Son ocho estatuitas pequeñas. Descansan en la oscuridad, alineadas como los enanitos de Blancanieves cuando iban felices a trabajar, hasta que llegue el momento de ser presentadas ante sus legítimos dueños, algo que sucederá recién cuando Los Fabulosos Cadillacs terminen de tocar un tema de su premiado octavo disco de estudio, Fabulosos Calavera. “Surfer calavera” es el elegido para presentarse en Vibe, un talk show de medianoche realizado para el cable y producido —al igual que la revista del mismo título— por el legendario Quincy Jones. Su presentador es un negro enorme con cabeza pequeña llamado Simbad. Parece ser muy famoso por acá: es todo hombreras y sonrisas, y camina por los pasillos del estudio rodeado por una nube de asistentes, maquilladoras y chupamedias profesionales.

La sorpresa que Simbad tiene preparada para los Cadillacs, las estatuitas pequeñitas, son sus premios Grammy. Bienvenidos al mundo real: la estatuilla con la que salieron en la tapa de más de un gran diario argentino en el mes de febrero no era la de ellos, sino “una que te prestan para las fotos, y después te la sacan para dársela al próximo”, Vicentico dixit. Así que Simbad se acercará para saludarlos después de su interpretación, les dirá que sabe que cierta gente suele ser lenta para entregar sus premios, y que tiene algo para ellos. Y voilà: un negro inmenso entrará empujando una mesita rodante con una estatuita para cada uno de ellos —su Grammy al mejor disco de rock latino, el primero ganado alguna vez por el rock argentino—, el público aplaudirá y los Cadillacs agradecerán. La escena está cuidadosamente guionada. Por ahí andan los tres carteles en que llevan pulcramente escrito lo que el anfitrión debe decir: que traen un nuevo condimento a la música rock haciéndola al estilo argentino, etcétera, etcétera.

Tal vez por eso Simbad sonríe tanto cuando se aparece súper canchero por el camarín de los Cadillacs antes de la grabación, saludando a todos, incluso a este cronista. Porque sabe que todo está en su lugar. Todos lucimos, por ejemplo, una pulserita verde que certifica que podemos estar ahí. Somos como recién nacidos, todos el mismo día, el último del grupo en Estados Unidos, que —lejos de ser relajado y de compras— se nos escurre entre los dedos mientras estamos encerrados en un estudio de televisión. No es cualquier día: hoy recibirán, de verdad, el premio que los trajo hasta acá: a este canal, a este país, a esta gira. Esta noche, luego de la grabación del programa pero antes de su salida al aire, los Cadillacs cerrarán en Los Ángeles el sueño de cualquier artista extranjero en Estados Unidos: una gira en ómnibus de costa a costa, atravesando las rutas norteamericanas y tocando casi todas las noches. Aun más, se podría decir que es la concreción del viejo sueño del rock argentino: venderles rock en castellano a los mismísimos yanquis. Se acabaron 30 años de prejuicios, justificaciones y complejos de inferioridad. “Ya estás hablando como periodista”, se quejaría Vicentico si leyera esto. Y tal vez tendría razón. Pero de la misma manera que es difícil no ironizar alrededor del papel de “presente latino” que ocupan los Cadillacs en un show desesperado por salir del gueto del público negro como Vibe, es imposible no poner en perspectiva el lugar que ocupa hoy el grupo —Grammy mediante— como carta fuerte de la proyección internacional del rock nacional que supimos conseguir.

Para eso es que estamos con esta pulserita verde en los pasillos de este programa de televisión. Perseguimos al grupo durante el último tramo de una gira que comenzó hace 22 días en el frío de Mineápolis y termina hoy bajo el sol de Los Ángeles. La gira de Los Fabulosos Cadillacs, ¿quiénes?, el grupo latino que ganó un Grammy, ¿really?, ¡uau! Y así siempre. Al menos desde que soy testigo de esto, desde Phoenix, en medio del desierto de Arizona. Y así fue también en Las Vegas, San Diego y San Francisco. Aquí no: a ocho años de su debut en Elei, los chicos ya son locales. No es necesario llevar la conversación hasta el Grammy, sino que este viene a ellos. En bandeja, y ante las cámaras de televisión.

Sonrían, muchachos, estamos en el aire...

Las venas abiertas de la gira I

La US Tour 98 —tal como la bautiza el prolijo cuadernito con horarios y calaveras que recibió cada cadillac el 7 de abril en Mineápolis— no es la primera gira de Los Fabulosos Cadillacs por Estados Unidos, ni tampoco la más importante del grupo en los últimos años. En la gira europea en que presentaron Rey azúcar, su disco anterior, el grupo compartió festival con Sex Pistols, un orgullo nunca lo suficientemente recordado. Y el año pasado recorrieron en avión Estados Unidos con el sabor latino de Rock Invasión: dos semanas de conciertos junto a los colombianos Aterciopelados, los mexicanos Maldita Vecindad y los españoles de La Unión. “Pero esta es la gira que a todo el mundo le gustaría hacer. Una gira sin presiones, donde la única estrella es la música”, confirma Flavio con un dejo de orgullo. Además está lo del Grammy. Hay que sacarlo también a pasear, pobrecito.

La noche cayó en un pozo ciego

La bola rebota una y otra vez. Su destino parece decidido, pero Flavio Cianciarulo mueve la máquina de manera burda, inventa un rebote más, y puede seguir jugando. Ningún problema. “Le podés hacer lo que quieras, y no se tilda”, anuncia. La vieja The Machine, el flipper que preside el salón de juegos del Holiday Inn vecino al aeropuerto de Phoenix, sigue dando partidos. ¡Tac! Ahora es el cadillac novato Arielito Minimal el que festeja. El cliente siempre tiene razón.

Madrugada del 22 de abril en Arizona, noche libre para el grupo después de un día entero atravesando el desierto que separa Dallas de Phoenix, y nuestro primer encuentro con ellos, después de todo un día esperándolos con el fotógrafo en esta inmensa ciudad de utilería enclavada en medio de montañas y arena. Aunque no ha sido arreglado de manera explícita, el plan es sumarnos al resto de la gira como sea. El grupo y sus técnicos se desplazan en dos micros por las rutas norteamericanas, nosotros alquilamos un auto. No tendría que haber problemas.

Junto a los que jugamos nuestras tres bolas para hacer humana a la robot The Machine está Gerardo Toto Rotblat, percusionista del grupo, poniendo sus rápidas manos al servicio de un primitivo juego de video que imita a un bowling. “Parece una pelotudez, pero te enganchás”, reconoce Toto mientras hace girar la bola que oficia de joystick. A su lado, Vicentico pide quarters para seguir jugando al Bobble.

Llega un momento en que las monedas se acaban y el consabido ingenio humano que nunca descansa se esfuerza para que la noche no termine ahí. Toto y Fernando Ricciardi —percusionista y baterista unidos como sobre el escenario— castigan la máquina de dar cambio, confirmando que está fuera de servicio. Casini y Jota, tour manager y stage manager respectivamente, integrantes del equipo técnico y por lo tanto parte de lo que se conoce como “la monada”, se suman con sus bolsillos tintineantes. “En la recepción ya no tienen”, informan, “pero si ponen billetes en la máquina que vende chicles el vuelto es en monedas”. Salvados. El suelo del salón de juegos se puebla de papelitos metalizados, el aire se llena de olor a azúcar y ruido a mandíbulas batientes. I can talk, dice otra vez The Machine, señal de que está a punto de entregar partido.

Con el correr de los días quedará claro que los lugares de reunión en un hotel ocupado por los Cadillacs son, además del salón de juegos, la pileta —dominio de Vicentico— y la habitación de Rotblat y Minimal, excelentes anfitriones. Precisamente de allí salió este ejército que castiga los juegos a medianoche, el máximo descontrol posible en una gira demasiado tranquila. “La única estrella acá es la música”, sentencia Rotblat. “Así es: nada de sexo, droga y rock and roll”, confirma Flavio, que se explaya con el eslogan de la gira cadillac: “Comer, tocar y dormir”. Lo justifica el contundente dato de que hay show casi todas las noches.

Sin embargo, hay una canción que está faltando. Apenas a unos minutos de auto saliendo de Phoenix se anuncia un cabaret bautizado de manera redundante como Les Girls —ocho dólares la entrada—, mientras nosotros le escapamos al sueño sacudiendo un flipper con voz de mujer. Juego de manos firmes, ágiles dedos índice y calculados golpes de cintura; el flipper tiene algo de acto sexual. Una sacudida más fuerte de Flavio, la bola que no se va, el juego sigue, y la prometedora The Machine ahora puede ver. I can see, se lee en la pantallita. El próximo ¡tac! no tardará en escucharse.

Estoy harto de verte con otros I

“Pensar que debe haber gente que aún cree que los Cadillacs somos ocho gorditos que van juntos a todos lados...”. El lamento pertenece a Mario Siperman, tecladista y miembro histórico del grupo, que allá lejos y hace tiempo formó parte de Los Encargados. No, no lo busquen en el primer disco del combo de Melero porque nunca llegó a grabar, explica. Apenas si recibió tomatazos en BA Rock 82. Confirmado entonces: el grupo ya no va junto a todos lados. Para registrarse en las habitaciones de cada hotel, sin ir más lejos, se anotan solos o en dúo. Los solitarios son Gabriel Fernández-Capello —más conocido como Vicentico, pero Gaby para los amigos— y Fernando Trombo Albareda (trombonista, obviamente). Las parejas, además de la conflictiva y celebrada que forman Toto y Minimal (“uno es muy encendido y el otro es demasiado combustible”, dicen los que saben), son las de Ricciardi y Siperman, y la de Daniel Lozano, el trompetista del grupo, con el señor Flavio Cianciarulo. “Podría dormir solo, pero extraño demasiado. No me lo banco. Necesito compañía”, explica Flavio, y repite que en cada día libre se vuelve loco por Astor, su hijo. “Fisuro”, resume. “Por eso quiero tocar todas las noches”.

Micro diamante

“Hay dos ámbitos claramente diferenciados en el micro. Adelante está el Club Deep Purple: sólo se escucha rock”, explica Minimal blandiendo un álbum de Ted Nugent conseguido en oferta. Atrás, en cambio, es el reino de Flavio: el Jazz Club, tierra de latin jazz y rock progresivo, desde el King Crimson de los 70 hasta la libertad de Invisible, el legendario trío de Pomo, Machi y, por supuesto, Spinetta. Se escucha mucha música en la gira (“escucho más que en mi casa”, calcula el guitarrista), y también se ven películas. Algunas cajas que se pueden descubrir tiradas por el micro: Liar, Liar, con Jim Carrey, Fargo, de los hermanos Coen, y Apollo 13, con Tom Hanks, clásicos de las bateas de ofertas de los paradores de la ruta.

“Flavio no se saca nunca el bajo. Se sienta en el asiento del fondo, fuma, escucha y toca”, cuenta Vicentico, que confiesa que las zapadas que se arman en el Jazz Club son interminables. “El otro día me di cuenta de que estábamos muy mal cuando de pronto me despabilé y lo vi a Toto haciendo ritmo sobre un diario mientras yo estaba cantando con la cabeza casi dentro de un tacho de basura, buscando el sonido justo. Debemos haber estado media hora así, sin parar”, se ríe el cantante.

El asunto funciona de esta manera: los músicos en su micro “Fabuloso”, los técnicos (“la monada”) en el micro —digamos— “Calavera”, y los periodistas en su auto alquilado. Claro que, cuando llega el momento de los shows, para ir del hotel al lugar del recital se puede compartir el micro con los músicos. Subimos por primera vez al “Fabuloso” para la prueba de sonido en el Celebrity Theater de Phoenix, y la primera impresión es contundente. Espejos por todos lados, molduritas coquetas y brillosas, una televisión inmensa en el saloncito de adelante, 12 cuchetas en el medio, y al fondo otra vez los espejos y el lujo, un equipazo musical y otra televisión con su correspondiente video. “Está bueno, ¿no?”, pregunta Flavio sabiendo que no hace falta respuesta, cómodamente instalado con bajo, boina y anteojos negros en el asiento trasero del micro. Con las piernas cruzadas sin tocar el piso, estampita de Buda rocker, el bajista fuma en silencio, escucha y asiente todo el tiempo. “Bienvenidos a nuestra humilde morada”, bromea. Ted, el voluminoso conductor del rodado, apenas si sonríe desde el volante.

Número dos en la lista

Afuera hay un sol rajante que obliga a los anteojos negros. Caminar por el estacionamiento del Celebrity Theater de Phoenix es un suplicio que sólo encuentra paz cuando la fila india descubre el camino que se interna en la oscuridad, entre cajas vacías que hasta recién contenían equipos y flechas armadas con cinta adhesiva en las paredes y el piso.

Con una estructura circular que se reconoce a la distancia en el paisaje urbano y un escenario ubicado en el medio de una sala que es todo butacas, el lugar tiene un aspecto distinguido. “Tiene una onda sala Casacuberta”, apunta Fernando Ricciardi, pensando en una de las salas del teatro San Martín porteño. Minimal le señala los carteles, que anuncian a Cristian Castro para la semana próxima. “Ah, no: así no va, muchachos”, protesta el baterista. “No te quejes. ¿Sabés cómo lo va a llenar?”, le asegura el guitarrista mientras se prepara para la breve prueba de sonido. Pero esta noche a los que les toca llenar el Celebrity es a Los Fabulosos Cadillacs con su grupo soporte durante toda la gira, los Cherry Poppin’ Daddies. Sold out, una constante en una gira planeada en recintos con una capacidad promedio de 1.500 espectadores.

En Phoenix hay 2.500. Y casi todos estallan cuando les llega el turno a los muchachos retro de Portland, que tocan un rock de los 50 a lo big band. Tal como sucede con los Cadillacs, esta es la primera gira nacional de los Daddies. No tienen un Grammy, pero sí un tema rankeado en el puesto 50 de Billboard. Están en su momento, y no se lo quieren perder por nada del mundo. Tampoco su público, que baila y disfruta con ganas. “No sabés cómo tocan... Te van a volar la cabeza”, me habían advertido los Cadillacs en el camarín. “El cantante se mueve sobre el escenario como si tuviera un gato muerto en la entrepierna. Y la gente enloquece”. Tal cual. El público de los Daddies es cool, luce buena ropa y hasta hay parejas que ensayan pasos de baile como si fueran extras de alguna película. La pregunta surge sola: ¿cómo van a hacer los Cadillacs para salir a tocar después de semejante show? Fácil: salen y tocan. Y su gente —la raza— arenga.

En The Rep, el suplemento del fin de semana del diario The Arizona Republic, la unión de los Daddies y los Caddies es presentada con algo de escepticismo. La gira de los swingers con onda y los rockers latinos, calculan, está planeada para que ambos conquisten nuevos públicos. Entusiasta, la gente de The Rep propone otras extrañas parejas: The Sundays y Black Sabbath, They Might Be Giants y Tall Dwarfs, War y Our Lady Peace. Pese a tanta ironía, a su manera el combo funciona. “Los Daddies llevan a los yanquis, y nosotros a los mexicanos”, resume uno de los Cadillacs. Pese a que algunos curiosos se quedan, en general el público daddie se va al terminar el show de su banda. Así que todo el local es fabuloso cuando llega su turno. Abren con “Il pajarito”, del nuevo disco, y para cuando es el momento de “Calaveras y diablitos” el lugar arde.

Micro de “la monada”.

Micro de “la monada”.

Es que los fans de los Daddies bailan, sí, pero los mexicanos explotan cuando tocan los grupos que sienten que les pertenecen. Dejan de ser invisibles. Y cantan, saltan, e incluso se tiran con ganas encima de los empleados de seguridad. Así es la raza.

Las venas abiertas de la gira II

Durante el último tramo de la gira, el set de los Cadillacs fue prácticamente el mismo. Incluye siete temas de Fabulosos Calavera, con el agregado de “Mal bicho”, “Padre nuestro”, “El satánico doctor Cadillac” y —por supuesto— “Matador”. En festivales —como los de Las Vegas o San Diego— el tiempo es tirano y apenas si hay lugar para el set mínimo, con agregados del tipo “Radio Kriminal” o “El genio del dub” dentro de “Mal bicho”, o “Carnaval toda la vida” como coda de “Matador”. Cuando hay tiempo —y ganas— de tocar más, se puede agregar “Gallo rojo”, “El aguijón”, “Paquito”, “Estrella de mar” e incluso (como sucedió en el Fillmore de San Francisco y en el Universal Amphitheater de Los Ángeles) una versión a dúo en guitarra y bajo de “Basta de llamarme así”, un tema del primer disco. Aunque la memoria no viaja tan lejos: la versión que tocan en vivo tiene como referencia la incluida en el compilado de 1993, Vasos vacíos, que de manera matadora los transformó en lo que hoy parecen ya no querer ser.

El porteño doctor Cadillac

Flavio se acuerda de Alberto Olmedo recitando a Fricción: “Dicen que sos / eléctrica / porque todo lo que tocás lo cargás”. Le pregunto si alguna vez lo vio interpretar “Yo quiero morirme acá” y responde que no, que sólo se lo contaron. El Negro Olmedo como Álvarez, de traje y corbata, erguido serio y recitando como un poeta militar incomprendido: “Yo quiero a mi mamá / yo quiero a mi papá / yo me quiero morir / tocando ska”. Argentinos y contemporáneos, creo que le explicaba después a un Javier Portales siempre sorprendido. Contemporáneos y argentinos, entonces, Los Fabulosos Cadillacs que encaran esta US Tour 98 están en el medio de un cambio importante. Con Fabulosos Calavera trocaron certezas revolucionarias por dudas urbanas, y sumaron un toque porteño y tanguero a su exitoso latinoamericanismo. Siguen cantándole al Gallo Guevara, y recitando eso de “Latinoamericano / este es el cambio que te voy a proponer / no te levantes / si no vas a terminar lo que empezaste a romper”. Pero parecen querer escaparle a la paradoja de Tiempos modernos, en la que Chaplin levantaba una bandera roja que se le había caído a un camión y corría detrás de él apenas con la intención de devolvérsela, pero al mirar atrás se daba cuenta de que las masas revolucionarias estaban siguiéndolo. “No somos políticos. Nunca lo fuimos, ni pretendimos serlo. Para mí todas son canciones de amor”, se intenta desmarcar Flavio, que sabe que la diferencia de Rey azúcar con Fabulosos Calavera va de los tatuajes al hueso que ilustra sus respectivos cuadernillos internos.

Y también están los cambios en la banda. Se fue Sergio Rotman, saxofonista, compositor y rocker. Aníbal Rigozzi, o Vainilla, el guitarrista histórico del grupo, pasó a ser mánager y entró Ariel Sanzo —Minimal—, rocker suplente. “Fueron muchos cambios en poco tiempo”, reconocen en el resto del grupo. Tantos que las nuevas caras cadillac, la intimidad que se asoma en su último disco, aún no aparecen en vivo. Y menos en esta gira, en la que hay que presentarse de manera contundente. “Estamos descubriendo que está intacto nuestro poderío como grupo”, me explicará más tarde Vicentico, que reconoce que este año no tuvieron el tiempo suficiente como para armar el concierto que quisieran tocar. Pero ahora el que habla es Flavio. Y es contundente.

—Con la salida de Sergio Rotman, Los Fabulosos Cadillacs se separaron. Al menos esa es mi sensación. Al punto que creo que seguimos con el mismo nombre casi de casualidad...

—¿Fue tan así?

—Sí, pero fue algo para bien. Porque no está mal admitir que sin Sergio esta es otra banda, porque su ausencia es muy fuerte. Es más, en algún momento surgieron las ganas de cambiar de nombre. Llamarnos simplemente Fabulosos Calavera, algo que realmente me hubiera gustado. Porque casi te diría que es así. Para los shows en Superclub, los primeros de la banda después de los cambios, tocó como invitado Claudio Marciello, el violero de Almafuerte. Y él, sin saber todo esto, me dijo: “Yo no toco para Los Fabulosos Cadillacs, toco para Fabulosos Calavera”.

—¿La partida de Rotman fue la crisis más fuerte por la que tuvo que atravesar el grupo en su historia?

—Fue algo muy fuerte. No recuerdo si la salida de Luciano fue tan así... éramos más jóvenes, fue hace demasiado tiempo. Pero su salida fue tan inevitable como la de Sergio. En ambos casos, el barco estaba tomando un viaje que a ellos no les quedaba cómodo. Ni a ellos, ni a nosotros. Es duro, pero es así. Ahora es la era Fabulosos Calavera.

Estoy harto de verte con otros II

Los Cadillacs, está dicho, ya no van juntos a todos lados. Todos tienen proyectos paralelos, quién más, quién menos. Ricciardi y Rotblat se apuntan también en Cienfuegos, el proyecto de Rotman. Siperman y Lozano han producido a Turf, y suelen tocar con ellos. Minimal, claro, sigue con su banda Pez, que está a punto de grabar su tercer disco. “En un comienzo pensé que Pez iba a entrar en el universo Cadillac, pero por suerte eso no sucedió. Seguimos siendo tan under como antes”, explica. Vicentico editó “Gasolero”, el tema de apertura de la serie Gasoleros de Canal 13 —en la que participa su pareja, Valeria Bertuccelli— y su primer lanzamiento como solista, en un compilado veraniego de BMG, y también compuso la banda de sonido de Silvia Prieto, el nuevo film de Martín Rejtman. Y Flavio ha sido convocado por Afo Verde para tocar en el segundo disco de la tanguera Gabriela Torres, mujer de Lito Vitale. También hay que irse preparando para un segundo Iorio-Flavio, ya que los demos comenzaron a tomar forma al finalizar este verano.

Una ciudad llamada vacío

Las Vegas es la capital del juego. Las Vegas es la capital del espectáculo. Las Vegas es el lugar donde U2 eligió comenzar su última gira, dedicada al mercado del pop, y Bono festejó que fuese el único lugar del mundo donde un limón gigante podía pasar desapercibido. Las Vegas es el lugar de los arquitectos en ácido, donde es posible encontrar una pirámide gigante, un flamenco convertido en hotel y hasta una Nueva York en miniatura, con Estatua de la Libertad y todo. Tim Burton disfrutó destruyéndola junto con sus marcianitos cretinos de Marte ataca, y su postura es contagiosa: caminando por sus calles —o avanzando a paso de hombre en un auto, atrapado por el tránsito y con semáforos que se toman todo el tiempo del mundo para cambiar de color— se corre el riesgo de comenzar a farfullar incoherencias e intentar llevar la mano hacia la pistola de rayos. “Las Vegas es el único lugar del mundo en el que orgullosamente se patea al caído”, escribió el mítico Hunter Thompson durante su excursión en busca del sueño americano plasmada en el libro Miedo y asco en Las Vegas.

No sé hasta qué punto la banda tiene esto en mente cuando se planta para una sesión de fotos frente al cartel vintage que reza, orgulloso, Welcome to fabulous Las Vegas. ¿Cuánto de rebeldía y cuánto de viaje de fin de curso hay en los ocho culos al aire que les dedican al lente del fotógrafo y a la ciudad en la que alguna vez reinó Frank Sinatra? Arrecian los bocinazos mientras dura la toma. Tommy Cookman, mánager de la banda, se tapa la cara. Segundos antes me estaba preguntando si teníamos permiso para sacar fotos ante ese cartel, como si desease que llegase la Policía ya mismo para poner en caja a estos improvisados periodistas que no saben cómo son las cosas en su país. Estoy a punto de preguntarle si sus muchachos tienen permiso para mostrar el culo en Las Vegas, pero me contengo. Cookman se ríe, y no está mal tenerlo contento.

Padre nuestro

En una época supo ser estrella de rock, de esas que pegan un hit y lo exprimen hasta llegar a girar por Japón. Live at Budokan, ¿se acuerdan? Como cantante de The Colors, Tommy Cookman tuvo sus 15 minutos de gloria, que pasaron muy rápido. Apenas se dio cuenta de lo que pasaba ya estaba de regreso en Nueva York, su ciudad natal, con una abultada cuenta bancaria pero nada para hacer. Por entonces se cruzó con un tal Charly García, que estaba grabando un disco que se llamaría Clics modernos. A Tommy le pareció un rocker divertido y además argentino, el colmo de lo exótico, y lo asistió durante su estancia en la Gran Manzana. Está claro que una vez que se ingresa en el sistema solar argento se terminará cayendo en el centro, así que Ícaro Cookman decidió —sin nada mejor para hacer— pasar un tiempo en Buenos Aires. Llegó por seis meses y se quedó seis años. Alquiló el departamento de una novia de Andrés Calamaro, ubicado en la calle Charcas, en el mismo edificio en el que vivía Vainilla, por entonces guitarrista de los Cadillacs. Cookman llevaba el pelo azul, el Vaino disfrutaba de su pelada. Eran los raros del consorcio y se hicieron amigos. Cookman empezó a trabajar con los Cadillacs en 1989, cuando estaban vinculados a la productora Abraxas. Al año siguiente regresó a Estados Unidos, pero antes de irse avisó: “Denme 12 meses y los hago tocar allá”. Y cumplió: los metió en un extraño festival llamado Rock en español, un invento en el que compartieron cartel con Alejandra Guzmán y El Tri. Desde entonces no pararon de viajar, y en el grupo coinciden en que esos nuevos horizontes les permitieron escapar del aburrido destino al que parecían condenados cuando pasó de largo la década del 80. Entonces llegó El león, y después “Matador”. A nueve años de haber comenzado a trabajar con los Cadillacs, el Grammy, este tour y hasta el micro “Fabuloso” son un logro —y un orgullo— de un tal Cookman, el tipo que llevó a los Cadillacs a Estados Unidos. “Ahí viene Palermo, pero con un par de platos de ravioles de más”, como dicen los integrantes del grupo cuando ven acercarse su rapada cabeza teñida de rubio, igual que la del ex goleador de Boca Juniors.

Marcos Adandía, fotógrafo de la gira.

Marcos Adandía, fotógrafo de la gira.

El genio del dub

La salida de Las Vegas está pautada a la una de la tarde y, puntuales, cuando llega la hora todos los músicos están en el micro. El que falta, esta vez, es el chofer. Ahí viene Cookman caminando con paso resignado desde el hotel —el micro está estacionado algo lejos—, y cuando llega avisa que en su habitación no contesta nadie. Mark Stein es el hermano del dueño de la compañía, y es un tipo no muy simpático al que, sin embargo, todo el mundo parece haber saludado anoche. El silencio del día en stand by se llena con relatos nocturnos sobre Mark. “Yo lo vi en la mesa de blackjack, y cuando me saludó estaba perdiendo”, dice alguien. “Yo lo vi caminar preocupado entre las tragamonedas del lobby. Me saludó rápido y se fue”, dice otro. “Eran las tres de la mañana cuando lo vi jugando muy concentrado. No me saludó”, apunta un tercero. “Dos o tres veces me tocó la puerta por la noche para pedirme plata prestada”, revela Cookman, y ya el cuadro está completo.

Hace frío en Las Vegas y, cosa rara, está lloviendo. Llueve en el desierto, y llueve en el estacionamiento del Frontier Hotel. “Me lo veía venir”, estalla Vicentico. “Este gordo tiene tal cara de perdedor que desde el comienzo de la gira me imaginé que apenas llegásemos a Las Vegas se iba a jugar todo”. “Al final se la pasó trabajando para nada”, opina Ricciardi. Silencio. “¿Cómo para nadie?”, pregunta Siperman. “Mañana en el Frontier lo anuncian como el empleado del mes”. Carcajadas generales. Es imposible guardar la compostura cuando Mark finalmente contesta el teléfono de su habitación, pide mil disculpas y emprende con su bolso la larga caminata hacia el micro. Vicentico lo filma con su camarita de video. Hay aplausos apenas sube al “Fabuloso”.

La banda está lista para partir, ya hubo suficiente de Las Vegas: noche tocando en el festival Rebelpalooza (sic), organizado por la —sí, existe— Universidad de Las Vegas (muchos estudiantes de hotelería), trasnoche de juegos para muy pocos (una carita aquí o allá, apareciendo desde detrás de las máquinas) y todo un día de viaje hasta el otro festival del tramo final de la gira, en San Diego. El viaje es largo desde Las Vegas. Siento algo de lástima por Mark. Se me pasa cuando paramos en Barstow, pleno desierto del Mojave. Ya no llueve. Coincidimos en la heladera del autoservicio. Es todo sonrisas. Me revela que le fue bien en Las Vegas, y se va con un inmenso sándwich de pavita.

Cookman me cuenta que, en el micro, le devolvió todo lo que le había prestado durante la noche. Falsa alarma, entonces. Debió trabajar hasta el amanecer, pobre, pero tuvo su final feliz. Me lo imagino desmayado en la cama a la una de la tarde, con una sonrisa estampada en la cara, el teléfono sonando inútil y el colchón tapizado de billetes. Larga vida al sueño americano.

Martín Pérez. Foto: Marcos Adandía

Martín Pérez. Foto: Marcos Adandía

Yo te avisé

Playa de La Jolla, en San Diego. Vicentico tirado en la arena, grabador dentro de una zapatilla y la voz que pide: “Empezá a grabar, Martín. Dale, que cuando desgrabes vas a escuchar el mar”. Ahí está, entregado, el esquivo líder de los Cadillacs, fanático del sushi, infalible Houdini de las cadenas de sus declaraciones pasadas. El hombre que no cree en nada, ni siquiera en algo llamado rock latino.

—Es que yo ya estoy grande para boludeces. Y eso del rock latino es una pendejada. Los pibes antes querían ser punkies, rastas o rude boys, y ahora quieren ser alterlatinos. Yo no me puedo poner a hacer eso, ya estoy grande. Me da un poco de vergüenza...

—Sólo es un rótulo, nada más. Que reúne a las bandas latinas que crecieron escuchando a The Clash...

—Mirá, yo te voy a confesar una cosa que ningún pibe de la banda se va a animar a decir, y no es para ponerlo de título ni nada, pero estoy seguro de esto: nosotros somos mejor banda que los Clash.

—¿Cuáles son tus ídolos, entonces? ¿En qué creés?

—No tengo ídolos. A veces me agarra mucho ataque con alguien y lo escucho sin parar, como me pasó con Leonard Cohen. Pero me molesta que sea tan bueno, tan perfecto, tan simple. Lo mismo me pasa con los Beatles. Me da bronca, no los puedo escuchar. Prefiero escuchar música de Pimpinela, Roberto Carlos o Nino Bravo. Tipos que no me dan envidia, y que igual me transportan. Pero no tengo ídolos en la música, nunca los tuve. En el deporte sí: tengo que confesar que hubo momentos en que Maradona me hizo flashear.

Las venas abiertas de la gira III

“Me encanta tocar en festivales. Disfruto mucho cuando hay que salir al toro, sin probar sonido, a shockear a un público que no sabe bien qué es lo que viene”, explica Vicentico. Las Vegas y San Diego confirmaron la frase. El primero es bien amateur, organizado por los propios estudiantes en el campo de béisbol del campus y con entrada gratuita para los alumnos. Es el tercer Rebelpalooza, y las estrellas son —además de los Cadillacs— los Cherry Poppin’ Daddies y Buck-o-Nine. En la primera edición estuvo Fishbone, apunta alguien. “Me gusta el beat de los Cadillacs. Con ellos se puede bailar tango, rock, samba, todos los estilos”, me intenta explicar alguien de la organización.

En San Diego todo es más profesional, lo único universitario es el público y el lugar: el Cox Arena, un estadio cubierto para 7.000 personas, ubicado dentro de la Universidad de San Diego. La noche la cierran The Offspring y The Crystal Method, y antes de los Cadillacs toca la nueva banda de Rob Halford, Two. El nombre del evento es Spring Thing —algo así como Cosa de Primavera— y Bill Silva, promotor del festival, me cuenta que incorporaron a los Cadillacs “para ampliar la diversidad de la oferta”. Después de que el grupo la rompe en su poco más de media hora de show —arriba del escenario hay un inmenso reloj de pie que sólo pueden ven los músicos— Silva apunta que “Estados Unidos es muy difícil para cualquier grupo que no cante en inglés. Les va a tomar tiempo y giras, pero al final la audiencia los va a aceptar”. Gracias mil, Bill.

La manera correcta de girar

Kevin es un tipo tatuado, taciturno y rocker. Dice haber sido plomo de Lenny Kravitz, conducido camiones para una gira de The Who, y ahora está al volante del micro “Calavera”, el de “la monada”. Después de San Diego es el turno de San Francisco, un viaje muy largo que se hace de noche. Así que devolvemos nuestro auto alquilado y pedimos permiso para subirnos al micro de los técnicos. Cuando me despierto estamos llegando, brilla el sol, y se puede disfrutar de un paisaje de molinos de viento. Además, Kevin tiene ganas de hablar. “Me encantan los Cadillacs”, me dice. “Ahora todo el mundo está haciendo lo que ellos hacen. Hay miles de bandas tocando ska y mezclando estilos, haciendo algo que yo le vi hacer sin pena ni gloria hace ya una década a un grupo de Portland llamado Crazy 8’s. Pero ellos tienen algo realmente personal, y se distinguen claramente del lote”, explica Kevin, que confiesa no entender el sentido de esta gira. No sirve de nada viajar sólo un mes, sin tu propio sonido, dice, para tocar en lugares de apenas 1.000 personas. “En Norteamérica la gente quiere entretenimiento, no alcanza con la actitud. Para mí, lo que tendrían que hacer es conseguir un lugar como soporte en la gira de algún grupo consagrado, y tocar ante un público cautivo todas las noches. Es así que se construye una gran audiencia”. La postura de Kevin no deja de tener su lógica. No se puede conquistar Estados Unidos en un mes de gira, eso está claro.

“En un principio nos habían ofrecido girar durante seis meses”, revela Flavio. “Pero ya no estamos para esos trotes. Yo ya no tengo 20 años, no quiero vivir en un ómnibus, quiero estar con mi esposa y mis hijos”. La contundencia de la frase, claro, es algo difícil de explicar ante el “corbaterío”, que es como llama el bajista a los mánager y los ejecutivos de las discográficas. “Los tipos no lo pueden creer: todas las bandas están buscando llegar acá y hacer algo como lo que estamos haciendo, y nosotros les decimos que sólo queremos girar un mes. Piensan que estamos locos. Pero estamos tranquilos: si lo vamos a hacer será a nuestra manera, con nuestros tiempos. La sensación es que con lo que ya tenemos nos sobra, así que lo que viene es yapa”.

Vicentico es más contundente: “La verdad que nuestra estrategia es no tener estrategia. A mí lo único que me importa, de verdad, es mi familia, mi nueva casa y las clases de fútbol de mi hijo. Pero eso también sirve, ¿sabés? No te imaginás las puertas que se te abren diciendo simplemente que no. Esta gira deja tranquilo a Cookman, a la compañía y, especialmente, a nuestra idea de cómo son las cosas. Vamos a volver todos los años, seguramente. Ya nos están ofreciendo girar de nuevo. Pero, como te dije, tenemos nuestros tiempos. Ya no es como cuando estaba Rotman, que quería llegar muy rápido a ninguna parte”, explica.

Un resumen de los objetivos de los Cadillacs, según Vicentico: “Hay uno bien chico y preciso, que es tener trabajo, poder seguir trabajando acá y todas esas cosas. Y el otro es más grande y borroso, y es el que nos lleva a seguir tocando”.

Aún los escuchamos cantar

Los números marcan que el show más grande de la gira fue en Los Ángeles, en el Universal Amphitheatrum, un lugar para 6.500 personas. Pero el más importante, al menos del último tramo, fue el del Fillmore de San Francisco. Primero por la ciudad, porque San Francisco es una de las pocas urbes en las que no es un delito caminar por la calle. “Así también es Nueva Orleans, pero después pará de contar”, explica Trombo. “Hace ocho años que manejo aquí y aún me maravillo de vez en cuando por el paisaje que descubro al doblar una esquina”, nos dice un taxista que nos lleva a Height y Astbury, la histórica esquina de los hippies. Height se pronuncia como hate, que significa odio. “El verano del amor comenzó en el odio”, ironiza el taxista devenido súbito guía de turismo.

Además está la importancia del Fillmore. Un teatro ornamentado y con enormes arañas de caserón antiguo, por el que pasó todo el rock habido y por haber. No está en un buen barrio: de hecho, cuando en el hotel pregunto cómo llegar me recomiendan que no lo haga caminando. Pero, una vez adentro, las fotos colgadas aquí y allá —Jim Morrison, Grateful Dead, Bob Marley y siguen las firmas— recuerdan inmediatamente en qué clase de sitio estamos. Acá tocó Pink Floyd con Syd Barrett en 1967, por ejemplo. Al subir la escalera que lleva a los camarines, la banda se topa con una foto inmensa —tomada desde arriba del escenario— en la que se ve a Pete Townshend arrojando su guitarra hacia la cámara al final de una gira. Ariel Minimal, el novato, llega al camarín un poco trastornado. Se ha dado cuenta sobre qué clase de escenario va a tocar. Se hace un silencio en la pequeña habitación, que tiene un gran baño y cuadros con afiches de los shows de Jimi Hendrix, Tom Petty y Led Zeppelin. Todos tocaron ahí. Toto rompe el hechizo al grito de “y mirá lo que yo hice en el Fillmore”, y arroja un pedazo de queso que se queda pegado sobre el pecho de Robert Plant. Carcajadas generales y todo vuelve a la normalidad.

Sobre el escenario, los Cadillacs demuestran con creces estar a la altura del lugar. Alguien me confirma que, si bien durante las últimas décadas el Fillmore tuvo dos o tres encarnaciones diferentes en distintos sitios de la ciudad, hace unos años regresó a este, su edificio original. Se nota. “Ese teatro está bendito por el rock n’ roll”, dice Flavio cada vez que se acuerda del show.

Calaveras y diablitos

Martes por la noche en Los Ángeles, final de gira, y finalmente suena en la televisión “Surfer Calavera”. Se hace silencio en un camarín repleto, el show del Amphitheater acaba de terminar, y justo estamos en el horario en que sale al aire el programa grabado esa misma tarde con Simbad. Cuando el negro grandote entra empujando el carro con los Grammy, se abraza con Vicentico y los dos fingen un llanto emocionado de sketch cómico para las cámaras. El camarín estalla en risas. Hasta el mismo Vicentico se sonríe, vaso en mano, frente al televisor. Durante el recital, la sorpresa del final de gira fue que los caños de los Cherry Poppin’ Daddies subieron a tocar en “Matador”. Pero la cereza sobre la torta está en el backstage, donde hace su aparición Luciano Jr., ex Fabulosos Cadillacs.

El hombre vive en Los Ángeles, está casado con una italiana y tiene una hija, y encontró un mecenas con el que está terminando un disco que lo regresará al mundo discográfico bajo el nombre de Blackie Luciano. Un amigo suyo me cuenta que el último éxito de los Cadillacs, el asunto del Grammy y demás lo han sensibilizado bastante. El domingo, en ese mismo lugar, Luciano estuvo viendo el show de Madness y se emocionó hasta las lágrimas pensando que ahí arriba iban a estar sus Cadillacs dos días después. Anteojos de carey, saco bordó, camisa y corbata a lunares, Luciano es casi la única estrella en el camarín de los Cadillacs. “Siempre fue así”, me confía Flavio. “Estaba todo el tiempo demasiado consciente de cada detalle. Por eso en una época le decíamos Madonna”.

Imagen tomada de la revista Rolling Stone.

Imagen tomada de la revista Rolling Stone.

La gira se terminó, regresamos al hotel, un deprimente Holiday Inn en Hollywood, un barrio como el de Once, con remeras en oferta. Pero, eso sí, con las estrellitas de los artistas en la vereda. La de Marilyn Monroe está en la puerta de un McDonald’s. En su habitación, Minimal salta sobre su valija, intentando cerrarla. “El problema son esas bolsas de ropa sucia. Abrilas y doblá la ropa. Recién entonces va a cerrar”, aconseja Siperman. Aparece Vicentico protestando porque su habitación se inundó. “Dejá de hacer periodismo”, bromea cuando le pregunto qué fue lo que pasó. Alguien consigue unas cervezas, y esto ya se parece un poco más a una improvisada fiesta final de una gira exitosa. Me voy con mi libreta de apuntes a otra parte. Los pasillos del hotel están vacíos. Cuando bajo al lobby, la única actividad es la charla entre un simpático mendigo negro y un taxista que parece irlandés. El taxista está apoyado en su auto, luce un cuidado peinado a lo Elvis, y canta con acento británico las canciones que regala una estación de radio dedicada al rock clásico. El tema de conversación son los Beatles.

—Mi tema preferido es “Strawberry Fields Forever” —dice el taxista.

—¿Y el tuyo? —me pregunta el negro.

—El mismo —respondo, sorprendido de ser incluido en la conversación.

—¿Usted está con la banda? —pregunta el taxista.

—Sí, ellos grabaron una versión de “Strawberry Fields Forever”. Son argentinos, y ganaron un Grammy —explico.

—Ah, los Funky Cadillacs —dice el negro—. Estuvieron esta noche con Simbad. No me gusta mucho lo que hacen. Además, mi canción preferida de los Beatles es “Paperback Writer”.

Los dejo seguir con su conversación y vuelvo al hotel. Pienso en esos versos perfectos del tema “Calaveras y diablitos”: “Yo a vos no te creo nada, ¿cómo vos vas a creer en mí?”. Canchereada y disculpa al mismo tiempo. Una sincera tarjeta de presentación de Los Fabulosos Cadillacs ante el sueño americano.

Hay que estar en el aeropuerto a las cuatro de la mañana. Será mejor que vaya a dormir un poco.

Saco pecho

Hacer esta nota fue algo así como cumplir un sueño. Me la propuso Sergio Marchi, que unos años antes había sido el primero en confiar en mí como periodista gráfico, abriéndome la puerta para colaborar en la última etapa de la revista Rock & Pop, que originalmente había nacido a la sombra del éxito de la radio porteña, donde casualmente empezó mi trabajo en los medios. Pero lo de la revista ya fue otra cosa, y también lo fue esta nota. Porque se trataba de salir de gira con una banda por Estados Unidos y luego escribir todo lo sucedido nada menos que para la Rolling Stone. ¿Qué periodista de rock no fantaseó alguna vez con hacer algo así? Especialmente cuando aún no se publicaba por acá, y la única referencia que teníamos eran aquellas notas míticas y setentistas de las grandes firmas del gremio. Como editor musical de la por entonces flamante versión local de Rolling Stone, Marchi me eligió para subirme al micro de Los Fabulosos Cadillacs y acompañarlos durante su gira de costa a costa por Estados Unidos. Como nada suele ser perfecto, la propuesta de BMG —la discográfica del grupo, que pagaba los pasajes— no incluía toda la gira sino apenas su tramo final, y además no habían terminado de arreglar con la banda para que nos dejasen subir a su micro. Allá fuimos igual y todo se fue acomodando por el camino, como se puede leer en el texto, pero lo que no tuvo arreglo es que se trató de una gira nada glamorosa, sin casi ningún arrebato rockero, algo que no era precisamente lo que esperaban en la redacción como resultado de su primera cobertura de una gira (fue tapa del número 3, con fecha de junio de 1998: el precio en Uruguay era de 35 pesos). Recuerdo a una mexicana mostrando las tetas en el show de Phoenix, incluso hubo una foto testimoniando su generoso entusiasmo, pero nada más. Creo estar en condiciones de asegurar que Marcos Adandía, el fotógrafo enviado por la revista, fue el más rockero de todos. Aún hoy sufro al recordar que, cuando me dieron los viáticos del viaje, cometí el error de dividir el dinero en partes iguales y darle la mitad a Marcos, pidiéndole que fuese juntando los tickets de los gastos para poder rendirlos. ¡Cuánta ingenuidad! Debo haber estado una semana retocando e inventando tickets después de nuestro regreso. Además de fotógrafo, Marcos oficiaba de chofer y mi labor era la de intérprete, ya que él se negaba a aprender una palabra en inglés. Les hablaba en castellano: “Hola, amiguito”, les decía. “Ellos no se preocupan si yo los entiendo, ¿por qué debería preocuparme a mí?”, decía. Recuerdo que la noche que pasamos en Las Vegas desapareció, y al volver dijo que se había metido a contramano por una autopista y nunca supe —creo que él tampoco— cómo hizo para salir de ahí sin terminar preso o al menos con una multa. Lo dicho: el rockero mayor de la gira fue Marcos. Lo de los tickets perdidos fue apenas una nota al pie de su particular viaje. En lo que a mí respecta, volví al menos con las libretas llenas de una buena cantidad de apuntes sobre la cotidianidad de una gira de rock por parte de una banda que lo había conseguido todo, pero se encontraba inmersa en problemáticos cambios internos. Aunque decidí dejar muchas cosas sin contar, escapándole a la polémica, hubo declaraciones contundentes que no quise pasar por alto, pero me pidieron —y pedí— que no se titulase con ellas para que se leyesen en su contexto. Por suerte, en la revista entendieron el reclamo, por eso este artículo nunca se llamó “Somos mejores que The Clash” o “Los Fabulosos Cadillacs se separaron”. Pasaron dos décadas de aquellos días en la ruta, y en el camino los Cadillacs efectivamente se separaron. Y también se volvieron a reunir, con todo éxito. Vicentico sigue sin quererme, pero —me consuela más de un integrante del grupo, con los que desde entonces sigo en contacto— no es nada personal: Gaby no quiere a nadie. El Toto Rotblat ya no está, y eso es lo único irreparable. Mientras tanto, creo que este artículo mantiene aun hoy el espíritu de lo que fue entonces, y saco pecho por eso: un retrato honesto y cero glamoroso de un grupo —y un cronista— en gira.