Una salida al teatro, un espectáculo de Fernando Cabrera y ahora una ida al cine a ver Bacurau: Manuel Soriano relata el paulatino afloje de la emergencia sanitaria desde antes de este verano. Al pasar, mapea, con mirada cercana pero con perspectiva rioplatense, el panorama cultural montevideano.

Bacurau empieza con una toma espacial, extraterrestre; pasan créditos retro sobre la galaxia estrellada, Gal Costa canta eu vou fazer uma canção de amor / para gravar num disco voador, y su voz también es una forma de flotar entre los planetas.

Unos minutos antes había llevado a mi hija a lo de su madre, había corrido hasta Cinemateca, había puteado por dentro porque el tipo de tarjeta BROU que tenemos no sirve para el 2 x 1, y le había preguntado al acomodador si sabía más o menos cuánto duraba la película. Pero eso ya pasó. En la sala hay unas 15 o 20 personas y miro la pantalla con mi tapaboca de tela blanca ligera, “el tapabocas del verano”, dijo el vendedor y me convenció. Al lado mío está mi novia con su tapaboca negro de media estación. Todos miramos juntos esa maravillosa pantalla gigante. La última película que vi en el cine fue en esta misma sala: Érase una vez en Hollywood, que tiene varios puntos en común con esta, al menos en cuanto a sus influencias. Eso fue hace un año; desde entonces miré cosas en pantallas de celulares, computadoras, televisores, el audio reproducido por un parlante rojo chino del tamaño de un puño, algunas en calidad pirata, con marcas de agua o con los diálogos ligeramente desfasados.

La toma satelital se va acercando a Sudamérica, al “oeste de Pernambuco, dentro de algunos años”, a un camión que llega a los tumbos hasta Bacurau, el pueblo fantasma en el que nosotros —los que miramos esa pantalla maravillosa gigante— estaremos atrapados, junto con los protagonistas, durante el próximo par de horas.

Más o menos de 2001 a 2005, hicimos con dos amigos unos ciclos de cine los domingos por la noche. El que ponía la casa es una de esas personas que necesitan legislarlo todo, y de a poco fuimos creando un código cada vez más engorroso que los invitados, cuando los había, también debían cumplir. Algunas reglas que recuerdo: no se podía —bajo ningún concepto— abandonar la película antes del final, no se podía pausar, no se podía comer nada que crujiera, no se podían manipular envoltorios que crujieran, no se podía hacer tiempo en el baño, se podía fumar un cigarrillo si la película era yanqui y dos si era europea (se fumaba ahí mismo, y no recuerdo qué pasaba con el resto de las regiones, pero el espíritu de la regla apuntaba a la supuesta “velocidad” de cada cine). El sistema era el siguiente: se elegía un tema de ciclo y el orden en que cada uno debía llevar (defender) su película. Los primeros ciclos fueron de manual: neorrealismo italiano, nuevo cine iraní y cosas así. De a poco se fue desvirtuando y aparecieron cosas como “Sangre coreana” o “De noche refresca” o “Nicolas Cage: ¿genio o imbécil?”.

A partir del tercer año se empezó a unir el hermano menor del dueño de casa y algunos de sus amigos que estudiaban Ingeniería. Al principio cumplieron las reglas sin chistar, pero con el tiempo empezaron a reclamar por sus derechos. Nosotros también queremos elegir películas, nos plantearon. Así empezó un juego bastante noño en el que los socios fundadores estudiábamos la evolución de los aspirantes y les pedíamos breves reseñas y les descontábamos puntos, por ejemplo, si chasqueaban la lengua en señal de fastidio durante el largo viento siberiano de Dersu Uzala. Al cabo de unos meses ascendimos a uno; podía elegir película, pero no ciclo. Luego ascendimos al hermano del dueño de casa. Después me vine a Uruguay y los futuros ingenieros de a poco fueron tomando el poder. Un domingo, de visita en Buenos Aires, me encargué de llevar la película al ciclo. Estuve una hora en el videoclub para elegirla. Extraño un poco esa actividad, me gustaba leer las contratapas y chusmear qué elegían los otros y hacerme el crac con el videoclubista del turno noche que usaba una remera negra de Belle de jour. Cuando llegué al ciclo, pedimos comida y empezamos a ver Fútbol de primera. Se hicieron las 11 y después las 12, y nunca llegué a sacar el video de la mochila. Uno de los fundadores después me confesó que Fútbol de primera ahora estaba dejando los partidos de los equipos grandes para el final, y que ese cambio en la programación “los estaba matando”. No me acuerdo de qué película había llevado, pero sospecho que era una de dos cigarrillos.

En Bacurau hay una muchacha hermosa con una cicatriz hermosa en la frente. Se podría decir que se trata de una belleza brasilera (me refiero, por supuesto, al estereotipo, o, para ser más preciso, a mi versión del estereotipo). Se parece un poco a Xica da Silva, y estimo que dentro de unos años va a protagonizar su propia telenovela de Globo. Quizá debería googlear su edad para saber si me puede gustar. Para saber si me debería gustar, en realidad, porque lo que es gustarme ya me gustó, y ya imaginé cómo sería pasar la yema del pulgar por el relieve de su cicatriz perfecta.

Me encantaría que la muchacha tuviera más protagonismo, pero está claro que es apenas una pieza más dentro del coro de personajes del pueblo. Van unos 30 minutos de película y tengo que admitir que estoy un poco perdido. De todas formas, me gustan la atmósfera y los personajes. Hay un pueblo sin agua, una Sônia Braga borracha intensa caoba, un payador vaquero parecido a Santana, una matriarca muerta, un maletín con vacunas, un gordo negro que le habla al pueblo por un altoparlante y que me hace pensar en cómo les gustan a los brasileros los altoparlantes y las sillas de plástico y el efecto del eco en la voz amplificada, hay un prostíbulo ambulante, pastillas misteriosas, un político chanta llamado Tony Junior que probablemente heredó su puesto de Tony Senior y que llega al pueblo pidiendo favores a cambio de dádivas, entre ellas unos libros que descargan de un camión como si fueran basura, hay unas tetas gigantes apretadas en un escote blanco, un camión baleado, un aire ligeramente distópico, desértico, posapocalíptico, posevangelista.

Hay una espectacular invasión de caballos, nocturna, como una pesadilla. Está tan bien filmada que no quiero detenerme en simbolismos. Me pasa lo mismo con los acertijos y con los problemas lógicos del tipo, un hombre tiene que cruzar el río con un león, una gallina y una bolsa de maíz. Prefiero, en todo caso, leerlo después en alguna reseña y decir “ah, claro, los caballos representaban eso”. Son bestias majestuosas estos caballos nocturnos. Cuenta Hebe Uhart en una de sus crónicas de viaje que un paisano le dijo: “El caballo visto de frente es propiamente un cristiano”.

Desde que me mudé a Montevideo, hace unos 15 años, vengo diciendo que debería asociarme a Cinemateca. No lo digo para hacerme el coso, porque más que nada me lo digo a mí mismo, convencido, pero después, por alguna razón, no lo hago. Las salas nuevas son una maravilla: la pantalla, el sonido, las butacas, los baños, la atención, todo es de altísima calidad, y además se mantiene la prohibición de comer pop. No tengo nada en contra de las películas pochocleras (encuentro una sensación cada vez más reconfortante en las películas en las que se puede prever cada giro del guion), pero no puedo tolerar los sonidos de la masticación. Ya me pasaba durante nuestros ciclos caseros (la ley anticrujidos era la única que me encargaba de fiscalizar) y, como suele suceder, la patología/credo no ha hecho más que agravarse con los años.

Acepto que la tendencia me resta credibilidad, pero sentía que 2020 iba a ser el año para asociarme a Cinemateca. Incluso se lo había prometido a mi novia, que se mudó desde Buenos Aires a principios de febrero. Nos íbamos a asociar en mayo, al menos por tres meses, para pasar el invierno. Deberían venderlo así: una especie de gift card para pasar el invierno montevideano. Ahora, con el calorcito, ya veo alejarse mis posibilidades. Quizá deba esperar a la edad de jubilación. Hay dos tipos de vejez que soy capaz de proyectar: en una estoy en un lugar agreste y salgo a caminar con mi perro ovejero y tomo mate y fumo tabaco a primera hora de la mañana; en la otra curso alguna carrera humanística de oyente e intervengo constantemente en clase y asisto a todas las funciones de Cinemateca y apoyo mis bolsas de nailon en las butacas contiguas para que nadie se siente a mi lado.

Pensé que el pueblo de Bacurau se iba a pudrir desde adentro, una lucha entre hermanos en tiempos de supervivencia, una especie de El señor de las moscas pernambucano, pero acá los malos llegan desde afuera: brasileros blancos del sur, yanquis tan yanquis como personajes de Will Ferrell y un jefe malo alemán tan malo como no veía desde La caída o Duro de matar. De a poco vamos entendiendo que están en una especie de safari humano. Mediante coimas a políticos locales y un ardid tecnológico, han logrado borrar a Bacurau de los mapas satelitales. Si no estás en Google no existís (la historia parece llevar esta máxima contemporánea al extremo, de la metáfora a lo literal, un viejo truco fantástico), y si no existís te puedo matar por puro entretenimiento, sin culpa ni consecuencias, como en un videojuego en red, que es lo que parece la película por momentos.

Ahora los malos están reunidos alrededor de una mesa. Los gringos les echan en cara a los brasileros del sur: ¿cómo pueden matar a su propia gente? Los brasileros del sur dicen que ellos son hijos de inmigrantes alemanes e italianos, más parecidos a los gringos que a los nordestinos. ¿Son blancos?, se preguntan los gringos. En el mejor de los casos, son como los blancos mexicanos o los polacos. Son blancos de la B. Esto último es un agregado mío. El diálogo es absurdo, pero recordemos el debate que se abrió a partir de una categorización en los últimos premios Oscar: ¿es Antonio Banderas un actor blanco?

Hay un juego intencionado y constante con este tipo de exageraciones. Los personajes yanquis son estereotipados, pero lo mismo pasa con los latinos en las películas de Hollywood. Tony Junior puede ser paródico, pero mucho menos que el periodista/político de Manaos del documental Killer ratings; su jingle de campaña es tan pegadizo y capusottesco como el de “Votá al Maneco”. El safari humano parece una versión deep web de los favela tours que ya existen, un paquete turístico premium que te permite ya no sólo avistar y alimentar a los pobres, sino también matarlos.

Uruguay, se sabe, está geográficamente en medio de Argentina y Brasil. Como porteño, a veces noto esa medianía en pequeños dobleces del lenguaje: acá dicen preciso en vez de necesito, procurar en vez de buscar, dicen aprontar, Ruben, de más, mismo; una canción puede decir “estoy me acostumbrando”; preguntan “¿Tenés fuego, Damián?” por más que Damián sea el único posible receptor de la pregunta, Damián responde “tengo” en lugar de “sí”, y cosas así. De todas formas, si el uruguayo para nosotros tiene algo de brasilero, se parece, lógicamente, al brasilero del sur, y como me han dicho más de una vez en Brasil, los gaúchos no son verdaderamente brasileros. ¿Qué significa ser verdaderamente brasilero? ¿Qué quería decir Gal Costa cuando flotábamos entre las estrellas y, siguiendo la letra de Caetano, cantaba vou fazer uma canção... brasileira? No pienso meterme en ese quilombo, pero sí puedo decir que para el argentino promedio (dejando de lado el fútbol) Brasil está asociado a una alegría exagerada, a los colores chillones, a una idea ingenua de liberación. “¿Por qué no están bailando?”, le preguntó un cronista argentino a un grupo de brasileros durante la cobertura de un Mundial. Bacurau, en todo caso, se encuentra tan lejos del sur que ni siquiera registra a los gaúchos; los blanquitos traicioneros del sur están representados por personajes de Rio de Janeiro y São Paulo. ¿Cómo dicen cipayo o tilingo los brasileros? ¿Tendrán equivalentes que transmitan tan bien esa sensación de desprecio y rencor? Sí sé que le dicen “gringo” a casi cualquier extranjero, cosa que para un latinoamericano es bastante molesto. Hasta a Carlos Tevez, que es un perfecto antónimo de lo que nosotros entendemos por “gringo”, lo llamaban así cuando estuvo jugando en Brasil.

Uno de nuestros primeros ciclos se llamó “El Brasil que no miramos”, en referencia a un microprograma —El país que no miramos— que pasaban en la televisión argentina antes de Los tres chiflados durante buena parte de la década del ochenta. Vimos Rio, 40 graus (de Nelson Pereira dos Santos), Eu, tu, eles (de Andrucha Waddington) y otra más que ahora no recuerdo, pero es probable que haya sido Dona Flor e seus dois maridos (de Bruno Barreto), y me gusta creer que fue así porque sería una forma de volver a Sônia Braga; la estoy viendo ahora en el tráiler, morocha y llena de gracia, hace unos 45 años, vacilando entre los dos estereotipos de hombre que propone Jorge Amado.

Mi amigo que ponía la casa para los ciclos y necesitaba legislarlo todo pasó varios años en Brasil. Alquilaba apartamentos y encaraba proyectos como filmar caminando cada cuadra de la ciudad vieja de Bahía. Airbnb le cagó el primer negocio y Google Maps el segundo, pero siempre tiene nuevos proyectos (de hecho, lo llamábamos “el Proyectos”). A veces me apropio de una parte de su historia y digo que viví un tiempo en Rio de Janeiro. No sé por qué lo hago. Ya ni siquiera siento que es mentira y conozco lo suficiente la ciudad como para poder sostener la farsa frente a cualquiera. Ahora el Proyectos está viviendo en Montevideo. Cada tanto hablamos y me cuenta sobre sus ideas para revitalizar las milongas uruguayas o para hacer ranchos de barro en la costa. Hace unos meses nos encontramos en una plaza. Antes de despedirse me preguntó si no estaba para agarrar una bicicleta y encarar hacia el Chui.

Con mi viejo a veces teníamos esta discusión cuando compartíamos televisor: aunque se la pasaba mirando wésterns y películas de la Segunda Guerra Mundial, decía que no toleraba ver cosas violentas. Tampoco veía películas sobre asesinos seriales, enfermedades, secuestros extorsivos o niños en peligro. Lo que no le gustaba era ver la sangre, las heridas abiertas, y yo le decía, un poco para provocarlo, cosas como que Doce hombres en pugna es mucho más violenta que Kill Bill.

Ahora el pueblo de Bacurau se para de manos y los cazadores se convierten en cazados. Hay baños de sangre y cabezas decapitadas, pero la sensación que se impone es la del goce estético. Algo positivo de que estén tan claramente separados los buenos de los malos es que se puede tomar partido con naturalidad y festejar como un gol, por ejemplo, cuando un viejo negro en pija le vuela la cabeza de un escopetazo a uno de los yanquis invasores.

Me gusta mucho el personaje de Lunga, un indio dorado guerrero glam transexual que se pone al hombro la resistencia armada del pueblo. Físicamente me hace acordar a un tipo del club del BPS (era medio brasilero) que cuando entraba a las duchas incomodaba a los hombres porque tenía una poronga tan extraordinaria que sólo podías mirarla o evitar mirarla, y la tensión sólo aflojaba cuando un canario que iba a clases de natación le decía: ¡Guardá eso, muchacho! También me hace pensar, ya en un plano más narrativo, en un yagunzo que se redime antes de morir en un cuento de Guimarães Rosa; no recuerdo ahora el nombre, pero creo que está en esa maravilla de libro que es Sagarana.

Cuando salí de la sala, le dije “muy buena la película” al acomodador. Sonrió amablemente y me dio las gracias. ¿Por qué felicité al acomodador como si tuviera algún mérito en la película? Es algo que podría hacer ese veterano con bolsas de nailon en el que me estaba proyectando hace un par de horas. Y otra cosa más: ya cursé algunas materias como oyente en Humanidades, cuando recién me había mudado a Montevideo. No intervenía tanto en clase, pero en un seminario de Literatura Brasilera me saqué un 12 por una monografía sobre O burrinho pedrês, de Guimarães Rosa, y la profesora la leyó en voz alta en clase, y casi todos mis compañeros me odiaron, y me hubieran odiado aún más si hubieran sabido que estaba ahí de puro gusto. Quiero decir con todo esto que quizá ya sea hora de asociarme a Cinemateca.

¿Ya dije que los baños son maravillosos? Mientras meo de parado, canto alegremente el jingle de Tony Junior a través de mi tapaboca: Olha o Tony Junior que está chegando / Caminhando no meio do povo. A mis espaldas alguien abre la puerta. Miro hacia atrás y no veo a nadie. Pero estoy seguro de que alguien entró. La puerta se sigue bamboleando. Por un segundo siento que ese alguien que entró podría pegarme un escopetazo en la nuca. No me queda claro si es un gringo o uno de Bacurau, pero en todo caso mi cerebro quedaría esparcido como un Pollock sobre el azulejo blanco del baño. O quizá ese alguien que entró al baño venga de otra sala, de otra película, y en ese caso quizá pueda tener una muerte discreta como las que le gustaban a mi viejo: el sonido del disparo, las manos sobre el abdomen y apenas un hilito rojo que atraviese mi tapabocas de verano. Pero lo más probable es que me mate uno de Bacurau, porque para ellos debo tener pinta de gringo. Y además estaba cantando el jingle de Tony Junior. Se já tava bom, agora vai ser melhor / O nosso povo sabe que com ele não está só. No lo puedo evitar, ya lo tengo metido en la cabeza. No disparen, muchachos. Yo estaba hinchando por ustedes. ¿Qué tengo que hacer para que me crean?