Cambio de canal y aparece el círculo central de una cancha de básquetbol. Veo a un muchacho gordito con un corte de pelo a la moda y un pantalón achupinado que sostiene una pelota. La cámara lo toma de frente, con un teleobjetivo que hace foco en las gotas de sudor brillante que le resbalan por el rostro. Al fondo, borroso, se distingue el aro.

Hay silencio. El muchacho respira lentamente y pone cara de monje shaolin a punto de ejecutar una acrobacia marcial compleja. Si bien no es necesario saber de básquetbol para entender que no tiene chance ninguna de embocarla, el efecto magnético que tienen las personas cuando están a punto de humillarse públicamente me obliga a seguir mirando.

Pero el muchacho, que ya está en el baile, guarda una esperanza. Entonces arquea la espalda, baja los brazos y luego, de golpe, los suelta hacia arriba como una catapulta. La pelota viaja en parábola perfecta. La gente que llena el Palacio Peñarol, chorizo y coca en las manos, suspende su charla de entretiempo y sigue el recorrido con la mirada.

Estamos en “El espaldarazo de Doña Coca”, el juego en que un espectador es elegido para tirar al aro desde la mitad de la cancha y de espaldas. Claro, si la llega a embocar, el premio son dos pasajes y entradas a un partido de la NBA. Si erra, se lleva una picada completa con productos de la empresa.

El tiro ni siquiera alcanza el aro. La pelota pica dos veces y se pierde mansa por la línea de fondo. El muchacho sonríe, avergonzado por la cámara, mientras la gente lo despide con un desganado aplauso de consuelo. Enseguida, alguien de la producción lo empuja suavemente por la espalda y lo acompaña a una esquina de la cancha, donde el conductor del evento, Alberto Sonsol, y un escribano con vocación de actor le harán entrega de su premio: un cheque gigante que en el detalle exclama “Una picada”.

Pero alguien de la producción falla, se entreveran los cartones y la cámara no perdona. Frente a las miles de personas que siguen en vivo un partido definitorio de la Liga Uruguaya de Básquetbol, el escribano hace entrega del cheque gigante equivocado. El muchacho agarra ese rectángulo plano y aparatoso, le mira el detalle y salta de felicidad cuando lee “Viaje a Estados Unidos y entradas para ver un partido de la NBA”. La gente celebra el error, mientras el muchacho ya se siente en Los Ángeles viendo a los Lakers contra los Hornets. ¿Quién va a acercarse para decirle “No, flaco, está mal el cheque, mirá que a vos te tocan unos salamines”? Alberto Sonsol.

—Naaah... ¡Escuchemé! ¿Y esto? ¡Producción! ¿Qué está pasando acá? ¡Escribano! ¿Qué hacemos con esto?

Y sin esperar respuestas ni instrucciones, se adueña de la escena. Le quita el cheque de las manos al muchacho y le da un abrazo, el cheque que corresponde y un empujón entre despectivo y amable para sacarlo de cámara.

Durante gran parte de su historia, la televisión en vivo persiguió la zanahoria del plano continuo, la fantasía de crear un relato que apareciera frente al espectador como algo que ocurre naturalmente, invisibilizando los procesos de producción, los trabajos técnicos, los turbios tejes y manejes entre empresarios y políticos para definir la propiedad de los medios. Una suerte de fetichismo de la imagen: lo que se muestra es lo único que existe.

Hace tiempo que las cosas cambiaron. A modo de ejemplo, ya no hay que explicarle a un uruguayo medio los aspectos básicos de la propiedad de los derechos de imagen del fútbol local; hace un par de años se discutió más sobre eso que respecto del proceso Tabárez. Los entretelones de la producción de los programas de televisión se exponen pornográficamente, como pasa con el “Bailando por un sueño” de Marcelo Tinelli y su ejército de programas satélites —por lo menos antes del derrumbe de la economía argentina—, como si exhibir las montañas de plata que se gastan para montar un programa fuera un indicador de calidad.

Si la idea del plano continuo es que cada actor cumpla su parte sin cuestionar el guion —como en esas interacciones enlatadas entre el relator de fútbol y el comentarista, en las que cada tanto el relator no está de acuerdo con la opinión del comentarista pero no dice nada porque sabe que ese no es su rol—, Sonsol es la ruptura de la cuarta pared. Si la escena sale mal él no corta y graba de vuelta; sigue rodando, y sobre ese error va montando una película diferente a la que el guionista había imaginado. No trata de hacernos creer que estamos ante un producto perfecto. Nos dice a la cara que los medios son los padres, que la producción es barata, que él no tiene nada especial y que cualquiera que lo haga con ganas y sin miedo a equivocarse podría hacer su trabajo.

Es que para Sonsol no existe el error. Lejos de ser un problema que paraliza, el error es el movimiento que desordena el curso racional, planificado y aburrido de los acontecimientos. Es una ventana de oportunidad para montar una escena más natural y a la vez delirante. Sonsol incorpora el error al libreto para hacerlo más humano. Porque al final de qué sirve esa lista de instrucciones prehechas si muchas veces las cosas no ocurren como se pensaba. Antes que intentar constreñir un orden falible, más vale cinchar de esa fisura hasta que se abra del todo y podamos zambullirnos adentro.

No hay nada más incómodo que ver a un conductor de televisión intentando retomar el orden sobre una escena que se le está descarrilando. Muy por el contrario, para Sonsol el descarrilamiento es síntoma de que las cosas van bien. Nadie se siente tan cómodo en ese mar de desorden, incertidumbre y necesidad de repentización. Sabe que la escena más perfecta es también la más aburrida, y que la gente, lejos de molestarse con el giro inesperado del libreto, lo desea. Esa naturalidad y espontaneidad con que se mueve frente a la cámara, que se ha convertido en su marca, es posiblemente una de las razones de su tremenda llegada popular, con ribetes de magnetismo.

En la jerga de la televisión se usa el término “magnetismo” para referirse a aquellas figuras que captan la atención por su propia naturaleza. “La gente quiere opinión: el lío, el tiroteo, la polémica… la gente quiere eso. Ojo: sano, sensato, honesto. Pero quiere eso”, dice Sonsol, invitado al magazine matutino Desayunos informales. Los conductores, que lo miran embelesados (el cuadro es magnífico: busquen en Youtube “Desayunos informales, 1º de abril de 2016”, minuto 7.30), dan a entender con sus caras que si fuera por ellos dejarían que Sonsol siguiera hablando eternamente, diciendo lo que quiera.

Al ver la escena, es imposible no pensar en el José Mujica de hace algunos años —dramático, poético... magnético— hablando en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas sobre la injusticia, el sentido de la vida, la alienación del consumo, la felicidad en lo sencillo y cosas así. Hay algo en la forma de decir que los vuelve irresistibles, más allá del contenido. O mejor: es la absoluta imbricación entre lo dicho y la forma de decirlo, la sensación de que eso que está hablando es una fuerza de la naturaleza, un sujeto misterioso, imposible, desdoblado en el que han desaparecido las fronteras entre el adentro y el afuera. Podríamos decir que el sujeto sonsolista es el otro radical del sujeto a lo Woody Allen —ese arquetipo de la inseguridad, la neurosis, la proyección infinita de cosas que podrían pasarnos sin que podamos hacer nada al respecto—, un sujeto que se apropia de la escena y la crea con sus actos, la materialización de esos libros de autoayuda que dicen que tu vida sólo depende de lo que hagas.

Pero detengámonos en el contenido. Cuando Sonsol dice que la gente quiere opinión y polémica, pero sana y honesta, revela un modo típicamente uruguayo de apropiación de la cultura de masas. Si la historia de esta cultura es la historia del escándalo, del morbo, del sadismo popular, la cultura de masas uruguaya se presenta como una versión “amortiguada” o civilizada de estos aspectos.

Para que esta autoimagen popular de una cultura moderada (“sana, honesta”) funcione y sea creíble es necesario el contraste con un otro radical que es, por definición, desmesurado y grotesco: “lo argentino”. Para el imaginario uruguayo, que nos llega por el derrame mediático de la parte superior del Río de la Plata, Argentina es el mundo de lo bizarro. Es Crónica TV, son diez enanos jugando al fútbol sobre hielo, es su farándula desbocada y operada, es Mauricio Macri imitando a Freddie Mercury en el programa de Tinelli, es un señor encadenado al obelisco porque la señora lo engañó con el fiambrero.

Con el periodismo televisivo pasa lo mismo. Si bien el uruguayo sigue al argentino incorporando su formato de espectáculo y entretenimiento, lo hace siempre en dosis más bajas, con modos más sobrios, sacos más clásicos y discusiones menos estridentes. Los periodistas uruguayos ensayan el juego de las opiniones categóricas y las polémicas subidas de tono, pero da la sensación de que no se animan a tanto, de que el vedetismo y el escándalo montados artificialmente no van con ellos.

Y es curioso, porque junto al orgullo popular por creernos más serios y menos escandalosos hay una fascinación por la bizarrez de lo argentino, que es una forma de depositar la euforia irracional en la cuenta del otro, mientras la disfrutamos. Es el goce cínico de alguien que se siente superior, o al menos a salvo.

Porque acá nos morimos por enganchar a Martín Liberman cuando a la selección argentina le va mal. Vemos el partido con el deseo soterrado de que otra vez se produzca la catástrofe, de que Argentina quede afuera del torneo que esté jugando y podamos ver el show del desmembramiento. Hacemos una picada para ver la escena en la que sabemos que Liberman los destrozará a todos, con Lionel Messi como presa final. Queremos ver hasta dónde llega, qué adjetivos usará esta vez, qué otra frontera de lo decible se animará a transgredir. Una especie de sadismo popular uruguayo que se exculpa dos veces. Primero en el personaje odioso de Liberman, que hace de malo de la película y que, como todo malo, produce una mezcla de fascinación, rechazo y deseo. Segundo, en la idea de “lo argentino” en su conjunto, que es esa cultura endogámica y pasada de revoluciones que constantemente estalla y cuyos ecos nos alegran el día. Es un placer ver cómo se matan entre ellos.

Hay un mito fundacional de la figura de Alberto Sonsol. Lo suele contar cuando le preguntan por sus comienzos en los medios. La escena es más o menos así: está sentado, solo, disfrazado de gaucho (bombacha, faja, facón, sombrero), en el fondo de un restaurante de Tel Aviv en donde trabaja de mozo. Tiene 26 años y el disfraz se explica porque el restaurante es una parrillada argentina que, además de carne, vende una imagen folclórica del Río de la Plata. Agreguemos que es una noche dura y Alberto está cansado. Entonces, se desdobla en psicólogo y paciente y empieza a hablar consigo mismo:

—Hermano, esto no es pa vos. No da para más. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Qué pagarías por hacer?

Sin pensar, sin dudarlo, se responde:

—Periodismo deportivo.

—¿Seguro que no hay nada más que quieras?

—Seguro.

—Y dentro del periodismo, ¿qué cosa?

—El relato.

—Ta, lo tuyo es Uruguay, no lo pienses más.

A la semana, Sonsol está en Uruguay. Pero antes de venirse les comenta la idea a sus amigos uruguayos en Israel: “Y viste cómo somos los uruguayos... ¿Me dijeron ‘Bien, Alberto, vamo arriba’? ¡No! ‘¡Pero, pedazo de un nabo! ¿Quién te creés que sos? ¿No ves que llega uno en un millón?’. Hoy, muchos de ellos están acá y hasta el día de hoy se golpean para creerlo. Por eso, como conclusión, yo le digo a la gente joven que a veces hay un momento en la vida en que te cuesta enfocarte, pero en el momento en que te enfocás el fuego interior te hace sortear cualquier obstáculo: familia, dinero, amigos. Yo volví con nada, ni contacto tenía con el periodismo deportivo. Pero alguien me entorna una puerta y el 12 de agosto de 1985 hago mi primera transmisión de básquetbol. Y ahí todo se precipita”, cuenta en Desayunos informales.

Ilustración: Matías Reyes.

Ilustración: Matías Reyes.

Como todo mito, no importa si es verdadero o falso, cuánto hay de memoria o cuánto de color, o en qué medida el propio recuerdo, aunque sincero, se distancia involuntariamente de la forma en que el protagonista vivió las cosas en su momento. Lo que importa es lo que representa. Lo que nos dice de él y de su cultura la estructura del relato, la forma de organizar los acontecimientos, los énfasis, los valores implícitos. Y el mito de Sonsol es revelador de la presencia de un nuevo arquetipo en la cultura de masas nacional, incrustado a fuerza de publicidad, marketing y charlas motivacionales tipo TEDx: el emprendedor.

En este momento de fama, el emprendedurismo es muchas cosas: una retórica, un discurso, un conjunto de pasos y recetas de éxito, una actitud frente a la vida, una ideología empresarial, un modelo de organización de las relaciones laborales en el capitalismo contemporáneo. Pero es, sobre todo, un modo de vida, un deber ser y un querer ser. Hay un enorme aparato publicitario orientado a que las personas organicen y vivan sus vidas de acuerdo con ciertas disposiciones, actitudes y expectativas que reproducen la lógica capitalista de mercado y competencia: que sean emprendedoras, que sean productivas, que innoven, que se destaquen de la media, que extraigan el máximo beneficio posible, que apuesten siempre a más, que se adapten a los cambios (que para los ricos significa oportunidades de crecer y para los pobres, acostumbrarse a una situación peor), que sean su propio jefe (es decir, que se autoexploten pedaleando para entregar el pedido sin cobertura social y pagando de su bolsillo los medios de trabajo).

El emprendedurismo es el actual espíritu del capitalismo, en la medida en que es el discurso a partir del cual se construye a un sujeto capitalista. Esta guía de conducta forma parte de un marco ideológico más amplio, que ofrece una manera de ver el mundo tanto a nivel individual como social. En lo individual, la psicología del emprendedurismo es el voluntarismo mágico: “si querés, podés”, es la consigna subyacente de sus miles de seminarios de coaching motivacional. Podés lograr lo que te propongas siempre que te esfuerces lo suficiente. No hay más condicionantes que tu talento, tu vocación y tu esfuerzo. De ellos depende tu éxito. En lo social, no hay clases ni relaciones de subordinación, sino una jerarquía de méritos diferentes a los que corresponden posiciones sociales distintas. La sociedad es una pirámide de éxitos: los emprendedores exitosos están en la cima y los demás la pelean desde abajo, pero con la fe intacta de que pueden escalar si se lo proponen y trabajan para ello (cualquier similitud con la meritocracia no es pura coincidencia: la meritocracia es el orden sociopolítico que consagra y legitima el discurso emprendedor, esto es, la forma de legitimar las desigualdades y considerarlas justas).

Ahora bien, está claro que Sonsol no es propiamente un gurú del emprendedurismo. No obstante, su historia de final feliz es ejemplo del voluntarismo mágico: soñar alto, vencer las trabas mentales o sociales y lanzarse en busca del deseo personal. Sonsol insiste muy a menudo en que la fuerza de la vocación es algo que mueve montañas. Él le llama “fuego”. La llave del éxito en algo es la pasión con que lo hagas. Todo su personaje es una exaltación de la pasión que le juega a favor, porque da una sensación de autenticidad y genera una identificación afectiva con el espectador, lo sacude emocionalmente, lo hace reír y calentar, que es básicamente lo que van a buscar los consumidores a la industria cultural de masas.

Pero esto es por plata y Sonsol lo sabe bien. Los periodistas deportivos están acostumbrados a vender avisos, esto es, tocar puertas de empresas para que les paguen por hacerles publicidad en sus espacios al aire. Es cuestión de ver un programa deportivo para comprobar la acalambrante cantidad de avisos comerciales que los periodistas pasan, intercalando un penal dudoso con las virtudes de una marca de yerba. El mismo Sonsol ha dicho que su tiempo como periodista se divide entre la parte mediática y la comercial, y a veces da la sensación de que no necesariamente la primera es, para él, más vocacional que la segunda.

Cuando habla, los latiguillos de comerciante delatan su forma de ver el mundo. Son huellas de su habitus de clase: un hijo de comerciante que se tiró a relatar básquetbol. La ganancia económica suele estar en el centro de sus argumentos. Show me the money es su frase de cabecera ante una disyuntiva de sí o no. Es el primero en apuntar que para un equipo es importante pasar a la segunda ronda de un torneo por los dólares que le ingresan en premios. “Si vos hacés tu trabajo y no perjudica mi bolsillo, fenómeno. Ahora, cuando tu trabajo me toca el bolsillo a mí, ahí salto”, le dijo a Joel Rosenberg en una entrevista, hablando sobre un problema que tuvo con Nacho Álvarez. Ese respeto sagrado por el negocio es el lente con el que Sonsol ve el deporte, y representa casi un mantra de vida en una época de Tinder y Linkedin, donde el éxito depende de la capacidad que el sujeto tenga de transformarse en un empresario de sí mismo.

“Señores, una góndola”, dice cuando presenta la seguidilla de auspiciantes, pero en vez de locucionarlos y listo, como hace tanto conductor burócrata, se toma el trabajo de improvisar un sketch con cada panelista para promocionar cada producto, montando prácticamente un corto publicitario a medida. La sorpresa incómoda, el balbuceo trancado de los otros, que no pueden seguirle el juego, no hacen más que resaltar la labia de Sonsol. Él está encantado. Un pez en el agua. Un vendedor nato. Como te vende el relato de un triple o una opinión sobre la violencia, te vende un paquete de viaje o un 2x1 de fainá. Así como uno entiende su histrionismo y su desfachatez al saber que se vestía de gaucho para atraer turistas a una parrillada, su destreza arrolladora para vender lo que tiene a mano es una herencia familiar.

Su producto, sin embargo, es bastante especial. No vende repuestos de maquinaria, como su padre, sino entretenimiento. Se sabe un showman que se debe a la gente, un bufón de una corte popular; suele decir que cada vez que se prende la lucecita de la cámara su objetivo es sacarle una sonrisa al espectador. Pero, una vez más, su entretenimiento no pasa por la elegancia verbal de un Victor Hugo ni por un número de comedia o de ficción, sino por la lógica del show, ese registro en el que todo es en serio y al mismo tiempo en joda, y que sólo es posible en un mundo completamente desencantado, donde somos perfectamente conscientes de la farsa y aun así nos fascina. Ahí Sonsol hace su negocio. Y le va de maravilla.

Hoy la información es abundante y muy fácil de conseguir, basta con darle un par de órdenes táctiles a la pantalla del celular para acceder a noticias de cualquier parte del mundo. En este escenario, las empresas de medios y los periodistas echan mano a otros recursos para diferenciarse de sus competidores y sacarles ventaja en la disputa por el rating o los clics. Por ende, el bien que dinamiza el mercado vertiginoso de la comunicación no es la información —como suele pensarse—, sino la opinión. La opinión y la polémica son el registro en que se tratan los asuntos públicos en la democracia mediática de masas. Y Sonsol es la encarnación perfecta de esa lógica, el muñeco verborrágico y gritón hecho a medida para moderar (o más bien, exacerbar) cualquier debate, eso que él llama “el tiroteo”, ese caos de voces superpuestas que alegra los sentidos y anestesia la cabeza.

Esto no es exclusivo del deporte. La discusión política se enmarca en los mismos términos. O mejor: la discusión política se estructura según una lógica deportiva. No sólo los programas de actualidad, pretendidamente serios y objetivos, son talk shows en los que se comentan y analizan hasta el cansancio las posibilidades para octubre y las declaraciones polémicas de los candidatos igual que los favoritismos para el clásico y las jugadas dudosas de un partido, también los debates televisados se escenifican de tal modo que representen un ring de boxeo con rounds y a la espera de sangre, con paneos de los asesores acercándose al boxeador antes de ir a la pausa, masajeándolo un poco, curándole las heridas y haciéndole la cabeza para el siguiente round. Es cierto que Sonsol (aún) no modera esos debates, pero su espíritu ya está presente en el tiroteo picante y democrático, en el mandato de entretenimiento que lo rige y lo organiza. Incluso él exigiría más vértigo y mucha menos planificación.

Sonsol entiende como nadie que la opinión es el factor reproductivo de su negocio. Que la información tarde o temprano llegará, pero que una vez que pasa el pegue de la novedad lo que queda, lo que hace durar el show es la espiral interminable de opiniones encontradas, las pequeñas diferencias que hay que atizar para que estalle el debate. Sonsol es esa chispa; la tiene en la voz, en el tono, en su lenguaje corporal. Hay un énfasis en su forma de decir las cosas, una sobreactuación deliberada. Es una máquina que procesa la nada y la convierte en un tema, y automáticamente el tema se vuelve un debate. Tiene una habilidad insólita para detectar cualquier mínimo gesto con potencial entretenible y capitalizarlo para la cámara.

Y cuando esa mano del destino no llega, está la imaginación. Una noche de noviembre de 2016 Sonsol conduce La hora de los deportes, como todos los domingos. Veo el programa tirado en el sofá mientras como una muzarella fría, la tele de fondo, estirando el fin de semana. El centro del debate es la suspensión del clásico de esa tarde, recordado porque unos hinchas de Peñarol les tiraron una garrafa a policías. Cuando el debate languidece por falta de material —no hay partido que comentar—, a Sonsol se le ocurre una idea y, muy de a poco, sin contársela al espectador, empieza a tantearla. Entonces paro la oreja y empiezo a seguirlo. Puedo intuir lo que intenta hacer, pero no creo que se anime a ir hasta el final. Es demasiado.

Error, Alberto cruza la barrera. “A ver, muchachos, Peñarol venía así, Nacional venía asá. ¿Qué pasaba si se jugaba? ¿Eh? Juegueselá, doctor. ¿Peñarol o Nacional? ¿Quién ganaba?”. Y entonces, como si el planteo tuviera sentido, les pide a los panelistas que, en base a los antecedentes y las alineaciones de cada equipo, comenten y analicen un partido imaginario. Podrá haberse suspendido el partido, no la opinión. Por supuesto, lo consigue. Los periodistas, al principio desconcertados, balbucean alguna frase hecha, pero luego, con la confianza que el líder les inspira, arrancan a debatir con la seguridad de siempre. Y es justamente ahí, cuando veo que no hay diferencia entre ese comentario y el que hubieran hecho ante un partido real, que entiendo que ese mundo es una construcción imaginaria tan sólida que no la rompe ni una garrafa de 13 kilos que le caiga desde el cielo.