La sombra de la avioneta dibuja un tatuaje fugaz en la piel mojada del yacaré. Arriba, el piloto siente los controles en la mano y acomete la pista improvisada en el campo de la estancia. El fuselaje vibra y le transmite una mezcla de tensión y familiaridad. Abajo, dos docenas de policías esperan emboscados que aterrice. Es 2007 y es la primera vez que una ratonera policial traerá algo bueno para Julia Arévalo.

Todo comenzó un siglo antes.

En 1908 Julia Arévalo tiene diez años y atraviesa la ciudad caminando. Todavía no amanece. Debe llegar a tiempo a la fábrica de fósforos donde trabaja diez horas para ganar diez centésimos al día.

Su padre tuvo un golpe de mala suerte. La pequeña majada muerta, oveja tras oveja, por la inclemencia climática. Así que debió dejar Barriga Negra, departamento de Lavalleja, y ahora malvive como empleado de tranvías. Las dos hijas deben ayudar a mantener el hogar.

“En la lucha es que se crece”, suele decir la retórica comunista. Como toda frase hecha, tiene buen porcentaje de hojarasca y bastante de verdad. Así que la niña de diez años se fue formando políticamente al acompañar a su padre a las reuniones socialistas y aprendiendo del anarcosindicalismo los secretos de la huelga. Pronto estuvo trepada en un cajón de querosén dando su primer discurso. Pronto sintió el primer sablazo de la represión en la espalda. De la fábrica de fósforos pasó a una de cigarrillos y a otras más, siempre dentro de la industria tabacalera. Era despedida con frecuencia por agitadora.

Alguien podría situar la prehistoria del PCU tres años antes de esa caminata de la niña Julia. En la creación de la primera federación de sindicatos, de fuerte raíz anarquista. O dos años después. En la fundación del Partido Socialista (PS), del cual se desprenderá el PCU a influjos de la revolución soviética.

La historia suele avanzar en zigzag y ser una melodía con brillos y opacidades. Si fuera necesario situarla en un pentagrama, con todas sus contradicciones, se reflejaría en las notas tozudas, quizá toscas incluso, en las que el bulevar luminoso de la teoría alterna con los embarrados caminos vecinales de la praxis. Confirmándose y desmintiéndose a la vez. Es ahí donde se escucha el eco de los pasos de una niña que camina rumbo a la fábrica de fósforos.

Luego viene Lenin.

Julia ya tiene casi 20 años. La revolución de 1917 parte el mundo en dos y comienza a definir, en la lejana Rusia, ese curioso galimatías que se asentará sobre los sóviets de obreros, soldados y campesinos. Más los dos primeros que estos últimos. Es tan rara que se la conocerá como Revolución de Octubre, aunque ocurra en noviembre, por las diferencias entre el calendario occidental y el que usan quienes se enfrentan en las calles de San Petersburgo. El fantasma que recorría la industrializada Europa en el Manifiesto Comunista de Carlos Marx encarna, contra el pronóstico teórico, en la Eurasia feudal. Naturalmente, los partidos de raíz socialista miran el fenómeno con atención y un primigenio desconcierto. Las clases dominantes vernáculas lo interpretan con claridad.

Así, 1918 es un año de dura represión contra el movimiento obrero uruguayo. El 7 de agosto la Policía mata a un obrero ferroviario. En su entierro, a otro. Antes de que termine el mes otro más, en la esquina de Rondeau y Uruguay. Dos más al otro día, en la plaza Independencia.

“En 18 de Julio y Andes se produjo un violento choque con las fuerzas represivas. Yo me encontraba junto a la tribuna, porque había sido designada para hablar. Ya lo había hecho [Emilio] Frugoni. Entonces comenzó el tiroteo. Frente a la Casa de Gobierno había un emplazamiento de ametralladoras. ¡Fue algo terrible! La gente corría, a la desbandada, de un lado para otro, entrechocándose, sin saber dónde refugiarse, en medio de los estampidos de las armas de fuego”, recuerda Julia Arévalo.

Se lo contará a Alfredo Dante Gravina, quien lo recogerá en su libro A los diez años proletaria. Más que un libro es un folleto. Impreso el 8 de marzo de 1987 por la editorial Problemas. En la portada, blanca y manchada por el óxido que atacó el papel barato, una Julia en tonos de azul —sólo había dinero para imprimir en una tinta— se toma la sien en pose pensativa y gesto adusto. Este ejemplar en particular tiene dos dedicatorias escritas a lapicera por diferentes manos.

“Querida Jackeline, ya con un fruto dentro tuyo, lo mejor del futuro, con alegría, confianza y optimismo”.

“Para una joven comunista, que traerá al mundo un nuevo comunista”.

Están fechadas en junio de 1988. Un año y cuatro meses antes de la caída del muro de Berlín. La historia suele avanzar en zigzag, etcétera.

La agitación sindical y el trabajo en la fábrica de tabaco no excluían los avatares de la vida cotidiana. En 1919 Julia Arévalo se casa con Carlos Roche, un inspector veterinario, y el 17 de julio de 1920 nace su primera hija, Selva. Si hubiera nacido 48 horas después, lo habría hecho el mismo día en que la III Internacional fijó las 21 condiciones para poder pertenecer a ese movimiento copernicano que se estaba gestando alrededor de la Unión Soviética.

El debate al interior del PS fue intenso. Cuenta Carlos Yaffé que había dos sectores claramente definidos. Uno de ellos lo lideraban Eugenio Gómez y Celestino Mibelli, desde el flamante periódico Bandera Roja. Era el que buscaba adherir con decisión a la III Internacional. El otro, más renuente, tenía como cabezas visibles a Emilio Frugoni y Liber Troitiño.

Mibelli, una figura que valdría un perfil en sí mismo, luego diputado, fundador de River Plate y dirigente de la Asociación Uruguaya de Fútbol, era el secretario general del PS al momento de comenzar el VIII Congreso, a las nueve y media de la noche del sábado 18 de setiembre. Los delegados estaban reunidos en la Casa del Pueblo, situada en Arenal Grande 1860. El domingo hubo sesiones en la tarde con aprobación de informes, y el lunes 20, entre las nueve y las doce de la noche, se analizaron aspectos logísticos y dificultades financieras.

El martes 21 llegó el momento de discutir la adhesión o no a la III Internacional.

Las sesiones comienzan a las nueve y media de la noche y se extienden hasta las dos y media de la madrugada. La votación es aplastante: 1.297 por la afirmativa, 175 por la negativa y 275 abstenciones.

El nuevo Comité Ejecutivo refleja —en una aritmética que difícilmente responda al azar— la voluntad de mantenerse unidos en la medida de lo posible. Los más votados son Eugenio Gómez y Emilio Frugoni, ambos con 1.197 adhesiones. El cuerpo también lo integra Julia Arévalo, quien logró 488 votos.

El 21 de setiembre de 1920 se considera la fecha de nacimiento del PCU, aunque en los hechos fue el inicio de un camino de casi dos años. Tiempo de intenso debate ideológico que llevó al divorcio con Frugoni. Al final se llegó a la existencia de dos partidos diferentes: el que mantenía el nombre de socialista, que quedaba integrado por aquella minoría que no aceptó sumarse a la Internacional de los sóviets, y el tronco mayoritario, que asumía el sustantivo adjetival de comunista.

El proceso fundacional de este último culminó el 18 de julio de 1922, cuando el Comité Ejecutivo de la III Internacional, en sesión realizada en el Kremlin, aceptó su ingreso.

El cordón umbilical con Moscú nunca se cortó del todo. Por eso las primeras tres décadas de historia fueron una etapa marcada por Eugenio Gómez. Una figura controversial que representó el período stalinista del PCU, dando a su liderazgo una fuerte impronta de culto a la personalidad.

Para Julia Arévalo fueron años de intenso trabajo político. Debido al puesto de su esposo, se traslada a vivir al litoral oeste y en 1928, ya madre de cinco hijos, se convierte en la cabeza del PCU en Paysandú y Río Negro.

Su vinculación con el interior la lleva, en 1931, a ser una de las organizadoras de la que se considera la primera huelga rural del país, en la colonia 19 de abril, a 15 quilómetros de Paysandú. Un año más tarde está en la primera línea del apoyo a la huelga de los trabajadores del frigorífico Anglo, en Fray Bentos.

Luego, 1933 es el año de la represión en San Javier y del golpe de Estado de Gabriel Terra. Ni el campo uruguayo era una tranquila penillanura, ni aquella puede considerarse una “dictablanda”.

Es domingo 22 de enero. Alfredo Dante Gravina, con retórica de comité sostenida en algunas pinceladas costumbristas, cuenta lo que pasó ese día en el pequeño poblado de San Javier:

“Hacía calor. Estaba el tiempo mucho más propicio para holgar. Ahí se brinda el río Uruguay, donde se puede pescar dorados y surubíes, o hacer un picnic bajo el boscaje de su ribera [...] Un grupo numeroso de campesinos y campesinas, que se sienten fortalecidos por la presencia entre ellos, desde el jueves anterior, de la figura que más vivamente encarna sus intereses, que más los alecciona y anima, Julia Arévalo, secretaria regional comunista, celebran una asamblea en la Casa de los Sindicatos, nombre un tanto pomposo para la modesta construcción que lo sustenta”.

Reclaman contra una decisión del Banco Hipotecario del Uruguay que les embarga las cosechas. La Policía los reprime. Hay nueve heridos de bala, la mitad mujeres, y una persona muerta.

Como la fallecida se llama también Julia y las noticias circulaban mal y con retraso, por algo más de un día las niñas Roche Arévalo piensan que han quedado huérfanas. Con el tiempo se acostumbrarán a esa madre que vive a salto de mata, de huelga en asamblea, pero que a la vez intenta llevar adelante su crianza. Será, sobre todo, una abuela amorosa, como recordará, mucho más adelante, su nieta Julia Moller. Esta otra Julia también sabrá intercalar militancia con vida cotidiana, siendo simpatizante de la Unión de la Juventud Comunista (UJC) y miss Uruguay en tiempos de la otra dictadura, la de los 70.

No hay ningún árbol de tamarindo plantado frente al centro cultural Julia Arévalo. Debería. En el fondo de la casa de un panadero con esos árboles era que se escondía Julia cuando era buscada por oponerse a la dictadura de Terra. Hoy el centro que lleva su nombre, en el barrio montevideano de Paso de la Arena, está construido junto a una cancha de baby fútbol. Los niños juegan con luz artificial y adentro del prisma de moderna arquitectura, que parece combinar la funcionalidad más concreta con art déco de balneario, está terminando una clase de circo. Las madres van a recoger a sus hijas y el equipo levanta las colchonetas de los estiramientos finales. Los profesores de ese taller no saben quién fue Julia Arévalo, a pesar de que los carteles exteriores hacen una cronología de su vida y hasta hay una reproducción del poema que le dedicara el argentino Raúl González Tuñón. Ese que se ha usado tantas veces para definirla y que dice, en uno de sus versos, “hecha de miel y de bronce”. Sí lo sabe la gestora del centro, que cuenta que son las mujeres las que más aprovechan las actividades, ya sea para ellas mismas, en clases que van de la cerámica al teatro, o para enviar a sus hijos.

“Fue una iniciativa de los vecinos”, dice. “Querían recuperar un espacio donde en su momento hubo un tablado y hacía como diez años que no se hacía nada”. Por eso el centro tiene, en su frente, un anfiteatro iluminado a nuevo. “El verano pasado el carnaval volvió al barrio”, cuenta con orgullo.

Con el nombre de Julia Arévalo (y con el de Alba Roballo en Nuevo París, o el de Jorge Lazaroff en la Curva de Maroñas), la ciudad empieza a purgar su pecado de centralismo.

Si se sigue el hilo de Julia en esa primera etapa del PCU se llega a otro momento central: la guerra civil española. Los comunistas uruguayos envían una brigada a combatir en el bando republicano. Ahí va José Lazarraga, sindicalista molinero de larga trayectoria que en 1931 había sido electo diputado. Un tercio de la hoja de votación lo ocupaban una hoz y un martillo junto al eslogan “clase contra clase” entre signos de admiración. En 1935 Lazarraga tuvo graves desavenencias con Eugenio Gómez, y dos años después partió al frente español. En esa brigada también iba José Luis Tape López, un militar de familia comunista que tuvo destacada actuación en el ejército republicano. Al regresar, ya afiliado al PCU, el Ejército uruguayo le reconoció los ascensos obtenidos en batalla. Fue, según recordó más de una vez Liber Seregni, una influencia importante para la formación política del futuro líder del FA.

Para Julia Arévalo el conflicto español implicó la creación y el fogoneo permanente de comités de solidaridad con los republicanos y, sobre todo, el vínculo con Dolores Ibárruri, la dirigente comunista española.

El ascenso del fascismo en el mundo, y la presencia de la Unión Soviética en el bando aliado, implicó, en cierta medida, una breve tregua en el furibundo anticomunismo vernáculo. En 1942 Julia Arévalo es electa diputada, y en la elección siguiente se convierte en la primera senadora de izquierda de América. La de 1946 fue la mejor elección comunista hasta 1989, cuando la lista 1001 obtuvo la adhesión de 10% del padrón electoral.

La avioneta desciende sobre el campo de Puntas de Valentín. Abajo, la ratonera policial funciona como un mecanismo de relojería. Se logra hacer la mayor incautación de cocaína de la historia del país. Es 2007 y van tres años del primer gobierno nacional del FA. En el proceso judicial que sigue, la estancia será incautada al narcotráfico y entregada al Instituto Nacional de Colonización (INC). Ahí se creará la colonia Julia Arévalo.

Habían pasado más de seis décadas desde aquel 1º de abril de 1946, cuando la bancada de senadores del PCU, con Julia Arévalo como oradora principal, defendió su proyecto de reforma agraria. Dos años después será una de las protagonistas en la creación del INC, ese instrumento imperfecto, pero entonces el único posible. Debatirá con el senador colorado Carlos Manini Ríos y con el blanco Gustavo Gallinal. Estos últimos querían un directorio técnico para el INC. Julia Arévalo defendía la participación de los colonos.

Tampoco había consenso sobre la procedencia de las tierras. Aunque tuvo un aliado en Justino Zavala Muniz para el capítulo de las expropiaciones, el batllista no se atrevió a ir tan lejos. Julia Arévalo dejó marcada en actas su postura: “Bien puede afirmarse que un proyecto de reforma agraria no será completo, y resultará ineficaz en muchísimos aspectos, si no determina con toda precisión cómo, cuándo y dónde se van a realizar las expropiaciones de tierras para impulsar la producción agropecuaria”.

Podría seguirse el hilo de Julia y llegar a su rol en el giro de timón de 1955, a su papel de aglutinadora barrial y partidaria en los años 60 como edila, a los avatares de la persecución política de la dictadura de los 70, hasta llegar a su muerte, el 18 de agosto de 1985, cuando es velada en la sede del PCU con guardias de honor del partido y de la UJC. Pero también hay otras vidas para iluminar esos momentos.

Hay que cerrar entonces las pestañas del navegador con múltiples documentos, actas y semblanzas, y los papeles y los libros desplegados en la mesa de trabajo. El perfil que le hizo Cristina Canoura para Mujeres uruguayas 2 (2001), el folleto de Gravina, el libro que le dedica Carlos Yaffé (Julia Arévalo marcha con nosotros, 2016). En la contratapa de este último se la ve con su traje sencillo, sin maquillaje, con una escarapela por único adorno. Está dando un improvisado discurso en medio de mujeres trabajadoras. Una lleva un cartel que dice “No al hambre”. Otra levanta una cesta de compras vacía. El mitin es pequeño y parece darse en una esquina de Montevideo. Al fondo, varios oficinistas pasan sin prestarle atención. En el rostro decidido de Julia, sin embargo, se concentra la misma vibración que si estuviera delante de una multitud. Ahí, quizá, radica el secreto de su carisma.