El estado de “guerra interna” y “sin cuartel” declarado en 2006 pretendía “recuperar la normalidad”, “restituir el mando de autoridad”, “liberar a México de las garras de la delincuencia”, “la violencia, las drogas” y “las adicciones”. Todo lo prometía un Felipe Calderón recién llegado a la presidencia, en medio de serias acusaciones de fraude electoral. Más adelante, en 2006, mientras algunas tropas desembarcaban en Michoacán, aseguró que el narcotráfico estaba desafiando al Estado: “Genera inseguridad y violencia, degrada el tejido social” y “socava el activo más valioso: los niños y jóvenes”.
En 2008 Estados Unidos y México firmaron la Iniciativa Mérida. En el papel, reconocieron tener responsabilidades compartidas. Estados Unidos compra la mayor parte de las drogas que se trafican desde el sur. México, además de producir opioides, marihuana y drogas sintéticas, es un gran receptor y distribuidor global de cocaína andina, sobre todo colombiana, que atraviesa fronteras a plata o plomo.
La iniciativa significó un cheque en blanco para la intervención de las Fuerzas Armadas y la “cooperación” de ambos países. En 2008 y 2009 Estados Unidos entregó en total 700 millones de dólares para reforzar la frontera y para que México comprara pertrechos de guerra, tecnología de espionaje e hiciera una reforma judicial.
Después de modificar la Constitución, se suprimieron algunas garantías procesales para la delincuencia organizada y para quien fuera sospechoso de integrarla. Por medio de un régimen de excepción a la figura cautelar del arraigo, que priva de libertad de manera preventiva a quien sea simplemente sospechoso de delitos de ese tipo. Con esto, mientras transcurre una investigación, un detenido puede ser retenido por 40 días, prorrogables por otros 40. Es tiempo suficiente para hacer un buen ablande a través de apremios físicos, que han sido plenamente comprobados. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México, un organismo federal, recibió 11.608 denuncias por torturas entre 2006 y 2014.
La prioridad, admitida por los gobiernos, era apresar o directamente asesinar a líderes de los cárteles. Pero esa excepcionalidad se usó para mucho más que el narcotráfico. En 2006 el Estado mexicano gastaba 2.600 millones de dólares en defensa; en 2015 esa cifra era de 7.900 millones de dólares, el triple. Entre 2013 y 2015 el gobierno mexicano compró 1.000 millones de dólares de armamento a Estados Unidos, según datos de The Washington Post. A eso hay que sumarles otros 1.500 millones de material bélico que adquirió de las Fuerzas Armadas estadounidenses, y 2.000 millones invertidos por empresas privadas de 2012 a 2015. A su vez, entre 2008 y 2015 el Estado mexicano transfirió 2.500 millones de dólares a la “guerra contra las drogas”.
Sin embargo, la situación no parecía estarse acercando a la paz, sino más bien lo contrario. Un informe de da cuenta de que hacia 2006 había cuatro cárteles, sobre todo dedicados al tráfico de cocaína y marihuana. Entre 2006 y 2012 se registraron 59. En ese lapso, varios minicárteles se desprendieron de estructuras más grandes y sus disputas tiñeron —y tiñen— de sangre casi todo México. Las armas que las sustentaban fluían por las mismas fronteras por las que fluían las armas legales. En México hay 2.000 millones de armas ilegales, y 70% ingresa desde Estados Unidos, informó el secretario general de Defensa de ese país, Luis Sandoval, en 2019.
Las armas se combaten con armas, y los militares tomaron posesión de responsabilidades civiles. Al comienzo del gobierno de Calderón ocuparon 25 jefaturas policiales en 32 estados. En 2006 había 37.253 militares en las calles cumpliendo tareas de seguridad interna, y en 2016 llegaron a ser 51.994. El despliegue militar ha desatado una epidemia de ejecuciones, desapariciones y amenazas, y ha ocasionado el avance del crimen organizado en el seno de los estados federales. Las organizaciones sociales denuncian que las violaciones a los derechos humanos y los crímenes que permanecen impunes están estrechamente relacionados con la presencia de las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad interna.
Los resultados de la guerra contra las drogas no sólo son cuestionables, sino opacos. No existen instrumentos de validación de objetivos de una política que en 2021 cumplirá 15 años. “Las mediciones oficiales dicen muy poco de los resultados”, advierte la investigadora Laura Atuesta en un estudio del Centro de Investigación y Docencia Económicas, uno de los think tanks más conocidos de México. Atuesta también avisa de la “falta de sistematización comprensiva” de la información, así como de “deficiencias en la documentación y en los ejercicios analíticos y empíricos”.
“Lo que ocurre en México podría acercarse al terrorismo de Estado. Los crímenes que se cometen, los disfracen como los quieran disfrazar, son responsabilidad del Estado”, dijo Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo, al portal Cimac.
En 2016 sólo Siria, en medio de la guerra internacional más grave del mundo actual, superó a México en muertes violentas. Aunque el gobierno mexicano de entonces cuestionó la comparación, no ofreció un panorama estadístico claro. La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito evaluó que entre 2007 y 2012 México computó la tasa más alta de homicidios de América Latina.
Sin embargo, en los 20 años anteriores al inicio del conflicto los homicidios en México eran considerablemente menos. En 2007 se registraron ocho cada 100.000 habitantes. La tasa se hizo añicos con la “guerra contra las drogas”. En 2011 pasó a 24, y llegó a 27 en 2019, cuando hubo 34.582 homicidios no desagregados entre asesinatos y bajas del conflicto interno. De 2006 a 2018 los asesinatos fueron 275.817, según la fuente oficial de estadísticas mexicana, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). De los 102.696 homicidios ocurridos entre 2006 y 2012, el conflicto armado causó 70.000, según Christof Heyns, relator especial de Naciones Unidas sobre ejecuciones extrajudiciales.
Si estos números son correctos, México superó los 300.000 homicidios en 14 años de guerra contra las drogas. Pero las autoridades no pueden decir a ciencia cierta cuál es la cantidad de “bajas” del conflicto armado más cruento de América Latina.
Lejos de sacar a los jóvenes de “la droga”, la guerra los mata como ninguna otra epidemia. Cada diez días hay 1.000 homicidios en México. De esos caídos en la sucesión de batallas, 36 eran niños, niñas o adolescentes, y el año pasado también lo eran cuatro de cada 100 desaparecidos.
Desde 2006 las distintas organizaciones contabilizaron 30.000 niños huérfanos por el conflicto. De los 2.000 asesinatos de niñas, niños y adolescentes que se registraron de 2006 a 2014, la mitad ocurrieron durante intervenciones armadas, dice el reporte “La situación de los derechos humanos en México”, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de los Estados Americanos (OEA), de 2016.
De las 14.540 muertes de jóvenes de entre 15 y 24 años que tuvieron lugar en 2017, más de 7.000 fueron homicidios, la principal causa de muerte en esa edad, reportó el Inegi. Entre personas de 25 a 34 años hubo 9.500 homicidios, que fueron la primera causa de fallecimiento en ese grupo etario, después de los accidentes, con la mitad de muertes.
En 2011 se fundó la primera asociación de familiares de desaparecidos, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Hasta entonces habían contabilizado más de 55.000 asesinatos relacionados con el crimen organizado. Pero mientras este organismo negociaba una ley para reconocer, caracterizar y buscar a los desaparecidos, algunos de sus integrantes empezaron a desaparecer.
Desde 2006 la cantidad de personas “no localizadas” llegó a 60.053, según el último informe del gobierno federal. Las estadísticas sobre personas “ausentes” son muy cuestionables. Diez de los 32 estados mexicanos no aportaron información para un relevamiento sin precedentes que llevó a cabo el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. De acuerdo con la CIDH, “a pesar de la magnitud de la desaparición de personas en México, no existe claridad respecto al número de personas desaparecidas, y menos aún sometidas a la desaparición forzada”.
La ciudadanía no denuncia porque no hay justicia posible. Hasta 2017, de un total de 2.420 acciones judiciales por tortura en la Procuraduría General de la Nación, sólo hubo 15 sentencias condenatorias. El organismo interamericano denuncia “negligencia” y “falta de voluntad” para dar respuestas. “Algunos elementos de la Policía Federal y las policías estatales, así como muchas policías municipales, estarían coludidos con organizaciones del crimen organizado”, reconoció la CIDH.
La impunidad es tal que en todo el país decenas de grupos de familiares salen a buscar ellos mismos a sus desaparecidos. No tienen colaboración de los gobiernos estatales ni federales. Para comprobar que en el lugar sospechoso hay una fosa, deben meter una varilla en la tierra. “Y la olemos. Si sale olor a podrido sabemos que hay un cuerpo”, contó a la CIDH un integrante de uno de los tantos colectivos dedicados a buscar a sus seres queridos. Por si fuera poco, también padecen persecución en varios estados.
Durante lo más álgido del conflicto interno, los asesinados o desaparecidos podían ser policías, operarios de maquilas, migrantes, empleados, técnicos, profesionales y también jóvenes pobres relacionados a la más baja escala con el menudeo de drogas. “Si hubiera reconocimiento sabríamos quiénes son las víctimas, habría una caracterización de ellas. El tema es que hoy no podemos responder quién desaparece. Es muy difícil que encuentres algún documento serio en el que se diga quiénes fueron las víctimas y por qué murieron. No hay una caracterización ni un reconocimiento de víctimas”, explicó Olga Guzmán, de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos. La organización, que tiene estatus consultivo en Naciones Unidas, acompaña a las víctimas de este y otros conflictos.
“Viendo las cifras y la capacidad no sólo de fuego, sino de organización, negociación y logística que tiene el crimen organizado, conforme al derecho penal internacional y humanitario, la situación en México reúne los requisitos para decir que el país todavía vive un conflicto armado”, afirma Guzmán, coautora del estudio “El costo social de la guerra contra las drogas en México”.
La comisión acompaña a familiares de las víctimas con apoyo psicológico y también legal. Entre los varios casos que siguen está el de Jorge Antonio Parral. Fue secuestrado en el puesto de peaje donde trabajaba el 24 de abril de 2010. Dos días después, el Ejército mexicano dio a conocer, a través de los medios de comunicación, que Parral había sido abatido durante un operativo en una casa controlada por un grupo del crimen organizado. Los militares decían que el hombre de 38 años era parte del clan, hasta que nueve años y medio después, luego de que su familia lo hallara en una fosa común y un forense dictaminara que le habían disparado a corta distancia, la Justicia reclasificó su caso. Pero no hay más avances que eso. Hay miles de casos más en los que se violan las garantías procesales sistemáticamente y la impunidad sella los crímenes.
Hay unas 300.000 personas que no pudieron contar la historia. Pero hay otras 310.000 que sí la cuentan: los desplazados.
La periodista veracruzana Melina Zurita fue amenazada para que abandonara su ciudad. Como freelancer cubría dos temas: la búsqueda de desaparecidos por parte de sus familiares y las luchas que los gremios educativos desataban contra la reforma impulsada por el ex presidente Enrique Peña Nieto. Como no se fue de Xalapa, le enviaron a un “colega” con lustrosos billetes ensobrados. Al periodista que recibe migajas —o el pan calentito— del crimen organizado le llaman coyotero, como al perro amaestrado para perseguir coyotes.
El 14 de setiembre de 2013 los gremios docentes hicieron una manifestación en la plaza de Lerdo, en Veracruz, y se les sumaron familiares de desaparecidos. Entre los periodistas estaba Zurita. La Policía reprimió con saña a los manifestantes. Hombres armados, vestidos de negro con botas y cascos militares también salieron a la caza de periodistas, docentes y estudiantes. Zurita fue acorralada entre una decena de hombres pertrechados para la guerra que la golpearon y le robaron sus grabadores y cámaras. Una vez detenida, fue torturada con descargas eléctricas y más golpes.
—En mi caso hicieron un trabajo muy limpio: no dejaron ni un moretón visible. No les importó golpear y dejarles golpes visibles a los manifestantes porque sabían de la impunidad —explicó desde la ciudad de México a la que tuvo que desplazarse, como otro tercio de millón de mexicanos.
También tuvo que dejar su pueblo Evelia Bahena, con 40 años y dos hijos. En 2006 Evelio, su padre, que sabía inglés porque había trabajado en Estados Unidos, fue llamado por los trabajadores de una mina cercana a Cocula, su pueblo, en el estado de Guerrero. La canadiense Gold Corp. Tecominko imponía jornadas de horas sin descanso a sus empleados. Los obreros querían negociar el almuerzo, pero no se hacían entender con los gerentes.
—Mi papá se reunió con los ingenieros a petición de la comunidad. Y les habló en inglés, pero se percató de que ellos también hablaban español —dice Bahena con suspicacia y cara de cuento repetido.
Aquel episodio fue uno de los primeros capítulos de su novela personal, que bien podría comenzar en 1994, cuando se firmó el tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá. Entonces se instalaron en México varias industrias extractivistas, sobre todo grandes mineras que, beneficiadas con exoneraciones fiscales y otras prerrogativas, perforaron las sierras que dibujan al país de norte a sur. En 2013 la minera canadiense Media Luna comenzó a operar cerca de Cocula. Buscaba oro en Guerrero, el estado mexicano más pobre, con más homicidios y más expuesto a redes de todo tipo de actividad ilícita. Hizo la mayor inversión que recuerde la zona: 80 millones de dólares.
Los pobladores vieron cómo los lixiviados volcados al río Balsas modificaron su entorno. La contaminación les quitó el trabajo a los pescadores, mientras aumentaban el cáncer de piel, las malformaciones y los abortos espontáneos. “Cosas que antes no se veían”, dice Bahena. Cuando la comunidad se organizó para pedir respeto comenzaron las amenazas, los asesinatos a líderes comunitarios y el primer intento de linchamiento a Bahena, que fue emboscada en un camino, junto con otras personas. También fue hostigada por la prensa local coyotera y debió rebatir acusaciones en la Justicia. Defender el río también le costó violencia contra sus hijos, que padecen epilepsia.
La misma OEA reconoce que los aparatos de seguridad de algunas empresas privadas juegan con los chicos malos. “Algunas grandes empresas [...] cuentan con sus propios cuerpos privados de seguridad. Las fuerzas privadas de seguridad también suelen ser fuentes de violencia”.
Guerrero es uno de los estados menos favorecidos económicamente y arrastra un conflicto social centenario, al que el Estado ha respondido con violencia. De Guerrero, por caso, eran los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa.
—Siempre hubo cárteles y delincuentes, pero nunca habían utilizado esta estrategia de control y daño psicológico contra las comunidades, desplazándolas, extorsionando a los habitantes, matando, desapareciendo gentes —explica Bahena.
Desde 2015, es una de las 281.400 desplazadas que cuenta la CIDH en México. O una de las 310.527 personas que abandonaron su casa para mudarse a otro estado contabilizadas por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos entre 2009 y enero de 2017. Bahena dice que forzaron su desplazamiento sólo físicamente:
—Yo sigo trabajando. No puedes dejar de ser referencia.
Se define como defensora de los derechos humanos. Proteger la salud de su río y sus vecinos la ayudó a entender las desigualdades de género que ella misma vivía. Ahora vive en un estado que no es el suyo, sin apoyo federal ni estatal. En su nueva ciudad también fue víctima de desconocidos que entraron a su casa y se llevaron información personal.
Entre 2012 y 2015 las organizaciones sociales reportaron a la CIDH unas 1.000 detenciones de defensores de derechos humanos. En 2019, la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos contabilizó 21 muertes entre ellos. Pero Bahena y otros tantos no piensan abandonar:
—¿Por qué vas a dejar de defender tus derechos y los de la gente? De todos modos, vas a morir. Si les estorbas te van a querer desplazar, y si no te quieres ir te van a matar. Hagas o no la defensa de los derechos humanos, si estorbas te van a quitar”, dice Bahena convencida.
El saldo de la guerra: más droga
La producción de opio en México pasó de 150 toneladas en 2007 a 586 en 2017, según Naciones Unidas, mientras que el área de cultivos aumentó de 6.900 hectáreas a 30.600, que serían 44.100 de acuerdo con la DEA, la agencia estadounidense contra el narcotráfico, que también registra un incremento en la pureza de la heroína producida en México. Hasta 2014 la mayor parte de la heroína incautada en Estados Unidos provenía de Colombia, pero, según el último reporte de la DEA, desde 2015 proviene de México.
En el marco de la guerra contra las drogas surgió en México una nueva industria de drogas sintéticas, como las metanfetaminas. Las organizaciones criminales de todo el mundo tienen negocios con los cárteles mexicanos.
Además, desde que Calderón encendió la batalla, también se incrementó el uso de drogas dentro de México. Según el último relevamiento de la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas disponible, el consumo interno se habría duplicado entre 2006 y 2016.
Las imágenes que atraviesan este reportaje y este otro fueron tomadas a lo largo de una década en la ciudad de Veracruz por el fotoperiodista Félix Márquez. Se puede ver más de su trabajo, reunido en el libro Testigo de la violencia (2018), en este fotorreportaje.