Desde Ciudad de México hasta Buenos Aires, las dificultades para acceder al cannabis medicinal empujaron a muchas familias a unirse para cultivar marihuana y producir su propio aceite terapéutico. Guillermo Garat conversó con especialistas e integrantes de organizaciones de madres que trabajan, en distintos países, para que sus hijos reciban el tratamiento que necesitan.
Diamella Vázquez pensó en contactar a un abogado. Tenía miedo de drogar a sus dos niños, que tienen un trastorno del espectro autista. Una doctora le recomendó importar desde Estados Unidos aceite de cannabis, que vuela a Uruguay como medicamento de uso compasivo y sale de origen como suplemento dietario.
Para entonces, setiembre de 2017, ni Rodrigo ni Matías, los hijos preadolescentes de Vázquez, decían una palabra. Su madre tenía que empujarlos para subir al ómnibus. A uno le daban pánico los árboles que se balanceaban por el viento y no quería salir a la calle. El otro se ponía agresivo y mordía.
La familia todavía paga los préstamos que pidió entre setiembre y noviembre de 2017 para importar el aceite de cannabis: costaba casi 700 dólares por mes.
Vázquez levanta los hombros resignada en una de las dos sillas plásticas del living de su apartamento de 40 metros cuadrados donde vive con seis familiares. En junio de 2018 se enteró de que una herborista lo vendía diez veces más barato y no dudó. Ahora Matías, de 11 años, se viste para ir a la escuela. Está “más atento” y “sociable”. Dejó de caminar en puntas de pie y de perder el equilibrio. Ya no precisa ir de la mano de su madre en la calle. Rodrigo, de 13, sube al ómnibus solo. Dice “mamá”, “papá” y es menos agresivo con la familia.
Los resultados del aceite casero fueron superiores a los del importado. Pero la psiquiatra les negó su uso. Vázquez le preguntó si podía usar el que prepara la herborista. Pero la especialista le dijo que no, que no estaban estandarizados según los cánones de la industria farmacéutica, recuerda. “Pero yo se los daba y veía que les hacía bien”, confiesa la mujer en su casa, en Malvín Norte. En vez de discutir con la psiquiatra, decidió seguir usándolo sin decirle nada.
Diez países de América tienen algún tipo de regulación para habilitar el uso del cannabis medicinal, aunque su acceso es muy restringido por los costos económicos y la burocracia.
Reino Unido es el mayor exportador internacional de cannabis, seguido por Estados Unidos. Pero importar estos aceites de marihuana es casi un lujo para cualquier familia latinoamericana media. Debido a que los países con reglamentaciones no han garantizado mecanismos de acceso efectivos, las familias que los necesitan plantan marihuana en su jardín o se asocian con otras o con cultivadores solidarios para producir el aceite regularmente.
Una extracción poco accesible
En el continente, cinco millones de personas tienen epilepsia y la mitad no recibe tratamiento, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Dos tercios de ellas ni siquiera acceden a programas de salud, sobre todo en América Latina y el Caribe. Quizás por ello el extracto casero de cannabis tiene tanta repercusión.
La epilepsia refractaria no responde a la medicación tradicional. Pero el cannabis de calidad farmacéutica “mejora notablemente a menos de un tercio” de las personas, “a otro tercio le mejora la calidad de vida, y a otro grupo no le hace nada”, explica la neuropediatra Andrea Rey. Desde hace cuatro años Rey receta el único fármaco estandarizado por los cánones de la industria farmacéutica, que Uruguay, el primer país en regular el cannabis, importa de Suiza. Un recipiente de 30 mililitros de cannabidiol (CBD) a 5% cuesta 180 dólares, casi la mitad de un salario mínimo uruguayo. El producto sólo se compra en farmacias y con receta especial.
El CBD, uno de los 100 principios activos del cannabis, frena algunos síntomas epilépticos y otros síndromes. Como no es psicoactivo, se administra a niños. La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito pidió no confundir el THC, componente
psicoactivo del cannabis, con el CBD. “Sería útil que las políticas, la legislación y el debate público trataran con mayor claridad estas cuestiones tan diferentes”, sugiere el Informe Mundial sobre las Drogas 2019.
Una reciente revisión comprueba que el CBD reduce la frecuencia convulsiva, junto con los antiepilépticos. Aunque desde hace tres años el hallazgo es considerado evidencia tipo I (el nivel más alto que admiten los estándares farmacéuticos), quienes sufren epilepsia y sus familias lo saben desde hace más tiempo.
En toda América Latina existen asociaciones de madres y pacientes que elaboran el complejo botánico para sobrellevar dolores y síndromes. Estos aceites caseros son criticados por médicos especialistas. Pero se demostró que eliminaron los síntomas de 27 entre 272 pacientes epilépticos en Estados Unidos. Además, uno de cada tres redujo los ataques entre 76% y 99%.
La acción combinada de todos sus principios activos (cannabinoides, terpenos y flavonoides) es conocida como efecto séquito. Aunque los compuestos aislados del cannabis tengan resultados en varias patologías, como el CBD para la epilepsia, la acción conjunta de todos sus principios activos puede tener mayor efectividad. Existen indicios firmes de ello para dolor crónico, inflamación y en el combate a células tumorales.
De los cuatro medicamentos derivados del cannabis que tienen reconocimiento científico y se comercializan en varios países, tres son compuestos aislados o sintéticos con CBD, THC o alguna combinación entre ambas moléculas, y sólo uno es extracto de la planta completa.
Pedro Wong, químico farmacéutico peruano que hace seguimiento a usuarios de extractos caseros, advierte que “la sinergia de cada metabolito consigue mayor biodisponibilidad”. Es decir, los metabolitos estarán presentes en mayor grado y a mayor velocidad cuando actúan juntos que si lo hacen por separado. A mayor biodisponibilidad, el cannabis como fármaco “estará más presente y será mejor asimilado por el organismo”, afirma el químico farmacéutico.
El máximo potencial del cannabis como fármaco “está en su extracción completa, funciona mejor que los monocompuestos”, acota. Quien lo precise “va a preferir un extracto completo”, agrega con base en su experiencia terapéutica.
A veces, la información recorre el mundo más rápido que la capacidad científica para testear las mejoras que describen los pacientes. El campo de estudios sobre cannabinoides menores, terpenos y flavonoides todavía está en pañales. Pero las madres comprueban muchos de sus beneficios a diario elaborando aceites caseros.
“Hacía años que no tenía esa mirada”, dice Valeria Salech, fundadora de Mamá Cultiva Argentina. A las 20 horas de nacer, su niño estaba medicado. Pero los anticonvulsivos no paraban los ataques que lo ahogaban. “Me despedí de él muchas veces”, explica en el living de la sede de esa organización. Allí, una treintena de voluntarios (psicólogos, médicos y trabajadores sociales) reciben familias para hacer de soporte emocional y enseñar a elaborar el aceite.
A los ocho años Emiliano tomó cannabis, redujo los remedios y dejó los pañales. “Le mejoró la calidad de vida, disfruta de bañarse, comer, entrar a una pileta o escuchar música”, dice Salech, que renunció a su trabajo de secretaria ejecutiva para cuidar al niño y sostener la organización que hace dos talleres por mes en distintas ciudades argentinas.
En abril de 2017 el Congreso promulgó el acceso al cannabis medicinal mediante laboratorios estatales. Pero la reglamentación del gobierno de Macri fue muy restrictiva. En julio el gobierno de Alberto Fernández convocó al consejo consultivo previsto en la ley organizaciones sociales y especialistas para hacerlo.
Por ahora extraer aceite de la planta de cannabis es una actividad ilegal penada con de cuatro a 15 años de prisión por las leyes argentinas. Y la situación es similar en los demás países de la región.
Madres contra las rejas
El 11 de mayo del año pasado la Policía ecuatoriana confiscó aceite para pacientes y detuvo a un cultivador por varios días. En febrero de 2017 la Policía peruana allanó un apartamento alquilado por varias madres para cultivar cannabis y extraer aceite. Cuando el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski se enteró, decretó el uso medicinal del cannabis. Pero al momento no se ha podido llegar a una reglamentación, a pesar del creciente interés y la demanda continua del uso del aceite de cannabis.
Cynthia Farina es fundadora de Mamá Cultiva Paraguay, que agrupa a 250 familias. Analista de sistemas, dejó su profesión para cuidar a su hija. Verónica, de nueve años, no podía estar de pie por la medicación. Tenía varios ataques por día y resistió más de 70 internaciones, incluidos 12 paros respiratorios, hasta 2016, cuando tomó el aceite de cannabis. Ahora Verónica corre y socializa en la escuela que hasta hace poco no conocía por los síntomas de su enfermedad. “Nosotros somos criminales según la ley”, dice Farina. Tampoco Paraguay reglamentó sus normas al respecto, en este caso una ley votada en diciembre de 2017.
En Brasil, después de varias audiencias con la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria, algunas familias consiguieron importar aceite de cannabis. En 2016 se consiguió un primer permiso y hoy son casi 20.000 las personas que tienen la posibilidad de importarlo.
Es un acceso elitista por el alto costo del producto extranjero. Por eso la mayoría de las familias optan por plantar y hacer la extracción casera del aceite de cannabis. “Las reglamentaciones causan más problemas. Las personas saben que el cannabis puede ser un remedio, y eso aumenta la demanda”, opina la abogada carioca Margarete Brito, que abandonó los tribunales para cuidar a su hija con epilepsia. La niña redujo las convulsiones a la mitad, y su familia fue la primera de 35 autorizadas a plantar por la Justicia estatal de Brasil. Brito preside Apoio á Pesquisa e Pacientes de Cannabis Medicinal, una asociación de familias que también cultivan, de forma legal o no.
José Manuel García tiene 41 años y epilepsia. A los 22 vivió su primer ataque. En 2013 empezó a controlarlos con CBD vaporizado que contrabandeó de Estados Unidos. Pero el “chisporroteo” volvía a dominarlo. Leyó y vio videos en internet, y así entendió que también necesitaba THC, el principio activo celado por aduanas y leyes internacionales. También lo cargó escondido a Ciudad de México. Aprendió a dosificar y calcular cuándo necesitaba más uno que otro y a cambiar de variedades de cannabis. Hace dos años que no tiene crisis.
“Era riesgoso, pero me da salud”, cuenta García, que ahora destila su marihuana. En México las únicas medicinas cannábicas habilitadas son importadas. Sólo tienen CBD y son bastante más caras que el cultivo casero. “O la echas en la maleta y cultivas en casa o compras en la calle. Son las únicas vías de acceso”, explica. En 2016 fundó Autocultivo Medicinal en México, una asociación en la que 200 usuarios comparten técnicas para llegar a la mejor extracción posible y litigan ante la Suprema Corte de Justicia para obtener un amparo que les permita hacerlo legalmente.
En 2017 un decreto reguló el uso de cannabis como medicina. Pero la normativa “crea barreras para el acceso a personas de bajos recursos porque sólo permite la importación”, opina Zara Snapp, responsable del Instituto Ría de México y consultora en políticas de drogas.
En búsqueda del estándar
Paulina Bobadilla, cara visible de Mamá Cultiva Chile, combina dos cepas de marihuana que planta ella misma según cómo esté Javiera, su hija de 13 años que usa cannabis desde hace nueve. El aceite casero es “la única forma democrática de acceso”, opina. Y lo dice con propiedad.
En Chile un medicamento de estándares internacionales se comercializa para espasticidad por la esclerosis múltiple desde noviembre de 2018. Un año después muchas de las 250 unidades que llegaron seguían en las farmacias sin ser compradas. Hubo otro producto que se autorizó provisionalmente. Llegaron 600 unidades y se devolvió la mitad.
Ambos productos tienen un precio que supera los 400 dólares. “No duran ni un mes, y hay niños que necesitan dos frascos mensuales”, dijo Bobadilla, que con ese dinero hace aceite para siete meses para Javiera. Mamá Cultiva Chile, además de hacer lobby político y mediático, programar entrevistas de pacientes con doctores y ayudar a las familias a extraer el aceite, preparó su propia fórmula estandarizada y está haciendo ensayos clínicos con el laboratorio Knop.
Durante 2016 Fundación Daya, la organización de donde sale Mamá Cultiva, plantó casi 6.500 plantas de cannabis para extraer aceite. Dos años después consiguieron que las autoridades sanitarias aprobaran la comercialización de 7.200 frascos de 30 miligramos. Se vendía a 40 dólares, sobre todo en ciertos municipios donde hicieron acuerdos, y los pacientes accedían gratis al extracto de elaboración chilena.
Pero desde el año pasado no han conseguido autorización para elaborar otras partidas. Al mismo tiempo, la detención de familias que cultivan marihuana ha crecido. “Las chilenas somos las más perseguidas”, dice Bobadilla. “Hemos tenido familias en la cárcel por cultivo”, cuenta.
Desde 1986, Colombia permite 20 plantas de marihuana por hogar. Su uso terapéutico también estaba consagrado en la ley. Pero ninguna de las dos posibilidades estaba reglamentada hasta que el gobierno de Juan Manuel Santos lo hizo en 2015.
Paola Pineda es médica cirujana especializada en derecho médico y tiene un máster en VIH sida. Atendiendo a un paciente con VIH comprobó que el dolor que no se aliviaba con analgésicos desaparecía con cannabis. Hoy ha atendido a más de 3.500 pacientes.
Hace cinco años trató por primera vez a una niña epiléptica. La madre de la niña y otras en la misma situación iban a endeudarse y empeñar objetos para conseguir en Estados Unidos algo que en ese entonces era imposible en Colombia. “¿Si no lo hacía yo quién más iba a hacerlo?”, se preguntó Pineda, que lidera un grupo de investigación para extraer cannabinoides y llevarlos al gotero. Ahora sus pacientes cuentan con un abanico de productos seguros y accesibles que diseña en alianza con laboratorios, cultivadores y universidades. Cuestan entre 25 y 60 dólares.
“Nuestra misión como médicos va más allá de lo legal. Es una misión ética, humana y de compasión. Si una herramienta funciona es mi obligación moral que los pacientes accedan a ella”, opina.
Después de sortear miedos, dilemas profesionales y vacíos legales, obtuvo 16 fórmulas magistrales sublinguales (y otras seis en prueba), tres extractos para vaporizadores, y dos formulaciones para supositorios y cremas tópicas. Los principios activos se miden con cromatografía de gases. Así sabe qué dispensa en sus consultorios de Bogotá y Medellín.
Pineda trata el dolor de enfermedades autoinmunes, como el lupus. También trastornos del sueño, ansiedad, parálisis y esclerosis lateral amiotrófica. En un congreso, a principios de junio del año pasado, presentó estudios con óvulos vaginales para patologías ginecológicas. El cannabis “tiene aplicaciones para distintos pacientes con distintas condiciones clínicas”, asegura. “Los cannabinoides son un diamante en bruto que falta pulir”, aventura.
Epistemología y economía del cannabis
Varias investigaciones científicas encontraron en la década de 1990 que los vertebrados tienen un sistema endocannabinoide.
El cuerpo humano segrega cannabinoides, los más conocidos son la anandamida y el 2-araquidonilglicerol. Forman parte de un sistema de neurotransmisión y comunicación intracelular en varios órganos del cuerpo. Sus primeras descripciones muestran esto como una compleja trama de ligandos en el cerebro, los pulmones, el sistema vascular, los músculos, el tracto gastrointestinal, el bazo, los huesos, la piel, el hígado, la médula ósea y el páncreas.
Al momento se conocen dos tipos de receptores en los órganos: el CB1 y el CB2. Además, se encontraron receptores cannabinoides en las células del sistema inmune y en glóbulos blancos. También se sigue acumulando evidencia de su importancia en el control de la actividad motora por su presencia en el cerebelo, los ganglios basales y la corteza cerebral, entre otras líneas de investigación abiertas en el mundo entero.
Los endocannabinoides regulan diversas funciones de los órganos e intervienen en la homeostasis, el equilibrio corporal, por ejemplo, el de la temperatura. Los fitocannabinoides obtenidos de la planta imitan muchas de las funciones de los cannabinoides endógenos. Por eso su eficacia para tratar tantas patologías.
El cannabis no es mágico. Algunas personas lo aprovechan, otras no. Su eficacia terapéutica es imbatible en la literatura científica y en la práctica para náuseas y vómitos por quimioterapia, espasticidad y dolor crónico, según los estándares científicos. Pero su implicación fisiológica y patológica sigue siendo un misterio en gran medida.
“La ciencia no tiene instrumentos para medir todas sus propiedades. No puedes medir qué tan feliz está una familia porque su hijo no convulsiona 100 veces, sino una vez al mes. O medir que el niño esté conectado, que hable, sonría, coma solo o que no llore”, opina Wong.
Detrás del cannabis medicinal hay muchas más preguntas que respuestas para consagrados especialistas. Pero implicó respuestas sustanciales a preguntas que la farmacopea tradicional no podía solucionar. Incluso en condiciones adversas, como las latinoamericanas.