Mi madre no se acuerda mucho de cómo estaban las calles ese día, me dice, porque era funcionaria pública y la habían mandado a integrar una mesa. Era suplente nomás, y todos los titulares se presentaron, así que ella no tuvo que hacer nada salvo estar ahí, plantificada en un circuito del liceo 17 durante todo el horario establecido, cual soldado de reserva. Como no le tocó intervenir, se limitó a ver cómo las personas iban llegando, cómo hacían la fila en silencio, emitían el voto sin dar a entender qué papeleta habían ensobrado y se iban discretamente, tal como habían llegado. Cuando se cerraron las puertas, mi madre volvió para casa. No le tocaba tampoco participar en el primer conteo de votos, que se hacía allí mismo.
El optimismo de los partidarios del Sí era grande: la encuestadora Gallup —de triste memoria, y la que inauguró la época de las encuestas de opinión pública que hasta hoy padecemos— había pronosticado 60% de votos favorables al proyecto de nueva constitución. El gobierno había permitido la cobertura del conteo, pero la aparición de las primeras papeletas amarillas terminó simultáneamente con el optimismo y la permisividad. Las cifras empezaron a darse por cuentagotas. No había cómo saber quién había ganado, pero se supo de todos modos. A cierta altura de la noche el silencio hablaba, y había mucho silencio. Los mismos que habían estado aturdiendo desde todas las radios, desde los informativos de televisión y desde las tandas, desde los carteles en las veredas y desde dentro mismo de las aulas en escuelas y liceos estaban sospechosamente mudos. No se daban a conocer los datos, y eso era, en sí mismo, un dato. En cierto momento, debía ser ya cerca de la medianoche, mi madre decidió salir a la calle. Vivíamos en Montevideo, a una cuadra de 18 de Julio, así que arrancó para ahí, sola, como quien no quiere la cosa, a ver qué estaba pasando. Y muchos, aparentemente, habían tenido la misma idea, porque cuando volvió, notoriamente contenta, nos dijo que por 18 las personas fingían mirar vidrieras, pero en realidad se miraban unas a otras y se sonreían. Discretamente, claro. Se sonreían apenas, como si se encontraran cara conocida pero no se ubicaran bien. Y eso fue todo. Hay que haber vivido años como aquellos para saber lo mucho que puede expresar una sonrisa mínima, un encuentro de miradas, un gesto sin importancia.
Pero mejor vayamos por partes.
El 30 de noviembre de 1980, los uruguayos habilitados para votar concurrían a las urnas para decirle sí o no a un proyecto constitucional elaborado por la dictadura. Desde mayo se sabía que el Consejo de Estado (que fungía de Parlamento, aunque lo único que tenía en común con el verdadero era que sesionaba en el Palacio Legislativo) había recibido del Ejecutivo la instrucción de elaborar un anteproyecto de constitución. El proyecto en sí no era demasiado conocido: el diario La Mañana lo había publicado completo en su edición del 1º de noviembre, y algunos extractos habían aparecido también en el diario El Día. El texto, que había sido terminado el 31 de octubre por una Asamblea Constituyente ad hoc designada por los propios militares, se basaba en un anteproyecto elaborado por la Comisión de Asuntos Políticos (Comaspo) de las Fuerzas Armadas. En caso de que la ciudadanía lo respaldara, preveía la realización de elecciones para exactamente un año después: noviembre de 1981. En esa oportunidad, es decir, al año del plebiscito, y tal como establecía la nueva constitución, se presentaría un único candidato, que los partidos políticos autorizados (Nacional, Colorado y Unión Cívica) habrían tenido que elegir de común acuerdo.
La aprobación del texto constitucional de 1980 supondría además la legitimación de los actos institucionales de la dictadura, y consagraría por anticipado la legalidad de los que fueran aprobados durante el plazo de más de un año que se abría hasta la toma de posesión del nuevo gobierno, en marzo de 1982.
Pero llevemos esta historia un poco más atrás.
Uruguay vivía desde el 27 de junio de 1973 una situación institucional irregular: el Parlamento había sido disuelto, los partidos políticos habían sido proscritos y estaban impedidos de cualquier actividad, los derechos individuales estaban suspendidos, no había libertad de prensa y había miles de presos políticos, además de un número impreciso (en esos días) de personas desaparecidas por cuestiones vinculadas con su actividad pública. Entre 1975 y 1977 la represión se había concentrado en los militantes sociales y sindicales, y las Fuerzas Armadas uruguayas habían contado con la colaboración de sus pares en los países vecinos para secuestrar y trasladar (no siempre con vida) a los que consideraban sediciosos. Hacia finales de 1977, cuando la Comaspo empezó a bocetar el anteproyecto de constitución, la acción represiva había sido tan intensa y abarcativa que el régimen ya podía permitirse pensar en una administración tutelada con aires de legalidad. Porque, como diría reiteradas veces el coronel Néstor Bolentini durante el debate televisado que precedió a la elección, las Fuerzas Armadas nunca habían querido actuar en la ilegalidad, y no estaban dispuestas a seguir cumpliendo ese desgraciado papel al que las había obligado la necesidad de servir a la patria. Así que habían armado un cronograma de salida rumbo a la normalidad democrática, que, tal como ellos la entendían, debía excluir cualquier irrupción del marxismo apátrida. A fin de cuentas, como había quedado demostrado en el pasado, esa ideología foránea y destructiva no perdía oportunidad de infiltrarse en organizaciones y lavar cerebros jóvenes, siempre con el objetivo de liquidar nuestras más caras tradiciones nacionales.
Decíamos que la constitución propuesta por el gobierno cívico-militar fue dada a conocer —hasta donde era posible, porque no estaba terminada— el 1º de noviembre, y que el acto eleccionario se realizaría el 30 de ese mismo mes. Entre octubre y noviembre, entonces, los uruguayos debieron escuchar hasta el hartazgo la propaganda oficial que hablaba de paz, seguridad, desarrollo, tranquilidad y progreso (un chiste que recuerdo de esa época decía que a la nueva constitución le decían Las Piedras, porque estaba entre La Paz y Progreso), que mostraba imágenes grandiosas de los puentes sobre el río Uruguay (mi paseo de fin de año en 1977 había sido, justamente, a la represa de Salto Grande y los puentes Paysandú-Colón y Fray Bentos-Puerto Unzué, que no sé si ya tenían los nombres que tienen hoy) y escenas violentas que, como bien se explicaba al televidente, eran cosa del pasado.
También hubo unas pocas ocasiones de escuchar argumentos a favor del voto por el No: tanto el partido Colorado como el Nacional organizaron actos públicos a los que concurrieron multitudes. El primero fue el 24 de octubre en el cine Cordón, convocado por los colorados. Le siguió otro, también en el Cordón, al que invitaban los blancos. Ese día tuve que correr para esquivar a los milicos a caballo que arremetieron contra la gente que se agolpaba afuera del cine, en 18 de Julio. El último fue convocado por la Corriente Batllista Independiente y se hizo en el cine Arizona, en la calle Rivera, el 24 de noviembre, ya muy cerca de la fecha de las elecciones.
Pero sobre todo, lo que recuerda cualquiera que haya vivido esos días es el debate por televisión. Fue por Canal 4 el 14 de noviembre. Empezó a las 21.30 y duró un par de horas. Los conductores-moderadores eran Carlos Giacosa y Asadur Vaneskahian; ambos quedarían para siempre identificados como afines al régimen, y ya no podrían redimirse llegada la democracia. Los contendientes eran, en defensa del Sí, los consejeros de Estado Néstor Bolentini (coronel, ex ministro del Interior) y Enrique Viana Reyes, y en defensa del No, el colorado Enrique Tarigo y el nacionalista Eduardo Pons Etcheverry. Todos eran abogados, pero el debate no se ocupó mucho de los aspectos jurídicos del texto constitucional propuesto, un poco porque no estaba terminado y otro poco porque lo importante no era la cuestión jurídica sino la cuestión política. Lo que estaba claro, clarísimo, de lo que se conocía del proyecto de carta magna era que la vida cívica de los uruguayos ya no volvería a ser lo que había sido antes del golpe de Estado: nada de varios candidatos disputando la presidencia, nada de organizaciones sociales copadas por el marxismo internacional, nada de un Parlamento corrupto y cobarde cuya única función era apañar terroristas e impedir el ejercicio de gobierno. No, señor: la nueva constitución aseguraba el orden con la elección de un candidato único, con un Parlamento que no impediría la actuación del Ejecutivo y, sobre todo, mediante la garantía representada por el órgano tutelar de la vida política: el Consejo de Seguridad Nacional que integrarían las Fuerzas Armadas para tranquilidad de todos.
El debate puede verse en Youtube, y quienes nunca lo hayan visto deberían verlo. Los argumentos en contra esgrimidos por los doctores Tarigo y Pons Etcheverry fueron más que suficientes para dejar en evidencia la trampa mortal que constituiría dotar de legitimidad al régimen. Pero lo verdaderamente impresionante, a la luz del tiempo transcurrido, es la transparencia, la coherencia absoluta del pensamiento que alentó el golpe de Estado, que justificó la represión más salvaje que conoció el siglo XX uruguayo y que terminó en que las Fuerzas Armadas se sintieran convocadas a cumplir una misión que, dicen, habrían preferido no tener que cumplir.
Bolentini recuerda que fueron “los políticos” los que votaron, en 1968, las medidas prontas de seguridad, que se levantaron en marzo de 1972, e insiste en que una acción tupamara en el mes de abril de ese mismo año obligó a una medida “sin precedentes en la historia de este país”: la Asamblea General votó el Estado de Guerra Interno. Dice Bolentini que los militares habían pedido al poder político las herramientas para actuar contra el desorden y la subversión, pero se les negaron. No se aceptó la suspensión de las garantías individuales en pos de la seguridad. Hasta que, desbordados, esos mismos políticos terminaron pidiendo la intervención de las Fuerzas Armadas, agobiados por el descontrol causado por un movimiento sindical infiltrado por el marxismo.
Es bueno, decíamos más arriba, escuchar hoy ese debate porque expone con claridad la concepción de orden y estabilidad que defendían los militares y que en estos días vemos asomar nuevamente en diversos discursos, en un arco de intensidad que va desde la abierta y caricaturesca glosolalia de Jair Bolsonaro hasta la sostenida prédica antisindical de empresarios y políticos liberales.
“Fíjese hasta qué extremos se llegó con la propensión del derecho de huelga”, dice Bolentini durante el debate, y al decir “extremos” no se refiere al terrorismo de Estado, a los secuestros, las desapariciones forzadas, la tortura o la muerte de prisioneros. No habla de los derechos suspendidos, del Parlamento disuelto, del uniforme obligatorio y el pelo cortado al rape en los liceos; no es de esas formas naturalizadas de la represión, la violencia y el miedo de lo que está hablando cuando pone cara de “qué barbaridad” y se sacude con gesto ofendido, como si hubiera hecho un regalo costoso y se lo despreciaran. Los extremos de los que habla son la huelga, la organización obrera, la militancia estudiantil, la protesta. El enemigo interno al que tuvieron que combatir para salvaguardar la grandeza de la patria era la gente organizada.
No quiero repetir aquí las frases rimbombantes con que el coronel Bolentini defendió la necesidad de aprobar el proyecto de constitución de la dictadura. Crecí escuchando esas palabras ridículas, esa payasada patriotera y autoritaria que tenía la desvergüenza de hablar de seguridad y paz mientras mantenía a miles en las cárceles, que hablaba de respeto y valores mientras hacía una práctica sistemática de la violación y el abuso de las mujeres detenidas. Pero una cosa sí quiero decir: detrás de la canción de la seguridad del Estado lo que había era un plan para aniquilar a las fuerzas de izquierda, pero también, ya más ambiciosamente, para erradicar para siempre las ideas de izquierda del pensamiento político nacional, y para cumplir con esa misión tuvieron, los militares, la bendición y la gratitud de unos cuantos civiles bien ubicados en los ámbitos de poder. Ámbitos que aún existen, quiero decir, porque podrán haber muerto algunos de aquellos militares y algunos de aquellos civiles, pero el poder que defendían, los privilegios que quisieron asegurar, el modo de vida que protegieron no han cambiado tanto.
Volvamos a 1980.
Quiso el destino que 57% de los votos emitidos aquel domingo fueran contrarios al proyecto de legitimación del régimen. En el Penal de Libertad, dice mi padre, el domingo 30 de noviembre fue un día tenso. No se hablaba del asunto, pero los milicos, cuando no saben qué hacer y no hay nadie que les dé una orden, mandan, por las dudas, a hacer limpieza. Así que hubo fajina para todo el mundo. Los oficiales ni se aparecieron, pero en una de esas vueltas entre barrido y fregado alguien escuchó que un miliquito le decía a otro: “Che, ¿qué harán los viejos ahora que los pichis les ganaron?”. Así que los presos supieron, más o menos como los que estaban afuera, que la gente no había legitimado el régimen y que la cosa se acabaría más temprano que tarde.
Dentro del penal los milicos hicieron lo de siempre, por supuesto: aumentar la presión, poner a todo el mundo a rigor, endurecer las condiciones ya de por sí durísimas del encierro, pero sabían que era cuestión de tiempo para que se les terminara el turno.
Justo un año después del plebiscito, y convocada desde CX 30 por José Germán Araújo, tuvo lugar la “marcha de la sonrisa”, una forma pacífica pero reconfortante de recordar aquella noche en la que personas que no se conocían habían salido a sonreírse por 18 de Julio. Dice mi padre que mi abuela, su madre, en la visita de la semana siguiente, le contó, muy disimuladamente, que 18 había estado muy linda hacía unos días, porque todo el mundo había salido a sonreír. Cuando volvió a la celda se encontró con todo revuelto. En una requisa relámpago le habían volcado la resina sobre el colchón, le habían tirado y roto las fotos, habían ensuciado y entreverado todo, mezclado leche en polvo con jabón, remedios con yerba, ropa sucia con cartas viejas. Todavía faltaban algunos años para que aquel infierno se terminara para él y para el resto. Pero esa ya sería otra historia.