Cuando ganó el Premio Clarín de Novela en 2015 por su libro ¿Qué se sabe de Patricia Lukastic?, Manuel Soriano (Buenos Aires, 1977) ya vivía en Montevideo desde hacía diez años, había recibido el Premio Narradores de la Banda Oriental por Variaciones de Koch (2012), había escrito la novela Rugby (2010) y codirigía la editorial infantil Topito Ediciones. En Lento publicamos dos capítulos de su futuro libro ¡Canten, putos! Historia incompleta de las canciones de cancha, y ahora les ofrecemos esta crónica de (pos)pandemia.

Mi única experiencia con el ballet fue hace unos 35 años. Creo que mi madre nos llevó a ver a Julio Bocca al Teatro Colón en Buenos Aires, y es tan poco lo que recuerdo de esa experiencia que le mando un mensaje para corroborar si esto realmente sucedió. Ahora tengo en mis manos unas entradas para la “Gran gala de ballet” del SODRE y con mi novia jodemos con que deberíamos vestirnos de gala. Me pongo un pantalón oscuro y una camisa y una campera nocturna. Ella está muy linda, pienso, con una pollera y botas y medias negras. La mayor parte de los últimos siete meses la pasé envuelto en telas de algodón y polietileno, camisetas holgadas y conjuntos deportivos, medias y crocs como calzado, al principio sólo dentro de casa, luego en excursiones cada vez más osadas: a sacar la basura, al súper, a la plaza, al banco, hasta a los comercios de la avenida. Mi argumento era el de George Costanza: ya que no voy a conseguir nada, al menos voy a estar cómodo.

Entonces, por mero contraste, me siento un poco de gala cuando salimos a la calle. Me siento incómodo, observado, como recién salido de la peluquería. Estamos yendo al ballet. Siento que los vecinos lo saben con sólo vernos andar. Espero que no me vea el cuidacoches. Hace poco tuvimos un descuerdo porque quiere empezar a cobrar una tarifa semanal, a pesar de que ya casi nunca está cuidando coches. Sin dudas tengo razón en esa disputa, pero el tipo está viviendo en una carpa en la calle (cada vez hay más gente viviendo en la calle) y no quiero que me vea vestido de gala de camino al ballet.

La paranoia se explica también porque hace un rato fumamos unas florcitas ricas que me dio un amigo. Me gusta estar un poco fumado en los recitales. Siento que se me agudizan los sentidos. Quizá no sea biológicamente así, pero la sensación de placer la consigo, y entonces me pareció justo asistir al espectáculo de ballet en las mismas condiciones. Para combatir la boca seca, tengo un agua de litro y medio en una mochila azul. En la entrada al teatro nos ponemos los tapabocas, nos toman la temperatura y nos rocían las manos con alcohol vaporizado. Soy la única persona con mochila en la fila, aunque no tengo los fundamentos como para saber si esto es así por la pandemia o por el ballet en sí.

En la sala todo es cómodo, estético; transmite sensación de calidad, aunque no de lujo. Entramos tarde, con el público ya instalado. Por cada asiento libre hay dos o tres cerrados con un precinto que no permite bajar la butaca. Veo gente sentada en pareja, pero a nosotros nos toca estar separados por dos asientos inhabilitados. Hay un buen porcentaje de viejas paquetas. Por lo general me gusta avistarlas en las mesas largas de las confiterías, disfrutar de su espectáculo, como si fueran actrices o aves marinas. En la fila anterior a la mía hay dos chicas separadas por un par de asientos. Una dice que es ridículo separar a los que vienen juntos. La otra está embarazada y tiene un jardinero de jean y una remera a rayas. Inclinan sus cuerpos y se encuentran en el medio, justo delante de mí, para secretear. Son las personas más cercanas que tengo. Podría tocarlas si estirara el brazo hacia delante. Este espacio aéreo es mío, podría decirles.

Todo el día estuve con una alergia insoportable que me provoca moco líquido y ráfagas de ocho o nueve estornudos seguidos. Sería un escándalo si se me reactivara durante el espectáculo. La gente me empezaría a mirar después del tercer estornudo. Tendría que pararme, pedir permiso, cruzar las butacas a los estornudos. Es alergia, es alergia, tendría que repetir todo el camino hasta salir de escena. Mi novia se vería en la obligación de acompañarme, o quizá no, podría hacerse la boluda y después decir que con la emoción no se dio cuenta de nada. Ella estudió danza, lo más digno de mi parte sería insistirle para que se quedara.

Por suerte nada de esto sucede y respiro tranquilamente dentro de mi tapabocas. Mi novia y yo estiramos nuestros brazos y nos damos las manos en el medio. Le digo que en algún momento maravilloso nos podemos apretar los dedos entrelazados y llorar dentro del tapabocas, cada uno mirando hacia delante. Se ríe y creo que las chicas de adelante también. Cuatro filas más atrás, un señor le dice a los gritos a una pareja de amigos que a su madre siempre le gustaron los programas de preguntas y respuestas en la televisión. Con este nuevo orden, casi todas las conversaciones se vuelven públicas, hay zonas grises en la comunicación; puedo, por ejemplo, hablarle a mi novia y al mismo tiempo hablarles a las chicas de adelante de manera elíptica y justificada.

Se apagan las plateas y se enciende el escenario. Hace unos meses, la Dirección de Cultura estipuló un protocolo para la vuelta del teatro que dice: “Aunque artísticamente sea necesario el contacto físico o un mayor acercamiento entre los intérpretes, el mismo no puede producirse; habrá que adaptar las puestas en escena para responder a este requisito inevitable”. Los humoristas, incapaces de superar la parodia, se limitaron a transcribir el protocolo. Pero esa medida nunca llegó a ponerse en práctica y ahora los bailarines aparecen en escena; son unos 15, libres de tapabocas, y entran en contacto en todas las formas imaginables. Desde su perspectiva, el público en las gradas debe ser un cuadro de ciencia ficción, algo sacado de una novela de Orwell o de Vonnegut, o de una película de Terry Gilliam o de una ilustración de Quino, que justo ayer se murió. De hecho, creo que es una escena que tengo vista, quizá con máscaras de gas en lugar de tapabocas. La sensación, sin embargo, no es del todo negativa. La extrañeza hace que uno se sienta algo más que un mero espectador; somos también actores, o al menos decorado, en esta obra distópica en la que además sucede un espectáculo de ballet.

Empieza el primer acto, La bella durmiente según el programa, y no logro concentrarme porque estoy fascinado por esta revelación, y también porque hay dos personajes que parecen estar vestidos con trajes de murguistas y no me queda claro si esto es intencional. El segundo acto es un baile en pareja y ya de entrada me resulta deslumbrante. Parecen un solo cuerpo que se une y se separa y toma formas que ni siquiera son humanas. ¡Y las luces! Recién me doy cuenta del azul de las luces. Los cuerpos iluminados dan una sensación de mar; fluye, en aguas profundas, un lento cardumen de peces apasionados. Esto es un adagio, pienso. Digo la palabra “adagio” dentro de mi tapabocas y me doy cuenta de que lo poco que sé sobre danza se lo debo a “Bailando por un sueño”. Ese programa de coreografías, famosos, seudosolidaridad, humor, escándalos, desesperación, belleza y decadencia fue, para bien o para mal, mi única escuela en el arte de la danza. En el entreacto, le cuento a mi novia esta epifanía. Me acerco y se lo digo en voz baja para que sólo ella lo pueda oír.

También funciona si cierro los ojos y me dejo llevar por la música. Puedo imaginar cosas mucho más grandes que las que suceden en escena: doncellas, palacios, tormentas, campos de batalla. Pienso en un cuento que estoy escribiendo: un viejo escritor de izquierda se está muriendo por fumador en tiempos de pandemia. Casi vegetal, su hijo lo acompaña y le lee el diario para que le llegue el sonido de su voz. Entre las noticias, lee: El Fan de Wanda se puso abdominales. Le explica a su padre quién es este personaje y le muestra los videos en los que llora espectacularmente para la cámara. El viejo (tiene la cara de David Viñas) aprieta los nudillos y se le humedecen los ojos. Lo único que lo conmueve en ese estado previo a la muerte es el llanto del Fan de Wanda, y su hijo, por razones que él mismo irá descubriendo junto con el lector, empieza a disfrutar la situación. En realidad, al cuento no le agrega mucho la pandemia, sólo una capa más de absurdo. Me pregunto si los murciélagos también estarán sufriendo esta pandemia como especie. Sería reconfortante saber que sí. Quizá sólo se murieron los que se tenían que morir, o ni siquiera eso. Hace falta un complejo entramado de lenguaje, cultura y conciencia para generar conceptos tales como tapabocas, normalidad, ballet, distanciamiento, Fan de Wanda, cuidacoches, escrache, cuarentena, escritores de izquierda.

Alguien me toca el hombro y me pide que baje los codos. Se nota por el tono que lo estoy molestando hace rato. Ahora en el escenario hay un pianista, una mujer que toca el chelo, y un bailarín con el torso desnudo y una malla que parece una prolongación de su piel. Puedo escuchar los instrumentos por separado, puedo escuchar uno, luego el otro, y después los dos juntos como si los manejara con perillas en mi cabeza. Por un momento me creo una especie de prodigio, pero la verdad es que son sólo dos instrumentos: un piano y un chelo, y hasta empiezo a dudar de si eso que está tocando la mujer es realmente un chelo. Los músicos se callan y el muchacho queda bailando solo, iluminado, en el más absoluto silencio; el temblor de sus músculos amarillos expuestos como en un libro de anatomía. También pertenecemos al reino animal, algo en su danza nos lo recuerda. El movimiento se detiene y el público aplaude, conmovido, existencialista. Mi novia tiene los ojos cargados de lágrimas, y pienso que yo también podría llorar si esto mismo sucediera al final de una terraja película de superación.

Aprovecho el entreacto para sacar la botella de litro y medio de mi mochila y tomar agua. Siento que la gente me está mirando. ¿No se puede tomar agua? Es una necesidad esencial, por más que el CEO de Nestlé haya dicho lo contrario. Quizá podría haber traído una botella un poco más chica. El escenario se llena de bailarines. Bailan algo que suena muy hispánico y luego unos tangos. Es maravilloso ver tanto despliegue de talento y belleza, pero por primera vez miro la hora. Estoy en un momento de mi vida en que dos horas (de cualquier cosa) me parecen suficientes. Recuerdo un chiste de Louis CK que supuestamente le contó una de sus hijas. ¿Quién no dejó entrar al gorila al ballet? La gente que estaba a cargo de esa decisión. El chiste termina ahí, y la gracia está en que sólo puede tener sentido en la mente de un niño, pero Louis intenta recrear la escena: el gorila trata de pasar desapercibido en la fila, cuando lo descubren pregunta si no merece la oportunidad de entrar, el portero le asegura que no lo va a lograr: ahora estás bien, le dice, pero son tres horas, a la mitad del show te vas a poner como loco y vas empezar a golpear a la gente en la cabeza, está en tu naturaleza de gorila.

El espectáculo termina y el público, ahora encendido, se pone de pie y aplaude. Sospecho que hay un orden preestablecido para esta sucesión de saludos, reverencias y aplausos. Alguien grita: ¡bravo! Se nota, sin embargo, una emoción genuina entre el público y los artistas. El aplauso se prolonga de una manera que ya parece celebrar, además de la obra, el hecho de que siga existiendo el teatro. Nos estamos aplaudiendo a nosotros mismos, por eso aplaudimos tan fuerte. Un hombre de traje dice unas palabras desde su butaca. No llego a escuchar lo que dice, pero la gente lo mira y lo aplaude. Le veo cara conocida, aunque con el tapabocas es difícil saber. Pienso que debe ser el coreógrafo o el director y también aplaudo. La chica embarazada le dice a la otra que es el ministro de Salud. Ahora lo reconozco. Unos meses atrás, en plena cuarentena no obligatoria, lo habían escrachado porque fue hasta un balneario a llevarle una heladera a su cuñado.

En la vereda, la gente se reencuentra y comenta. Me gusta detenerme a la salida de los espectáculos y escuchar los comentarios de la gente. Una señora muy parecida a Annie Lennox repite: qué belleza, qué belleza, qué belleza. Una pareja joven graba un mensaje de audio en el que le agradecen al padre de ella por las entradas. Un hombre para un taxi. Mi novia me abraza y me dice que va a estar un mes hablando de esto. Algunos se sacan el tapabocas y encienden cigarrillos. En el cuento del viejo que se está muriendo, hay un hombre que fuma en el patio del hospital a través de un agujero en el tapabocas; aspira el humo y lo larga hacia arriba como una ballena, contra el cielo, en una fina columna plateada. Me gustaría decir que estoy viendo a ese hombre acá y ahora, pero eso sería mentir.