“Vení, Ringo”, le dice Claudio a su perro, manso, que quiere acompañarlo en este rato de entrevista. “Es una compañía bárbara para estar callado. Por ahora no habla”, nos cuenta, mientras el animal se acomoda en un sillón y lo mira sereno, sin ninguna intención de dejar solo a su dueño frente a tres desconocidos. Se miran por un segundo más; los dos saben lo que está pensando el otro, hasta que a Claudio se le ocurre ilusionarlo con la promesa de alguien que lo está esperando del otro lado de la puerta. “¡Mirá!, ¿quién te llama ahí?”, le dice con el mismo tono campechano de siempre, pero con algo más de rapidez, y Ringo sale corriendo y contento.
Estamos en su habitación de trabajo. Hay libros por todos los rincones y una ventana grande frente a su escritorio, también acorazado con libros y que da a un patio interno del que se han adueñado helechos hasta el final de sus paredes y donde también habitan “un olivo, un guayabo del país, un arazá, un cedrón, un limonero, una santa Rita, un plumerillo colorado” y un jazmín del país que se le secó. Puede estar desde la mañana hasta las once y media de la noche ahí dentro, pero con la puerta abierta, leyendo al mismo tiempo sobre sus más diversos intereses y escribiendo el final de la trilogía prometida que comenzó con La memoria obstinada de Pueblo Vírgenes y continuó con El pasado es un montón de cosas inconclusas.
Este 2021 se lo tomó sabático, luego de un padecimiento y de la incertidumbre por su estado de salud, ya encaminado. Fueron más de 30 años metido en el mundo de la publicidad como creativo, director de agencias y gestor de ambiciosos proyectos, con un pasado como periodista y un presente continuo como escritor apasionado por los libros, la literatura y la poesía, testigo privilegiado y protagonista de la historia de Uruguay a través de la política, el arte y la realidad fantástica que se respiraba en la casa de sus padres en su querida Piriápolis.
En su escritorio, en un libro abierto aparece el título de capítulo “Construcción identitaria, contraste y polarización”. Debajo aguarda Perro de aeropuerto, la obra de poesía de Claudio Burguez; la cima de otra pila la ocupa Amantísima, de Nicolás Alberte, y en otra se aprietan New York Vertical, de Horst Hamann, y dos tomos de Historias de la vida privada en el Uruguay.
“Acá nos conocemos todos” es una frase de nuestro patrimonio cultural a la que este hombre entrañable —y de aspecto algo hosco, más parecido a un espantapájaros que a un alto ejecutivo— supo encontrarle el reverso de lo obvio y cómplice: en una de sus últimas y más recordadas campañas publicitarias, volvió más amigables y ventajosas esas palabras y también increíblemente novedosas, como si abriesen una oportunidad única (por caso, la de cambiar de opinión y probar con una marca de refrescos nacional, ahora más colorida y más rica).
Cuando hablábamos de cómo empezar apareció el nombre de María Esther Gilio. ¿Cómo era tu vínculo con ella?
Es tía segunda mía y prima de papá. Fue un vínculo bastante cercano. Ella con el viejo1 tenía una relación muy fraternal, de mucha empatía, que mantenían desde muy niños. Y nosotros con sus hijas mantenemos hasta el día de hoy una relación muy cercana. María Esther era una mujer increíble.
¿Hablaban sobre el ejercicio del periodismo?
Recuerdo pocas charlas con ella vinculadas al oficio del periodismo. Si las hubiera tenido, quizás yo no hubiera sido un fracaso como periodista. Eran charlas familiares, cotidianas, algunas vinculadas a la literatura o a la política. Y después yo también era testigo de muchas charlas de ella con mi viejo o con otros personajes. Tengo una historia bastante trágica porque poco tiempo antes de que ella falleciera [en 2011] le hicimos un video con Josema [Ciganda] y Carlos María Domínguez, que tenía un conocimiento muy importante de su carrera. Él la estimulaba, le hacía preguntas, y en dos días hicimos un recorrido por su vida y su trabajo. No había un objetivo claro con ese video, pero queríamos que quedara el testimonio de ella en forma audiovisual, pero se perdió en una de esas mudanzas, viajes, discos externos. Una pena, porque además ella había estado muy lúcida y muy feliz en esas entrevistas, había contado incluso las cosas más oscuras o más difíciles, pero con una enorme simpatía y mucha inteligencia. Pero bueno, por algo las cosas salieron así.
Pasaste por el periodismo, pero en realidad querías ser poeta.
Siempre bromeo con eso, pero algo de cierto hay. Quería ser poeta porque pensaba que los poetas eran gente importante. Tan equivocado estaba en la vida, aunque eso es algo que digo en broma, claro. Lo que sí pasó es que mi casa en Piriápolis siempre estaba llena de gente y había una presencia muy importante de escritores, amigos del viejo. Se hablaba mucho de literatura; era una casa muy viva en ese sentido. Era lógico que por algún lado apareciera esa inquietud; entre la fascinación que provoca la adultez cuando sos niño, además de querer fumar y armarte el primer tabaco negro, jugabas a que podías escribir. A eso agregale una pequeña dosis de melancolía y una pequeña dosis de introspección. Escribía de la amistad y del deporte también, pero los inviernos largos de Piriápolis ejercen una fascinación especial para que uno pueda pensar en un futuro de escribiente. Creo que sí, fue lo primero que quise ser. Después deambulé por otras cosas. Al periodismo renuncié por falta de curiosidad. En un momento dije: “Quiero ser periodista”. No sé si tenía muy claro lo que eso significaba o si ya lo entendía como una forma de que las palabras me pudieran generar un ingreso para vivir y me subvencionaran mis ficciones o mis ganas de ser poeta. No lo tengo claro. La realidad es que cuando logré hacer periodismo fue cuando me vine a Montevideo, después de la cana.
Fue el básquetbol lo que te permitió venir a Montevideo.
Claro. No era un tipo apto para el deporte, pero medía 1,96 y era medianamente fuerte debajo del tablero, entonces en aquella época era apetecido por diversos equipos. Pero cuando llegué al punto de que tenía que entrenar de mañana, de tarde y de noche, después de estar casi cuatro años en cana, me dije: “No, en cana no voy a seguir”. Y entonces largué el básquetbol.
¿Y al periodismo cómo llegás?
Después de largar el básquetbol, fui a visitar a varias personas, entre ellas a Maneco Flores Mora. Y resulta que al tiempo se acordó de mí. Cuando Manolo [Flores Silva] arrancó con el semanario Jaque, me llamó Alejandro Bluth: “Maneco me pidió que te llamara, así que venite a ver qué podés hacer”. Ahí se inició mi carrera como periodista, que fue breve pero intensa. Fue un primer año de Jaque en el que se vivieron momentos muy importantes. Estábamos en los finales de la dictadura, pero todavía estaba activa. Éramos un montón de pendejos con furia y ganas de escribir cosas. Además de Maneco y Alejandro estaban Juan Miguel Petit, a nivel gráfico estaba Alejandro Di Candia, estaban Tommy Lowy y una cantidad de nombres increíbles que se rescataban del ostracismo, porque habían quedado congelados en la dictadura, que venían de lugares como Marcha. Eso, sumado a un acuerdo con Carmen Balcells, la representante de los escritores del boom latinoamericano, nos permitía contar todas las semanas con notas de gente increíble. Se hacían separatas en las que escribían Vargas Llosa, García Márquez, el propio Onetti y una cantidad de gente que venía de la psicología o la antropología. Había una especie de abordaje holístico y una inquietud brutal por esquivar la censura previa diciendo cosas, lo que obligaba a un ejercicio de la inteligencia y la sutileza que también hacía del periodismo una cosa buena.
De Jaque siempre se recuerda la investigación del caso Roslik.
Es que fue la primera vez que se habló en un medio de una muerte por tortura, con el título “Oremos por el alma de Roslik, que murió torturado”, entrecomillado porque lo había dicho un cura en Paysandú, en la cobertura que hicieron Juan Miguel, Alejandro y el propio Maneco. Una historia fantástica, tremenda, llena de miedos y dificultades, pero con un anclaje en el periodismo de investigación muy fuerte. Así que me tocó estar en medio de cracks. En esa redacción, de pronto tenías en una mesa a Maneco. Él escribía en su casa y se venía a la redacción a terminar las contratapas y al lado capaz que estaba Carlos Maggi. La coyuntura hacía que quedara clavado entre las mejores flores. También me pasó en la publicidad. Después me fui para La Hora. Cada tanto nos juntamos con Pedro [Cribari] y Antonio [Ladra] a charlar, y Pedro siempre me recuerda cómo se quejaban de los comités de base por las coberturas que hacía. Y no sé qué hacía en realidad. Cada tanto agarraba los eventos que había en los comités de base y no podía simplemente armar una cartelera y poner “mañana a las 18.30...”, entonces había inventado un personaje que era un investigador que recorría los comités y sabía qué iban a hacer en cada lugar. Yo me divertía mucho con ese espacio, pero no era muy bien recibido.
¿Cómo era la respuesta del militante de base frenteamplista a Jaque, cuya dirección respondía al “ala izquierda” del Partido Colorado?
Estábamos en dictadura todavía. No sé cómo era recibido, pero era un semanario que llegó a tirar 28.000 ejemplares por semana; multiplicá eso por cuatro. Era periodismo, y ahí se acercaban los blancos, los colorados y los frenteamplistas. Naturalmente, los funcionarios de la dictadura lo esperaban al pie de la imprenta para ver si lo dejaban salir o no. Era la muerte por inanición, porque, si te tiraban para atrás una edición, ¿cómo hacías para sacar la siguiente? Dentro del semanario convivía gente de extracciones muy diversas.
¿Esa pluralidad cómo la viviste?
Cuando tenés una causa común las diferencias se van limando. El objetivo era la vuelta a la democracia y, más allá de discusiones políticas o ideológicas, fueran amables o intensas, había una nobleza y un respeto en la convivencia que recuerdo con mucho afecto y mucho cariño, porque allí lo que había era una trinchera profesional en la que me sentí muy cómodo. Cuando estuve en La Hora, una experiencia que también recuerdo con mucho cariño, entendí que ya había probado el periodismo. Había empezado a hacer trabajos en publicidad y sentí que la subjetividad me atraía más; aquello de sentarme a pensar cosas que estaban adentro de mí y después conectarlas con la realidad me provocaba una erótica diferente a la que me generaba la realidad que después tenía que hacer pasar por adentro de mí. Y la publicidad era un lugar que ya me había picado. Cuando fui a trabajar a Jaque, no dejé de pensar en la publicidad. Esa era una vocación que yo no había salido a buscar, como sí me pasó con el periodismo.
¿Recordás en particular algún trabajo periodístico?
De todo lo que escribí en periodismo, lo único que podría decir que estaba bien era una nota que se llamaba “El hundimiento del Delfín C”, que era un barco de pesca que se había hundido en las cercanías de Piriápolis. Ahí lo que había que averiguar era si tenía los implementos de seguridad adecuados y la conclusión, que después fue muy discutida, fue que el barco no estaba preparado como correspondía. De ese momento recuerdo algo que hoy todavía me impacta. Fui a la casa de uno de los marineros que habían desaparecido. Quedaba en el Cerro. Había una habitación y estaba todo el mundo sentado en ronda, como si estuvieran en un velorio, pero en el medio de la habitación no había un cajón, no había nada. Cuando entré al lugar sentí un impacto que te estrangulaba. Alejandro Bluth, que era el secretario de redacción, se entusiasmó con la nota y la corregimos juntos. Si no hubiera tenido la corrección de Alejandro de pronto la nota no hubiera quedado tan bien.
Alguna vez contaste, hablando de comunicación, que es algo que ya te inquietaba desde la época de las pintadas de muros en Piriápolis.
Tuve una banda de rock and roll que nunca hizo ninguna presentación, apenas tuvo tres ensayos, pero en el segundo ensayo yo había hecho unos carteles con el nombre de la banda y los había pegado en el bosque que había cerca del liceo de Piriápolis, de una hipotética presentación que íbamos a hacer en el Pabellón de las Rosas, es decir que mi vida siempre estuvo asociada a cosas que tenían que ver con la comunicación y con algo que me estaba esperando a la vuelta de la esquina, que fue la publicidad.
En el caso de la pintada por la que me llevaron en cana, mis elucubraciones eran que no podíamos firmar como Unión de Juventudes Comunistas porque enseguida iban a saber quiénes éramos; lo mejor era firmar “abajo la dictadura” como CNT, porque nadie iba a tener idea de quiénes eran los autores. El mito de Piriápolis dice que nos descubrieron porque estaban tan altas las pintadas que el único que las podía haber pintado era yo, pero en realidad eso es falso. Nos vieron mientras estábamos pintando, nos estaban esperando. Y de esas cosas había muchas. Mi cuarto, cuando tenía 12 o 13 años, estaba lleno de grafitis, pero pintados a pincel; no existía el aerosol. O cuando estábamos con mi hermano en un calabozo pequeñísimo en el cuartel de Rocha: imaginate yo, con dos metros, y Mario tenía que bancar al monstruo las 24 horas metido ahí adentro. Siempre me despertaba de muy buen humor y lo que hacía deliberadamente para molestarlo era inventarle jingles, o sea que evidentemente en mí se estaba forjando algo que estaba esperándome para declararme su amor, y eso fue mi vida.
¿Te acordás de alguna cosa que hayas pintado en tu cuarto?
Sí, había una frase que decía “todo revolucionario debe tenerle miedo al dentista”. Yo había tenido muchos problemas con los dientes de niño. Eran tonterías, espontaneidades que iba escribiendo, en esa mezcla de jipismo, revolución, rock de los 70 y Zitarrosa. Era un montón de eclecticismo. Por un lado, dibujabas símbolos de amor y paz y de pronto estabas en una discusión sobre la lucha armada. Eran muchas contradicciones que al final van con uno. Tengo un amigo argentino, que vive en Francia, que cada vez que lo veo está distinto: a veces de barba y pelo largo, otras veces con bigotes y pelo corto. Y un día le dije: “Loco, qué conflicto tenés con el pelo”, y él me contestó: “Conflicto ninguno, es que todos somos hijos de John Lennon”. Viste que Lennon, si hacés un recorrido por sus fotos, tenía unos cambios drásticos. Y en realidad me gusta ese eclecticismo con el que uno fue creciendo y se fue formando, porque al final termina siendo lo que sos y listo. Además de la melancolía y los largos inviernos, los pueblos chicos te dan una apasionante diversidad. Mis amistades hasta el día de hoy son de extracciones e intereses muy distintos, pero sin embargo nos seguimos encontrando y estamos como congelados en ese pasado de infancias idénticas; idénticas por el contexto, por el lugar, y seguimos disfrutando esos encuentros con una pasión única. Lo pienso muchas veces por mis hijos. Si bien ellos tienen una actividad múltiple, han quedado un poco limitados al lugar donde van a estudiar, a este barrio donde viven. Este Palermo ahora está un poco más abierto, pero su infancia la vivieron en un barrio sin la contención de los vecinos. A eso me refiero.
¿Cómo llega la familia a Piriápolis?
Por dos variantes. Por un lado, mi abuela paterna tenía una pensión con mi abuelo, a quien no conocí, en la calle Guayabos, y en un momento tuvieron la oportunidad de poner un hotel en Piriápolis. Década de 1930, arranque de los años 40. Construyen una especie de hotelito, mi abuelo fallece y mi abuela emprende sola la construcción de un hotel en la calle Piria, el hotel Italia. Esa mujer era un tigre, una gran laburante. Entonces el viejo iba y venía entre Piriápolis y Montevideo; en el verano laburaba en el hotel con mi abuela, mis tías también. Y por el lado materno, mi abuelo era un judío lituano y mi abuela, ucraniana; se habían venido a Mendoza, Argentina, donde ya estaba la familia de mi abuelo. Eran muchos hermanos. El loco era cirujano y se fue a Buenos Aires a hacer la reválida, y a mi abuela por un problema de pulmones le recomendaron aire de costa. Y entre aquellos enredos y la hipnosis que generaba el viejo Piria en su condición de vendedor, seguramente les vendió un terreno, se hicieron una casa, y un día vino mi vieja a Piriápolis y se encontró con mi viejo. Es un cuento muy lindo contado por mi vieja. Ella ya sabía quién era mi viejo y un día lo encontró en un lugar que se llama El Delta. Mi viejo estaba con una botella de ginebra abajo del brazo y le dijo “vos debés de ser el Tola”, y se perdió de amor. Eso debe haber sido por los años 40 y pico, 50. Y se fueron quedando en Piriápolis. Mamá se integró muy rápidamente a la comunidad. Siempre dijo que el viejo convocaba y ella equilibraba, ese fue el pacto implícito en la pareja, porque mi casa era muy abierta y circulaba mucha gente. Llegaba gente por unos días de Montevideo y se quedaba cuatro meses. Así como te lo cuento. Y mi vieja iba equilibrando todo eso y sosteniéndolo, como buena malabarista. Pero al mismo tiempo, en su condición de arquitecta, se integró mucho a la comunidad, siempre de forma honoraria, porque no era que estaban los arquitectos del ministerio tal o cual y la vieja proyectaba liceos, la policlínica, la ampliación de la escuela, siempre estaba metida en esos procesos comunitarios. Ahora, mirando a la distancia, estamos hablando de una mujer; hay fotos de planchadas y la vieja en el medio de 50 tipos que habían estado trabajando en la obra. Es decir, era una mujer de osadías múltiples y que iba mucho para adelante.
¿Y de tu padre qué cosa recordás?
El viejo se vinculaba de la misma manera con un ingeniero grado cinco, con un escritor premio Cervantes, con un medio oficial y con un pescador. Él hablaba siempre del mismo modo con uno y con otro, y siempre era comprendido. Tenía una magia en la comunicación que lograba que subyacieran las cosas importantes que quería comunicar. Una vez le preguntaron: “Si tuvieras que perder un sentido, ¿cuál elegirías?”. Dijo que la vista, lo cual era raro para un pintor. Le preguntaron de vuelta: “¿La vista?”. Y contestó: “Sí, lo único que me aterra es dejar de escuchar a la gente”. Además, era un tipo tremendamente responsable en todo lo que hacía en las cuestiones afectivas. Te lo digo como hijo, pero también lo era como amigo, como vecino. No recuerdo si era Levrero o [Elvio] Gandolfo que decía que si te pasaba algo no tenías que llamar a la Policía, tenías que ir a buscar al Tola; el viejo tenía como una cuestión de solidaridad innata. Una vez leí una cosa de Jack London que dice que lo romántico no es peligroso para la Policía, y en el viejo había algo de eso. No era peligroso para nadie, siendo un hombre de izquierda, con ideas claras. Creo que ese era el marco de humanismo con el que convivía. Era un tipo de una enorme generosidad. Nosotros pasamos tiempos muy duros, sobre todo durante la dictadura, con problemas de todo tipo, también económicos, y el viejo siempre se las ingeniaba para poder dar una mano, aunque eso significara quedar debiendo dinero, porque tenía que pedir para poder dar. Ese es el mundo en el que me crie.
¿Y la politización tuya y de tu hermano Mario de dónde viene?
Creo que confluyen muchas cosas. La vieja no era una tipa de convicciones políticas; era una mujer de izquierda, mi abuela materna había sido comunista, pero mi abuelo… Antes de caer en cana, fui a Buenos Aires y él estaba muy enfermo. Lo visitaba en el hospital y él me hacía leer. Y me hacía trampa: me decía que precisaba tal dato y hacía que le leyera Archipiélago Gulag.2 En vez de discutir de política conmigo, con eso me decía: “Esta es la realidad, esto es lo que está pasando ahí, no seas pelotudo”. Mi abuelo respetaba a mi abuela, pero no era un tipo de izquierda. Mi madre era de izquierda, pero nunca tuvo compromisos políticos y cuando cayó presa fue porque ayudó a alguien para que se fuera del país. Punto. Mi viejo sí, era un tipo que había sido comunista, que se había ido del partido, pero siempre estuvo cerca y fue edil por la 1001. Y a nosotros nos llegaba un mundo que tenía que ver con esas cosas, del mismo modo que nos llegaban otros mundos. Era un entorno muy politizado. Había una pareja muy amiga de los viejos con la que se juntaban todas las noches a jugar al Scrabble y tomar café. Venía gente muy diversa todas las noches.
Mario Levrero
“Era uno de esos personajes que iban por tres días a mi casa y se quedaban cinco meses. Mi vínculo con Levrero arrancó en la infancia y siempre desde la admiración. No tuve vínculo con Levrero como mito. Levrero era el tipo que quemaba el café cada vez que lo hacía en mi casa, que ponía discos de los Beatles y traducía canciones diciendo ‘qué genios, mirá lo que dicen’, y yo tenía cinco o seis años y escuchaba she loves you, yeah, ‘ella te ama’, y no entendía dónde estaba la genialidad. A Levrero mito me lo perdí, aunque siempre estuvo muy presente en mucha gente de Piriápolis y, naturalmente, también en mi casa. La última vez que lo vi, él ya no salía a ningún lado, pero el viejo hacía una muestra en el museo Blanes y él fue, contrariamente a lo que todo el mundo esperaba. Con papá se profesaban un amor mutuo. A mí él me cohibía. Yo tenía escrita una novela, en la que había un personaje que era un escritor, que todo el tiempo estaba frente a una maquinita de flipper. Creo que ese era el único momento literario bueno de esa novela. El tipo jugaba muy bien a la maquinita. Yo en algún momento le conté que había un personaje así en la novela y él me dijo que le mandara lo que estaba escribiendo. Y no se lo mandé nunca, porque me sentía inhibido. Aunque no lo parezca, soy muy vergonzoso. Y soy más vergonzoso con la gente que admiro mucho. Y admiro a un montón de gente, por suerte. El único lugar donde no tengo vergüenza es en la publicidad. Y admiro a muchos colegas, acá y en el exterior, pero entendí cómo era el juego y vi que tenía las mismas dudas que tenían ellos, y eso me hizo romper esa cosa que sigo manteniendo con escritores, pintores y cineastas. Siento que tengo como un freno, sobre todo con los escritores. Ahora lo empecé a romper un poco también, pero a instancias de proponérmelo. Y con Levrero me pasó muchísimo. Llegué a mandar algo a Mario Arregui en algún momento, tuve lectores que eran poetas y escritores destacados, pero con Levrero no pude y no le mandé nada. No sabés lo que me arrepiento, porque creo que al menos ese capítulo del escritor él lo hubiera disfrutado, por una razón simple: el estudio de mi vieja estaba en la rambla de Piriápolis y al lado había un bar que tenía maquinitas, y en una época mi viejo y Levrero se pasaban jugando a las maquinitas. Él se iba a reconocer, porque además era un crack, ganaba pila de juegos y yo me quedaba ahí en la vuelta esperando que me dejara alguno. Lo hubiera disfrutado mucho y hoy me arrepiento. Él era un tipo muy generoso, seguramente lo hubiera leído”.
¿Nunca te molestó ese clima de puerta abierta y mucha gente?
No, lo disfrutaba mucho. Incluso en verano la casa explotaba de gente y yo lo esperaba con mucha expectativa para ver quién venía cada año. Entre la gente que iba estaba Policho Sosa, que era titiritero, director de teatro, maestro, hijo de Jesualdo Sosa; iba con su esposa, Marta Laporta, y eran como de la familia. Sus hijos tenían la misma edad que Mario y yo. En 1962 se fueron a Cuba a trabajar en alfabetización como maestros. Entonces, un año después recibías los cuentos y esas cosas te rodeaban. A mí nunca se me ocurrió otra cosa. No te puedo decir en qué momento sentí que la política o alguna idea en particular era importante. Yo no debía de tener más de siete años y me recuerdo escribiendo en la calle con tiza “Cuba sí, yanquis no”. Otro dato de comunicación. De dónde me venía aquello no lo sé. Por casa pasaba gente de todos los partidos. Mi viejo era muy amigo de muchos blancos y colorados. Por ejemplo, era íntimo amigo de Maneco, aquello de la generación del 45, aunque en realidad era más de la generación del Café Metro. Carlos Maggi, Líber Falco, una cantidad de gente, el propio Onetti. O [Rodney] Arismendi, que si pasaba por Piriápolis, pasaba por casa. Había una cultura republicana en casa impresionante, un democratismo que resultaba curioso para esa izquierda. Siempre lo cuento, pero en las elecciones del 66, que ganó Gestido, íbamos caminando con el viejo de noche por la calle Tucumán y en un momento escuchamos bocinas, ruidos. Y en la esquina de Trápani y Tucumán el viejo se para y empieza a aplaudir la caravana del Partido Colorado. Saludaba y lo saludaban a él y yo me acuerdo que, sorprendido, le dije: “Pero papá, a estos no los queremos nosotros”. Y él me contestó: “No es que no los querramos, lo que pasa es que nosotros queremos otra cosa”. Es decir, no odiamos por esto. Con el tiempo me di cuenta de que había sido una expresión de republicanismo impresionante. El viejo se mantuvo en pie hasta los 82 años siendo un gran bebedor, gran fumador; venía a hacer extensión universitaria a la Escuela de Bellas Artes y se volvía en el ómnibus de las once y media de la noche y la vieja lo iba a buscar. Además con una EPOC: llegaba a Piriápolis a enchufarse oxígeno. Él sentía una gran responsabilidad; cada tanto iba por el comité. Empezó en la Escuela de Bellas Artes cuando tenía 71, 72 años. Lo fue a buscar [Jorge] Errandonea a casa y el viejo estaba muy feliz. Le preocupaba mucho quién iba a tomar la posta. “En cualquier momento me voy y ¿qué hago yo con lo que tengo ahí, quién queda?”. La noche antes de morir fue a una charla al comité de base de Piriápolis y alguien me dijo que habló de la necesaria religiosidad que existía en la política, no como un acto de fe, sino como un acto de consideración. Tuve la sensación de que hasta último momento, hilvanando eso que dijo con todos sus actos, mantuvo su conducta. Un tipo que había estado en las movilizaciones estudiantiles contra Terra, estuvo preso, y mantenía una conducta —por momentos yo creo que era ingenua— de creer en el otro. Eso a lo que los americanos llaman insight: ponerse en los zapatos del otro, de cómo vos enganchás con la mirada de la otra persona para entender qué está pasando. Fijate que a él, que fue un defensor de la Unión Soviética, cuando cumplió 80 años lo llamaron de una radio y le preguntaron: “¿Te sentiste frustrado o decepcionado por todo lo que pasó con la Unión Soviética?”. Y contestó: “Mirá, flaco, si lo agarraban al Quijote y le decían que Dulcinea era fea, el Quijote no lo iba a creer”. Con esa respuesta sintetizó un montón de cosas. Que había una Unión Soviética que era obra de la invención, de quienes la pensaban y no de la realidad que estaba sucediendo. Pero al mismo tiempo en esa invención había una oportunidad de justicia. Dulcinea era bella, pero en realidad era espantosa.
¿El liceo de Piriápolis estaba muy politizado? ¿Qué recordás de esa época?
Cuando iba al liceo había 278 alumnos, hoy tiene como 1.800. Y me acuerdo de esa cifra por unas elecciones de estudiantes: ese era el padrón electoral. No era un lugar politizado para nada; era un lugar que algunos, como yo, intentábamos politizar sin éxito. Mi acercamiento a la política no fue por el lado de la militancia estudiantil; los eventos que se colectivizaban tenían más que ver con la juntada de dinero para viajes o para arreglar algo en el liceo. En algún momento, cuando se hicieron esas elecciones llegamos a participar en un encuentro nacional de estudiantes en Montevideo. Vinimos cinco personas como delegadas del liceo de Piriápolis, pero ingresamos a un mundo desconocido para nosotros: el mundo de las consignas. Y entre nosotros había gente que no estaba afín con la izquierda; creo que, de los cinco, tres éramos de izquierda.
De todas maneras, en 1972, yo tendría 13 años, se había formado la Juventud Comunista, y en Piriápolis llegó a tener una cantidad de afiliados increíble. Y en realidad era gente que hoy no importa dónde está y en aquel momento tampoco: si pensaba más o menos, pimba, lo afiliábamos. De esos quedamos militando diez o 12 y el resto siguió su vida por otros lados, incluso fuera de la izquierda. Pero en aquel momento había un mandato generacional, no sé. Te imaginás que no se hablaba de ideologías; ni hoy me atrevo a hablar de ideologías, por mis falencias, por mis debilidades. Pero había dos o tres que llegaban a Montevideo y eran estudiantes universitarios, y nos estimulaban a seguir adelante. 1971, 1972. Mi hermano Mario estuvo en el Movimiento 26 de Marzo y después fue tupa. Ahí creo que intervienen también sus contemporáneos, creo que en 1971 él ya tenía una militancia activa. Pasaban otras cosas, porque allá la vida también transcurría por carriles que no eran los de la militancia.
¿Cómo recordás el transcurso del tiempo por aquellos años? En una adolescencia en el interior, tan intensa, da la sensación de días que son muy largos, pero eso con los años cambia y como que todo empieza a pasar más rápido.
Está la discusión de Settembrini en La montaña mágica: ¿el tiempo es subjetivo, es objetivo? En la historia siempre hemos tenido la necesidad de leer el tiempo para entender lo que nos sucede con él y qué pasa dentro de nosotros. En Piriápolis, y en cualquier lugar de turismo, el tiempo es particularmente inestable. Vivís la furia de las temporadas y terminás en un hábitat escenográfico muy diferente durante los inviernos. Cuanta más gente hay, más rápido pasa; cuanta menos gente hay, más se enlentece. Por ejemplo, en Puerto Vírgenes,3 que es un espejo de un Piriápolis imaginario, hablo mucho del tiempo. Sobre todo en la vejez y en el pasaje por los inviernos. Hay algo que pasa sobre todo en los pueblos chicos y es que la gente no se suele morir en verano, la gente se muere en invierno; es como que el verano es una expresión de vida, de una intensidad que tiene que ver con el tiempo y el espacio, infinitamente más grande, que esos largos días de invierno, de enormes soledades, de noches vacías, tormentosas, salitrosas. Ese es mi recuerdo de infancia: la bicicleta pedaleando contra el tiempo. Los noviazgos largos del invierno, que tenían una lógica de disolución en noviembre, cuando empezaban a llegar los turistas. Era como un pacto establecido: nos amaremos este invierno y después el otro veremos qué sucede. Después, en el verano, vos por aquí y yo por allá, y al siguiente invierno otra vez la tentación del fuego. Yo creo que Piriápolis en ese sentido ha cambiado. Se ha ido mucha gente a vivir allá. Hay inquietudes culturales. Pasó a ser una ciudad autosustentable, que no depende exclusivamente del turismo. Ahora hay muchos autos, semáforos.
¿Qué te parecen esos cambios de Piriápolis?
A mí eso no me gusta, y no es de nostálgico. Para mí Piriápolis tiene que ser una ciudad de paseo, que tenga sólo una vía rápida y en el resto que se pueda pasear en bicicleta o en pequeños autos eléctricos. En aquella época todo era más distante y todo demoraba más. Otra cosa que te daba ese lugar eran los trabajos de temporada. Yo trabajé en la Onda repartiendo cartas, trabajé en la construcción (poco tiempo, la verdad sea dicha), trabajé de herrero, fui piscinero y salvavidas.
Cuando nacieron mis hijos, mi fantasía era que se criaran en Piriápolis. Es el lugar que amo, si bien tengo un vínculo de afecto muy grande con Montevideo. Mis hijos se criaron acá y ahora, en perspectiva, estoy feliz con esa decisión. Creo que viene asociado con un montón de cosas con las que Piriápolis ha estado cargando. El Piriápolis en el que los quería criar era una fantasía, era mi Disney personal, digamos. Pero no iba a ser el de ellos.
Fábrica de detectives
“Trabajé como detective durante cinco años en Punta del Este, tenía una oficina. Trabajé para gente de Brasil y de Buenos Aires. Empecé trabajando con temas de infidelidad, que es algo típico en la vida de los balnearios. Era medio pelotudez ese trabajo, porque tenía que seguir gente, hacer el registro fotográfico. Después tuve una investigación más potente, sobre la desaparición del collar de una famosa. Terminé en la Patagonia con esa investigación. Fue una investigación insólita, que por suerte terminó muy bien. Me gustó mucho esa investigación. Estuve en varias de esas, hasta en una movida de valija de guita anduve. Pero era un quilombo ese trabajo, porque tenía que andar con una Glock y al principio ni siquiera tenía el permiso. Y creo que ahí arrancó la afición, pero nunca quise que eso se sobrepusiera a mi instinto literario, sobre todo porque todo lo que te acabo de decir es mentira”.
En El pasado es un montón de cosas inconclusas hablás del peligro de la calma, y el narrador dice que “el dolor lo detiene todo”.
Dice la gente que estuvo en bombardeos que el peor momento es el silencio posterior a la bomba, el momento en que te vas a enfrentar con las consecuencias de eso, y además con tu propio temor de que las bombas vuelvan a aparecer; en ese sentido la calma es peligrosa, la calma hacia adentro y la calma percibida. Decía Morosoli que la soledad del hombre de campo va del hombre hacia el paisaje y a veces del paisaje hacia el hombre, y esto es lo mismo. Y que el dolor congela, es así. Posterga, establece prioridades diferentes. A veces humaniza también. Después de superado, vuelve a irrumpir el mismo caño de mierda de siempre, pero en el momento del dolor todo se suspende.
El personaje Aníbal Casto es alguien que se vuelve parte del paisaje.
Es un personaje que quiero mucho, porque hay dos cosas ahí: yo no me propongo escribir sobre tal cosa, escribo para contar una historia, pero de todos modos me importa mucho ubicarme en un momento de la novela o que la novela me ubique a mí y me haga preguntar: “En el fondo de esto, ¿de qué estás hablando?”. Y acá hablo del miedo. Y acá aparece como determinante al menos en dos personajes. Esa es una convicción que fui ganando con el tiempo: todos tenemos derecho al miedo, todos tenemos derecho a lo pusilánime, al cagazo, y el miedo es lo que menos estamos en condiciones de juzgar. Casto es un pájaro herido, deambula, termina formando parte de un paisaje estable que todos los pueblos del interior tienen. Es un paisaje humano, pero que puede pasar a formar parte de una cosa. Es decir, uno va a una plaza de un pueblo del interior y sabe y conoce el paisaje, pero hay alguien que está siempre ahí, sentado, tomando mate, y comienza a formar parte del paisaje, tal vez sólo porque está 14 horas al día sentado tomando mate en el mismo lugar, nada más. Casto, con su traje azul, su corbata roja y su camisa blanca, sin que nadie sepa si siempre es la misma o si la va cambiando, si tiene varias. Un tipo que cambió en un momento de la vida, después del episodio en el cual se roba el Banco República de Puerto Vírgenes, y que cambia hasta transformarse en ese pájaro herido que deambula en su bicicleta, que fuma compulsivamente, que vive solo, en un lugar de una asepsia muy particular, melómano, amante de Janis Joplin y Jimi Hendrix, y que tiene 90 y pico de años. Bueno, él quedó congelado. Lo congelaron el dolor y el miedo.
¿De dónde viene eso del “derecho al miedo”?
Cuando a mis viejos los llevaron en cana yo tenía 15, 16 años. Estábamos en Piriápolis y me avisaron que estaba el Ejército en mi casa. Claro, un camión parado en Simón del Pino y Misiones, frente a lo del Tola: en 30 segundos sabía la noticia todo Piriápolis. El aire de las marcelas hace que las noticias corran con mayor fluidez, como pasa en Puerto Vírgenes. Entonces ahí me fui para casa. Quiero aclarar que no hay ninguna victimización con esto que cuento, porque tuve la suerte de estar muy acompañado por familiares y amigos mientras mis viejos y mi hermana estaban presos. Siempre estuve muy contenido. Pero el derecho al miedo apareció ahí. Por otras experiencias que se habían vivido en Piriápolis, con mi hermano y otros amigos que ya se habían llevado al cuartel de Laguna del Sauce, yo sabía que había que llevar un colchón, un tabaco (que no te iban a dejar pasar) y algo de ropa; era la manera de estar presente y que el otro supiera que habías estado ahí. Entonces fui a la casa de una persona que era de izquierda, comprometida. Me ve entrar y me dice: “Claudio, ¿qué pasó? Me enteré de que fueron los milicos”. Le digo: “Mirá, justamente venía por eso, para ver si vos me podías llevar al batallón, que les quiero llevar los colchones y otras cosas”. El tipo me dice: “Pah, Claudio, justo ahora tengo una reunión con Fulano que no puedo postergar. Capaz que podés conseguir por otro lado”. Ahí me di cuenta del miedo pavoroso que le había dado tener que ir hasta el cuartel. Me doy vuelta y viene entrando la persona con la que iba a tener la reunión. Me ve y me pregunta qué había pasado. Le expliqué la situación y que la otra persona me había dicho que no me podía llevar porque tenía una reunión con él. El loco miró a la otra persona, se dio vuelta, me abrazó y me dijo: “Vení que yo te llevo”. Con la persona que no me había querido llevar seguí enojadísimo, muy enojado, por tres años. Después se me pasó, porque entendí el miedo y el derecho al miedo. Es parte de los monstruos que nos habitan: enfrentarlos no siempre es la solución. Y aprendí a respetarlo mucho. Me pasó, también en Piriápolis, de cruzarme con personas que habían largado recién del cuartel y cuando corría a saludarlas, cruzaban de vereda. Eso me sucedió y también lo entendí. El miedo y después la culpa por haber sentido miedo. Fue importante para mí descubrir ese derecho al cagazo, a los fantasmas, a quedarte solo una noche en una casa inmensa, con persianas que se mueven solas y chirrían los bornes.
El tema de la culpa también lo tocás en el libro.
Imaginate en esa época cuántas cosas relacionadas con la culpa se vivieron. De todos modos, yo recurro a un momento histórico para hablar de otras cosas que tienen que ver con todo eso, aunque después me replanteo si estuve bien o mal al meterme a contar determinada historia o de tal lugar. Pero la verdad es que me gocé mucho mientras la escribía, tuve muchos más momentos de placer y de diversión que de tensión o histeria, que también nos habitan en esos momentos. También lloré. Sergio Arrantes tiene un programa de radio que cuenta biografías de los vecinos y las vecinas, como si yo les hiciera un reportaje a ustedes. Todos tenemos una biografía interesante para contar. Pero Sergio Arrantes lo que hace en determinado momento es empezar a inventar las biografías de los vecinos y las vecinas, y los lleva a mundos insólitos. Y los vecinos, a los que más que la verdad les preocupa la gloria, están felices con eso, porque pueden ser superhéroes, mujeres heroicas. El tipo arranca contando la verdad y después empieza a caer en un mundo de fantasías brutales. Y empieza a usar el programa para su investigación y para hablar de gente; ahí se dan una serie de muertes, y me divirtió mucho armar una playlist para la novela. Todavía no la hice, pero en cualquier momento la voy a postear, con toda la música que iba poniendo para escribir: los boleros, Janis Joplin, El Cigala, Luis Miguel. Mientras escribía, escuchaba la música y de a ratos me ponía a llorar. Laura4 entra a la pieza y me pregunta: “Claudio, ¿qué te pasa?”, porque se me caían los lagrimones. El Laucha Prieto siempre decía que la música tiene fuerza emocional, porque es una expresión en la cual participa el cuerpo desde el tabique, el yunque y el estribo que tenemos en la oreja; todo el sistema óseo es una caja acústica en la cual uno vibra con el ritmo. Entonces, me pasaba que entre la música y la literatura me daba un tiempito para llorar y después seguía, protegiéndome de la realidad.
En tus libros mencionás una biblioteca y se habla de los lomos de los libros. ¿Tiene algo que ver con la biblioteca de la casa en Piriápolis?
Sí, es la biblioteca de mi casa, que era muy desordenada y estaba nutrida de cosas increíbles. Había una gran colección de poesía, una enorme colección de libros de pintura y de historia del arte, una gran biblioteca de ficción, muchas enciclopedias y diccionarios. Si bien había mucho material político, era lo menos leído. Siempre me acuerdo de una entrevista cruzada a mi viejo y a Zitarrosa, y los dos se confesaron que nunca habían leído a Marx. Es verdad que a la política llegás por afecto. Jaime Pérez siempre me decía que él no había llegado al Partido Comunista por las lecturas de Marx, llegó porque estaba en un conflicto en el Sindicato de la Aguja y los que ponían carteles para apoyarlos eran del Partido Comunista. Y eso que pasa en la izquierda también les pasa a los blancos y los colorados. Pero en mi vida las bibliotecas siempre fueron importantes. Tengo una lucha con mis libros, porque todavía los tengo desparramados por todos lados, aquí y allá, y a veces me desespero por los que voy acumulando sin leer. Tengo un fetiche tremendo con los libros. Hace poco me pidieron que eligiera un libro de mi biblioteca y elegí Juan Cristóbal, de Romain Rolland. En un momento de la cana, después de una máquina, nos hacen bañar y nos llevan a los calabozos. Y el tipo cae con un bolso con ropa nueva, cigarrillos y con los dos tomos de Juan Cristóbal, que es un libro de más de mil páginas. Le pregunto al milico que estaba ahí: “¿Qué es esto?”. Y el tipo hace un gesto, moviendo la mano como diciendo “se van”. A mí me vino una cosa, y en realidad podía pensar que nos soltaban, si en definitiva habíamos pintado una pared. El tema es que esos tres días los pasé sin capucha, fumando. Hasta que se terminaron y volvieron de nuevo a ponernos la capucha, nos ponen de plantón de nuevo y nos llevan otra vez para arriba. No entendí nunca qué quisieron hacer, si nos dieron un respiro para que reconsideráramos las declaraciones porque lo que venía después era peor o si realmente nos iban a largar y alguien dijo que no lo hicieran. El hecho es que nos dejaron. Pero en esos tres días leí Juan Cristóbal, que me lo había mandado el viejo. Y Juan Cristóbal se transformó en una especie de fetiche; de hecho, lo tengo siempre en el lugar en el que esté escribiendo. Fijate: el libro está fechado en Melo en mayo de 1976 y dice: “He decidido tomar en mis manos tu orientación literaria, bastante descuidada por los demás miembros de la familia. En principio leé esto que yo leí pensando en que te sería grato. Tu siempre hijo, Claudio”. Esto no lo escribí yo, porque estaba preso. Se lo escribió papá para un cumpleaños de la vieja, como si fuera yo el que se lo mandaba. Es La educación sentimental, de Flaubert. ¿Cómo llegó esto a mis manos? La vieja estuvo diez años viviendo en Buenos Aires, mi viejo iba y venía, y empezó a desarmar la biblioteca. En un momento se pudrió y les empezó a regalar libros a unos amigos míos. A Carlos de León, el Leoncio, que es un amigo de toda la vida, jugábamos al básquetbol juntos, le tocó ese libro de Flaubert en el reparto, y un día viene de Buenos Aires y me dice: “Mirá, estoy leyendo esta dedicatoria que hiciste vos”, y ahí me di cuenta de que era la letra del viejo. Tenía adentro un pasaje de ONDA, que seguramente era de mi viejo, de algún viaje a Melo, donde yo estaba preso. Es uno de los fetiches que tengo con los libros. Siempre que voy a la casa de algún amigo miro las heladeras, los cuadros y la biblioteca, aunque ahora hay menos que antes en las casas. Pero siempre me detengo en las bibliotecas. Lo hacía ya de niño, aunque todavía no era lector; lector lector me hice a los 18 años, cuando me metieron en cana. Ahí no perdoné nada, pero antes de eso había leído dos o tres libros, y después todo Patoruzú, Rico Tipo, Isidoro Cañones.
En una escena de un velorio descubrís gestos muy recordables de alguien a quien le queda poco de vida. Hay una cosa medio engañosa entre el que está vivo y el que está muerto, que tienen elementos en común.
Si vamos a los hechos, están muertos; sólo la ficción los puede rescatar y colocar en el lugar de los vivos. Esto arrancó con que estaban muertos, porque los diálogos estaban muertos. Y justo me llegó una novela espectacular, de un escritor alemán, en la que el tipo logra hablar con un muerto. Ahí te das cuenta de que las historias siempre están contadas, por eso siempre es importante encontrar palabras distintas para contar cosas que tal vez ya fueron dichas. Ahí decidí que los tipos iban a estar vivos, aunque rodeados de cierta imposibilidad. Si hay un momento de soterrado lesbianismo entre una mujer de 95 años y una de 38, en el que se declaran amor profundo, eso es parte de una irrealidad. Si un tipo de 97 años es capaz de seducir en la forma en que seduce una mujer de 35, y hablando de la erótica, de lo que no está y de lo que no es, es poco probable que eso suceda. Y siempre hay mucha levedad en sus gestos, siempre hay cosas poco creíbles. En la última hay una mujer que llora, y no debe de haber nada más triste que una anciana llorando mirando el mar. Esa mujer va camino hacia algo, pero que ya viene de antes. Esa mujer convive con el miedo también.
Hace poco tuviste algunas complicaciones de salud. ¿Cómo manejaste ahí el tema del miedo?
Lo que sucedió con la enfermedad es que el pronóstico era negro. Y sí, cuando el pronóstico es tan negro, lo que haya para hacer se va a hacer y nunca lo dudé. Desde el momento en que me dijeron que tenía un tumor en el colédoco, en la cabeza del páncreas (algo que me dijeron siete médicos, a falta de uno), asumí que tenía que hacer algo con eso. Mi preocupación era sacarme eso y me tocó hacerlo en un momento familiar jodido, por lo cual la mano venía complicada por varios lados. ¿Si tuve miedo por esto o si perdí el sueño? Te mentiría si te dijera que sí; no fue así. Tenía la obsesión de saber qué me iban a hacer y cómo lo iban a hacer, pero en ningún momento se me ocurrió que me iba a morir, aun sabiendo que era un cáncer de páncreas. Pero nunca se me ocurrió, sentía que me quedaban cosas por hacer y que no podía morirme. Es bastante caprichoso lo que digo, porque sé que cuando te toca, te toca, y esto que salió bien podría haber salido mal. Pero no lo pensé nunca. Era una operación de alto riesgo y estaba inquieto, nervioso, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que me iba a curar. Probablemente el miedo en este caso sea natural, pero mi obsesión por lo otro fue mayor. Estuve en el CTI menos tiempo del que proyectaban. Recuerdo una primera noche muy jodida, pero estaba tan medicado que tampoco llegué a sentir dolor. Después estuve en la habitación como un mes, porque había que esperar, pero ya estaba empezando a caminar un poco. Y siempre pensando que lo más probable era que iniciara quimioterapia, pero todo era para curarme, no para sufrir. Hasta el día en que me llamó el médico, un mes y pico después de la operación, y me dijo: “No es cáncer”. En 3% de los casos de gente que se opera de estos tumores resulta que no son cancerígenos, por lo cual todo lo que me sucede ahora, que no es nada grave, tiene que ver con la operación y no con el tumor.
La política y la comunicación
En una entrevista con César Bianchi, en Montevideo Portal, decías que hoy el mundo “gira introducido en un aro semiartificial, que es la inteligencia comunicacional, que es hacer parecer la realidad de una manera mientras ese parecido a la realidad resista, hasta que la realidad la haga pedazos”. ¿A qué te referías?
A la realidad como la kriptonita del marketing, particularmente del político. Más tarde o más temprano, la realidad puede más que cualquier comunicación. El problema es qué pasa mientras tanto, qué pasó con el nazismo, con el Imperio romano. Van acumulando simbologías, datos identitarios, y van construyendo una dirección del pensamiento colectivo que es ese aro o esa mónada semiartificial, pero en algún momento la realidad te dice que no. También pasó con el socialismo real. Me parece interesante ir hasta los romanos, que tenían una construcción de simbologías brutal. Pero el imperio cayó, o sea que el problema siempre termina siendo el mientras tanto.
Creo que percibir las cosas desde la perspectiva de la inteligencia comunicacional puede ayudar muchísimo a las causas más justas, esas causas que la realidad, al menos en teoría, no debería mortificar. Hay una concepción de la propaganda como un elemento clave, en que se considera que una canción te puede hacer ganar tres votos para algo o cinco voluntades para otra cosa. Y en realidad una canción es una canción. Los elementos que hacen a la propaganda, como el logotipo, el mensaje, pueden ayudar a volcar la voluntad de los ciudadanos hacia diferentes opciones, pero lo que en definitiva determina esas voluntades, por ejemplo, en una campaña electoral, es saber cuánto de lo que vas a decir va a estar sintonizando con el promedio de sensibilidad de la ciudadanía. ¿En qué forma? Eso lo deciden quienes tienen que decirlo. ¿Qué empatía genera y qué dotes naturales tienen para comunicar ese pensamiento? ¿Qué reflejos existen para neutralizar la comunicación de los otros? ¿A través de qué lugares vas a hacer todo eso? ¿Qué elementos vas a tomar de la realidad para que eso suceda? ¿Cómo prevés las movidas en función del ajedrez político? Eso es la inteligencia comunicacional, en la que deben interactuar disciplinas y actores diferentes. Pensá, por ejemplo, en lo que significa la microsegmentación a nivel de las redes. Creo que hoy no es posible, a no ser que la realidad esté 100% de tu lado, construir una comunicación que te haga dar pasos a favor de las causas que querés expresar con ella. Existen ansiedades con la propaganda, que muchas veces miro y pienso: ¿es necesario hacer de un eslogan una cuestión de Estado? En lugar de laburar en torno a qué cosas son importantes, qué cosas es importante decir y hacer, a nivel de vocería, cómo mantener la unidad de las vocerías en torno a determinados problemas o cómo cometés la menor cantidad de errores posibles. Me parece que no es por ahí la cosa, no es haciendo de un eslogan una cuestión de Estado.
¿Cómo operaron estas cosas en la última campaña?
Lo que sucedió en la campaña que hice para Tabaré Vázquez es que Tabaré Vázquez iba a ganar y ganó. Punto. En la campaña con Daniel Martínez sucedió que Daniel Martínez iba a perder y casi gana. Punto. Esas son las realidades. Lo que tenés que ver es por qué iba a perder y por qué casi gana. El Frente Amplio iba a perder, más allá de Martínez. El Frente Amplio arranca con 29% en octubre de 2018. Ya estaba presente la peor de las hipótesis y había que construir un montón de cosas. ¿Por qué estaba en 29%? ¿Era tan cruel la realidad? Bueno, es indudable que el Frente Amplio había cometido muchos errores.
¿Cuál fue el peor de los errores?
Creo que el peor error fue no tener en cuenta los mensajes de disconformidad que llegaban, desde adentro del Frente Amplio y desde afuera. Y el Frente no gana con el adentro, gana con los aportes desde afuera. Esa disconformidad estaba arraigada en realidades concretas, pero había sido fogoneada y alimentada durante tres años con realidades sabiamente construidas por la oposición. Y la oposición no es el Partido Colorado y el Partido Nacional, sino un montón de oposiciones. Por eso iba a perder el Frente Amplio, porque esa realidad estaba construida y no hubo tiempo de deconstruirla. ¿Por qué no hubo tiempo? La historia es larga y no vale la pena contarla ahora.
¿Y por qué casi gana en segunda vuelta?
Ahí jugaron varios factores. Está claro que la militancia salió a la calle. Se vivió una sensación de precipicio y de no saber qué era lo que venía, y está claro que hubo algunos movimientos en la segunda vuelta vinculados a Manini y su lugar en la coalición. A muchos votantes los asaltó una duda republicana, batllista, una reflexión respecto de qué es lo que habían dejado esos 15 años de gobierno del Frente Amplio y a dónde nos asomábamos con esta propuesta del Partido Nacional y de un gobierno de un Lacalle, que se había transformado en un esgrimista y un tipo potente políticamente, pero que está parado en un lugar como el Herrerismo. Todas estas cosas, empujadas por la militancia, llevaron a un resultado electoral que casi permite que gane alguien que iba a perder.
Es probable que ese 29% de intención de voto que tenía el Frente en 2018 hoy no sea tan bajo. Sin embargo, da la impresión de que actualmente el pesimismo es mayor.
No sé si es mayor el pesimismo ahora. No te olvides de que venimos de un viento, que no tiene sólo vínculo directo con el Frente Amplio pero está relacionado, que son las 800.000 firmas contra la LUC [ley de urgente consideración], algo que parecía que no se iba a alcanzar y se alcanzó. Veremos qué sucede después, pero eso creo que levantó el ánimo. Estamos en una etapa en la que al noqueado le empezaron a hacer el conteo y cuando llegó a siete, se agarró de una cuerda del ring y se está por agarrar de la otra. Y creo que va a terminar parado. No lo digo por una visión optimista del mundo y de la política, sino porque creo que es así. Y porque creo que la realidad, tiempos más o tiempos menos, ya está haciendo su trabajo. No quiero mezclarlo con política, pero hace dos días fui a ver Soñar robots, el documental de Pablo Casacuberta que acompaña la participación de niños y adolescentes uruguayos en concursos de robótica. Está contado con una épica, con una narración muy emotiva, con una muy buena banda, es un documental con momentos espléndidos. Te hace sentir partícipe de las ansiedades de esos chiquilines, que los escuchás hablar y parecen guionados, pero después te das cuenta de que no hay guion. Realmente lo recomiendo porque Pablo, además de ser un muy buen documentalista, entre una cantidad de cosas que hace bien, vuelca ahí un pensamiento propio, que tiene que ver con la tecnología y la ciencia, y una visión del mundo del futuro. De verdad, no quiero que la política se convierta en un colador para los públicos, porque no tiene nada que ver con lo que la película ofrece, pero salí muy emocionado de verla: te emocionan los niños, te emocionan los padres, los lugares en los que viven, los concursos. Digo todo esto sin entrar en el hecho político de que para mí la ceibalita es lo más importante que pasó en los gobiernos del Frente Amplio, porque es lo que estuvo más cerca de la igualdad de oportunidades, que es lo que más quiero. Y sí, salí muy emocionado de ver ese documental. Me volví caminando de Cinemateca, pensando, y en el fondo de mí había cierto júbilo porque esas ceibalitas y esos kits de robótica hubieran llegado donde llegaron. Ese júbilo tiene que ver con la política, sí. Sentir que en los 15 años todo el tiempo se quiso, que algunas veces se pudo y otras veces no se pudo. Y habrá que investigar por qué no se pudo, y los errores garrafales que se cometieron también habrá que investigarlos. Pero las cosas que sí se pudieron, como estas, me generan mucho júbilo.
Estabas haciendo un trabajo documental con entrevistas a los compañeros con los que estuviste preso. ¿En qué etapa está?
Tengo las imágenes en crudo y no todas, me faltan algunas. El documental que quería hacer se llama ¿Quién se robó el chocolate? Cuando estábamos en el cuartel, nos dejaban entrar barras de chocolate que mandaba siempre mi tía Zulma. Ella era la que me hacía los paquetes, porque el viejo estaba en Buenos Aires o si venía no tenía guita, entonces la tía bancaba todo. Y entre lo que llegaba siempre había dos barras de chocolate Águila, que repartíamos en 48 pedacitos iguales, que era la cantidad de presos en la barraca. Pero siempre nos quedábamos en 44, 45, porque alguno no respetaba y comía más de uno. Todos pensábamos que el que afanaba ese chocolate era un compañero que no estaba bien psicológicamente, que estaba muy castigado, pero en un momento lo trasladaron a Libertad y los pedacitos de chocolate seguían faltando, entonces siempre nos quedó la duda de quién se robó el chocolate. Es la pregunta que les hago a todos los entrevistados al final. O sea que quedó todo ese material, pero, como me metí tanto con el libro, no hemos podido avanzar. Es un pendiente. Tengo incluso una letra que musicalizó Mario Carrero, que hizo una canción preciosísima. También me quedan algunos compañeros para entrevistar y otro problema es que algunos han muerto, y me pesa mucho después en la parte del visionado de las notas. Me pesa todo, los brazos, los pies. Todo esto nace porque hacemos una comida todos los años con todos los compañeros que estuvimos en Melo. Éramos gente de diferentes extracciones políticas, la mayoría teníamos 18, 19 años.
¿Y qué cosas les preguntás en las entrevistas?
Les pregunto si pensaban que las cosas iban a ser como fueron. O qué sienten cuando miran para atrás. Cada vez que nos juntamos, en realidad, no hablamos de lo terrible que fue la tortura ni de las cosas feas que pasamos, sino de que en realidad nos cagamos de risa contándonos historias. La conclusión es que el humor es más fuerte que cualquier ideología, es más fuerte que cualquier convicción. Efectivamente, el humor salva.
-
José Luis Tola Invernizzi (1918-2001) integró la generación del 45; fue artista visual y militante de izquierda. ↩
-
Escrito por Aleksandr Solzhenitsyn y publicado en 1973, el libro recoge centenas de testimonios de presos políticos en campos de concentración y trabajo forzado en la Unión Soviética. ↩
-
El pueblo donde transcurren sus dos novelas. ↩
-
Su esposa. ↩