son carmelitas descalzas y han cometido sus crímenes. Atroces, muchas veces. Pero al ver los estampados de los héroes de la milicia caídos en el país vecino luchando contra el Daesh, recuerdo que también han tenido su cuota de heroísmo. Por rechazo o por respeto, esa camiseta amarilla con letras verdes no es algo que pueda ser banalizado como souvenir.

Foto: Roberto López Belloso

Foto: Roberto López Belloso

.