Ya hemos publicado algunos de los “relatos pulp” que Pablo Dobrinin, referente de la ciencia ficción y la fantasía uruguaya, viene produciendo para su próximo libro. Y, como hace varios veranos, aquí les ofrecemos un relato largo del autor de El mar aéreo y Colores peligrosos. Al final del cuento hay algunas notas del autor que completan la lectura.

Esteban Rodas vivía en una cabaña perdida entre las sierras. Allí tenía víveres para preparar comidas rápidas, bebidas alcohólicas, unos pocos muebles y una máquina de escribir. A sus sesenta y cinco años no necesitaba mucho más. Vivía solo, se había jubilado hacía poco como detective privado, y el cáncer lo estaba matando. Los médicos le habían dado seis meses de vida.

Ya había pasado por todas las etapas de rabia, negación, depresión. Su único propósito era terminar de escribir sus memorias en una vieja Remington, y en eso estaba cuando llamaron a la puerta.

Qué demonios.

Nunca había visto a aquel hombre. Vestía un traje marrón y barato, y usaba el cabello largo hasta los hombros. Era flaco, de rostro afilado, nariz aguileña y mirada inquisitiva. Le calculó unos cuarenta años. A pesar del aspecto descuidado, el fuego que ardía en sus ojos verdes hacía pensar en un animal dispuesto a saltar sobre su presa.

—No voy a comprarle nada —dijo Esteban con sequedad.

—No soy vendedor —se apresuró a señalar el hombre antes de que su interlocutor le cerrara la puerta—. Me llamo Ariel Solanas, soy periodista.

—¿Desea entrevistarme?

—No. Vine para ayudarlo.

—¿Ayudarme?

—Sí, a curarse.

—Me temo que es un poco tarde para eso —objetó Esteban.

—No esté tan seguro —respondió el periodista—. Si me permite explicarle tal vez cambie de opinión.

Esteban lo hizo pasar a la sala y lo invitó a tomar asiento.

—¿Un whisky?

—Eso sería genial.

Mientras el dueño de casa servía los vasos, el visitante echó una mirada a la máquina de escribir y al fajo de hojas que estaba sobre la mesa.

—Parece que lo encontré trabajando.

—Podríamos decir eso. Estoy recordando mis mejores casos. Quiero terminar el libro antes de... ya sabe.

—A lo mejor aún existe una posibilidad.

Esteban le entregó el vaso de escocés, se sentó del otro lado de la mesa y dijo:

—Estoy seguro de que ya no hay nada que hacer. Pero se ha tomado el trabajo de venir hasta aquí y no quiero ser descortés. Lo escucho.

—Conozco a alguien que podría curarlo.

—¿Quién? —preguntó Esteban con una fingida expectativa.

—El doctor Héctor Gerstle. Un eminente oncólogo.

—Ajá. ¿Y dónde atiende esa eminencia?

—El doctor Gerstle está desaparecido desde hace años... —comenzó a explicar Ariel.

—¡Oh, genial! —expresó Esteban con una sonrisa socarrona, y tras beber otro sorbo de escocés, añadió—: Es increíble lo rápido que se evaporan las expectativas en este país, ¿no cree?

—Sin embargo —prosiguió Ariel—, yo he venido siguiendo su rastro desde hace una década, y ahora, después de innumerables dificultades...

—Déjeme adivinar: lo encontró.

—Sí.

—Pero...

—Bueno...

—¡Siempre hay un pero! No puede ser tan fácil. Usted no va a decirme que encontró al doctor y que él me está esperando, ¿verdad?

—En realidad hay algunas dificultades...

—¡Lo sabía!

—Pero nada que no pueda solucionarse —dijo Ariel, intimidado por el tono irónico del detective.

—¡Claro, el optimismo es lo último que debemos perder! —afirmó Esteban dando una palmada sobre la mesa.

Tras advertir que aquella conversación no estaba tomando el rumbo que había imaginado, el periodista se bajó medio vaso whisky y decidió ir al punto:

—El doctor está escondido en un laboratorio, situado en un campo a cuarenta quilómetros de aquí. Nuestro objetivo es meternos en sus dominios y convencerlo de que lo atienda.

—Ajá, ¿y por qué me parece que eso no es nada fácil?

—¿Conoce al periodista Marcos Bonilla?

—Sí, claro, tenía un programa de televisión. —Esteban lo recordaba bien: un tipo grande y pesado, de cabeza enorme, frente amplia y mandíbula cuadrada, lo que le daba un aire de general honorable y antiguo—. ¿Qué sucede con él?

—Bonilla buscó al doctor antes que yo... y desapareció.

—¿Desapareció? ¿Así de simple?

—Sí.

—Y usted cree que lo mataron.

—No lo sé.

—¿Le dijo a la Policía que logró localizar al doctor Gerstle?

—No.

—Eso pensé.

Por primera vez desde que llegara a la cabaña, Ariel advirtió que el rostro de Esteban ya no reflejaba burla o escepticismo. Aunque no era fácil saber si estaba interesado o molesto por aquella conversación.

—Dígame: ¿por qué el doctor Gerstle se aisló de ese modo? ¿Y por qué la prensa se interesa tanto por él?

Ariel bebió un largo trago de whisky y respondió:

—Se aisló para concentrarse en sus investigaciones, odia a la prensa, es un maníaco, eso se sabe, pero es uno de los científicos más inteligentes del planeta. Por eso es importante hablar con él.

—Claro, entiendo —razonó Esteban—. Usted quiere encontrarlo para escribir su reportaje, pero tiene miedo de correr la misma suerte que su colega. Por eso me necesita. Cree que si va con un moribundo, el doctor no se negará a recibirlo. Además, ¿qué mejor que contar con un detective privado como yo?

—Sí, es verdad —admitió Ariel con un rubor en las mejillas—. De todos modos, ambos saldremos beneficiados.

—También podría ser nuestro último viaje.

Esta vez, el irónico fue el periodista. Sus ojos verdes brillaron al responder:

—¿No me dirá que tiene miedo de morir, verdad?

Después de mucho insistir y de recordar que no hay peor gestión que la que no se hace, Ariel Solanas logró convencer al enfermo.

La mañana de la partida, el periodista se apareció en la cabaña de las sierras con un viejo Chevrolet Impala de color naranja y el mismo traje barato de siempre. Esteban, por su parte, salió a su encuentro vestido con el discreto traje gris que había usado en los últimos años de su carrera.

“Uno nunca se retira”, pensó. Tras abandonar la comodidad de su morada, contempló el cielo gastado y dedujo que nada bueno podía salir de aquella aventura. Mientras el periodista conducía el auto, sintió que la pesadez del aire, las carreteras descuidadas y los caminos de polvo rojo iban incrementando esa perspectiva.

“Esto no me gusta”, se repetía Esteban para sus adentros, pero también sentía que no podía evitarlo. “A veces el destino nos tiende estas trampas”, consideró con fastidio.

Sabía, sin necesidad de mirarse en un espejo, que lucía cara de pocos amigos. No tenía miedo de “desaparecer” como le había ocurrido a Marcos Bonilla, el colega de Ariel; él se consideraba un hombre valiente, así que no era esa la razón de su malestar. Lo que en verdad lo irritaba era que lo hubieran sacado de la paz de las sierras para embarcarlo en una odisea de dudoso pronóstico.

De todos modos, ya era parte de ella, así que decidió saber un poco más y, en mitad del viaje, preguntó:

—¿Tiene alguna fotografía del doctor Héctor Gerstle?

Ariel llevó una mano al bolsillo interior de su saco, tomó un sobre blanco y se lo dio.

Esteban retiró la fotografía que había en él y la contempló con detenimiento.

La imagen era bastante buena y se veía al doctor de la cintura para arriba sobre un fondo que parecía ser la entrada de una facultad o un edificio antiguo. Esteban estimó la edad del oncólogo en unos sesenta años bien llevados. Estaba vestido con una túnica blanca y sonreía sin esfuerzo. Era delgado y bien parecido. Tenía tez caucásica, cabello cano peinado hacia atrás y facciones armoniosas. El rasgo más distintivo de su rostro era un bigote blanco no demasiado espeso, cortado a la perfección, que realzaba su porte varonil. Por lo demás, su mirada tenía esa placidez que caracteriza a los hombres que han alcanzado cierto grado de equilibrio en sus vidas.

—Parece feliz —reconoció Esteban.

—Lo era —aclaró Ariel—. Esa foto tiene diez años.

—¿Y qué pasó después?

—Primero falleció su esposa. Luego, y esto fue lo más determinante, en el transcurso de sus investigaciones oncológicas se obsesionó con una idea y perdió la cordura.

—¿A qué se refiere?

—Bueno —explicó Ariel—, no lo sé con exactitud, pero tengo entendido que era algo relacionado con la búsqueda de la inmortalidad.

—¿Dijo usted eso que creí escuchar? ¿Inmortalidad?

—Sí, eso es lo que dije: la búsqueda de la inmortalidad.

—Vaya, ahora comprendo el interés de la prensa. ¿Y logró algún resultado?

—Tuvo avances muy auspiciosos, pero justo cuando parecía que iba a hacer una importante revelación, desapareció de la vida pública.

—Llegamos —señaló Ariel al detener el vehículo.

Descendieron.

Hacía largo rato que habían dejado la carretera para tomar un camino de tierra, y el panorama era desolador. El cielo y el campo tenían ese color desvaído de los sitios olvidados. No había nada que llamara la atención. Ni siquiera unos sembradíos o un grupo de animales. Nada, sólo una extensión de pastos resecos separados por un ruinoso alambrado, único vestigio de la presencia humana.

Ariel levantó un alambre con la mano y pasó al otro lado.

—Vamos. Es un campo abandonado. La casa más cercana está lejos, nadie puede vernos.

Esteban miró en todas direcciones para cerciorarse de que decía la verdad, y siguió al periodista.

Con el viento en contra, los dos hombres no percibían más olores que los de la tierra y los hierbajos. Sin embargo, tras caminar unos doscientos metros, un tufillo dulzón llegó hasta sus fosas nasales.

Conforme avanzaban, este se tornó más intenso y ambos se miraron con un gesto que expresaba no sólo asco, sino también inquietud.

Antes de que sus temores se articularan en palabras, de atrás de un arbusto surgió un animal que parecía escapado de una pesadilla.

Era un perro huesudo y sarnoso de color ceniciento. Con el lomo arqueado y los ojos inyectados en sangre, gruñó a los intrusos mostrando unos dientes largos y filosos de los que colgaba una carne verdosa y maloliente.

Esteban y Ariel se detuvieron en seco. Sin embargo, como el can parecía querer avanzar hacia ellos, recularon un paso.

Acto seguido, la horrenda criatura dejó caer aquella carnaza inmunda para enfocarse mejor en los humanos. El siguiente gruñido sonó más fuerte y descubrió aún más los enormes dientes.

—No haga ningún movimiento brusco —dijo Esteban a su compañero, pero este estaba demasiado asustado para escucharlo. Víctima de la desesperación, Ariel pegó media vuelta y echó a correr con todas las fuerzas que sus piernas le permitían.

El perro olió el miedo y fue tras él.

Tras avanzar unos pocos metros, el hombre tropezó y cayó de bruces. Aunque el golpe fue duro, giró con rapidez para poder defenderse.

Su perseguidor se detuvo a una escasa distancia sin dejar de rugir.

Esteban decidió aprovechar esa pausa. Con el fin de distraer al animal, tomó una rama, ensartó la carne putrefacta y, al tiempo que la alzaba del pasto, gritó:

—¡Hey, tengo tu comida! ¡Aquí, perrito!

Por un segundo, la fiera pareció interesarse en Esteban, pero al siguiente volvió sus ojos hacia el periodista y abrió la boca tan grande como le fue posible.

Incapaz de levantarse del suelo, Ariel vio venir a su verdugo y gritó de impotencia.

Entonces sonó el disparo.

El perro cayó fulminado sobre el pecho del hombre. Asqueado, este apartó con un brazo aquella masa hedionda y, poco después, se puso de pie.

Con la pistola aún humeante en su mano derecha, Esteban preguntó:

—¿Está bien?

—Sí. Lo importante es que no se averió mi herramienta de trabajo —dijo el periodista mostrando la pequeña cámara que llevaba en el bolsillo exterior derecho del saco—. No sabía que usted había traído una pistola.

—Bueno, cada cual con su herramienta.

—Claro, pero ahora saben que estamos aquí.

—Sí, es probable —respondió Esteban sin inmutarse.

—Supongo que no tenía opción. Gracias —expresó Ariel. Luego le sacó un par de fotos al perro.

Cuando Esteban llegó hasta la carne que el animal había sostenido entre sus mandíbulas, la alzó con el palo que había utilizado antes y preguntó:

—¿Qué se supone que es esta inmundicia?

Era repugnante, hedía a químicos y a descomposición.

El periodista, luchando contra las náuseas, se acercó y lo contempló con el mismo estupor que se reflejaba en el rostro del detective. Aquello no parecía ser un vulgar pedazo de carne vacuna u ovina. Si bien en algunas partes recordaba las fibras de un animal, en otras tenía una consistencia gelatinosa. Por lo demás, era de un verde muy desagradable. No se sentía capaz de darle un nombre, pero algo le decía que podía ser significativo para su reportaje, y tomó más fotos.

Media hora después, los hombres se internaron en un monte alto y oscuro.

Agradecieron la frescura de los árboles, bebieron agua de un arroyo y se sentaron sobre un tronco para reponer fuerzas.

—Ya casi llegamos —señaló Ariel.

Después de avanzar unos metros, cuando estaban a punto de abandonar la protección de la floresta, el periodista señaló:

—Desde aquí podemos ver sin que nos vean.

Y aprovechó para sacar fotos.

Ocultos tras los árboles, los dos podían espiar, a unos cien metros de distancia, una construcción de forma cilíndrica de cincuenta metros de diámetro en la que se apreciaban una puerta grande de metal y varias ventanas pequeñas y alargadas dispuestas de modo irregular. Ese edificio, abandonado entre los yuyos y los altos pastos, era lo más discordante que uno podía imaginarse en aquel sitio, pero considerando las peculiares actividades del científico Héctor Gerstle no resultaba tan extraño.

—¿Cómo descubrió este lugar? —preguntó el detective.

—En una charla casual en un bar, un albañil me dio la ubicación exacta. Eso fue lo que me permitió localizar al doctor.

Esteban contempló el macizo, víctima del tiempo y el abandono. Tenía grandes manchas de moho y humedad, y unos zarcillos negros que se aferraban con desesperación a la fachada, como si quisieran ocultarla de los curiosos.

—No me gusta.

Ariel ya se aprontaba a echar mano de toda su capacidad de argumentación, cuando de pronto la puerta de la mole se abrió y un hombre salió por ella. Iba vestido con una túnica gris, y llevaba sobre sus hombros una bolsa de arpillera que parecía ser bastante pesada. Caminaba en dirección al monte. Sin embargo, se detuvo a unos diez metros. Dejó el bulto sobre la tierra, junto a un hoyo que ya tenía preparado, y se pasó una mano por la frente para quitarse el sudor.

Sin atreverse a dar crédito a lo que veía, Esteban le susurró a su compañero:

—No es posible.

Ariel comprendió el sentido de esa afirmación, y sacó la foto que llevaba consigo del doctor Gerstle.

Ambos miraron el retrato y lo compararon con el hombre de túnica gris.

Era la misma persona, salvo por un detalle: este individuo se veía mucho más joven y atlético. Treinta años a lo sumo. El bigote y el cabello no eran canos, sino negros, y no se advertían arrugas en el rostro.

Al contemplarlo, Esteban sintió que una fuerza luminosa le inflamaba el pecho. Después de mucho tiempo, el detective volvía a tener una esperanza. Allí estaba la prueba irrefutable de que el doctor Héctor Gerstle era un científico extraordinario, capaz de realizar las más grandes hazañas. Si había logrado revertir el paso del tiempo, entonces tampoco era tan descabellado suponer que podría curarlo del cáncer.

Tras reponer aire en los pulmones, el hombre de la túnica gris regresó al lugar de donde había salido.

Mientras los intrusos discutían sobre la conveniencia de ir a inspeccionar el contenido de la bolsa de arpillera, la puerta del cilindro volvió a abrirse y el mismo tipo apareció con una pala.

Ocultos por el follaje, Esteban y Ariel lo observaron mientras arrojaba la pesada bolsa en el pozo y comenzaba a cubrirla con tierra. El periodista no desperdició la oportunidad de fotografiar la escena.

—Usted no para nunca, ¿verdad? —comentó el detective.

—Es un instinto —respondió Ariel, sonriendo desde el fondo de sus ojos verdes.

—Bueno, tenga cuidado de que no lo vean.

Al cabo de unos minutos, el hombre concluyó su faena y, con la pala en la diestra, emprendió el camino de regreso al cilindro de cemento.

Ariel estimó que era el mejor momento para abordarlo y, sin pensarlo dos veces, salió intempestivamente de entre los árboles.

—¡Doctor! —gritó al tiempo que corría hacia él.

El hombre giró el rostro y se topó con el intruso. Cogió la pala con ambas manos y la blandió sobre sus hombros.

Ariel se detuvo cerca, enseñó las palmas de las manos y rogó:

—¡Espere, déjeme explicarle!

Pero el facultativo no quería saber nada con iniciar una conversación y, con un movimiento circular, intentó golpear la cabeza de Ariel. Este se agachó y por muy poco esquivó la hoja de la pala. Sin embargo, lejos estaba de haber conjurado el peligro, ya que el hombre de túnica gris avanzaba hacia él con un fuego en la mirada que hacía temer lo peor.

Obligado por las circunstancias, Esteban salió de atrás de un árbol y, con el arma en la mano, fue en auxilio del periodista.

—¡Alto, deténgase! —ordenó.

El doctor, lejos de entrar en razones, lanzó la pala como un proyectil, aunque no alcanzó a nadie. Luego, acicateado por el miedo, comenzó a correr hacia la mole de cemento.

Ariel y Esteban fueron tras él. Parecía que conseguiría escapar, pero tuvo la mala fortuna de tropezar y cayó al suelo. Cuando intentó reponerse, ya tenía a los dos hombres a su lado, y uno de ellos le apuntaba con el arma.

—Escuché un disparo hace un rato —reflexionó el doctor—, pero pensé que debía tratarse de algún cazador furtivo. Debería haber sido más precavido.

—No vinimos a hacerle daño. Sólo queremos hablar con usted —afirmó Ariel.

—Está bien —aceptó el científico a regañadientes mientras se ponía de pie—. Será mejor que pasen a mi despacho, pero dígale a su amigo que deje de apuntarme, por favor.

Esteban guardó el arma en la sobaquera y los tres ingresaron en las instalaciones.

Avanzaron por un corredor frío y en penumbras. La única luz provenía de unas lámparas de escasa potencia situadas en el techo.

Poco después el doctor abrió una puerta e ingresaron en una oficina.

—Tomen asiento —les pidió indicando un par de sillas. Después de que los hombres se sentaron, él ocupó su lugar atrás de un escritorio—. Bien, ¿qué se supone que son ustedes? ¿Policías, periodistas?

—Nada de eso —respondió Ariel sin que se le moviera un músculo de la cara.

—¿Y entonces?

—Mi amigo tiene cáncer —añadió el periodista palmeando el hombro de Esteban— y hemos venido a verlo a usted porque está desahuciado.

—Vaya —sonrió el individuo con amargura—, ¿han venido a verme a mí? ¿Por qué a mí?

—Bueno —intervino el detective—, todo el mundo sabe que usted es la máxima autoridad en oncología. Si usted no puede, nadie podrá.

—Ah, entiendo. Está bien. Será mejor que tome sus datos —respondió el doctor al tiempo que comenzaba a abrir un cajón del escritorio.

Esteban percibió algo raro en la mirada del médico. Sin perder tiempo, se levantó de la silla y empujó con una pierna el escritorio, logrando con ello que el sujeto quedara inmovilizado contra la pared.

—¡No intente nada! —le ordenó después sacando su pistola y apuntándole con ella.

Luego, con toda celeridad, del cajón del mueble tomó el arma que el médico había estado a punto de alcanzar. La guardó en un bolsillo del saco y, con un nudo en la garganta, dijo:

—Basta de trucos. Sólo quiero que me ayude. Me estoy muriendo y usted es el único que puede salvarme.

El doctor apartó el mueble. Después de suspirar, indicó:

—Será mejor que me sigan.

—¿A dónde nos quiere llevar? —preguntó Ariel.

—Aquí no podemos hacer nada, vengan conmigo.

Esteban aceptó con un movimiento de cabeza, y los tres se internaron aún más en el interior de la construcción.

Algo más tarde, abrieron una puerta e ingresaron a un amplio depósito. Ni siquiera la descuidada fachada del edificio podía haberlos preparado para el aspecto calamitoso que lucía aquel recinto. El piso de baldosas tenía rastros de una sustancia reseca que nadie se había molestado en quitar, y en cualquier parte donde uno mirara estaba sucio. Todo parecía oler mal. Cerca de la puerta, contra la pared, había bidones de gasolina, tarrinas de plástico, garrafas de gas, recipientes transparentes que contenían sustancias químicas de muy diversa índole y un generador, que debía ser el que proveía de electricidad a todo el complejo edilicio. El resto de las paredes estaban cubiertas desde el piso hasta el techo por desvencijadas estanterías sobre las que se amontonaban frascos, tubos de ensayo, cajas de remedios e instrumental quirúrgico, tales como bisturíes, cuchillos y ominosas sierras.

Más allá del aspecto que ofrecían las instalaciones, lo más lamentable de todo era la desidia que reinaba allí. Incluso cuando ya pensaban que lo habían visto todo, los recién llegados presenciaron a un enorme roedor que corría sobre una estantería. No era, desde luego, un animal de laboratorio, sino una vulgar e inmunda rata. Parecía lógico pensar que algo muy terrible debió haber ocurrido para que aquella formidable estructura hubiese alcanzado ese nivel de decadencia. Pero no hicieron preguntas, y se dejaron conducir por el médico.

Poco después salieron a un largo pasillo. Allí el olor era peor. El hombre de túnica gris abrió una puerta que daba acceso a una estancia de límites inciertos y se detuvo en el umbral. La mortecina luz del corredor iluminaba la entrada, pero el resto permanecía en la oscuridad. A juzgar por las náuseas que invadieron a los intrusos, allí parecía estar el origen de la extraña peste que reinaba por doquier.

—Hola.

—¿No es un poco pronto para comer? —preguntó una voz cavernosa desde las sombras.

—No he venido a traerte la comida. Hay unos caballeros que desean verte.

—¿Pero qué dices? ¡Sabes perfectamente que no debe venir nadie!

—Lo sé, papá, pero no pude detenerlos.

Esteban miró al hombre de la túnica gris y balbuceó:

—Pero entonces...

—Sí —dijo el joven médico—. El doctor Héctor Gerstle es mi padre.

—¡Diles que se vayan! —gritó la voz.

—Por favor, doctor, sólo escúcheme —rogó Esteban.

—¡Lárguense de aquí! ¡Váyanse de una maldita vez! —gritó con vehemencia el doctor Gerstle.

—¡Papá, no te alteres, no te pongas mal!

—¡Lárguenseeeeeee! —aulló el médico.

Pero Ariel tenía otras ideas, y con la audacia de un periodista ejemplar se lanzó puertas adentro, tanteó la pared y encendió la luz de la habitación.

De inmediato, las voces callaron, y una atmósfera inesperada, que ponía la piel de gallina, se enseñoreó del lugar. Parecía, a juicio de los recién llegados, como si se hubiese abierto una grieta en la realidad, pero aquello era tan cierto como el suelo que pisaban.

Al iluminarse la estancia, Ariel y Esteban pudieron ver sin tapujos al doctor Héctor Gerstle, y experimentaron una indescriptible mezcla de asco y horror.

El afamado oncólogo se había convertido en una espantosa masa rolliza y deforme, de color verde y aspecto gelatinoso, que ocupaba la mayor parte de una inmensa habitación.

No fue sino hasta que volvió a hablar que los hombres pudieron reconocer una boca y, más tarde, un rostro en aquella repulsiva anatomía.

—Ya ven en lo que me he convertido —dijo el desgraciado sujeto, ahora con un tono de voz que movía a piedad.

—No debió hacer eso —le reprochó el joven médico a Ariel. Se disponía a apagar la luz cuando su padre lo detuvo:

—No, Carlos. Déjalos que miren. Ya no importa.

—¿Pero qué le sucedió? —preguntó el periodista, haciendo un gran esfuerzo por tratar como a un ser humano a aquella aberrante criatura que hedía como un monstruo del inframundo—. Tenía entendido que sus investigaciones iban muy bien, y que incluso había empezado a incursionar en la búsqueda de la inmortalidad.

—¡Ja, inmortalidad! —se burló Gerstle—. Ese fue el principio del fin. Antes tenía un gran laboratorio, y un futuro, pero todo se terminó. Las cosas salieron mal, y me vi forzado a despedir a los profesionales que trabajaban conmigo. Ahora sólo quedamos mi hijo y yo viviendo entre las ruinas.

Esteban intentó asimilar la información.

—¿Qué ocurrió?

—En el transcurso de mis investigaciones —explicó el científico con voz grave y lastimera—, reparé en el hecho de que las células cancerígenas, a diferencia de las células normales, no mueren, sino que se reproducen de forma indefinida.

—Interesante —admitió el periodista.

—Así que pensé que si podía aislar el principio que hacía que las células enfermas se reprodujeran y aplicarlo a las sanas, lograría detener la vejez. O, si prefiere, alcanzar la inmortalidad.

—Y por lo visto su experimento se salió de control —afirmó el detective.

—Sí, no pude evitar que las células siguieran reproduciéndose. Y aquí me tiene —concluyó el hombre con amargura—: la prueba viviente de la idiotez y la soberbia humana.

Ahora, entre aquellas montañas de carne verdosa, a Esteban le pareció distinguir dos ojos húmedos. A despecho de su carácter mordaz, sintió una repentina compasión.

—Lo siento.

—Más lo siento yo, y como puede ver, no estoy en condiciones de ayudar a nadie.

—Entiendo.

—¿Y cómo hace para sobrellevar esta situación? —preguntó Ariel.

—Periódicamente —explicó el doctor— mi hijo me somete a operaciones quirúrgicas. Y luego se deshace de la carne sobrante.

—¡Oh, qué asco! —expresó el detective sintiendo que se le revolvía el estómago.

—Díganme —preguntó después el periodista intentando cambiar de tema—: ¿qué saben ustedes de Marcos Bonilla, el periodista desaparecido?

—Ah, eso —explicó Carlos—. Los perros lo mataron. Hay muchos perros salvajes por esta zona. Fue muy triste. Lo único que pude hacer fue darle cristiana sepultura.

Esteban y Ariel se miraron incrédulos, pero no dijeron palabra.

—Ahora que todo ha sido explicado, les voy a pedir que se retiren y que no le mencionen a nadie este sitio. Carlos los guiará hacia la salida. Ya es suficiente. Todos merecemos un poco de paz —expresó Héctor Gerstle, sacando provecho de su voz grave para dotar a la frase del tono que requería.

—Sí, todo ha sido explicado y no queremos molestar. Sólo una cosa más —añadió Ariel. Sus ojos verdes brillaron con la malicia acumulada en años de inescrupuloso periodismo. Con total descaro, sacó la pequeña cámara fotográfica de su saco y disparó dos veces el flash.

—¡Noooooo! —aulló con desesperación Héctor Gerstle.

El hijo del doctor intentó detenerlo, pero Esteban se interpuso en su camino y le apuntó con la pistola. Sin embargo, no pudo evitar que la gigantesca mole verde que era el doctor Gerstle se abalanzara sobre un sorprendido Ariel y comenzara a asfixiarlo con su desmesurado peso.

El periodista se debatió desde el suelo, hasta que se encontró inmóvil. Intentó, sin conseguirlo, mover una pierna, luego un brazo. Era inútil. Todo esfuerzo acababa en cansancio, y cuando por fin consiguió sacar una mano de aquella sinuosa montaña de carne, se dio cuenta de que no le servía de nada.

Esteban disparó dos veces el gatillo, pero las balas se hundieron en la rolliza masa verdosa sin producir ningún efecto.

Aprovechando la confusión, Carlos se lanzó sobre el detective. Ambos perdieron la vertical y el arma fue arrojada lejos. Al principio, forcejeando desde el suelo, el veterano consiguió colocar dos buenos derechazos en el rostro del muchacho, pero este era duro y respondió con todo el vigor de su juventud. A duras penas, Esteban logró soportar el castigo, pero no fue sino hasta más tarde cuando pudo meter la mano en el saco y retirar la pistola que le había quitado a Carlos.

—¡Alto ahí! —ordenó.

Sin embargo, eso fue todo lo que pudo decir, porque en ese momento una gigantesca y ondulante masa cayó sobre sus hombros como una avalancha, y lo aplastó contra el piso.

Cuando despertó, Esteban sintió que le dolía cada músculo del cuerpo, pero no estaba tan mal como para no darse cuenta de lo comprometida que era su situación.

Yacía en el piso del mismo cuarto donde había sido reducido, atado de pies y manos, y junto a él se encontraba el periodista en idéntica condición.

—Es mejor que nos liberen —protestó Ariel—. ¡Tengo gente que sabe que estamos aquí!

—Creo que me arriesgaré —respondió Héctor Gerstle con una sonrisa.

—¡Vendrán y los atraparán! —insistió Ariel.

—Si vienen, cosa que dudo, diré que nunca los vi —afirmó el científico.

—O que nos comieron los perros salvajes —apuntó Esteban.

La pareja de doctores rio con ganas, y el más viejo preguntó:

—A propósito, ¿ya es la hora?

—Claro, papá, si tú quieres.

—¿La hora de qué? —quiso saber Ariel.

—¿De qué va a ser? ¡De comer, por supuesto! ¡Mi padre tiene muy buen apetito, gracias a Dios! —respondió Carlos y, sin decir más palabras, salió de la habitación.

Regresó poco después empujando una chata con rulemanes que servía para transportar una tarrina de plástico de ochenta litros y un enorme cucharón de metal que colgaba de la abertura.

Cuando Carlos introdujo el utensilio en el recipiente, parte del líquido que había en él se desbordó y cayó al piso. Los prisioneros pudieron entonces apreciar una sustancia amarronada, espesa como una melaza, que tenía un olor picante y desagradable.

—¿Su padre come eso? —preguntó Ariel.

—¡Sí, le encanta!

—¿Pero cómo puede gustarle esa porquería? —inquirió de nuevo el periodista.

—Ah, eso no es nada, él come cosas mucho peores —respondió Carlos con socarronería. Y dando por finalizados los preparativos, vació el contenido del cucharón sobre la cabeza del periodista.

—¿Está bien así, papá, o lo prefieres con más salsa?

—Un poco más, por favor.

Y para no defraudar a su padre, Carlos vació varios cucharones de aquella sustancia maloliente sobre la humanidad del periodista que, retorciéndose en el suelo, no paraba de gritar:

—¡Nooooo! ¡Suélteme, déjeme ir!!

—¡Deje de lloriquear —ordenó Carlos—, vea el lado positivo: está brindando un importante servicio a la medicina! ¡La ciencia necesita su cuerpo!

Pero nada de eso lograba conformar a Ariel, que seguía aullando sin parar.

Al tiempo que un hambriento doctor Gerstle se abalanzaba sobre su presa, Esteban comenzó a hacer ingentes esfuerzos por liberarse. Con un movimiento empecinado de sus muñecas, intentó aflojar las cuerdas, pero no era nada sencillo, porque lo habían sujetado a conciencia. Además, le costaba concentrarse: los desgarradores alaridos del periodista le ponían los nervios de punta.

Cuando por fin sintió que cedían las amarras, se dio cuenta de que era un poco tarde, porque ya la sangre de su compañero, mezclada con la repugnante salsa, le salpicaba su propio rostro. Pensó que el reportero ya estaba muerto, pero no tardó en volver a escuchar esos espantosos alaridos de desesperación, y cuando alzó la vista, pudo ver que el doctor Héctor Gerstle continuaba devorando a su presa mientras esta se agitaba entre sus desmesurados brazos.

A esas alturas, Ariel había perdido varios miembros y lucía un ominoso color rojo que se mezclaba con el aderezo. Era incapaz de defenderse, y lo que brotaba de su boca ya no se parecía a una voz humana, sino más bien al alarido de un animal que está siendo sacrificado.

Esteban notó que Carlos, que no deseaba perderse el bestial espectáculo, le daba la espalda, y supo que no tendría otra oportunidad como aquella. Terminó de quitarse las sogas y, con toda la furia que tenía encima, cogió al joven de los hombros y lo lanzó con energía para que su cabeza chocara contra la pared más cercana.

Una vez que lo tuvo en el piso, el detective le quitó su arma al médico, recuperó la suya y comenzó a disparar con ambas manos. Parecía como si toda la oscuridad que había absorbido desde su llegada a ese endemoniado lugar hubiese por fin estallado en su cerebro. Tenía los ojos en llamas y un rictus de locura endurecía su rostro. Lo primero que hizo fue disparar sobre la espalda de Carlos, que se sacudió por efecto de las balas. Luego concentró todos sus esfuerzos en acabar con la grotesca criatura verde. Gritando como un poseso, se acercó todo lo que pudo y procuró hacer blanco en la enorme cabeza. Sin embargo, el monstruo se cubrió con los enormes brazos y los proyectiles se hundieron en la esponjosa carne. Después abandonó los despojos inertes del periodista y, con su pesado balanceo, avanzó decidido a terminar con el restante intruso.

Esteban disparó una y otra vez, pero nada parecía ser capaz de detener el avance de su oponente.

El aberrante doctor Gerstle emitió un sonido que era una mezcla de risa y jadeo, y lanzó un manotazo furibundo al rostro del detective. Por muy poco, este logró esquivarlo, pero no pudo evitar que, al siguiente intento, el monstruo lo alcanzara con el antebrazo y lo lanzara a varios metros. El hombre voló como un cuerpo sin vida y se estrelló contra una pared. Cuando se levantó, muy dolorido, comprobó que había perdido el arma de Carlos, pero con la suya, que aún conservaba en la mano derecha, intentó hacer frente a la criatura.

El siguiente disparo dio de lleno en el rostro verdoso, y aunque no fue suficiente para derribarlo, bastó para distraerlo un momento, lo suficiente para que Esteban encontrara la puerta y se escabullera por ella. Debido a los golpes, era incapaz de correr, pero ahora, quizá después de mucho tiempo, estaba decidido a luchar por su vida. Rengueando y arrastrándose, empezó a alejarse por el corredor.

Algo le decía que aún no se había escapado, y estaba en lo cierto, porque muy pronto escuchó un impresionante ruido de ladrillos que se derrumban, y supo que venían por él. El doctor Gerstle había intentado salir por la puerta, pero debido a su gigantesco cuerpo tuvo que tirar parte de la pared para conseguirlo. Cuando abandonó la habitación, apenas podía desplazarse por el corredor sin rozar las paredes.

Al girar la cabeza, Esteban vio aquella marea verde que lo perseguía y pensó que era el fin. Estaba muy maltrecho y casi no tenía conciencia de su cuerpo, a excepción de su corazón, que se había acelerado hasta límites peligrosos. Aun así, con un supremo esfuerzo, logró avanzar unos metros. A pesar de la lentitud que le imponía su volumen, su perseguidor se acercaba. Estiró uno de sus pesados brazos y atrapó un tobillo de Esteban, haciéndolo caer de bruces.

El detective giró el torso y disparó. Las garras que lo sujetaban se abrieron un instante, y el hombre siguió huyendo. Intentó disparar otra vez, pero el chasquido de la pistola le indicó que se había quedado sin balas. Al borde de la desesperación, encontró una puerta, la abrió y se arrojó dentro de la habitación.

Estaba en el maloliente depósito que había visto al llegar. Allí había muchas cosas y era probable que alguna le sirviera para defenderse, pero debía actuar rápido.

Con el objeto de detener el avance del monstruoso doctor, pensó en derribar varias estanterías sobre la puerta, pero al intentarlo se dio cuenta de que estaban fuertemente amuradas con clavos de acero. Echó un vistazo a los objetos que había en ellas, pero consideró que, aunque había instrumentos cortantes, ninguno era apropiado para enfrentar la amenaza que se le venía encima. Luego vio las pesadas tarrinas. Cuando se acercó y quitó la tapa de una de ellas, comprobó con un asco visceral que estaba llena de perros muertos. Colocó la tapa en su sitio y abrió otro recipiente. Fue peor. La tarrina contenía un líquido amarillento en el que flotaba una cabeza humana. A pesar de tener los ojos desorbitados y las facciones desfiguradas por un horror indecible, Esteban pudo reconocer a Marcos Bonilla, el periodista desaparecido: su enorme y augusta cabeza era inconfundible. En ese momento, sintió los pesados pasos del doctor Gerstle acercándose por el corredor.

No había nada que hacer, salvo huir, estimó, pero justo cuando se marchaba, volvió a ver, junto al generador, tres bidones de gasolina. Era su última oportunidad.

Con manos temblorosas, vació los tres recipientes en la entrada del depósito y se alejó a una distancia prudencial. Después, con un nuevo sobresalto, recordó que hacía tiempo que no fumaba y que, por lo tanto, no llevaba cerillas.

Desesperado, mientras los pasos y la voz jadeante de la deforme criatura se acercaban más y más, se puso a rebuscar febrilmente en las estanterías.

Nada por aquí, nada por allá, hasta que de pronto sus ojos se toparon con una cajilla de cigarrillos y un encendedor.

Encendió un cigarrillo y se dedicó a esperar.

Casi enseguida, el monstruo apareció por la puerta. Como no lograba entrar, utilizó todo su cuerpo para agrandar la abertura, y con un nuevo derrumbe de ladrillos, ingresó pisando fuerte en el depósito. Tenía el cuerpo dañado, un poco por los disparos y otro poco por haber embestido las paredes, y de la carne verde brotaba una sangre oscura. Sin embargo, lejos de detenerlo, esas heridas no habían hecho otra cosa que ponerlo furioso, y si antes había sido temible, ahora lo era mucho más. Avanzaba sobre las inmensas columnas de sus piernas, y mientras movía los mortales brazos, su rostro reflejaba un odio incontrolable.

Esteban aguardó. Debía dejarlo ingresar más adentro para que se situara en el centro del charco de gasolina.

El monstruo avanzó.

“Un poco más, un poco más”, repitió el detective para sus adentros. Y cuando por fin consideró que había llegado el momento oportuno, le dio una pitada profunda a su cigarrillo y lo lanzó hacia el combustible.

El pequeño cilindro describió una parábola y cayó con elegancia en el sitio deseado. De forma instantánea, se escuchó una explosión y el fuego se alzó en toda su majestad. Sorprendida por las llamas, la criatura lanzó un grito infrahumano y se retorció de desesperación, al tiempo que la piel de su cuerpo comenzó a derretirse como si fuera una figura de cera.

No obstante el dolor lacerante que sentía en cada fibra de su ser, aún tuvo fuerzas para seguir avanzando. Envuelta en llamas, localizó con la vista al detective y, con los brazos extendidos y las manos crispadas, se dirigió hacia él.

Esteban intentó correr hacia la puerta del fondo pero tuvo la desgracia de tropezar con las ratas que huían del fuego, y cayó al piso. Para no perder tiempo, no intentó mirar atrás; el grito destemplado del doctor Gerstle se escuchaba cada vez más cerca.

Se paró con dificultad y, aunque arrastraba una pierna, ganó la salida y siguió huyendo.

Sacando fuerzas de flaquezas, desandó el camino que había realizado junto a Carlos y finalmente, con un inmenso alivio, logró salir al exterior. En aquel instante, la luz del cielo le pareció algo maravilloso.

Todo estaba en calma, salvo por un perro que escarbaba en el sitio donde Carlos había enterrado una bolsa de arpillera.

El animal lo miró un instante y continuó con su labor. Sin embargo, un segundo después se detuvo, alzó el hocico y dirigió su vista hacia la entrada del cilindro.

Se escuchó una tremenda explosión que hizo estallar los vidrios. El perro huyó despavorido. Esteban puso cuerpo a tierra y se cubrió los oídos con ambas manos.

La puerta principal se desplomó, junto con enormes trozos de pared. Atrás, abriéndose paso con sus brazos fuertes como martillos, surgió el monstruoso doctor Gerstle.

Las llamas lo habían convertido en una colosal antorcha viviente, y a juzgar por lo que había padecido, parecía animado por una fuerza que no era de este mundo.

El detective lo observó desde el suelo. Se sentía exhausto, incapaz de una reacción; sólo podía esperar el final de aquella pesadilla.

La criatura dio uno, dos, tres, cuatro pasos y se detuvo, como si la energía que la había llevado hasta allí se hubiese consumido de una vez por todas. Luego, como un grotesco edificio en llamas, se desplomó con gran estruendo sobre la tierra.

Quedó tendida, quieta, mientras las llamas, sin apuro, comenzaban a apagarse. Su inmensa mano derecha había quedado a escasos centímetros de Esteban. Este la miro, con ese aire burlón que los tipos como él dedican a sus enemigos vencidos y, víctima de un cansancio infinito, cerró los ojos y se durmió.

Cuando despertó, todavía le dolía el cuerpo. Debió haber dormido unas cuantas horas, porque ya el cielo comenzaba a teñirse de rojo. Se puso de pie y aún con cierta dificultad, se acercó hasta el monstruo y lo contempló en silencio. Seguía tan enorme y desagradable como al principio, sólo que ahora era una masa negruzca y humeante que no podía lastimar a nadie.

Con pasos lentos, atravesó el bosque. Algo más tarde, mientras recorría la descolorida pradera, pasó cerca del perro que había matado al llegar. Estaba hinchado, y en su vientre se formaban extraños bultos, como si una fuerza oscura latiera en su interior. Lo miró y siguió.

Cruzó el alambrado y se dirigió al Chevrolet Impala de Ariel. No tenía las llaves, por supuesto, pero no sería la primera vez que hiciera un puente.

Se agachó entre los cables, y un par de minutos después consiguió poner en marcha el vehículo.

Mientras manejaba, pensó en la conversación que había tenido con el doctor Héctor Gerstle. “Las células normales mueren y las malas se reproducen de forma indefinida”, recordó. ¿Acaso esa no era una buena explicación de la insensatez del mundo?

Encendió la radio, giró la perilla del dial hasta dar con un rock furioso y subió el volumen al máximo.

Aceleró a fondo y puso rumbo a su cabaña. Comprendió, con una sonrisa rabiosa, que ahora debía agregar un nuevo capítulo a sus memorias.

Post scríptum

En 2012 el ex presidente de la República, el doctor Tabaré Vázquez, publicó un libro sobre el cáncer, la enfermedad que se dedicó a combatir como médico, titulado Crónica de un mal amigo. Por aquel entonces yo trabajaba en una librería del centro y apenas lo vi me puse a hojearlo. Hubo un fragmento que me llamó mucho la atención:

Sorpresa y maravilla científica: se pudo establecer que, si se las cuida con esmero, las células tumorales se mantienen vivas y sanas en forma indefinida. En cambio, las células normales, por más que se cuiden, luego de cierto número de reproducciones dejan de hacerlo y mueren. Es como si estuvieran genéticamente programadas para tener un número de reproducciones ya determinado y luego morir.

Nunca me olvidé de esas líneas, y siempre supe que escribiría sobre el tema. Esa fue la génesis de “Alguien necesita tu cuerpo”.

Ahora, permítanme una nota al margen sobre uno de los personajes que aparecen aquí. Cierta vez, mi cuñado Marcos Bonilla, con su candidez habitual, me pidió que lo incluyera en uno de mis relatos. Le prometí que haría lo posible. Cinco años después encontré algo para él: es la cabeza que aparece en una tarrina en el laboratorio del científico loco. Lo siento, Marquitos, pero nunca te dije que fueras a tener una participación heroica.