En la charla que tuvimos en la pequeña oficina desde donde coordina la Unidad Académica de la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) atravesamos la trayectoria y las ideas de esta hija de inmigrantes que se convirtió en la primera universitaria de su familia. Militancia y estudio, exilio y arraigo, ingeniería y ciencias sociales son algunos de los polos que Judith Sutz logró unir a lo largo de su carrera.
Nos imaginamos que no debés de haber tenido muchas compañeras en la carrera de Ingeniería.
No [ríe]. Piensen que yo entré a la facultad en 1965 y en aquella época las mujeres en Ingeniería éramos muy pocas. Pero no éramos la primera generación: había unas cuantas mujeres ingenieras, como la esposa de [Óscar] Maggiolo, Isaura Posada. Éramos pocas, pero no pioneras.
Isaura Posada se recibió de ingeniera en 1947 y ocupó diversos cargos en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de la República (Udelar) hasta 1972, cuando debió exiliarse. Falleció a los 70 años en Venezuela, en 1988.
¿También eran pocas las que tenían militancia estudiantil?
No. Es más, en mis tiempos de estudiante, la secretaria general del Centro de Estudiantes de Ingeniería y Agrimensura era una compañera. La participación de las mujeres era importante. En la agrupación éramos pocas porque éramos pocas mujeres, pero en proporción al conjunto de la población estudiantil teníamos una participación, al menos, equivalente.
¿Cómo fue tu llegada a la militancia? ¿Traías inquietudes previas?
Sí, yo vengo de tradición de izquierda, de mucha militancia sindical. Mis padres son judíos polacos que llegaron a mediados de los años 20 a Uruguay y ya tenían militancia política. Acá, en particular mi madre, Ester Vaisman, tuvo una muy importante militancia en el sindicato de la aguja, en el sindicato de las tabacaleras.
¿Cómo describirías esa época tan convulsionada en la que te formaste y comenzaste a militar?
Eran años muy duros los del pachecato. Había una solidaridad muy fuerte del movimiento estudiantil con el movimiento sindical. Más allá de las movilizaciones por presupuesto y demás, recuerdo sobre todo las movilizaciones asociadas a la solidaridad con los frigoríficos, con distintos momentos de la lucha sindical. La Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay [FEUU] tiene una silla en la mesa representativa del PIT-CNT. Era realmente muy fuerte. La colaboración militante con las movilizaciones sindicales es lo que más recuerdo. Porque además la Facultad de Ingeniería era muy convulsionada. Yo tuve un primer año prolijo, es decir, pude dar todas las asignaturas en diciembre, pero ya en el segundo año vino la gran huelga, en la que cambiamos muchas cosas. Cambiamos al decano: hubo una intervención de la facultad desde la Udelar, muy impulsada por los estudiantes. Hubo cambios en los planes de estudio. Es decir, hubo una movilización propiamente universitaria importante en la Facultad de Ingeniería en esos años, protagonizada especialmente por el movimiento estudiantil.
Ciertamente, Ingeniería fue vanguardia en esos años en cuanto a política universitaria. La llegada de Óscar Maggiolo al rectorado de la Udelar es parte de ese proceso.
Sin duda. Fueron años en los que la militancia era importante, en los que nos reuníamos todos los sábados y discutíamos desde cosas muy generales de teoría hasta cosas muy prácticas de la facultad. La militancia estudiantil era una escuela de formación, de compañerismo, y en paralelo había una agenda académica muy pesada para los estudiantes. Era brava la Facultad de Ingeniería. Parece que cuando uno es joven el tiempo le da para muchas cosas.
¿Y qué clima se vivía particularmente en 1968, un año que marcó tanto a la juventud en el mundo y también en Uruguay?
Se discutían muchas cosas. Porque está el tema de la política nacional, de la insurgencia armada. Los temas sobre estrategia política a nivel geopolítico general en Uruguay estaban permanentemente allí. Y la escalada. Todavía tengo en la retina los caballos, los sables en el aire hasta el 14 de agosto, y lo que vino después. El impacto lo pueden medir por lo que fue el entierro de Líber Arce. No hay palabras para describirlo. Ahora, si quisieran tener una idea del clima en el movimiento estudiantil hay que ubicarse una semanas después, con la invasión a Checoslovaquia. Uno vuelve a leer la proclama y no lo puede creer. Habían matado a Líber Arce 15 días antes. Se discutió centro por centro hasta la madrugada, y por unanimidad de todos los centros de la FEUU se repudió la invasión. Es un hito de pluralidad y de construcción democrática, porque, como se imaginan, las discusiones no eran sobre si estaba bien lo de Checoslovaquia, eran sobre geopolítica, y había posturas de partidos muy apasionadas, en las que lo que se jugaba era mucho, y, sin embargo, la resolución se votó por unanimidad. Eso te habla de un movimiento estudiantil muy honesto.
Declaración de la FEUU tomada de La FEUU ayer y hoy: setenta años de documentos del movimiento estudiantil uruguayo, de Francisco Sanguiñedo:
1) Que el sagrado principio de la libertad, lejos de ser opuesto al socialismo, encuentra en él la forma superior de expresión. 2) Su más firme y probada decisión de defender en todo momento la autodeterminación y el derecho de cada pueblo a elegir el camino que considere más apto para la construcción del socialismo. 3) Su convicción de que el único camino para canalizar las lógicas divergencias existentes dentro del campo socialista es la lucha ideológica abierta a todos los niveles y la demostración, con la práctica en cada país, de la efectividad de cada orientación. 4) Que sólo por la vía de la más amplia, permanente y activa participación en la discusión de los problemas de la sociedad, los pueblos llegan a desarrollar plenamente su conciencia socialista, solidaria con la lucha de los demás pueblos del mundo y comprometida en la lucha sin cuartel por la erradicación definitiva del imperialismo. 5) Que la construcción del socialismo, por lo tanto, no podrá ser jamás impuesta por el poder de los ejércitos, sin la participación activa de la clase obrera y el pueblo en ese proceso.
RESUELVE: 1) CONDENAR LA INTERVENCIÓN DE LAS TROPAS DEL PACTO DE VARSOVIA EN LA REPÚBLICA SOCIALISTA DE CHECOSLOVAQUIA. 2) Repudiar la campaña confusionista organizada por nuestra prensa “grande”, que utiliza el problema checo para aparecer defendiendo crímenes imperialistas —caso de Viet Nam, Santo Domingo, Congo y tantos otros— como apoyando en nuestro país el cercenamiento de los derechos y libertades del pueblo, impuesto por un gobierno que defiende los intereses de una minoría de explotadores. 3) Expresar su satisfacción por la amplia y fecunda discusión que tuvo el problema checoslovaco en las nutridas Asambleas de todos los Centros estudiantiles, aun a costa de producir demoras en el pronunciamiento, que fueron utilizadas con la tradicional deshonestidad, por los sectores más regresivos de nuestro país, interesados en crear confusión sobre nuestras posiciones.
En esos años se generaron muchos vínculos. Con Rodrigo Arocena, tu pareja, ¿se conocieron allí?
Según Rodrigo, somos compañeros desde preparatorio. Somos pareja desde 1970 y hasta el día de hoy. Son unos cuantos años.
Él estuvo preso en esos años.
Tuvo varias entradas y salidas cortas, hasta que estuvo preso desde mediados de 1972 hasta febrero de 1974.
La Facultad de Ingeniería fue uno de los lugares que se usaron de excusa para la intervención de la Udelar por parte de la dictadura el 27 de octubre de 1973.
Fue espantoso. Recuerdo el día de la bomba. Yo había ido al Penal de Libertad a ver a Rodrigo. Salíamos a las cinco de la mañana. Y llegué a casa como a la una de la tarde, después de la visita, y ahí me llevan presa. Me encapuchan y me preguntan por la bomba. “¿Qué bomba? Yo estaba en el Penal de Libertad”. Esa sensación de no entender nada y escuchar a una mujer llorando desgarradoramente; era la novia del muchacho que se mató, Marcos Caridad Jordán. Cuando se dieron cuenta de que efectivamente yo no tenía la menor idea de lo que me estaban diciendo, me largaron.
Marcos Caridad Jordán, militante estudiantil y miembro de los Grupos de Acción Unificadora (GAU), murió el 27 de octubre de 1973 como consecuencia de la explosión de una bomba en la Facultad de Ingeniería y Agrimensura. Según el gobierno de facto, se había tratado de un accidente mientras estaba fabricando una bomba, y, aunque no fue probado, el hecho fue usado como pretexto para intervenir la Udelar.
¿Cómo fueron esos meses entre el golpe de Estado y la intervención de la Udelar? A veces es difícil explicar que después del 27 de junio de 1973 la Udelar no fue inmediatamente intervenida.
La universidad fue intervenida, entre otras cosas, porque hubo elecciones universitarias, con voto secreto, obligatorio, con todas las garantías, y arrasó la FEUU. La bomba fue el pretexto. A la Facultad de Ingeniería le pegaron durísimo. Fue a la que le pegaron más: prohibición de ingreso, se llevaron presos al decano, a los profesores titulares, a todo el Consejo y después a muchos militantes, docentes que eran militantes de los GAU y se comieron cinco años de cárcel. La Facultad de Ingeniería fue muy golpeada con el pretexto de la bomba. Pero hubo elecciones universitarias con una legitimación absoluta del movimiento estudiantil organizado, y eso no lo iban a permitir.
Los Grupos de Acción Unificadora (GAU) se formaron hacia finales de la década de 1960, tras la ilegalización de diversos grupos de izquierda radicales. Tenían presencia en sindicatos (Héctor Rodríguez se integró a ellos) y en agrupaciones estudiantiles. Aunque no participaron en acciones armadas, fueron duramente reprimidos en la dictadura. Entre quienes fueron apresados por su vinculación con la célula de la Facultad de Ingeniería estuvo el actual senador Enrique Rubio. 18 de sus integrantes son todavía detenidos desaparecidos. El 12 de setiembre de 1973 se celebraron las elecciones universitarias con voto secreto, y en los tres órdenes fueron elegidas las corrientes favorables a mantener la autonomía y opositoras a la dictadura. Participaron 22.233 estudiantes, 1.013 docentes y 13.715 egresados de las diez facultades que formaban la Udelar.
¿Militabas en algún grupo político en esa época?
Tenía simpatías variables. No estaba afiliada a ningún grupo. Era lo que se llamaba “izquierda independiente”, que, como ustedes saben, puede tener sensibilidades variables dentro de su independencia.
Dijiste que el Centro de Estudiantes de Ingeniería era una especie de escuela de formación. ¿Eso explica que de ese grupo hayan salido, décadas después, tantos rectores de la Udelar?
Es un poco loco. [Rafael] Guarga, Arocena y [Roberto] Markarian. Que décadas después haya habido tres rectores que militaron en los mismos años en la misma agrupación, la Agrupación Reforma Universitaria, es un poco cómico. Es peculiar. ¿Qué le pasaba a la Facultad de Ingeniería, qué le pasaba a la Agrupación Reforma? Hemos tenido rectores médicos, rectores economistas, pero es mucha la cantidad de rectores ingenieros.
Vos misma sos parte de esa historia, también. En 2006 sonó tu nombre para rectora.
Los estudiantes me hicieron el inmenso honor de pensar que yo podía hacer las cosas y yo discrepé con ellos, pero todo bien, ningún problema. Uno tiene que saber lo que sabe hacer y tiene que saber las cosas que no sabe, y que por no saberlas, no le van a permitir hacer bien la tarea. No tengo falsa modestia. Hay cosas que hago muy bien, pero no iba a hacer las cosas todo lo bien que hacía falta hacerlas. Los dejé muy amargados. Me costó, porque más allá de toda la vanidad —que hay que tomarla en cuenta; somos todos seres humanos—, estaba el fastidio de los jóvenes con mi decisión. Pero todo terminó bien.
Escala democrática en Argentina
Ustedes tuvieron que irse de Uruguay. ¿Cómo tomaron la decisión?
Como en tantos otros casos, hubo cuestiones variables. Rodrigo era matemático —digo “era” porque hoy por hoy es un científico social—, y hubo una migración masiva de los matemáticos uruguayos a Argentina, donde en 1974 se abrió una ventana maravillosa, con democracia, con universidad que de vuelta era una universidad. Jugó la solidaridad. Nosotros también habíamos sido muy solidarios con la cantidad de argentinos que vinieron acá en 1966. En 1973 Rodrigo ya no tenía nada, no tenía cargo y ya no le permitían dar exámenes de matemática en el penal; todo eso se había terminado, se había endurecido mucho la cosa. A mí, por supuesto, no me renovaron el contrato; yo era docente de Matemática en la Facultad de Medicina. ¿A dónde te vas? Los matemáticos se fueron a Buenos Aires, allá había trabajo. Rodrigo salió en febrero; yo me fui un poco antes a buscar trabajo. Ahí aparece una figura que quisiera destacar: Manuel Sadosky. Lo habíamos recibido acá en 1968 y creó la carrera de computación con grado universitario en Uruguay. Yo había ido a buscar trabajo de lo que viniera, sin título. Busqué trabajo en ventas y me dijeron, muy inteligentemente, “para esto no servís, por favor olvidate”. Buscaba trabajo de lo que fuera; yo sabía limpiar mi casa, así que ¿por qué no? No sé cómo fue que Sadosky me dijo que fuera a hablar con Pedro Koselevich a Fate Electrónica. Fue esa cosa maravillosa de lo que se llama la burguesía nacional argentina que floreció entonces, y que llevó adelante empresas nacionales, en este caso, de alta tecnología. Allá fui con el libro de mi último examen de circuitos digitales, que había sido el día antes de la bomba y nunca terminé de devolver a la biblioteca. Me contrataron y ahí emigramos, Rodrigo con un cargo en la Facultad de Ingeniería de la UBA [Universidad de Buenos Aires] y yo con mi cargo de ayudante en cuestiones digitales en el Departamento de Hardware en —una de esas cosas locas, típica de los argentinos— el proyecto de hacer una minicomputadora nacional, la primera de América Latina. Tuve el privilegio increíble de poder trabajar un año en ese proyecto de Fate Electrónica.
La del 29 de julio de 1966 se conoce como “la noche de los bastones largos”, pues la Policía Federal argentina desalojó cinco facultades de la UBA ocupadas por docentes y estudiantes en protesta por la instauración de la dictadura encabezada por el general Juan Carlos Onganía. El físico y matemático Manuel Sadosky (1914-2005) es considerado el padre de la informática en Argentina. Se vinculó con la Udelar tras el golpe de Onganía, que le impedía dar clases en su país. En 1966, el Consejo Directivo Central de la Udelar creó el Centro de Computación y Sadosky tuvo un rol central en la compra de la primera computadora universitaria uruguaya (una IBM 360/44).
¿Cómo terminó esa computadora de Fate?
Ese proyecto terminó con la dictadura de 1976, porque era una computadora que se estaba desarrollando en el marco de una cosa electrónica un poco menos sofisticada, que era una calculadora llamada Cifra, que era hecha por Fate. Esas cosas necesitan un tiempo de maduración y cuando vino el 76 se abrió la economía absolutamente, llegó la inundación de la importación y todo eso se fue al diablo. En la parte de software había científicos de primera línea, algunos de ellos venidos de la Comisión Nacional de Energía Atómica. Yo trabajaba con el jefe de Desarrollo de Hardware. Él desarrollaba en el pizarrón de mañana, y yo de tarde verificaba que estuviera bien. No era un trabajo creativo, era secundario, pero para una estudiante de ingeniería digital no podía haber nada mejor. Y ahí me hice grandes amigos. Fue un privilegio estar allí en esa etapa de la vida intelectual argentina.
Fue una etapa muy corta.
Cortísima. En la mitad de la cuestión llegó el señor [Alberto] Ottalagano, que había sido nombrado rector interventor de la UBA. Echaron a todos los uruguayos, por supuesto, y después empezaron las bombas, se murió Perón, y tuvimos que tomar la decisión de irnos de nuevo. Rodrigo no se quería ir por razones muy comprensibles: su padre era inválido, estaba en silla de ruedas. Pero yo insistí en que nos teníamos que ir. Por casualidad, mi madre, que vivía en Israel, me manda una carta en que me dice “sabés que Fulanita de Tal, que el papá tuvo un infarto, fue al consulado uruguayo a pedir la renovación del pasaporte y le dijeron que le tenían que pedir permiso a una unidad militar en Uruguay para poder hacerlo”. Nuestros pasaportes se vencían en cuatro meses. A Rodrigo le habían negado un documento que dijera que Rodrigo Arocena y Rodrigo Arocena Linn eran la misma persona, cosa que era imprescindible en la universidad para darle no sé qué papel. Había que irse. Quedarse en Argentina sin documentos no era una opción. Yo confieso que quería irme a Suecia, porque quería conocer de cerca la experiencia más exitosa de lo que yo diría es una inspiración política socialista. Pero necesitábamos dinero para poder colaborar con el padre de Rodrigo, y había un matemático uruguayo en Maracaibo y le consiguió trabajo. Allá nos fuimos, a los 43 grados y al golfo de Maracaibo, después de haber leído sobre los piratas del Caribe.
El abogado Alberto Eduardo Ottalagano fue nombrado rector interventor de la UBA en setiembre de 1974, tras la muerte de Perón. Autodefinido como católico, fascista y peronista, expulsó a miles de docentes universitarios y los sustituyó por figuras conservadoras.
Los uruguayos en Venezuela
Mucha gente se fue a Venezuela por esos años.
Muchísima. Todos los matemáticos: Mario Wschebor, Enrique Cabaña, Rodolfo Gambini, Jorge Lewowicz. Estoy hablando de las luminarias de la ciencia uruguaya.
Y también había muchos académicos de la región.
Claro. Cuando yo llegué al Cendes, el Centro de Estudios del Desarrollo, estaban todos los chilenos, después del golpe de Estado de Pinochet: Claudio Huepe, Felipe Ramírez, que había sido ministro de Planificación y ministro de Economía, Carlos Matus. También estaba lleno de argentinos, en general economistas, de los cuales una buena parte siguen estando en Argentina. Y estaba Hugo Achugar, estuvo Ángel Rama. Mejor no hago la lista, porque es enorme. Nos juntábamos en un grupito de uruguayos que se llamaba Uruguay Vencerá y hacíamos lo que podíamos. Pancho Graells nos hacía los dibujos de las carátulas de los pequeños documentos que sacábamos. Éramos universitarios y no universitarios.
Venezuela estaba en un muy buen momento y atraía emigración económica también, ¿no?
Era una locura. Había capacidad para vivir modesta pero muy correctamente y generar un ahorro muy significativo. Era un país petrolero.
¿Seguiste estudiando en Venezuela?
Sí. No logré terminar la carrera en Uruguay porque vino la dictadura. En Argentina me iba de Fate, cuando terminaba la jornada laboral, a la Facultad de Ingeniería, que era un mausoleo de Evita Perón, un edificio de mármol, frío. Ahí salvé materias, pero no me dieron un papel, así que llegué a Venezuela a tener que dar por tercera vez la asignatura que para mí era la más difícil de la carrera, porque no tenía los papeles. Pero me trataron muy bien. Cuando recibí la carta del Consejo Universitario de la Universidad Central de Venezuela dirigida a la “ciudadana Judith Sutz” diciéndome que me habían revalidado todas estas materias... esa carta la tengo muy presente. En Maracaibo no había carrera, así que viajaba 12 horas una vez por semana a Caracas, hasta que nos fuimos a Caracas y ahí pasó Rodrigo a viajar a Maracaibo a dar clases, y finalmente nos asentamos. Yo me recibí allí de ingeniera electricista y di clases en la facultad. Un día Sadosky —ahora no en Argentina, sino en Venezuela, porque también se exilió— me contó que existía una cosa llamada Centro de Estudios del Desarrollo y que había dos becas completas para extranjeros. Me dijo que me presentara, pero que tuviera muy en cuenta que yo tenía trabajo y que había una persona sin trabajo, así que yo me tenía que comprometer a que si esa persona estaba muy cerca de mi puntaje, yo iba a renunciar para darle el lugar. Como yo sabía que Sadosky tenía una tabla de doble entrada —por lado, “gente que busca trabajo” y por el otro, “posibilidades de trabajo”— y siempre respeté enormemente eso, le dije que sí, pero por suerte a mí me fue tanto mejor que la beca la tuve yo. Discutimos mucho con Rodrigo: ¿cuál de los dos? Porque los dos queríamos hacer ciencias sociales.
¿Desde cuándo tenían esa inquietud por el área social?
De toda la vida. A mí no me preguntes por qué estudié ingeniería. Pero mi mamá siempre decía que todo lo que se empieza se termina, y me recibí de ingeniera. Pero en el fondo, me interesaba otra cosa. Yo tuve el enorme privilegio, en preparatorios de ingeniería, en los que nos masacraban, de tener como profesor de Filosofía a Mario Sambarino. La idea de que lo difícil son las matemáticas es una manera equívoca de contar las cosas. La dificultad de las ciencias sociales comparada con la de las matemáticas, para mí, que estuve desde los dos lados, en todo caso la podemos discutir, pero de ninguna manera hay una que esté obviamente por encima de la complejidad de la otra. Siempre nos interesó. Y además éramos militantes de izquierda. Rodrigo era mucho más lector de literatura política que yo, pero para ambos era una cuestión de querer entender mejor, de buscar herramientas para entender mejor aquello que era lo que te preocupaba. Como él en matemática tenía una posición de investigación, además de clases, mientras que yo tenía sobre todo actividad de tipo docente, y porque además yo era una muy buena estudiante de ingeniería pero no sé si hubiera sido una buena investigadora en ingeniería, entonces me tenía más confianza como investigadora en ciencias sociales. Así que allá fui yo.
En el Cendes empezaste a trabajar en temas de desarrollo
Había una maestría en planificación del desarrollo, que se armó en el Cendes con enorme influencia de la emigración político-tecnocrática chilena. Yo entré en 1978. Había varias áreas: una urbano-regional, otra de educación, de economía, donde estaba Ricardo Hausmann, que entonces era marxista y trabajaba en teoría de la regulación, y el área de Ciencia y Tecnología, en la que obviamente me integré. Tuve otra suerte: cuando terminó la maestría podía haberse terminado todo, porque un título universitario es sólo eso, pero se abrió un cargo e ingresé al Cendes como parte del cuerpo docente. Ahí despegué.
¿Te referís a que tu carrera despegó?
Ahí ya no era sólo tener la titulación, sino la práctica concreta de trabajo. Justo antes de volvernos hice una experiencia docente que fue de las cosas más lindas de mi vida: el primer curso de ciencias sociales de la Facultad de Ciencias de la Universidad Central, una asignatura llamada Informática y Sociedad. Fue muy lindo, porque los otros profesores pensaban que era lo que allá se llama “papita pelá”, pero cuando los estudiantes decían que no les podían hacer los trabajos porque tenían que trabajar para la materia de esta mujer venida de afuera les empezó a parecer que tan “papita pelá” no era. Fue una experiencia ver a los estudiantes que se quedan sentados y no se levantan, porque ven su profesión en perspectiva histórica y conocen el origen de aquello que manejan hoy, pero que se creó hace 30 años y por qué, por quién.
No es tan común esa perspectiva en todas las disciplinas hoy.
Es difícil. Nosotros queremos vendernos, porque acá, en la Unidad Académica de la CSIC enseñamos ciencia, tecnología y sociedad y quisiéramos enseñarlo en todas partes, en Medicina, en Agronomía, en donde sea, con enfoques distintos. Ahora que yo me voy, los gurises con más empuje lo harán.
¿Cuál era la línea del Cendes?
Estábamos en la Venezuela petrolera: el famoso asunto de si el petróleo es o no es el estiércol del diablo, la maldición de los recursos naturales. Era muy fundamental discutirlo en ese país. Eran trabajos muy fermentales con intelectuales de primera línea. Tuve el curso de Heinz Sonntag sobre teoría del Estado, de esas cosas que una recuerda todavía. Aprendí mucho. Fue una suerte.
¿Se quedaron en Venezuela hasta retornar a Uruguay?
Estuvimos un año en Francia. Rodrigo consiguió su sabático y yo logré hacer mi doctorado allí. Después Rodrigo, volviendo de un viaje, mirando un pequeño recuadro de Le Monde, vio que contaban lo del Pacto del Club Naval. Entonces dijo “estamos volviendo a Venezuela pero picando para volver a Uruguay”. Nosotros nunca les dijimos a nuestros colegas venezolanos que nos íbamos a quedar. Siempre nos trataron muy bien, entonces siempre les avisamos que era algo provisorio. Incluso a Rodrigo le dieron un premio muy importante en matemáticas, el premio Polar, y él no aceptó la parte monetaria, que era muy importante, justamente porque era un premio para los venezolanos. En realidad, nosotros éramos venezolanos; gracias a que fuimos venezolanos tuvimos pasaporte, pudimos movernos, porque el pasaporte uruguayo no nos lo dieron. Pero fue un poco como diciendo “sepan que nos vamos a volver”. Y ahí, para volver, la cuestión fue cómo conseguir trabajo, porque con dos chiquilines era distinto. Ahí Carlos Filgueira me escribió ofreciéndome un lugar en un proyecto para el extranjero que fue el primer estudio sobre las capacidades científico-tecnológicas de Uruguay. Habíamos hablado por teléfono y un día vuelvo del Cendes y encuentro arriba de la mesa una carta sin abrir de Carlos Filgueira. Era diciembre de 1985. En marzo de 1986 estábamos acá. La apertura de esa carta y lo que decía fueron la vuelta.
¿Al regresar se insertaron inmediatamente en la Udelar?
No. Yo podría haberlo hecho; había discutido mucho con Pepe Quijano la posibilidad de ir al Instituto de Economía, pero la oferta para trabajar en este proyecto era más adecuada en varios aspectos y postergué mi ingreso a la Udelar cuatro años. Atención: ya habíamos venido en 1984, para las elecciones, porque ya estábamos seguros de que no íbamos a ir presos por volver. Para poder venir un mes tuve que prometer un trabajo, que tuvo que ver con una visita de Juan Grompone a Caracas. Vino a casa a comer y comentó al pasar sobre un proyecto de centrales télex. “¿Vos me estás diciendo que en Uruguay se hicieron centrales télex con diseño nacional, con fabricación nacional, y se instalaron en Antel y funcionaron?”. Las centrales télex son muy complicadas. “Esto hay que estudiarlo”, me dije, y así vine y en ese mes entrevisté a los 11 ingenieros en las tres empresas que habían participado en las centrales y salió un librito que después publicó CIESU [Centro de Informaciones y Estudios del Uruguay]. De alguna manera nos mudamos muchas veces, en Caracas primero, en Montevideo, en varios lugares, hasta que al final todo bien. No fue difícil.
“El auge de la industria electrónica profesional uruguaya: raíces y perspectivas” apareció en el número 52 de Cuadernos del CIESU (Banda Oriental, Montevideo, 1986).
Discutir en la izquierda
¿Siguieron vinculados con Venezuela?
Seguimos muy vinculados con la gente más amiga. Fue muy triste tener que recibir a los amigos que nos recibieron. En este momento, el director del Instituto de Matemáticas y Estadística, Rafael Laguardia, es un gran amigo venezolano, gran matemático y primer alumno doctorado de Mario Wschebor, que se vino para acá, habiendo sido uno de los que nos recibieron allá.
¿Cómo viven todo lo que ha pasado?
Como una tragedia. No tiene levante. Hay que destruir una comunidad académica pujante como era la venezolana. Las vueltas de América Latina.
La izquierda uruguaya ha tenido algunos problemas para pronunciarse sobre Venezuela. ¿Cómo lo analizás?
¿“Algunos”? A mí me parece que la violación de los derechos humanos no tiene color. Esto de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo y el amigo de mi enemigo es mi enemigo, y que si me callo la boca está mal, pero si hablo le hago el juego a la derecha ¡no! Eso ya lo vivimos con la Unión Soviética, con los campos de trabajo, con China. La violación de los derechos humanos es la violación de los derechos humanos. No puede ser. Porque si no, estaríamos todos con los talibanes: son la gloria, derrotaron al imperio, fantástico. No admite dos lecturas. Hay casos en que podés tener dudas, hay casos en los que la información efectivamente puede estar plagada de fake news y te podés llamar a un silencio prudente básicamente porque lo que decís es que no tenés información suficiente. Pero no. Yo creo que realmente no hay ningún derecho moral a decir lo que uno dice de Trump y lo que uno dice de Bolsonaro, y porque la orientación política global es distinta no decir que eventualmente —no estoy diciendo que sea el caso de Maduro— hay situaciones similares, pero de otro signo político; tenés que denunciarlo. Yo creo que no hay que tener fisuras. Y además, no le sirve a la izquierda. Le hace un bruto daño a la izquierda la idea de que por una cuestión casi coyuntural vos cerrás los ojos. Ni siquiera en el cortísimo plazo es bueno, pero está claro que en una perspectiva de construcción de una sociedad distinta, el compromiso irreductible con los derechos humanos es fundamental. Y no me vengas con que si son burgueses o no son burgueses. Alguna cosa que se aproxime a un absoluto en términos éticos tiene que haber.
Viviste una época en la que se discutía mucho de política internacional. ¿Notás alguna particularidad de estos tiempos cuando discutís este y otros temas hoy? ¿Hay espacio para esas discusiones en la izquierda?
Espacios hay, se discute. Pero creo que no soy la persona más adecuada para contestar la pregunta, porque yo no estoy participando en la izquierda. Yo puedo decir lo que discuto con gente que aprecio que tiene opiniones distintas, pero en el fondo, si tengo que decir la verdad, son conversaciones de tipo social, no de tipo político. En ese sentido estricto, no tengo conversaciones de tipo político. Las tuve, claro que sí. En 1971 era una militante del comité de base Punta Carretas, que era el más grande de Montevideo, y había que ver lo que discutíamos, también con la gente del 26 de Marzo o en las asambleas multitudinarias, absolutamente transversalizadas por edad, condición laboral, por tipo de trabajo, por lo que quieras; eran la cosa más “multi” que se te pueda ocurrir, además de multitudinarias. Pero hoy en día ya no.
¿Esa decisión de no participar en política se debe a tu lugar académico o se debe a otra cosa?
Se fue dando. Hay opciones y opciones de tiempo, aunque es relativo. Porque cuando sos un intelectual y tenés el privilegio infinito de trabajar como intelectual, siempre tenés más flexibilidad horaria que si sos un obrero manufacturero. O sea, tampoco voy a decir que el pretexto es que no tengo tiempo, aunque algo de eso hay, porque aunque no seas un obrero manufacturero, tenés el látigo de cuántos papers publicaste. Pero, dejando eso de lado, no he encontrado la manera de identificar las suficientes cuestiones en común y juzgar la importancia relativa de la construcción de una herramienta política versus el precio que se puede llegar a pagar por eventuales silencios y flexibilidades. Con esto no quiero decir, en absoluto, que no crea que la construcción de la política es muy importante; que yo no haya encontrado la manera de acercarme e insertarme en eso es una cosa, pero de ninguna manera estoy diciendo que no sea importante.
El desarrollo local posible
Estás terminando tu trayectoria en la CSIC, donde estás hace casi 30 años. ¿Qué representa para vos? ¿Cómo llega a vos la CSIC y cómo la dejás?
Yo estaba en la vuelta de la Udelar, estaba en un proyecto que había dirigido Rodrigo que se llamaba Unicites. La cuestión es que el rector [Jorge] Brovetto en 1992 creyó oportuno que se creara una Comisión Sectorial de Investigación Científica. Hay dos maneras de impulsar la investigación, grosso modo. Una es decir “acá está la plata, la reparto en cada uno de los servicios universitarios de acuerdo a algún criterio, y que cada quien haga lo que quiera”. Hay otra manera, que es generar centralmente políticas que amparen al conjunto de la universidad. Brovetto entendió que esto último era lo correcto, y cuando se dice “sectorial”, en realidad tendría que decir “cogobernar”, porque fue la primera vez que se organizó una comisión en la que estaban representadas las áreas, los órdenes y un presidente delegado por el rector. “Para que esto funcione bien”, dijo Brovetto, “tiene que tener al lado una estructura docente”. Por supuesto que tenía que tener una estructura administrativa, pero tenía que tener una estructura docente. En ese momento, creo que yo era la única persona en Uruguay que tenía un doctorado en Socioeconomía del Desarrollo, mezclado con la maestría en Planificación del Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología, lo que me daba un perfil poco común; después, por suerte, apareció gente formada en estas áreas, pero nada que ver con lo que era hace 30 años. Entonces Brovetto me planteó si yo estaba dispuesta a armar esa estructura, me dijo qué plata había y para qué tipo de cosas, y yo dije que sí. ¿Qué otra cosa iba a decir? Además, lo que me ofreció, con una generosidad que quiero destacar, fue un cargo de profesora titular. Y ahí empezó. No había nada. Nada. Bueno, hicimos los llamados para los primeros cargos docentes, para la correa de transmisión entre la CSIC y los servicios que fueron los ayudantes de investigación y desarrollo; tengo todavía el recuerdo de estudiar con Ruben Budelli los 52 currículums que se presentaron a los primeros cargos, las primeras decisiones duras. Es bravo. A uno lo viven evaluando, uno vive evaluando a otros. Está todo bien, pero hay un involucramiento anímico en las decisiones que se toman prácticamente todos los días, que implican cosas que se habilitan y cosas que no, y yo no soy de las que están muy seguras de sí mismas, así que esas cosas siempre me generan muchas dudas. Pero bueno, lo armamos y aunque parezca mentira, en ese año hicimos los llamados masivos, armamos las bases de los primeros programas, hicimos las primeras convocatorias. Inventamos las primeras cosas. Y una de las cosas interesantes que inventamos fue la siguiente: el gobierno nacional le había dado una plata a la Udelar para fomentar las relaciones universidad-empresas y la Udelar decidió que la CSIC dijera cómo había que configurarlas. Entonces la CSIC le pidió a la Unidad Académica que le hiciera una propuesta. Nosotros lo que hacemos es escribir borradores; nuestra misión en la vida es escribir borradores; no tomamos absolutamente ninguna decisión. Le escribimos borradores a la CSIC; la CSIC es comisión asesora del Consejo Directivo Central, que es el que resuelve. Entonces nosotros dijimos: “Universidad-empresas no. Nosotros vamos a hacer universidad-sectores productivos”. Eso implicaba que estaban las empresas públicas y privadas, los sindicatos y las cooperativas. Así hicimos ese programa que, aunque fuera minoritaria, tuvo demanda de sindicatos y de cooperativas. Al final se consolidó y fue muy interesante. Nos pasaron cosas muy interesantes con ese programa, que no fue clásico, y por eso lo menciono; los otros fueron típicos de cualquier política de fomento de la investigación universitaria. Hubo muchas discusiones. ¿Íbamos a usar algoritmos? ¿Íbamos a usar métricas? ¿Los proyectos iban a tener un número e íbamos a decir “hasta acá da la plata”? ¿Sí o no? No. Tuvimos discusiones que parecen bobas, pero no son nada bobas. En ese momento el primer presidente de la CSIC era el profesor [Luis] Yarzábal, que trabajaba en el Instituto de Higiene; tuvimos muchos presidentes de CSIC, todos extraordinariamente enjundiosos: Ricardo Ehrlich, Enrique Cabaña, Nicolás Rey, por un tiempo [Luis] Bértola, después Gregory Randall y ahora nuestra muy querida prorrectora Cecilia Fernández. Fue un trabajo muy mancomunado, en el que realmente puedo decir que no hubo un sí ni un no. Un trabajo muy lindo, de muchos años. Es una unidad que cambió muchísimo, pero que tuvo cierta continuidad versus las diferencias en la conducción política de la Udelar. Realmente fue un trabajo mancomunado.
Da la sensación de que, más allá de que ha habido cambios y se van agregando o modificando programas, la política de investigación parece ir en una dirección de acumulación, a diferencia de las políticas en otras funciones universitarias, como la extensión o, un poco menos, la enseñanza, en las que ha habido reformas, como la de las ordenanzas de grado. En investigación, en cambio, eso no se ha dado.
Se puede decir de muchas maneras. Yo creo que una de las razones de eso es que es más fácil hacer política de investigación que hacer política de apoyo a la enseñanza y hacer política de apoyo a la extensión, porque “investigación” es algo que se sabe qué es. Vos podés pelear contra lo que es, y hemos peleado, pero tiene una identidad bastante consensual, y creo que eso facilita las cosas. De todas maneras, hemos hecho cosas que no siempre tuvieron consenso. Por ejemplo, el Programa de Apoyo a la Investigación Estudiantil, que yo creo que es una joya, hubo gente que lo cuestionó mucho. “¿Qué? ¿Un estudiante haciendo investigación? ¡Que haga las monografías y que se reciba!”. Es decir, ¿un estudiante sujeto de derecho de la CSIC? La peleamos y la ganamos. Hacer proyectos de inclusión social: se cuestionó que no era función de la Udelar, y además estaba la Intersocial. Pero es importante, porque la inclusión social tiene que ver con poner el conocimiento al servicio de actores débiles, y por eso lleva todo un trabajo de construcción de la demanda, de diálogo con los actores, de entrevistas con las contrapartes. No les puedo decir realmente el trabajo que da llevar adelante el programa de inclusión social. La primera vez que lo hicimos, en 2003, le llamábamos “de emergencia social”; nos dejaron financiar tres proyectos, teníamos una demanda de 52. Todavía me acuerdo del proceso de evaluación. Llegó 2008, la cosa cambió, hubo más dinero y ahora es un programa regular de la CSIC. Un programa que, al contrario, no tuvo ninguna discusión es el siguiente. Llegó un día un decano a decir que su facultad nunca había tenido un proyecto, y que no lo iban a tener, porque no sabían hacer investigación. “Si ustedes no hacen nada, seguiremos así”, dijo. Política de iguales para desiguales es una política injusta, entonces empezamos a pensar cómo. Y ahí surgió el programa de calidad, de fortalecimiento de la calidad de la investigación en toda la Udelar, que cambió facultades enteras. Es un programa complejo, que financia a cinco años; se pudo hacer cuando vino el gran incremento presupuestal. Lo que quiero decir, en definitiva, es que acá siempre hubo cambio y siempre estuvo la pregunta rectora: la política está al servicio de los cambios que se quieren hacer, pero también de las necesidades concretas que tiene la gente. Entonces tenemos una especie de antena: ¿qué está haciendo falta?, ¿dónde están los problemas? Bueno, la gente necesita equipos: hay que tener un programa de equipamiento.
Las convocatorias no deben ser siempre iguales.
Hay una cosa muy poco estática. Algunos programas nunca tuvieron bases iguales de una vez a la siguiente; típicamente, el de iniciación a la investigación. ¿Qué es alguien que se inicia en la investigación? Una cosa era cuando empezó el programa, un año después de que arrancó la CSIC, y veíamos que los jóvenes les pedían a los viejos que les firmaran, pero los trabajos los hacían ellos. Entonces separamos eso, hicimos una política para que los jóvenes firmaran lo que tenían que firmar. Pero en aquel entonces no había posgrado nacional. ¿Un doctor es alguien que se inicia? Los básicos te dicen que sí, porque un doctor trabajó en su tesis bajo la directa supervisión de un profesor; pero en ciencias sociales es totalmente falso, porque el grado de autonomía de un doctor en Ciencias Sociales es muchísimo mayor. Como vos tenés que tener una política general, ser doctor o no ser doctor no puede ser la clave. La idea con la que definís va cambiando con el tiempo, en función de que aparecen otras cosas. Uno está atento a eso y, en ese sentido, la CSIC es muy poco burocrática. Estamos viendo cómo la realidad cambia también por efecto de cosas que nosotros hacemos, entonces tenemos que ir cambiando nosotros. Hay una cosa muy fermental. Tenía razón Brovetto: todos estos borradores que dan cuenta de los cambios los escribimos nosotros, los docentes de la unidad académica, que somos los que estamos examinando permanentemente lo que pasa, con antenitas apuntando a todas partes. Es un trabajo precioso. Cuando a veces se me quejan, y con razón, porque tienen mucho trabajo, yo les digo: “¿Ustedes se dan cuenta del privilegio que tenemos, de poder imaginar una política, implementarla, evaluar si dio lugar o no a lo que queríamos, eventualmente corregirla?”. ¿Quién tiene esa suerte? Hay que aprovechar eso, que es único, salvo si sos presidente de la República, en una de esas, y quizás ni tanto. Es un trabajo precioso y yo creo que la CSIC es apreciada por la Udelar, y eso también es muy lindo. Y la otra cosa que es marca de fábrica: la culpa siempre la tenemos nosotros. No es que vos hiciste todo mal y te equivocaste; ¿habremos hecho bien el formulario nosotros?, ¿está lo suficientemente claro? Hiciste una barbaridad; ¿las bases estaban claras?, ¿eran realmente explícitas o eran ambiguas? O tal vez tenés razón: vos leíste algo que se podía interpretar así. Nunca es “qué tonto este, qué mal que lee las cosas”. Esa es una cultura que también implica que si nos equivocamos con una evaluación, que es lo peor que nos puede pasar, lo reconocemos. Hemos tenido casos en que hemos revisado una evaluación y le hemos pedido al Consejo Directivo Central que cambie un juicio. Eso de no hacer un veredicto final, sino estar siempre abiertos a la crítica y el análisis, creo que hace a lo único que podemos asegurar: la transparencia. No podemos asegurar la objetividad, porque no existe, pero la transparencia sí.
¿Qué explicación encontrás de que el sector productivo investigue tan poco en Uruguay?
Hay que contestar por dos lados. Uno: tiene que haber una estructura productiva. Cuando hay un país como Estados Unidos, donde tenés a la Boeing, a la IBM, a ATT, tenés premios nobeles en los laboratorios de investigación y desarrollo de empresas privadas, eso es una estructura productiva; mirá la de Inglaterra, la de Francia. Esa gente contrata investigadores que hacen investigación en el sector privado porque les va la vida económica en hacerlo. Si tenés una estructura productiva como la nuestra, muy escasamente requeridora de un conocimiento de punta que apunte, a su vez, al cambio como elemento que retroalimenta la economía de la propia empresa, entonces ¿para qué diablos vas a tener investigadores? Esa es una cuestión, la de la estructura productiva. Cuando vos tenés empresas que usan el conocimiento como parte de su estrategia competitiva, tenés empresas que contratan investigadores. De esas tenés poquísimas en Uruguay, porque el conocimiento que se compra es un conocimiento empaquetado. Lo otro que hay que mirar, a raíz de eso, es cuál es la estructura de contratación de personal. Es una de las cosas que más se sufren: las encuestas de innovación no sacan el dato obvio, el de la taxonomización de empresas si tienen o no personal calificado. Porque la verdad de la milanesa sobre la relación universidad-empresas es que lo que hay es una relación entre investigadores de la universidad y profesionales de la empresa; no son las instituciones las que dialogan, son personas. Y dialogan porque tienen un lenguaje común; si vos tenés una empresa donde no hay un solo profesional, la posibilidad de que esa empresa dialogue, use la plata que le da la ANII [Agencia Nacional de Investigación e Innovación], es muy poca. La ANII les da la plata y encima les dice “si no sabés llenar el formulario te pago un formulador”. Está bien, pero hay una cosa que está antes: reconocer que hay conocimiento que sirve. Cuando nosotros hicimos el primer estudio, por el cual yo volví al país a estudiar el sector industrial, 80% de las pequeñas y medianas empresas no tenían un solo profesional, y eso que la definición de “profesional” era tener más de tres años de universidad, o sea, ni siquiera hacía falta tener el título, lo que era razonable entonces, porque la gente no se recibía, pero igual era mucho. A medida que uno iba subiendo de tamaño la cosa iba cambiando, y cuando llegabas a las empresas grandes tenías que 80% sí tenía profesionales. Muchas veces eran profesionales que hacían trabajos rutinarios, pero eran profesionales. También había un escasísimo mercado laboral para los que podían tener una puntita de investigación. Los bioquímicos, los biólogos no tenían inserción en el sector privado; tenías agrónomos, ingenieros, ingenieros químicos, pero no esa otra gente que después, de a poco, se fue incorporando. Ahí está la explicación de por qué no hay investigación en el sector: porque la estructura productiva no lo requiere. Pero eso tiene un matiz: no lo requiere en un sentido raso; por supuesto que la industria uruguaya requiere conocimiento, pero muchas veces lo compra afuera cuando lo podría comprar adentro, y sobre todo lo hace el Estado, más que el sector privado. Eso se debe a una cuestión más profunda: la de creer que “nosotros no podemos”, “nosotros no sabemos”, “nosotros, uruguayos, chicle con alambre no, vamos a comprarles a los alemanes, a los suecos”. Es lo que desde hace muchos años se llama “imaginarios tecnológicos desvalorizantes”, que son una profecía autocumplida. Si una cosa tiene cualquier país altamente industrializado, como lo tuvo Corea, que explica su proceso, es “lo voy a hacer yo, aunque me cueste más caro, aunque me lleve más tiempo, porque es la manera en que voy a aprender a hacerlo cada vez mejor”. Cuando no tenés eso metido en la cabeza y no querés pagar los costos del aprendizaje, entonces estás frito y vas a ser subdesarrollado por el resto de tus días.
Es una decisión política y cultural, entonces.
Sí, peligrosísima y profundamente injusta. Tenemos excelentes científicos básicos, “que no sirven para nada”, tenemos ingenierías, tenemos resolución de problemas complejos resueltos de manera diferente, porque no se resuelve un problema complejo de la misma manera cuando sos rico y cuando sos pobre. Uruguay supo resolver problemas complejísimos de manera distinta a como lo hacen los que tienen mucha plata, y lo mostró la pandemia de manera maravillosa, y sin embargo no estamos orgullosos de nosotros mismos. El imaginario tecnológico desvalorizante, además de ser una postura político-cultural, es una postura que no está basada en los hechos, es injusta, invisibiliza razones para el orgullo que deberíamos tener. Eso es muy frustrante.
¿Es posible que se diluya lo que durante la pandemia se demostró sobre las posibilidades de la investigación científica en Uruguay?
Hay posibilidades de que se diluya. Para pensar el problema, tenés que preguntarte qué fue lo realmente estructural que pasó para que cambiara, qué fue lo que hizo ese cambio imponente que hubo en la pandemia. Dos cosas: uno, la imposibilidad de hacer otra cosa, porque era o no hacer nada o hacer esto; comprar no se podía, porque acapararon todo. La urgencia, entonces. Segundo: la precisión de la demanda. “Necesito hisopos”, “necesito kits de diagnóstico”, “necesito ventiladores para CTI”. Estaba clarísima la lista de necesidades urgentes, se pusieron los recursos y las cosas se hicieron. ¿Va a haber urgencia después de la pandemia? Yo digo: ¿los gurises que están malnutridos, la falta de saneamiento, las casas en condiciones innobles, todos los problemas asociado a la disrupción social son acaso menos urgentes que la pandemia? No. Se requiere conocimiento, sin duda. Ahora, o sos indiferente o lo resolvés comprando afuera, o no validás el carácter urgente que tiene un conjunto de demandas. Entonces, no sé si se va a poder. No sé si se va a volver a lo de antes. Por otro lado, es bueno que se entienda que se pudo dar respuesta a la pandemia porque hubo una investigación de primer nivel capaz de responder, y no era solamente investigación aplicada, era investigación básica que se hizo en muy malas condiciones por falta de presupuesto durante décadas. Entonces, la idea de que no nos podemos dar el lujo de tener ciencia básica... bueno, señores, miren la pandemia. ¿Habrá realmente una revisión sobre lo que fuimos capaces de construir y por eso pudimos responder? ¿Podremos apoyarnos en eso para ir a más? Si eso se hiciera, las cosas podrían cambiar, porque capacidad para dar una respuesta hay. No soy muy optimista, pero unos cuantos vamos a seguir machacando: “Miren lo que pasó con la pandemia”.
Después de la creación del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) que trabajó con la Presidencia de la República ha habido una especie de “moda” de GACH: convoquemos al GACH de seguridad, al GACH de economía. ¿Se puede replicar ese modelo en otras áreas?
No te podés imaginar los ríos de tinta que hay escritos sobre la relación entre la academia y la política, la evidencia y la política. Hicimos un estudio, hace ya mucho tiempo, para la Unión Europea, con una estupenda investigadora, Michele Snoeck, exactamente sobre ese tema: la vinculación entre los investigadores en innovación y las políticas de innovación en América Latina. Se entrevistó a investigadores y políticos. El abismo era grande y los puentes que había que construir eran muchos. Hay temas que parecen más políticos que otros, y hay temas en que la ignorancia absoluta por parte del cuerpo político es innegable. Nadie sabe nada de virus. Punto. ¿Saben de seguridad? Y sí. Saben de educación. Hay campos absolutos de ignorancia en los que no hay más remedio que salir a preguntar, en particular en un tema en el que no se sabe nada, porque donde se supiera un poquito iban a comprar lo que hubiera para comprar. Pero la pandemia tuvo, entre otras cosas, esa cuestión de incertidumbre raigal. ¿Eso se podrá repetir? No sé si se podrá repetir en otras áreas. Queda cómodo decirlo. La evidencia científica legitima mal, en el sentido de que no legitima nada, porque “evidencia” es un término que hay que tomar con pinzas; como si no hubiera controversias. Todos sabemos qué elegís mirar de los datos. Hay una definición de “ciencia” que dice “la ciencia es un acuerdo intersubjetivo entre pares”. Tiene un enorme valor, pero al formularlo así parece claro que es temporal y que refiere a un acuerdo entre la mayoría de los pares. Es complejo, como todo. Hay que manejarlo con sentido común, porque invocar “la ciencia dijo que la vida existe desde la concepción”, bueno, ya sabemos lo que hay atrás de eso: no hay ciencia, hay ideología. Claro, cuando hablás de los virus en una situación de pandemia, podés decir que la ideología es cero. Puede ser que en algunos casos la ideología sea cero, pero a medida que te vas acercando a cuestiones que se alejan del virus y se acercan a la sociedad, la ideología no puede estar no estar presente.
Mujeres y academia
Has dicho que la lógica de la carrera académica choca con los supuestos de la vida familiar y afecta especialmente a las investigadoras.
Esa es una de las cosas contra las que hemos peleado duramente, pero ganamos en la letra y perdimos mal en la realidad. Tenemos el más absoluto respaldo internacional, hay una cosa que se llama Dora —Declaration on Research Assessment—, que fue hecha en 2012 por los biólogos de San Francisco. Dice que el factor H, que es el que te indica el número de citas que tienen los artículos que se publican en cada journal, no hay que usarlo, es una porquería, está mal, es mala ciencia, está hecho para que los bibliotecarios puedan elegir revistas, pero de ninguna manera puede usarse para juzgar la calidad académica de una persona que publica. En 2015 aparece “The Leiden Manifesto for research metrics”, una cuestión hecha por cientómetras, que dice “por favor no cuenten papers, piensen bien cómo van a hacer la evaluación, esta evaluación cuantitativa es una catástrofe”. Otro libro de 2015, The Metric Tide, es el análisis reflexivo inglés sobre las consecuencias del research assessment exercise, que dice las catástrofes que fueron el resultado de 25 años de medir papers. Hay una cuestión de denuncia que se enfrenta ante una pared y se rompe la cabeza, que es la alternativa. Ok, esto está todo mal, pero decime cómo hacerlo mejor y cuándo llegás a eso, porque tenemos más científicos vivos de los que nunca existieron en la historia acumulada hasta el día de hoy y la gente necesita trabajar. Se presentan 50 para un cargo y tengo que elegir; termino no leyendo nada y diciendo: “El que tiene más de esto entra”. No es cuestión tampoco de burlarse de los que dicen “necesito un método sencillo cuantitativo porque no sé cómo hacer”. Hacés desastres, pero la cuestión es cómo construir seriamente una alternativa y sobre eso hemos trabajado, pensamos, escribimos, nos juntamos con otra gente, participamos en proyectos internacionales buscando la construcción de una alternativa sensata a una cuestión que se ha vuelto demencial.
¿Y concretamente en el caso de la académicas?
La otra cuestión tiene que ver con el análisis que ha sido muy impulsado por la Unesco en el caso de STEM [ciencia, tecnología, ingeniería y matemática, en inglés], que tiene que ver con la participación de la mujer en la vida académica. Sé que se usan los términos “segregación vertical” y “segregación horizontal”; a mí me parecen equivocados. La segregación vertical es efectivamente una segregación, pero la segregación horizontal es como si a mí no me dejaran estudiar ingeniería. No: la vida lleva a que las mujeres no estudien ingeniería, pero no es exactamente una segregación. Lo vertical sí es una segregación, es una cuestión mucho más profunda. Se habla del efecto tijera: las mujeres son más que los hombres en grado, en maestría, empiezan a ser más tardías que los hombres en doctorado, pero cuando estamos en los grados, las mujeres son grados 1 y 2, están en el medio en grados 3 y en grados 5 están abajo. Hay algo que pasa que las mujeres están arriba y pasan a estar no abajo, muy abajo. Es un fenómeno que ha sido estudiado; hay una cosa que se llama She Figures, de la Unión Europea, que tiene análisis súper finos, país por país, de todas estas cosas. Esto se ha estudiado, es una cosa que preocupa, porque además las mujeres son mayoría clarísima en el mundo académico a nivel de los estudios. El género es una cosa que vigilamos en cada programa, las mujeres son mayoría; un poquito mayoría en el programa más competitivo, que es Investigación más Desarrollo, son las dos terceras partes en PAIE [Programa de Apoyo a la Investigación Estudiantil], son las dos terceras partes en iniciación a la investigación. Vigilamos. Una manera de encarar la cuestión es preguntarse cómo hacemos para que las mujeres puedan llegar a hacer la ciencia que se hace y, por lo tanto, acceder eventualmente a los cargos más altos, dejando de lado que hay sesgos que han sido probados internacionalmente por los cuales si un mismo artículo es mandado a dos evaluadores, uno firmado por Juan y el otro por María, va a ser mucho mejor evaluado Juan que María. Hay una situación de prejuicio respecto de la capacidad intelectual de las mujeres, instalada en una sociedad en la que es bastante natural que ello ocurra, porque ¿para qué estamos hablando todo el tiempo de patriarcado? Suponete que sacamos de arriba de la troya todo lo que es subjetivo y vamos a lo objetivo: cuántos papers tiene cada uno, suponiendo que me los evalúan igual. Hay gente que dice que las mujeres no pueden escribir el mismo número de papers que los hombres porque en edad reproductiva... y si no es por edad reproductiva será por otra cosa, pero la carga de cuidados está absolutamente mal distribuida. Lo cual es estrictamente cierto. Creo que tenemos que tomar eso en cuenta; como yo no sé cómo hacer para que las parejas de las mujeres académicas se porten mejor de lo que se portan, puedo ayudar por lo menos a generar situaciones como la famosa licencia parental y otros mecanismos que se puedan dar. Lo que se llama stop the clock: no te evalúo si tuviste familia, te evalúo más tarde para darte más tiempo. Mecanismos hay muchísimos. Yo digo: “Bien, hagámoslo, pero para mí no alcanza, porque el problema de fondo es otro”. El problema de fondo es que la manera en que estamos haciendo ciencia destruye la vida de hombres y mujeres. Y no hay ninguna necesidad. Creo que lo que hay que hacer no es tanto preguntarse cómo las mujeres podemos hacer ciencia como los hombres, sino cómo podemos hombres y mujeres hacer otra ciencia de otra manera. Esa es la verdadera pregunta que hay que hacer. Si lo hacemos de la otra manera nunca vamos a llegar, porque cada vez va a venir un requisito más para que vos puedas distinguir quién es más competitivo que quién y en esa guerrita, de alguna manera, como la identidad absoluta en la carga no va a poder existir, las mujeres van a seguir. Para que las mujeres puedan hacer lo que importa, que es hacer la mejor ciencia que puedan, hay que cambiar la manera de hacer ciencia, y para eso el sistema de evaluación hay que cambiarlo. Es más fácil hacer la revolución socialista que cambiar el sistema de evaluación [se ríe], es dificilísimo. Porque además está esa cosa sinuosa, insidiosa que dice: “¿Te quejás del sistema de evaluación? Las uvas están verdes, es porque no te da”. Y te descalifican. Como a mí no me pueden descalificar, yo me puedo dar el lujo. Para llegar a que te escuchen tenés que portarte... es un círculo complicado.
¿Cómo fue esto en tu historia personal?
Mi historia era complicada, estábamos exiliados, estábamos solos. Primero quiero decir que tuve a mis hijos hace mucho tiempo y siempre fui muy admiradora de la vida colectiva y además estaba muy presente la cultura francesa de la crèche, la idea de que los hijos se crían mejor estando con niños, que lo que importa no es cuánto tiempo estoy, sino qué calidad de tiempo les doy. Mis hijos fueron desde muy temprano a guardería, porque tuve la suerte infinita de que una exiliada chilena puericultora tenía una guardería que se la deseo a cualquier madre. A una madre como yo, solitaria y sin experiencia, le enseñaba las cosas básicas que el hecho de ser madre no te las enseña, te las enseña estar con la madre, con la abuela, con la tía, con la que tuvo tres hijos antes y te contó que cuando pasa esto pasa esto otro y tenés que hacer esto otro. Todo eso que yo no tenía me lo dio la tía Marta. No tuve problemas de tiempo, di la prueba aquella con la panza así. Rodrigo era el que manejaba, yo no manejo, y un solo corazón, no tengo otra cosa para decir. Más allá de las obsesiones particulares que quizás cada sexo tenga respecto de los hijos. Después llegamos a Francia y yo pensaba que en una de esas iba a tener que dejar, pero nunca se dio, siempre se pudo combinar. Llegamos con los nenes chicos, cinco y dos años y medio, y la escuela francesa de ocho horas por día de lunes a viernes los aceptó, entonces pude hacer el doctorado, pero siempre muy dependiente de las estructuras colectivas ajenas al hogar. Sin eso, imposible. Y también la suerte de tener hijos chicos que son sanos. Otra cosa: los padres de Rodrigo murieron con nosotros en el exilio, mi madre vivía en Israel, entonces el cuidado de los progenitores no fue una cosa de la que tuvimos que hacernos cargo. Las situaciones personales son todas muy variables y también éramos muy trabajadores, se dormían los chicos y eran unas cuantas horas después. Si no, no da, la vida académica es de sábados y domingos y es de noches. Ahora, yo pienso las cosas que hacía cuando tenía 30 años y no puedo creer, me canso de sólo acordarme. Son otras edades, otras energías, la energía emocional del exilio. Nosotros siempre supimos que para volver teníamos que construir capital de muchos tipos. La idea de la vuelta ayudaba a esa construcción que implicaba algunos sacrificios, pero era aquella cosa: “Vamos a volver”. Eso también ayudaba.
¿Cuáles son tus planes luego de dejar la CSIC?
Nos presentamos a un núcleo interdisciplinario llamado “Ciencia, tecnología e innovación para un nuevo desarrollo”. Luis Bértola y yo somos los responsables, hay 36 personas, toda la unidad académica [de CSIC], Javier Taks y Victoria Evia de Humanidades, Carlos Bianchi de Economía, Reto Bertoni, Luciana Madrigales y Lucía Pittaluga de Ciencias Sociales, gente del exterior, de Tacuarembó. Somos un grupo grande. Rodrigo, Gerado Caetano también. La cuestión es ciencia, tecnología e innovación para un nuevo desarrollo. Volver a discutir la cuestión del desarrollo, volver a discutir el rol del conocimiento. Tiene nueve módulos de los cuales seis son profundamente empíricos, vamos a hacer encuestas, entrevistas, un montón de cosas. Es un programa del Espacio Interdisciplinario de la Udelar. Eso nos da hasta agosto de 2030.
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