El desierto de México es el más grande de América Latina, y es el enclave de una frontera que desde el inicio asumió su naturaleza hostil. La arena traza el límite entre México y Estados Unidos. Ciudad Juárez, que refugia a 1.300.000 habitantes expuestos al polvo y las balas cruzadas al borde del río Bravo, fundó una identidad compartida con El Paso, Texas, su ciudad espejo. De una a otra, un tráfico constante y desordenado —y muchas veces ilegal— lleva y trae personas y mercancías sin descanso.

Aunque la capital del estado de Chihuahua es la ciudad homónima, la más poblada es Juárez. Situada en una región históricamente violenta, en los últimos 20 años ha sido calificada como uno de los lugares más inseguros de México. La frontera juarense ha sido el jardín de la guerra contra las drogas decretada por el ex presidente Felipe Calderón (2006-2012). En 2008 desembarcó en Juárez el Operativo Conjunto Chihuahua, para brindar seguridad a la población y debilitar a las estructuras del crimen organizado a través del “combate frontal”.

Al inicio, el operativo en el departamento de Chihuahua desplegó a 2.026 militares y 425 policías federales. Para finales de 2010, más de 10.000 uniformados, en su mayoría del Ejército, habían pisado suelo chihuahuense. Así y todo, la paz prometida jamás llegó. El tráfico de drogas, la corrupción y la delincuencia aumentaron junto con los homicidios, los femicidios, las desapariciones y las torturas.

Comprender los efectos del “combate frontal contra las drogas” no es tarea sencilla, porque, para empezar, los datos oficiales son poco fiables. En 2006 Ciudad Juárez registró 227 asesinatos violentos. Durante los primeros dos años y medio de operativos los asesinatos ascendieron a 6.500: 1.589 en 2008, 2.393 en 2009, 3.766 en 2010. En 2019 hubo 1.499 asesinatos. Y desde enero hasta el 17 de marzo de 2020 hubo 339 asesinatos. La ciudad nunca recuperó la calma.

Durante los años más álgidos de la guerra contra las drogas cada media hora moría una persona de forma violenta en México. Y Juárez ocupaba el primer lugar en frecuencia y en cantidad.

Los muertos se apilaban en la morgue. Los heridos eran atendidos por el personal de salud, expuesto al trato cara a cara con sicarios. Médicos, enfermeras y administrativos contaban con un botón de pánico que no funcionaba.

En 2016, David Correa era comandante de la Cruz Roja y tenía 12 años de servicio en la institución. Antes del comienzo del “combate frontal” contra las drogas la institución atendía a uno o dos baleados por semana. Otro comandante, Edgar Mena, guarda memoria de una masacre en la que hubo 32 personas heridas tiradas en el piso. Integraba el Departamento de Rescate de Ciudad Juárez. Estaba de guardia en la puerta de Emergencias de la Cruz Roja. Adentro atendían a un herido de bala.

—Llegaron unos vehículos. Se bajaron como cinco o seis sicarios, amarraron a los enfermeros y paramédicos que estábamos en la puerta de Emergencias. Entraron, buscaron a uno y lo mataron enfrente del doctor, la enfermera y un paramédico —dice este ex bombero reconvertido en paramédico.

Su gremio pasó de atender fracturas expuestas, heridas de arma blanca, intoxicaciones, partos, paros cardíacos y lesiones de tránsito a presenciar la acción de lanzacohetes, granadas y metralletas. Debieron aprender a moverse rápido en el fuego cruzado, y a encontrar signos vitales entre una veintena de cuerpos masacrados. Los médicos tuvieron que dejar el cobijo del quirófano o el consultorio para saludar a sicarios con un balazo en el vientre que encañonaban a la recepcionista de la sala de espera para ser atendidos de forma urgente.

El 2 de setiembre de 2009 hubo una masacre en el centro de atención para adicciones Aliviane de Ciudad Juárez. Los criminales pusieron a 23 rehenes “en fila y dispararon contra ellos 82 veces con fusiles AK-47. Murieron 18, dos más [fueron] heridos graves y de los otros tres nada se sabe”, informó la edición latinoamericana del diario español El País. El Departamento de Rescate llegó para atender a los heridos. Algunos todavía se movían. “Buscábamos al que podía vivir. Esa sensación de llegar, entrar y percibir olor a pólvora y sangre no se olvida”, dice Mena.

Soldados de la Marina se enfrentan contra presuntos delincuentes parapetados en una casa de seguridad del municipio de Veracruz, 14 de abril de 2014. Foto: Félix Márquez.

Soldados de la Marina se enfrentan contra presuntos delincuentes parapetados en una casa de seguridad del municipio de Veracruz, 14 de abril de 2014. Foto: Félix Márquez.

La tarde del 15 de julio de 2010 Nancy Paz, paramédica del Departamento de Rescate, intentaba abrir una vía aérea a una persona herida en el piso vestida de policía de la cintura para arriba. También llegaron al lugar policías federales y periodistas. El doctor Guillermo Ortiz Collazo tenía su clínica a una calle del atentado. Escuchó el alboroto y salió a ayudar, tan apurado que olvidó su maletín. Por eso le pidió a su hijo adolescente que lo fuera a buscar. La paramédica estaba hincada sosteniendo el cuello del paciente. El doctor se agachó y le pidió que dejara al moribundo. “Tiene exposición de masa encefálica, retírate de aquí”. Mientras el doctor Ortiz Collazo se paraba, se accionó un coche bomba. “Si él no hubiera estado parado detrás de ella le hubiera arrancado la cabeza”, explica la doctora Claudia Gámez, médica generalista y directora de una clínica pública que antes atendía sobre todo a policías municipales. Los medios hablan de entre 11 y 20 lesionados. El coche bomba mató a un paramédico, dos policías federales y al doctor Ortiz Collazo.

Esos recuerdos todavía están presentes en la memoria de Gámez, que nos pidió no publicar su nombre ni apellido para este artículo. Conocía muy bien a la paramédica y al médico que estuvieron en la escena aquella tarde.

En 2007, cuando empezó el revuelo, Gámez, con 32 años, era directora de una clínica en la que había consultas de primer nivel y también una sala de urgencias. Allí atendían de cinco a seis heridos por arma de fuego a diario. Pero también llegaron a atender hasta diez. “Al cabo de un mes eran cientos”, explica. Los años más sangrientos que recuerda la doctora son los mismos que marcan las estadísticas, de 2007 a 2010. “Fueron los más catastróficos. Siguió, pero no con la intensidad de esos años, que parecían interminables”, concluye ahora.

En la clínica habían instalado un botón de pánico. Lo accionaron varias veces, pero la Policía llegaba “tardísimo”. “Si había alguna contingencia a las nueve de la mañana, llegaban casi a las ocho de la noche”. “Hasta cierto punto era entendible”, porque la Policía también tenía miedo. “Mas no lo justifico”, dice.

Un grupo de policías federales de investigaciones llegó a preguntarle por otro policía.

—No traían placas ni se identificaron. Querían información de un paciente. Fue difícil, si cooperaba en cierto sentido ya era “parte de”. O como ya sabía que iban por él, pueden matarte porque lo sabes. Y si no cooperas también.

Gámez veía heridas de ametralladoras MK fabricadas al otro lado de la frontera, las mismas que usaron las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Y también huellas de los fusiles de asalto de tráfico ilegal más comercializados del mundo, los AK-47. Son los predilectos de los cárteles (incluso les cantan narcocorridos). Pero los policías custodias del hospital seguían con sus armas “raquíticas”. Mirando sus pistolas, los podía identificar. Todos lucían uniformes irregulares, chalecos, pasamontañas y armamento pesado: paramilitares, sicarios, gánsteres y, con el tiempo, también los policías.

—Si se ponían su trajecito azul sabían que eran policías y los mataban, entonces tenían que andar vestidos igual que ellos —dice la doctora.

Sin uniformes distintivos, aquello no era precisamente una guerra.

—Era un hormiguero de todos contra todos. Incluso entre policías. El que estaba en esta puerta, estaba contra el de la otra puerta. Así de sencillo. Y no les importaba nada —explica Gámez.

A pesar de la violencia y la falta de protección, la doctora del centro de salud comunitario, de carácter fuerte y frontal, debía mantener el temple. Tenía que buscar la forma de controlar el miedo, porque no sólo sentía que podían venir por ella o a terminar un “trabajo”, sino también por el personal a su cargo: unos 60 profesionales y administrativos trabajaban en la clínica que recibía, en sus diez consultorios, a 750 personas por semana más acompañantes.

Los especialistas de la salud están preparados para casi todo, pero el problema de fondo no era de atención.

—Nada ni nadie te prepara para que llegue un sicario y te diga: “¿Dónde está Fulanito?”. Estás preparada para atender un choque de un camión, pero a los pacientes que llegan graves de un accidente no los persigue el camión para acabar de matarlos.

El “combate frontal” se convirtió en decenas de batallas diarias para los médicos. Todo cambió. Las puertas que separaban al personal médico del público dejaron de ser inviolables.

—Antes había respeto. Esa puerta, aunque estuviera abierta, era un límite. Y ese límite se rompió. Si estaba cerrada con llave, podían abrirla a balazos —recuerda.

Los centros de salud se blindaron colocando vidrios gruesos e instalando puertas metálicas a prueba de balas. Esa división tampoco era deseable. “Empezó a limitar la relación médico-paciente”, lamenta la directora.

Los paramédicos asisten a los heridos allí donde quedaron tirados y llegan primero que nadie. Fueron y son los más expuestos al fuego. La frecuencia y la violencia de los episodios los tomó por sorpresa. “El primer año no supimos qué hacer porque nos agarró desprevenidos”, dice David Correa, ex comandante de Cruz Roja. La organización internacional de socorristas contrató a psicólogos para su personal, que empezó a lucir un nuevo uniforme, bien vistoso, y chaleco antibalas.

Pero nada los blindó. Se les volvió rutina discutir con militares y policías sobre cómo y cuándo intervenir. Los funcionarios de la Policía Federal no los dejaban acceder a donde estaban los lesionados, se lamenta el comandante Correa. “Muchos eran contrincantes y la Policía quería que murieran”, dice Edgar Mena, del Departamento de Rescate. “Me tocó presenciar muchas masacres y es muy fuerte porque no puedes hacer gran cosa”, cuenta Mena.

Gonzalo Mora recuerda que un militar le pidió que no pisara la sangre. Pero era imposible.

—Todo el piso, los muebles y las paredes estaban como si hubieran tirado baldes de sangre. Entonces le dije: “¿Qué hago? ¿Me meto o tú los sacas?”.

En otra ocasión, cinco ambulancias prendieron sus sirenas para ayudar a los heridos de una balacera sucedida en una casa. Un policía federal se arrogó la clasificación de los heridos a trasladar. Mora lo increpó: “Si te vas a hacer cargo y mueren es tu rollo. Yo me retiro”. El policía balbuceó: “No, no, no... Es que... Adelante”.

Los métodos militares y policíacos atentaban contra el personal de salud, y evidenciaban desinterés en el debido procedimiento y falta de miramientos por los derechos humanos. “Querían golpear a los heridos arriba de la unidad”, dice Correa con bronca.

Los paramédicos prendían la radio con temor. Los grupos criminales interceptaban el transmisor de la ambulancia para pasar un narcocorrido. “A veces nos amenazaban. También nos hablaban por teléfono”, recuerda Correa. Les indicaban que no fueran a tal lugar. Los paramédicos sabían que si pasaban determinada canción iban contra los policías municipales.

Funcionarios forenses levantan el cuerpo de un joven que fue acribillado al interior de un autobús de transporte urbano en el barrio La Pochota, de la ciudad de Veracruz, 18 de agosto de 2012. Foto: Félix Márquez.

Funcionarios forenses levantan el cuerpo de un joven que fue acribillado al interior de un autobús de transporte urbano en el barrio La Pochota, de la ciudad de Veracruz, 18 de agosto de 2012. Foto: Félix Márquez.

También los interceptaban en la ruta y los seguían. “Se nos ponían enfrente, se emparejaban y nos enseñaban las armas”, recuerda el comandante Mena, que tampoco se olvida de las veces que debieron regresar a la base antes de ser repelidos a balazos ni de cuando debían dejar al herido sin atención hasta que el área se despejara de balas cruzadas.

Mora se turnaba con su compañero. Cada día, uno hacía de paramédico y el otro de chofer. Además de las vicisitudes de la violencia, debía enfrentar los embates del tránsito.

—Puedes chocar, te pueden atropellar. Pero también debía respetar los límites de velocidad, aunque alguien muriera en la ambulancia. Si infringes leyes de tránsito y hay un accidente automovilístico, tienes que pagar. Choqué varias veces y tuve que pagar cantidades fuertes —dice este paramédico con 20 años de servicio que renunció por la mala paga y las pésimas condiciones de seguridad, que afectaron sus relaciones familiares.

—Decidí salirme por bienestar mental —confiesa.

A mediados de 2019, las frecuencias de las ambulancias volvieron a ser intervenidas con narcocorridos y amenazas por el crimen organizado de Ciudad Juárez. El 17 de marzo, mientras un policía ingresaba a Urgencias en ambulancia, un grupo de sicarios disparó sobre varios paramédicos que festejaban el aniversario número 43 del Cuerpo de Rescatistas de Ciudad Juárez. Una doctora fue rozada por una bala y un paramédico cayó con una herida en el pecho.

Aunque los homicidios violentos se redujeron notablemente en comparación con el pico de violencia que imperó de 2008 a 2012, “el temor sigue estando”.

—Como antes ya no es, pero pasa una camioneta y pienso lo peor. Llego a un semáforo en rojo y me toca estar al lado de unos camionetones y pienso “¡Ay, wey!” —dice Correa, que llevaba 12 años como paramédico cuando hablamos, en 2016.

Cuando la doctora Gámez trabajaba en el hospital, varias unidades policiales la escoltaban por la mañana en su auto hasta la clínica, donde un agente permanecía con ella todo el turno. A la salida la volvían a escoltar. En ese entonces Gámez estaba embarazada. Durante ese tiempo tuvo miedo de que le sucediera algo. Cuando nació el niño no salía de su casa. Su familia se desplazaba “fijándose a los lados para ver si había gente parada en las esquinas, personas vigilando la casa o carros sospechosos”.

—Te vuelves paranoica —dice.

Por entonces, si un desconocido le preguntaba a qué se dedicaba respondía “a la casa”, por miedo al secuestro que padecieron varios colegas. Cuando dejó de trabajar en el hospital municipal sintió más miedo.

—En el momento la adrenalina te mantiene alerta, te protege, estás atenta a todo, pero cuando no estaba ahí me sentía vulnerable, sola y abandonada.

El tiempo de la violencia extrema pasó. Gámez, con ayuda de su humor, su apoyo familiar y su vocación, sigue adelante. Aquellos trágicos episodios terminaron por ayudarla. Es más cuidadosa.

—Ya no son recuerdos, son experiencias bien vividas y enseñanzas. Es un aprendizaje que no cualquiera tiene. Antes no observaba. Podía ver, pero no observar —explica.

La violencia que ella parece haber sorteado dejó marcas.

—Quedó mucha gente dañada, lastimada. Muchos médicos ahora andan armados, muchas doctoras se retiraron de la profesión —explica la especialista, que nunca pidió apoyo psicológico porque “no ha sido necesario”.

—He sido “loca” desde siempre, y esto no me va a volver más loca —dice con humor.

Alejada de las responsabilidades de aquella clínica, ahora realiza una residencia en medicina familiar.

La gran mayoría de los profesionales de la salud que salieron lesionados son paramédicos. Ellos no tenían ni tienen puertas blindadas. Pero “con heridas emocionales quedamos la gran mayoría”, admite Gámez con altivez. Para esas heridas no hay sirenas ni quirófanos.

Las imágenes que atraviesan este reportaje y este otro fueron tomadas a lo largo de una década en la ciudad de Veracruz por el fotoperiodista Félix Márquez. Se puede ver más de su trabajo, reunido en el libro Testigo de la violencia (2018), en este fotorreportaje.