Pablo Dobrinin, autor de las colecciones de cuentos Colores peligrosos (2012) y El mar aéreo (2016), tiene la saludable costumbre de entregarnos generosos adelantos de sus libros en preparación. El próximo jugará con los llamados “géneros menores” de la literatura, a los que muchas veces, por haber escrito en registro de ciencia ficción y fantasía, se lo ha asociado automáticamente.

Parecía una familia normal. El matrimonio y la hija de cinco años vivían en un balneario distinguido, y nada hacía presagiar que algo extraño podría llegar a suceder, mucho menos durante aquellos soleados días de verano en los que soplaba una brisa especialmente amable.

Después de revisar un plano en la computadora, el señor Ávila se sirvió una taza de café, y con ella entre las manos se asomó al balcón del segundo piso, que daba a los fondos de su mansión. Era un hombre de complexión regular, usaba una tupida barba recortada con prolijidad, y estaba en mangas de camisa dejando al descubierto sus robustos antebrazos. Sin embargo, todo hay que decirlo, esta constitución varonil tenía su contraparte en un carácter un tanto inseguro. Si bien se desempeñaba con mucha aplicación en su profesión de arquitecto, y aquella original y enorme construcción era una buena muestra de ello, en su vida cotidiana era su esposa, Sofía, la que tomaba las decisiones. Ahora, mientras ella estaba trabajando en una escribanía a dos kilómetros de distancia, él cuidaba a la niña, al tiempo que aprovechaba para adelantar algo de trabajo.

Mientras bebía observó, como era su costumbre, a Elisa, que jugaba en el patio trasero con sus muñecas. Al verla rodeada de pinos y rosales, y cerca de una fuente que estaba coronada en su centro por un estilizado unicornio, el hombre sonrió al pensar, una vez más, que se parecía a un hada. Algo, seguramente la belleza de sus proporciones —y él era un individuo que tenía una visión estética desarrollada—, le llamaba mucho la atención.

“Es probable que cuando crezca ya no sea tan bella”, pensó el señor Ávila con filosofía, más allá de que una hija siempre será bella para su padre, claro está. Pero ahora ella tenía una perfección que lo hacía pensar en los clásicos dibujos de Arthur Rackham (experto en ilustrar criaturas feéricas) o en la portada del disco Houses of the Holy, de Led Zeppelin.

La niña lucía un vestido blanco que se ajustaba a la cintura con una cinta roja, y unos zapatos a tono. Tenía un rostro delicado y una cabellera dorada que brillaba en el aire matinal y caía libre sobre sus hombros desnudos. Estaba sentada cerca de uno de los canteros de flores, ensimismada en educar a un par de muñecas, y acaso aquella capacidad de abstraerse le añadía un punto más a su hermosura.

El señor Ávila la contempló como a aquellas obras de la naturaleza que se saben efímeras, y sonrió. Casi de inmediato, sintió una vibración que parecía tener un origen en algo que no estaba a la vista. Algo indefinido, soterrado. Un instante después, un largo y sinuoso tentáculo rosado con ventosas rojas se plantó a escasos centímetros de la cabeza de la niña, sin que esta se percatara de tan siniestra aparición.

El hombre dejó caer el café y observó estupefacto, incapaz todavía de una reacción.

Luego del primer tentáculo, surgió un segundo, un tercero, un cuarto... Aquellas viscosas y movedizas extensiones medían incontables metros y rezumaban un líquido blancuzco. Parecían pertenecer a un pulpo gigante o algo similar, pero no era posible ver al animal en su totalidad. Simplemente caían, como si se hubiese abierto un hoyo en el cielo, para detenerse a una muy corta distancia de Elisa.

Aun sin llegar a comprender cabalmente lo que ocurría, con una torpeza que era fruto de los nervios, el señor Ávila bajó como una exhalación por las escaleras.

Cuando llegó abajo encontró a su hija inmóvil, atrapada entre los inmundos tentáculos. Sin pensarlo un instante, se lanzó sobre ellos y, haciendo acopio de una energía que nunca hubiese creído tener, luchó con denuedo contra la insólita criatura. Tras un esfuerzo que lo dejó exhausto, consiguió liberar a la niña y la envolvió entre sus brazos para protegerla de un nuevo ataque. Acto seguido, aquellos apéndices, que al señor Ávila se le figuraron obscenos, se fueron replegando hasta alejarse de la propiedad, y finalmente desaparecieron por el mismo agujero del que habían surgido.

El segundo ataque fue similar al primero y ocurrió tan sólo diez días después.

El señor Ávila había salido al fondo para ver que su hija estuviese bien, cuando algo en su interior lo alertó de un peligro inminente. Todo pareció encaminarse hacia un desenlace que ya conocía. Volvió a sentir aquella vibración que había precedido las apariciones de la criatura; un rumor de vientos y mares que parecía estar más allá del tiempo, un impulso capaz de poner en movimiento un paisaje de tinieblas. Luego fue la misma historia, los horrendos tentáculos se descolgaron de las alturas e intentaron envolver a la niña. Esta vez ella gritó y consiguió huir. Para ese entonces el hombre ya estaba muy cerca y le tendió la diestra. Ella hizo lo propio, pero antes de que las manos se encontraran, una de las viscosas y húmedas extensiones cogió a Elisa de una pierna, la arrastró hacia atrás y se enroscó en su frágil cuerpo.

Sofía salió al fondo justo en el momento en que su hija era elevada hacia el cielo. El instinto de madre se impuso sobre el horror y fue en su ayuda. La mujer y su esposo corrieron, saltaron y lograron aferrar las piernas de Elisa. El peso de sus cuerpos hizo que los tentáculos perdieran altura y llegaran de nuevo al suelo, lo que les permitió seguir luchando a brazo partido. No fue sencillo, porque los inmundos apéndices se habían empecinado con la niña y a poco de ser apartados, volvían con obstinación a su posición original. Eran fuertes y resbalosos, y luchar contra ellos resultaba una tarea titánica. Sin embargo, al final parecieron ir perdiendo fuerza, y, entre gritos y sollozos, los adultos lograron liberar a su hija del repulsivo abrazo. Poco después, el monstruo se replegó y desapareció en el cielo. Como testimonio de la aterradora aparición sólo quedó un líquido blancuzco y pegajoso sobre la hierba.

—No es algo que nosotros podamos resolver —dijo la señora de Ávila con la cabeza en la almohada, mientras miraba el techo del dormitorio—. Tampoco es un trabajo para la Policía.

El rostro duro de la mujer, incluso más de lo que era habitual en ella, evidenciaba que, tras padecer los rigores de la insólita experiencia, había logrado recomponerse y ahora estaba decidida a no dejarse derrotar. Encendió un cigarrillo en la oscuridad del dormitorio, dio una larga pitada, y dijo al fin:

—Hicimos bien en no llamar a la Policía. No sabrían qué hacer, y se hubiese llenado de curiosos y periodistas. O quizá no nos hubiesen creído. Al principio yo tampoco te creía, pensé que alucinabas y que habías logrado manipular la mente de Elisa para que corroborara tu relato.

—Ya ves que decía la verdad —señaló el hombre acostado a su lado.

—De todas formas, no es un trabajo para la Policía —afirmó la mujer, regresando sobre el punto que le interesaba—. Conozco a una persona a la que le hice algunos trabajos profesionales, es lo único que se me ocurre en este momento.

—¿Quién es?

—Axel Montes, aunque el nombre seguramente no te diga nada. No es mediático, por fortuna, pero en ciertos círculos tiene fama de serio. Es parapsicólogo y ufólogo. Me gustaría saber si puede aportar alguna luz sobre esto.

—Es mejor que nada.

—Lo llamaré mañana —concluyó la mujer. Luego terminó de fumar el cigarrillo, le dio la espalda a su marido y se durmió.

Montes estaba de pie en el fondo de la casa de los Ávila. No era muy alto ni muy grande, pero el sobrio y atildado traje gris con corbata negra le confería un aspecto respetable. Tenía el pelo ralo y prematuramente cano, y un rostro que exhibía una gravedad que superaba con mucho a la que se podía esperar de alguien de treinta años. Acomodó los anteojos sobre su nariz curvilínea, y se inclinó para observar de cerca la porción de césped que le indicaba el señor Ávila.

—A simple vista no se aprecia nada más que el pasto aplastado. Pero ustedes dicen que los tentáculos exudaban algo así como una baba, ¿verdad? —preguntó con voz relajada al arquitecto y la escribana.

—Sí, eso es —dijo el padre de Elisa.

—Bueno, es posible que el rocío la haya borrado, o que la propia tierra la haya absorbido, pero no perdemos nada si hacemos algunos análisis —señaló el investigador, al tiempo que, en sendas bolsas de plástico, recogía muestras de tierra y pasto.

—¿Y quién piensa que podrá encontrar una explicación, señor Montes, el parapsicólogo o el ufólogo? —interrogó Sofía con toda la autoridad que solía imprimirle a su voz.

El hombre hizo un gesto de comprensión frente a la astuta pregunta de aquella bella y estilizada mujer que observaba la escena con ojos inquisitivos, y respondió:

—Sería muy bueno saberlo. De ello puede depender el éxito de la investigación.

Montes hablaba con una tranquilidad que fácilmente podía ser confundida con indiferencia. Sin embargo, aquel modo que lo caracterizaba no era otra cosa que la cabal expresión de un espíritu analítico.

—¿Podría ser un poco más específico, por favor? —intervino el padre de Elisa.

Axel Montes se llevó una mano al mentón, en actitud reflexiva, y repuso:

—No sabemos si se trata de un ser de otro mundo o de un espíritu. Y eso podría cambiar mucho la forma de combatirlo.

—¿Combatirlo? —preguntó ella—. ¿Entonces usted cree que regresará?

Montes se limitó a alzar las cejas, dando a entender que dejaba abierta cualquier posibilidad. Luego, preguntó a los padres:

—¿Dónde está la niña ahora?

—En su cuarto, durmiendo —señaló Sofía.

Cuando los dos hombres y la mujer llegaron al dormitorio de la pequeña, la encontraron en la cama, con los ojos cerrados, abrazada a su muñeca de trapo. La habitación había sido decorada con mucho esmero: juguetes, muñecos, cuadros de personajes infantiles y una lámpara adornada con móviles fluorescentes, pero todo aquello no era más que el escenario en el que se destacaba la presencia de Elisa.

—¿No tiene marcas en su cuerpo de lo sucedido?

—No, por fortuna no —respondió la madre.

—¿Y emocionalmente cómo se encuentra?

—No muy bien, apenas habla, pero está mejor de lo esperado —explicó la madre—. Cree que ha sido el Cuco o algo así. Supongo que a su edad todavía no sabe lo que es normal, ni puede diferenciar con claridad la realidad de la fantasía.

—Tal vez sea mejor así —dijo el señor Montes, al tiempo que observaba el rostro plácido de la niña—. Es muy bonita.

—Sí —secundó el señor Ávila—, tal vez demasiado.

Su mujer lo miró disgustada, con la desconfianza que genera aquello que no se termina de comprender, o como si se hubiese sentido perturbada por la sombra de las palabras.

—¿A qué se refiere? —preguntó el investigador.

—He pensado que quizá no sea una víctima casual, sino que algo o alguien está interesado en ella. Eso explicaría el segundo ataque —consideró Ávila.

—Es una posibilidad —concedió Montes.

—¿Entonces fue elegida por su belleza? —pensó Sofía en voz alta—. ¿Por ser un bello ejemplar?

—Con lo poco que sabemos sólo podemos especular —señaló Montes—. Pero hay algo que ustedes podrían hacer.

—Mudarnos —dijo Sofía.

—Exacto. Si hay un portal dimensional sobre esta propiedad, eso los libraría de los ataques. Y si eso no funciona, pensaríamos en otras posibilidades —argumentó el investigador.

—Mudarnos, no sé si... —balbuceó el señor Ávila.

—Nos mudamos —concluyó su mujer, y le dedicó una mirada helada.

Tiempo atrás, nadie hubiese pensado en abandonar aquella estupenda mansión que el señor Ávila había construido con tanto celo, pero, a la vista de lo sucedido, no quedaba otra alternativa. Así fue que, una semana después, tan pronto como fue posible organizarse, los Ávila se mudaron a una ciudad cercana. El apartamento, situado en el octavo piso de un edificio de diez, tenía un área varias veces menor que su anterior vivienda, pero ofrecía la ventaja de ser un espacio más cerrado.

Los padres se licenciaron de sus trabajos habituales y, para establecer una vigilancia permanente sobre la niña, llevaron su cama y sus juguetes al dormitorio marital. Sin embargo, estas disposiciones no fueron suficientes para procurarles la necesaria tranquilidad. Sobre ellos, y en todo momento, pesaba la posibilidad de un nuevo ataque, y esta expectación constante hacía que vivieran cada hora y cada minuto con una lentitud exasperante. Ni siquiera la noche les daba tregua, ya que se les hacía casi imposible conciliar el sueño. Para peor, la niña había comenzado a tener pesadillas, y una noche sí y otra no se despertaba en plena madrugada profiriendo desgarradores alaridos, que sumían a sus progenitores en un profundo desconsuelo.

Los sueños de la niña, tal como los contaba, se referían de modo invariable a los tentáculos que la envolvían en un abrazo sofocante y le provocaban una infinita angustia.

El señor Ávila también fue víctima de pesadillas en un par de oportunidades, pero, acaso para no preocupar a sus seres queridos más de lo que ya estaban, decidió no compartirlas con nadie. Al intentar comprenderlas el hombre pensó, con más esperanza que certeza, que allí podrían estar las claves de los sucesos que habían trastocado su vida y la de su familia. Sin embargo, la naturaleza oscura de sus pesadillas lo dejaba siempre en el umbral de las respuestas, sin más beneficios que una suerte de aire insano que embotaba su mente.

Mientras tanto, el señor Montes seguía muy de cerca los movimientos de los Ávila. Frente a la falta de certezas que el caso presentaba, había decidido conducir la investigación en varios sentidos, y así lo explicó cuando visitó el apartamento:

—Estoy reuniendo información sobre el predio donde ustedes vivían. En esta semana me entrevistaré con un par de antiguos dueños de esa propiedad; necesito saber si esto es un fenómeno nuevo o si ellos vivieron experiencias similares.

—Nosotros nunca vimos al propietario —razonó el arquitecto—, compramos el terreno a través de una inmobiliaria. Pero el precio era barato, quizá demasiado.

—Eso podría ser un indicio —estimó Montes mientras, sentado a la mesa del comedor, bebía el café que le habían ofrecido.

—Nos dijeron que vendían por viaje —indicó la mujer con una sonrisa escéptica.

—Es cuestión de averiguar —dijo Montes—. Si el dueño nunca dejó la ciudad, daría mucho para sospechar.

—¿Usted se encargará? —preguntó Ávila.

—Desde luego, y también voy a tirar de otras puntas. En unos días veré a un colega ufólogo. Ha venido recopilando testimonios sobre encuentros con alienígenas, y además, según tengo entendido, está intentando elaborar un mapa de avistamientos que responden a un patrón determinado. Si alguien sabe algo sobre esto, es esta persona.

—¿Cree que nuestra casa podría estar en la ruta de seres de otros mundos? —preguntó Sofía.

—Por ahora son sólo posibilidades. También, la semana entrante, veré a Ramos, un amigo parapsicólogo del que siempre se puede aprender; tiene mucha experiencia y voy a consultarlo sobre estos temas.

Cuando, algunos minutos después, el señor Montes se despidió de los Ávila y abandonó el edificio de apartamentos, el arquitecto le comentó a su esposa:

—Parece no haber dejado nada al azar.

—Podemos verlo así —señaló ella con una sonrisa amarga—, o asumir que no tiene ni idea de lo que pasó y que estamos como al principio.

Durante algún tiempo la situación se mantuvo incambiada, o en todo caso tuvo un declive previsible. El apartamento, muchísimo más pequeño que la antigua casona, si bien contribuyó a que la niña estuviese más vigilada, también acentuó el clima tenso que desde hacía algunos años padecía el matrimonio. Aquel espacio reducido, lejos de limar las asperezas, no hizo más que acentuar las contradicciones, y sólo el objetivo común de proteger a la niña puso un freno a las disputas. Mientras tanto, Elisa seguía teniendo horribles sueños. El señor Ávila no sabía mucho sobre ellos, más allá de esa imagen del abrazo de los tentáculos que ella mencionaba en cada caso, y la verdad es que ni él ni su esposa veían la utilidad de pedirle a la pequeña que ahondara en mayores comentarios. No obstante, el hombre debía hacer frente a sus propias pesadillas. En ellas, con una nitidez que superaba por mucho la de sus recuerdos, veía al monstruo emergiendo parcialmente de un mar tenebroso y asistía al espectáculo de aquellos largos apéndices, que ahora podía apreciar hasta en sus mínimos detalles. Húmedos, rojizos y tersos, se presentaban en la pantalla de su mente como un desafío al intelecto. Sin embargo, para el señor Ávila la pasmosa claridad de esas visiones tenía su contrapartida en la certeza, casi absoluta, de que siempre había algo que se le escapaba. Y esto no se relaciona con la parte del monstruo que permanecía en el agua, sino con algo, de una naturaleza por demás perturbadora, que no podía ser exhibido a las miradas humanas.

Lo primero que intentó Axel Montes fue ver a su amigo parapsicólogo, pero, como se había ausentado del país, debió postergar la entrevista.

Luego visitó al ufólogo que tenía agendado. Fue una experiencia decepcionante. Si bien este le manifestó que el monstruo tentacular podía ser un extraterrestre que acertara a pasar por la ciudad, su justificación podía resumirse en una frase tan débil como “El universo es infinito, y por lo tanto cualquier cosa que imaginemos es posible”.

Más tarde buscó a las personas que habían vivido en el predio en que el señor Ávila construyó su mansión. No sin esfuerzo, logró encontrar a dos de los antiguos dueños, un hombre maduro y una anciana, pero tras entrevistarse con ambos llegó a la conclusión de que estaban por fuera del asunto.

Las muestras de tierra y pasto que había dejado para analizar en un laboratorio de su confianza tampoco arrojaron los resultados previstos. No había nada extraño en los análisis, aunque, como le explicaron los técnicos, era factible que una ligera lluvia nocturna hubiese barrido algunas eventuales sustancias.

Casi a punto de tirar la toalla, pensó que tal vez debía intentar conducir la investigación en otro sentido, y fue así que se dio cuenta de que había pasado por alto algo que en principio resultaba obvio: no había realizado una concienzuda inspección de la mansión de los Ávila. El hecho de que el ataque haya surgido del cielo y no de un lugar concreto de la vivienda lo había disuadido de esta tarea, pero, ahora se daba cuenta, no podía asegurar que la bestia no se escondiera o dejara rastros en la propiedad. Así, con esta idea en la cabeza, le planteó su preocupación a la familia, y una mañana de principios de marzo él y el señor Ávila se dirigieron a la mansión.

Aquella parecía ser la solución más conveniente, ya que mientras la niña quedaba al cuidado de su madre en el apartamento, el arquitecto podía guiar al investigador por la construcción que él mismo había diseñado.

La propiedad de los Ávila ocupaba una manzana entera, incluyendo el frente y el patio trasero, que albergaba un jardín con jazmines, árboles y una fuente. La mansión, forrada en piedra, rondaba los quinientos metros cuadrados y tenía una altura de tres pisos. Lucía plantas colgantes en los balcones, y estaba rematada con un techo a dos aguas de color verde que dialogaba con los pinos que se prodigaban por el balneario. Era un buen ejemplo de “arquitectura orgánica”, una construcción integrada al entorno y amigable para el ser humano. Sin embargo, como tuvo ocasión de comprobar Montes, por dentro mostraba rasgos más personales. Aunque en algunas zonas reflejaba el interés que los representantes del estilo orgánico tenían por comunicar los espacios interiores, en otras, por el contrario, presentaba soluciones desconcertantes: pequeñas habitaciones de formas caprichosas, a veces simples cubículos, cuando no escaleras que terminaban de forma abrupta contra una pared. Esta degeneración, como comprendió Montes, se hacía más evidente conforme uno se trasladaba de los pisos superiores a los inferiores.

Más allá de todas las excentricidades, que el investigador tuvo a bien interpretar como simples intentos por llamar la atención, el señor Ávila se mostró muy solícito a la hora de enseñar la construcción. No obstante, concluida la singular travesía, a Montes le quedó la duda de si efectivamente había visto todos los rincones. Y cuando algo más tarde se despedía del arquitecto y se marchaba a su casa, consideró la posibilidad de que aquella enorme mole tuviera un sótano o un subsuelo que no le había sido revelado.

Al cabo de dos semanas sin que se registrara ningún incidente significativo, Montes volvió a visitar a los Ávila en el apartamento.

Después de explicar que las cosas parecían recuperar su pulso habitual, el arquitecto le preguntó al investigador:

—¿Cree que podría ausentarme un par de días sin que mi hija corra peligro? En estos momentos me siento apremiado por el trabajo, y necesito ir a ver unas obras en el interior del país.

—Sí —respondió Montes con la aparente indiferencia que le imprimía a cada una de sus frases—, me parece razonable que intente retomar el ritmo habitual de su vida. Creo que es lo mejor para todos. ¿Cuándo se marcha?

—El viernes de noche, y estaría regresando el lunes de mañana.

—Perfecto, no se preocupe, yo me daré una vuelta el sábado y otra el domingo para asegurarme de que todo esté bien.

El sábado de tarde, tal como había anunciado, Montes se hizo presente en el apartamento.

La mujer lo recibió con la cortesía habitual, pero de un modo más relajado que en anteriores ocasiones. Si bien, como observara el investigador, era ella la que manejaba los hilos de la familia, ahora que estaba sola en el domicilio con la niña parecía haberse liberado de cierta presión. Esto se tornó más evidente cuando fueron al dormitorio de Elisa y la encontraron recostada en la cama, mirando dibujos animados. Montes vio con satisfacción que la niña parecía feliz y se reía con cada gag de los personajes. Luego observó a Sofía parada en el umbral de la habitación, y supo que su primera impresión había sido correcta. Mientras contemplaba a su hija y la veía reírse, aquella hermosa mujer, que antes se le había figurado fría y reservada, parecía iluminada por una luz más suave, como si por un instante se hubiese despojado de su personaje.

Luego de hablar con Elisa y asegurarse de que venía evolucionando favorablemente, el hombre le dijo a la madre:

—Si no le importa, quisiera pedirle algo.

—Si está a mi alcance... —respondió la mujer.

—Quiero que me preste la llave de la casa del balneario, para hacer una nueva recorrida.

—Bueno, es muy significativo que me la pida justo ahora que mi marido se ha trasladado al interior. Usted no confía en él, ¿verdad?

—¿Debería hacerlo? —preguntó Montes mirando a la mujer a los ojos.

Por toda respuesta, ella le sostuvo la mirada. Luego fue por la llave y la depositó en las manos del investigador.

Por la tarde, camino a la casa de los Ávila, Montes condujo su auto largos minutos por la rambla. A poco de ingresar al balneario, en la pausa de un semáforo, contempló la costa y aprovechó para pensar. Si la criatura era un gigantesco y fantástico molusco, como parecían sugerir las descripciones del matrimonio y de la propia niña, entonces no sería extraño imaginarlo bajo aquellas aguas enrojecidas por el ocaso. Tal vez salía de su hábitat submarino y surcaba los cielos. Luego podía reaparecer u ocultarse en distintos sitios, atravesar portales, salir, regresar. Era difícil, considerando lo poco que sabía de su verdadera naturaleza, aventurar una hipótesis definitiva. No obstante, al tiempo que pensaba en estas posibilidades, dignas de un zoólogo del cosmos, en otras habitaciones de su mente se procesaban cuestiones más sutiles, pero acaso no menos relevantes para una personalidad como la suya. Y así, mientras las olas golpeaban una y otra vez contra las rocas, tuvo la sensación de que las respuestas, que parecían mucho más cercanas de lo imaginado, llamaban a las puertas de su conciencia.

Cuando detuvo el auto junto a la casona de los Ávila, sintió que aquella no sería una visita más. La temperatura había comenzado a bajar y un aire fresco agudizaba sus sentidos. Durante las dos semanas que la vivienda permaneció cerrada, la vereda se llenó de rastros de pinocha y polvo, pero todo lo demás parecía en orden. Nada había cambiado, salvo que estaba deshabitada; y sin embargo, cuando traspuso el umbral de la puerta principal, tuvo la sensación de que la energía de los cuerpos que habían recorrido sus habitaciones seguía en ella. Ahora, como en una pintura abstracta, las formas habían huido, pero en su lugar quedaban unas pinceladas intensas que desafiaban su percepción. Algo estaba mal en la atmósfera, y Montes lo experimentaba en la piel. Con una sensación desagradable en la boca del estómago, se dirigió al piso tres para luego ir descendiendo hasta lo más profundo de aquella realidad. Ya había realizado este viaje junto al dueño de casa, pero ahora nada le impedía observar todo a su antojo, hasta el mínimo rincón, sin tener que pedirle permiso a nadie.

Revisó a conciencia el estudio del arquitecto, y de pie en el balcón que daba al patio trasero procuró formarse una idea de cómo se vería la niña desde esa altura.

Abrió puertas y cajones, hurgó en cada mueble, y tampoco dejó de prestarle atención a aquello que se exhibía a la vista de todos. Intentó leer en cada fotografía, y a cada paso, conforme se adentraba en las zonas más bajas y peculiares de la mansión, fue alimentando la convicción de que estaba cada vez más cerca de su objetivo.

Había cuartuchos inhabitables por su estrechez o extraña disposición, pero tampoco dejó de rebuscar en ellos. Cuando llegó a la planta baja, la recorrió de palmo a palmo, y al caminar sobre las tablas del piso, en un cuadrado de un metro de largo, advirtió lo mismo que en la primera recorrida: sonaba a hueco. En aquella oportunidad, por el respeto o la desconfianza que le inspiraba su anfitrión, había hecho oídos sordos, pero ahora estaba decidido a investigar. Corrió la alfombra y abrió la tapa del sótano. Encendió la luz y comenzó a descender por una escalera. De acuerdo a la lógica perversa de la casa, el sector más bajo de la vivienda era el sitio que presentaba espacios más extraños: cuartos de formas caprichosas, cubículos no más grandes que una caja, agujeros en las paredes que parecían conducir a sitios ignotos, falsas escaleras, puertas condenadas y otras extravagancias por el estilo. En las áreas más pequeñas, rara vez encontraba algo que no fuera una lata de pintura o unas cajas desarmadas. En las más amplias, el sótano parecía destinado a cumplir las funciones de un galpón, con materiales de construcción, herramientas, útiles de dibujo y algunos muebles que probablemente aún no habían encontrado una ubicación definitiva en ninguno de los tres pisos.

Montes estaba a punto de emprender el regreso cuando, al apoyarse contra una pared de yeso, esta giró sobre sí misma y le permitió acceder a un nuevo espacio. Prendió la luz que estaba en la entrada y, con renovada sorpresa, observó el panorama que se ofrecía a sus ojos. El cuarto, un cubo de cinco metros de largo, estaba empapelado con dibujos hechos a lápiz desde el techo hasta el suelo. Era difícil calcular la cantidad exacta de láminas, porque, a falta de espacio, se superponían unas con otras. En cada una de ellas se apreciaba el fino arte del artista, que parecía observarlo todo desde una altura considerable. Pero no fue la perspectiva, ni las estilizadas líneas, ni los logrados efectos de la luz lo que impresionó a Montes, sino la repetición enfermiza del tema elegido. El efecto general era devastador.

El lunes al mediodía, el señor Ávila se presentó en su apartamento. Subió por el ascensor y tocó timbre. Nadie le abrió. De inmediato intuyó que algo malo ocurría. Buscó el juego de llaves que llevaba en un bolsillo del saco y abrió la puerta. Llamó a voces y no obtuvo respuesta. Mientras sentía una opresión en el pecho, comenzó a caminar con suma cautela, como si temiera lo peor. Desde la noche anterior había intentado comunicarse con su mujer por celular, pero no había obtenido respuesta.

Tras una recorrida por las habitaciones, no halló signos de violencia. Todo, si exceptuamos aquel silencio descorazonador, parecía en orden. Sin embargo, luego de una inspección más rigurosa, descubrió que faltaban muchas prendas en el ropero de la niña y en el de su mujer. También se dio cuenta de que faltaban varios pares de zapatos. Por último, tomó nota de un detalle significativo: la ausencia de la muñeca de trapo que velaba por el sueño de Elisa.

Intentó comunicarse de nuevo con Sofía, pero ella no le contestó. Casi pudo imaginarla contemplando el celular que sonaba de forma ruidosa y leyendo su nombre en la pantalla, sólo para asegurarse de no atenderlo. Confundido, irritado, marcó el número del parapsicólogo.

—Hola —respondió el investigador al cabo de un medio minuto que pareció eterno.

—¿Dónde está mi familia? —le espetó el arquitecto.

—Señor Ávila, ellos están en un lugar seguro. Cálmese, por favor.

—¿Calmarme? Será mejor que me diga la verdad, no sé qué idea le ha metido en la cabeza a mi esposa, pero yo sé dónde vive usted e iré a buscarlo. Salgo ahora mismo para allí.

—Perfecto. Será bueno que tengamos una conversación.

—¿Pero por qué no habló antes conmigo? ¿Por qué no fui informado de esto? —preguntó el hombre conteniendo la furia.

—Cálmese, por favor. Lo espero en mi casa. Lo comprenderá todo después de que hablemos.

Ávila cortó la llamada y abandonó el apartamento.

Salió del edificio, subió a su auto y se dirigió raudo a la casa de Montes.

Manejó tres cuadras, tomó la avenida y aceleró. Sin embargo, después de unos cientos de metros se vio obligado a detenerse. Un choque, ocurrido un par de calles adelante, había provocado un congestionamiento de tránsito. El clima se volvió espeso. Ávila golpeó el volante con un puño y masculló una maldición. Segundo tras segundo lo fue devorando la impaciencia, y al poco tiempo ya no sabía qué hacer para calmarse. Giró la cabeza y le gritó a la turba que dejaran de fastidiar con las bocinas, pero su voz se perdió entre el ruido.

Cogió el celular y llamó de nuevo a Montes.

—Estoy yendo para ahí —le dijo.

—Sí, no se preocupe, no me iré, lo estoy esperando.

—Dígame qué pasó.

—Será mejor que no hable por celular mientras maneja.

—Hay un embotellamiento ahora, no puedo moverme. Cuénteme, necesito saber.

—Está bien —concedió el investigador—, aunque preferiría hablarlo cara a cara.

—Lo haremos también —resopló Ávila.

—Bien, permítame explicarle. La última vez que nos vimos, me sentí decepcionado porque en toda la propiedad del balneario no encontré ningún rastro de la criatura. Creí que había sido una labor infructuosa, y con ese pensamiento me fui a la cama.

—Por la forma en que lo expone, supongo que después cambió de opinión.

—Sí —dijo Montes—, eso fue exactamente lo que ocurrió. Me desperté en plena madrugada con una idea muy concreta; ya sabe cómo es, uno se duerme y la mente sigue trabajando por su cuenta.

—Suele pasar.

—Y sobre todo cuando uno tiene un problema a resolver. La mente, ya sabe, es un territorio tan vasto...

—Sí, sí, pero no entiendo a dónde quiere llegar —dijo Ávila, cada vez más molesto. No sólo lo incomodaban las palabras del investigador, sino también el hecho de que se expresara de un modo tan distendido respecto de una conclusión que, aunque apenas vislumbrada, aparecía envuelta en un halo inquietante.

—Lo que intento decir —expresó Montes con aquella parsimonia que a su interlocutor le resultaba irritante— es que, muy a menudo, las viviendas no se quedan calladas, y esta en particular que usted construyó me dijo cosas muy interesantes.

En este punto, el tránsito comenzó a fluir y Ávila avanzó con su auto. Sin embargo, no le comentó nada a Montes para que prosiguiera con su explicación, que lo tenía en vilo.

—Cuénteme —rogó.

—Verá, el hecho de que la casa fuera tan distinta por fuera y por dentro, y de que se volviera más siniestra a medida que uno descendía los pisos, me acercó, por decirlo de algún modo, a su personalidad.

—Bueno, eso es algo exagerado —replicó Ávila con una risa nerviosa, mientras que, por efecto del sol abrasador y las palabras de su interlocutor, sentía un profundo malestar.

—También vi los dibujos que tiene el sótano.

—Ah, usted no debió... —protestó el padre de Elisa mientras apretaba el celular casi con furia. Hubiese querido increpar a su interlocutor con mayor dureza, pero se abstuvo de hacerlo para permitirle que llegara al final de su exposición.

—Tranquilícese; eso sólo me confirmó que estaba en la pista correcta.

La fila de vehículos, todavía a paso de tortuga, fue desviada hacia las calles laterales por diligentes inspectores de tránsito.

—¿Y todo eso a dónde lo condujo? —preguntó Ávila al tiempo que, con visible impaciencia, se plegaba a la procesión.

—Bueno —prosiguió Montes sin perder la calma—, como le decía, sentí que estaba cerca, pero también se me hizo evidente que me faltaban elementos.

Cualquiera hubiese pensado que, con aquel tono elusivo, Montes intentaba exasperar los ánimos del arquitecto, pero la verdad, mucho más simple, es que buscaba la forma más conveniente de explicar sus descubrimientos.

—¿Elementos?

—Sí, necesitaba saber qué cosa era la criatura que había atacado a su hija, y para eso me sirvió la entrevista que tuve con Ramos, mi colega parapsicólogo. Él me aportó la pieza que me faltaba. ¿Recuerda que le hablé de Ramos, verdad?

—Sí, sí, me dijo que es un veterano con mucha experiencia.

El calor del mediodía arreciaba. Ahora, los autos tomaban otra calle estrecha.

—Sí, no recuerdo si fueron las palabras que utilicé, pero esa sería una buena definición. El punto es que le conté el problema que tenía entre manos y él me aclaró algunas cosas.

—Vaya —ironizó Ávila—, ¡parece que por fin nos estamos acercando al quid de la cuestión!

—Ramos —continuó Montes— me recordó un par de casos que resolvió hace unos cuantos años. No se relacionan directamente con el que nos ocupa, pero sirven para iluminarlo.

—Lo escucho.

—En el primer caso, mi amigo fue a investigar unas extrañas manchas rojas de aspecto sanguíneo que habían aparecido en las paredes de una casa. ¿Y sabe lo que descubrió?

—Por supuesto que no, Montes. ¿Cómo podría saberlo?

Ahora, por fin, los autos volvían a la avenida.

—Sí, claro, no podría. Mi colega descubrió que habían sido producidas por una joven que tenía conflictos con los cambios de la pubertad.

—Curioso.

El sol se retorcía en el cenit. Ávila se quitó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Los conductores, que parecían decididos a recuperar el tiempo perdido, iban muy rápido.

—Sí, pero no tan raro como la gente cree. El segundo caso investigado por Ramos fue el de un hombre que padecía un constante temor a la muerte, y vivía acechado por una serpiente de color oscuro que se le aparecía de la nada.

—Cualquier psiquiatra pensaría que ella pintaba las paredes y él imaginaba cosas —señaló el arquitecto.

—Probablemente. Pero no fue así. En ambos casos nos enfrentamos a lo que en parapsicología se conoce como “materialización”. A menudo son expresiones del inconsciente. ¿Lo entiende ahora, señor Ávila?

En este punto, la comprensión se abrió paso en la mente del arquitecto y estalló con una luz cegadora. Fue un segundo fatal. Totalmente fuera de control, perdió el dominio del vehículo, se salió del carril y chocó contra un camión que venía de frente. Falleció casi al instante. Desde ese día, nunca más se tuvo noticias del monstruo.