Mi hija está concentrada en un videojuego de un pingüino que tiene que ir saltando cosas. Yo escucho desde la cocina el clac clac de la barra espaciadora, la musiquita eléctrica de avance y, de pronto, por encima de eso, la voz de mi hija de ocho años que canta La calle Llupes raya al medio / encuentra Belvedere / el tren saluda desde abajo y sigue de corrido hasta el último verso. Antes de eso, había cantado un hit de Evaluna Montaner, la hija de Ricardo.

Le pregunto dónde aprendió “El tiempo está después” y me dice que el padre de una amiga la canta todo el tiempo. “Este viernes voy a un toque del que hizo esa canción”, le cuento. No consigo impresionarla. Los niños cantores suelen provocarme incomodidad y hasta un poco de angustia, pero es mi hija y le pido que la cante otra vez. Ahora me doy cuenta de que su versión tiene algunas palabras cambiadas. Dice: encuentra bebedero, por ejemplo. ¿Qué es Belvedere?, me pregunta cuando la corrijo. Es un barrio por donde pasa la calle Llupes. Me gusta más bebedero, me dice. ¿Encuentra bebedero? Encuentra bebedero.

La moza de La Trastienda nos lleva hasta nuestra mesa y nos explica el protocolo: durante el show podemos sacarnos el tapaboca, si nos movemos por algún motivo hay que volver a ponérselo. Pero no hay que moverse para pedir bebidas, alcanza con levantar la mano. Las mesas son para cuatro y están espaciadas al doble o triple de lo habitual. El formato debe ser poco rentable, pero es grato para el espectador. Se sabe que en un café-concert (ni que hablar en una cena-show) ninguno de sus componentes es lo suficientemente bueno como para valerse por sí mismo, pero esa máxima no corre esta noche.

La primera vez que vi a Fernando Cabrera fue un 23 de diciembre en la Feria del Libro y el Grabado, hace muchos años, tantos que no sé si ya me había mudado a Uruguay o todavía estaba en idas y vueltas. Sí recuerdo que cantó “Dulzura distante” y desde ese momento sentí una especie de imantación. Tenía el disco Bardo en MP3 y lo escuchaba todo el tiempo. En esa época no sabía bien qué hacer de mi vida y algunos de sus versos me acechaban como fantasmas: Un amigo se llevó un sacudón / su hijo quiso morir / un abismo de incomunicación / le impidió percibir. Esos versos pertenecen a “Diseño de interiores”, que, ahora que lo pienso, fue para mí una extraordinaria canción de autoayuda.

El escenario se enciende y aparece alguien que no es Fernando Cabrera. Su nombre es David Chorne, es entrerriano y va a hacer unas canciones. Se nota, ya de entrada, que es un músico hablador. Nadie me avisó que había un telonero, pienso. A veces se me aparecen estos comentarios de garca, los hago dentro de mi cabeza, con la voz que hacen los uruguayos cuando imitan a los porteños. Pienso que se lo puedo decir a mi novia y ella va a entender esa voz de mi cabeza sin que tenga que agregarle nada. Nadie me avisó que había un telonero, le digo en secreto y Sofía sonríe, pero el entrerriano se larga a cantar, y su voz y su guitarra son una maravilla que lo cubren todo.

Alcanza con una breve revisión para darme cuenta de que algunas de las fechas que tomaba por ciertas no cierran por ningún lado. El disco Bardo, al que le había adjudicado ciertos poderes sanatorios, salió recién en 2006, es decir que lo tengo que haber escuchado un par de años después de haberme mudado a Uruguay, en una época en la que considero que era medianamente feliz. Esto no tiene ninguna importancia, pero me lleva a hacer el ejercicio mental de ordenar cronológicamente mis toques uruguayos: a Jaime Roos y Leo Maslíah los vi en Buenos Aires, también a Falta y Resto, Los Terapeutas y el Cuarteto Zitarrosa. El primer músico que vi en Montevideo fue Eduardo Darnauchans: había pocas personas para una sala tan grande, era El Galpón o la Zitarrosa, él ya estaba muy mal de salud y se le notaba el tembleque; cuando terminó el toque salimos a 18 de Julio, era invierno, noche de lunes o de domingo, llovía, fumamos debajo de un techito, ¡Bienvenido, Bob!, hay camisas en oferta en la vidriera de Los Cuatro Ases.

Ahora sí sale Cabrera y sin decir nada abre con “Viva la patria”: Nací en el Hospital Canzani / igual que tantos otros más. / Asignaturas familiares / el Uruguay de los iguales / penillanura de Uruguay. El lenguaje musical es un absoluto misterio para mí, sólo puedo reconocer lo que me mueve, y el bailoteo entre la voz y la guitarra me llega con una claridad estremecedora. Alguna vez escuché a Cabrera decir que su primer golpe literario fue con el Martín Fierro y la poesía gauchesca en general, y eso se nota en las primeras canciones que hace, por ejemplo en estos versos de “Caminos en flor”: En la i griega de dos caminos / el azar nos acarició / un par de bonitas trenzas / completaría nuestra función.

Después de Belvedere, la siguiente víctima fue el tiempo. Mi hija empezó a cantar “El Pocho está después”, en referencia a su perro, un fruto de la pandemia que hoy protagoniza casi el cien por ciento de sus pensamientos. Así bobeando, fuimos haciendo una versión cada vez más canina de la canción: Y en el apuro está mordiendo / ya no se apretarán / mis lágrimas en tus colmillos / tu caca es marrón.

Cuando estoy con mi hija, me gusta hacerme el duro con el perro. Lo llamo de usted y le digo cosas como “buenas noches, Pocho”, lo trato como si fuéramos personajes de Morosoli y ella me dice que tengo que ser más cariñoso, pero en el fondo sabe que es parte de un juego que no sabemos bien cómo empezó. El perro está por cumplir seis meses y ella quiere hacer un asado para festejarlo. Entonces le propongo hacer la canción entera para cantarla ese día. Dice Cabrera que puede pasar seis meses dando vueltas para hacer una canción. “Los poetas pelean cuerpo a cuerpo con cada palabra del poema”, dice el chileno Alejandro Zambra. Nosotros, en una tarde sin escuela, desvirtuamos los veinticuatro versos de “El tiempo está después”. Fue un ejercicio de destrucción, pero también de aprendizaje: tuve que ayudarla a contar sílabas, ensayar sonidos, tomar decisiones, buscar imágenes entre los ladridos del perro.

La madre de Pocho es una barbilla adolescente de Cuchilla Alta, el padre presunto es un cocker spaniel, o al menos esto fue lo que nos dijo la mujer que se encargó de repartir a los cachorros. Pocho salió largo, negro y brillante como una limusina. La veterinaria –más cercana a la mitología que a la ciencia– dijo que parecía como si hubieran encastrado la cabeza de un perro en el cuerpo de otro. Todo esto es para decir que estas dudas identitarias afloraron en nuestra adaptación; y así tenemos versos como Aquel cuerpo infinito / saliendo de mamá / el salchicha está tapado / pero allí está.

Sofía es argentina y hace unos tres años, cuando nos conocimos, tuvo que soportar que le mostrara algunos músicos uruguayos que ella no conocía. Cabrera fue uno de ellos, por eso ahora me regaló las entradas para mi cumpleaños. Mientras empieza a sonar “Viveza”, la miro de reojo. La vengo mirando cada tanto desde que empezó el show, y espero que mi mirada no refleje mis sentimientos, porque lo que siento es un orgullo bobo, como si yo tuviera algún mérito en la calidad de lo que estamos viendo. ¡Goles uruguayos en el exterior! Es ese tipo de sensación, pero a mí me pasa más que nada con los músicos uruguayos.

Cabrera nos da la bienvenida cuando ya lleva más de media hora tocando. No dice nada sobre los tapabocas y la covid-19. No hace ningún comentario gracioso cuando anuncia que va a tocar “Pandemonios”. (Se me ocurre que tanto Cabrera como Ignacio Copani son trovadores rioplatenses de voz nasal que más o menos comparten edad, instrumento y peinado, y que podrían ser primos muy muy lejanos, como también podrían serlo De Niro y Gino Renni). A continuación, toca una serie de canciones que son un gancho al hígado detrás del otro: “Puerta de los dos”, “Punto muerto”, “La casa de al lado”, “Imposibles”, “El tiempo / Pocho está después”, “Te abracé en la noche”.

Cabrera se resiste a aceptar la etiqueta de que le canta a lo perdido. De sus trescientas canciones, hay doscientos noventa que no hablan sobre pérdidas, argumenta en una entrevista, pero la gran mayoría lo conoce por las diez restantes.

Hace unos días, un amigo me mandó un video en el que Gilberto Gil cuenta cómo fue el proceso creativo, en parceria con Chico Buarque, de la emblemática canción “Cálice”. Como beber dessa bebida amarga?, dice la letra, y siempre se pensó, por el contexto histórico y el resto de la canción, que era una referencia a la dictadura militar brasileña. Gil, sin embargo, da una explicación bastante más sencilla: “Estábamos en la casa de Chico escribiendo la canción y me dice: Tengo una bebida amarga que me gusta tomar, ¿querés probar? Era fernet. ¿Cómo beber esa bebida amarga?”. Esto sucedió en Río de Janeiro en 1972. Unos años más tarde, según cuenta la leyenda, un cantinero cordobés le agregó coca y encontró para siempre la respuesta a ese dilema.

Por supuesto, la anécdota no cambia nada para quien escucha la canción, pero sirve para ilustrar cómo un verso o una estrofa pueden llegar al artista de maneras misteriosas. Con las letras de Cabrera, creo, sucede algo parecido. No es necesario entenderlo todo. Como ante cualquier obra de arte, la conexión tiene más que ver con la sensibilidad que con la razón, y las sensaciones no llegan sólo por el significado de las palabras sino por su sonoridad, o por la colaboración entre ambos. Por ejemplo, en “La casa de al lado”, la cacofonía de erres de Los carros se encargan de cargar / los restos del roto corazón produce una sensación de tejido desgarrado que alcanza aun a quien no entiende el idioma español. En “Generación”, el machaque de la letra A de La catarata llana de tu marea sentí / caminata a orilla del mar produce una sensación de desborde líquido y emocional, y lo mismo sucede (arriesgo) con la melodía, hay una liberación, como si por fin se rompieran las compuertas de un dique. Y así podría seguir, pero acabo de decir hace dos segundos que no es necesario entenderlo todo.

En un breve lapso de soltería ya casi llegando a los cuarenta, le propuse a un amigo profesor de música que me enseñara dos canciones. El plan era el siguiente: las aprendo de memoria, voz y guitarra, lo suficientemente bien como para poder tocarlas en un bar o un asado y que la gente me escuche con atención; cuando termino paso la guitarra, todo tímido y encantador. Mi amigo decía que en un par de meses lo podíamos lograr. Las canciones tenían que generar la ilusión de que había algo más, otras canciones y secretos que en ese momento me guardaba por discreción. Una de las elegidas era “Time”, de Tom Waits, y la otra “Dulzura distante”, que es la que empieza Cabrera ahora, entre aplausos, después de volver del falso final. Estuve un tiempo en la lona / del desatino fui amante / mantuve mi voz chillona / voz cantarina y parlante.

Hay algo profundo omitido en las letras, y esto también sucede en la interpretación; entre la voz y la guitarra, lo que más impresiona es el silencio, unas pausas riquelmeanas que sólo puede sobrellevar alguien con pleno dominio de su arte. Me doy cuenta ahora de que mi amigo me quería estafar, quería cobrarme por dos meses de clases inútiles, estafar a un estafador. La última canción que toca es “Por ejemplo”. Las tardecitas con violetas y rosas / los limoneros merodeando el galpón. Esta canción siempre me da una nostalgia de infancia y, lo que es más raro, de una infancia que ni siquiera fue la mía. Un nudo hermoso en la garganta. Recuerdo que cuando era chico y me enojaba los ojos se me llenaban de lágrimas, pero no quería que nadie me viera llorar. No puedo parpadear, me decía, no puedo parpadear.

Después del show fuimos a comer una pizza a un bar en Tristán Narvaja y me encontré con un flaco que hacía mucho que no veía. Hacía el turno noche del estacionamiento donde dejaba el auto. Una mañana me dijo que había encontrado en el auto un libro con mi foto en la solapa y se lo puso a leer por curiosidad. Me pidió disculpas por la intromisión, me dijo que estaba haciendo el profesorado de Literatura y que le habían gustado mucho mis cuentos. Ese era uno de los mil ejemplares que había rescatado del fuego, lo que las grandes editoriales llaman destrucción por sobrestock. Esto no se lo dije. Desde ese momento hablábamos de libros cada tanto. Hace un tiempo su novia, que está en el bar con él ahora, me dijo que le había regalado mi último libro para su cumpleaños, y que habían bailado “Harvest moon” como pasa en uno de los cuentos, o quizá sólo me dijo que les gustaba esa canción y yo me los imaginé bailando. Sea como fuere, me dan ganas de abrazarlos a los dos, pero lo único que consigo es ponerme un poco incómodo.

Volvimos caminando a mi casa con mi novia, cantando “Ayúdame, Freud”, de Arjona, con la ayuda del karaoke del celular: Su morada es mi falta de seguridad / y su comida, mi ansiedad. Al día siguiente traté de recordar por qué habíamos hecho eso. Creo que había una gigantografía de Freud en el bar, me dijo Sofía. También recuerdo ahora que cuando fui a mear en La Trastienda después del show, un hombre le dijo a otro: Este Cabrera debe ser pariente tuyo, porque, la verdad, un embole esto a lo que me trajiste.

“El Pocho está después” tuvo su momento de gloria en el asado. Un amigo la tocó en la guitarra, mi hija hizo copias de la letra, la primera vuelta la cantó sola y en la segunda entramos todos. El perro ni se dio por enterado. Sólo empezó a ladrar cuando uno quiso meter un solo de armónica.

Cuando estaba terminando el asado, recibí un mensaje de la mujer que se había encargado de dar en adopción a los cachorros. Me dijo que quería juntar a los cinco hermanos en un parque para conmemorar sus seis meses de vida. Un reencuentro familiar, a mi hija le gusta la idea. Pregunta: ¿No podrán ir los padres también? ¿Habrá algún otro hermano con forma de salchicha? ¿Podemos cantarles “El Pocho está después”?