¿Cómo salimos en la pandemia? Manuel Soriano continúa reflejándonos el asombro.
Según Wikipedia, la plaza Seregni se llama Parque Líber Seregni y fue construida sobre una antigua estación de tranvías, en una gran manzana rodeada por las calles Martín C Martínez, Daniel Muñoz, Joaquín Requena y Eduardo Víctor Haedo. Fue inaugurada en noviembre de 2009 y tiene una superficie total de 16.000 metros cuadrados. Pienso que un artista conceptual podría trazar 16.000 cuadrados de un metro con cinta o tiza, y dentro de cada cuadrado ubicar televisores antiguos, o cerdos, o parejas abrazadas, o podría usar la cuadrilla para poner letras, números, minas antipersonales, alguno de esos mensajes que sólo se pueden leer desde el cielo.
Mi casa queda a una cuadra y media de la esquina de Martín C Martínez y Daniel Muñoz. Por esa entrada, en los primeros metros cuadrados hay una pareja de viejitos que lleva sus sillas de plástico y se sienta a conversar. Siempre que paso con mi hija y el perro, se repite la misma escena: el viejo pregunta si el perro está a la venta, mi hija le consulta cuánto paga, el viejo ofrece diez pesos y mi hija le responde que con eso no alcanza. No me queda claro si el viejo es plenamente consciente de la repetición; es posible que se olvide y pregunte siempre como si fuera la primera vez, y también es posible que lo considere un juego tan satisfactorio como para retomarlo dos o tres veces por semana.
En esa primera franja de cuadrados que cruza hasta Requena, también hay un grupo de ricoteros que toma Zillertal en ronda, hay gente que hace capoeira, personal trainers, karatecas, grupos de estudio, personajes medievales que simulan batallas con espadas y escudos (hay un formador, alguien que corrige posturas y movimientos como si estuviera dejando un legado importante), hay tambores, gente que espera el ómnibus, hay dos tortafriteros gordos con una hija flaca que la rompe jugando a la pelota. Llegando a la esquina hay un pequeño skate park con sus grafitis, skaters y bicivoladores; hay raperos freestyle, hay una pintada que dice El virus es el capital, hay unos bancos de hormigón donde una vez me besó una señora que decía trabajar para los masones.
Tengo un amigo que es fan de los desniveles. En un tiempo que ya me parece de otra vida, cuando le contaba que había ido a un boliche nuevo, él consultaba por la música, los precios, las mujeres, y en el mismo escalafón de importancia preguntaba: ¿tiene desniveles? En igual sentido, George Costanza queda maravillado por los desniveles en el apartamento del presidente de la NBC, que luego lo descubre mirando el escote de su hija adolescente. Seguramente existen estudios sobre por qué estos desniveles —geográficos, arquitectónicos, anatómicos— son tan agradables a los sentidos, pero ahora no importan los motivos; lo cierto es que la plaza Seregni los tiene: seis claros desniveles desde Muñoz a Haedo, más abruptos hacia Martín C Martínez, aligerados hacia Requena.
El segundo nivel —empezando la cuenta desde Muñoz— está dominado por los perros y sus dueños. Hay perros sueltos y perros atados, distintas razas, cruzas y tamaños, un espectáculo de luchas, persecuciones y bombeos, hay espíritu cooperativo entre los dueños: comparten agua, cuidados, juguetes, información, alejan a perros propios y ajenos de un recoveco detrás de un arbusto donde a veces hay caca humana que los cachorros comen encantados. Hay un negro argentino de San Telmo con un corte de pelo mohicano que tiene una perrita blanca llamada Betty y al menos tres remeras distintas con citas e imágenes de Ricardo Iorio. Hay una pareja que se conoció como en 101 dálmatas. Pude seguir toda la novela: primero pegaron onda los perros y después los dueños, o quizá fue todo al mismo tiempo, se buscaban para jugar. Yo hinchaba por ellos y hace poco los vi abrazados y paseando a sus perros de la mano y me dieron ganas de decirles algo así como “qué lindo todo esto que les está pasando”, pero no lo hice porque soy muy discreto de la cabeza para afuera.
Hay un perro sin dueño llamado Rocky que es el rey de la plaza. Parece un lobo blanco o un akita inu, un perro de aventuras árticas, como de Jack London; recorre la plaza entera con un aire de justificada superioridad, y cuando aparece por el segundo nivel todes les perres se alborotan y hacen fila para olfatearle el ano. Según dicen, los cuidadores de la plaza lo consideran un colega y le dan de su propia comida. A veces lo veo fuera de la plaza con unos pibes que duermen en la calle; sobre todo en invierno, se echa de noche como uno más del grupo bajo el techo de un local abandonado. Aunque mantiene su porte imperial, Rocky se está poniendo viejo, y según mi hija está buscando un sucesor entre los perros de la plaza. Hace unos días se detuvo un segundo a olfatear a nuestro perro y mi hija tomó este gesto como una señal de que Pou (se llama Pocho, pero el nombre de un perro es una cosa dinámica, y ahora es Pou e incluso Baby Pou) puede ser el elegido o al menos un candidato serio. A Pou no le da el piné, le dije, y aunque es una expresión de porteño viejo (la usaba mi abuelo, al que también le gustaba sacar la silla al sol), creo que mi hija me entendió.
Llegué al barrio en 2011, un par de años después que la plaza. Antes acá había ratas y escombros, coinciden los vecinos. Parecía una ciudad bombardeada. El primer lugar que frecuenté fue la canchita multiuso que abarca los niveles dos y tres sobre el lado de Requena. Había una bandita que paraba en las gradas de cemento que rodean la cancha. Estaban todo el día jugando al fútbol, con equipo afuera, ganador queda en cancha. Al principio me mandaban al arco, a todos de pronto les dolía la mano o invocaban un reglamento de turnos que iban modificando según su conveniencia. Cada tanto se armaban partidos contra un grupo de pibes de Tacuarembó, estudiantes bien alimentados que vivían en las pensiones de la zona. En uno de esos partidos tuve un pequeño momento de gloria municipal. Se puso picante y ganamos con un gol mío sobre la hora.
A los pocos días me encontré con uno de los pibes de mi equipo en la calle. Era uno de los que me caían mejor, no tan bocón como el resto, y uno de los pocos que pasaban la pelota. Me pareció raro encontrarlo del otro lado de 18 de Julio. Él estaba con un amigo y le dijo señalándome: este es el mejor defensor de la plaza Seregni. Yo tenía unos 35 años, una hija recién nacida y había publicado una novela por una editorial importante. ¿Por qué, entonces, necesitaba tan desesperadamente la aprobación de este pibe?
El año pasado lo vi en la calle de noche. Estaba flaco, consumido. Me preguntó por qué no estaba yendo más a jugar a la canchita. Después me pidió guita. Creo que le di 20 pesos, aunque sabía que se los iba a latear. Ahora en la cancha se juega más al básquet que al fútbol. Una de las razones es la migración caribeña que llegó al país, y especialmente al barrio, en los últimos años. Hay gritos y saltos y volcadas que nunca antes había visto en la plaza. Hay cubanos, venezolanos y sobre todo dominicanos. Escucharlos me produce una agradable sensación de viaje. Es un motivo egoísta, pero al menos es una forma de bienvenida.
En el tercer nivel, en toda la plaza en realidad, hay una gran variedad de árboles. No sabría nombrar a ninguno porque no soy ese tipo de persona ni ese tipo de escritor, pero sí puedo decir que los vi crecer, los sigo desde cuando tenían un palo tutor para que crecieran derechitos, y ahora dan sombra abundante y todo tipo de verdes, y hay uno gigante de ramas finas que es mi preferido: parece Animal, de Los Muppets, y se mueve con el viento, adquiere formas diversas, y entre sus hojas una noche puede ver la cara de Domingo Faustino Sarmiento tal como aparece en el billete de 50 pesos argentinos. También hay malabaristas, funambulistas, aspirantes a barman que aprovechan el pasto blando para practicar sus trucos con botellas y cocteleras. Hay olor a porro, pero eso sucede en casi toda la plaza.
La plaza no es simétrica, y sobre el lado de Requena termina en el cuarto o quinto nivel: hay una biblioteca pública atendida por dos viejitas grises encantadoras, hay juegos para niños, hay aparatos para hacer gimnasia. Hay unos hombres que pasan todo el día haciendo gimnasia. Algo me dice que hace poco estuvieron en cana, por su aspecto (hay uno muy parecido a De Niro en Cabo de miedo, por lo que quizá estoy operando con base en estereotipos importados), pero también por la devoción con la que hacen sus ejercicios, con el cuerpo y la cara al sol, gozando, como en una ceremonia divina.
Cuando mi hija era más chica, pasamos tanto tiempo en la zona de los juegos que cuando sacaron fotos aéreas de la plaza aparecimos en una. Nos dimos cuenta cuando montaron una muestra sobre la reja de la canchita. Ahí estaba yo en la boca del tobogán, esperando la caída de mi hija con los brazos abiertos exageradamente, como esa gente que queda para siempre en los mapas satelitales de Google, sólo que en este caso las fotos duraron apenas un par de semanas antes de que las destruyeran.
En esa época, mi hija jugaba mucho con dos nenas de la plaza; las llamo así porque pasaban ahí toda la tarde, sin supervisión de adultos, como varios otros niños de la plaza que ellas llamaban hermanos, entre los que estaba el pibe que me había aprobado como futbolista. Siempre estaban juntando monedas para comprar chicles o caramelos, y yo casi siempre les daba, o me pedían la cuerda o el monopatín, o que hiciera con ellas las mismas cosas que hacía con mi hija. Era difícil manejar ese límite de confianza porque también hacían cosas como escaparse con el monopatín, y me obligaban a correrlas, y a gritarles, y a abrirles a la fuerza los puños del manubrio, y ellas a veces se enojaban y se ponían a llorar (la más chica una vez me dijo: no sos mi padre para hablarme así), todo esto frente a la mirada de los hermanos mayores, que por lo general intercedían a mi favor. Pero también hacían cosas como defender a mi hija si alguno se metía con ella o recuperar unas llaves que me había afanado uno de sus hermanos mayores. Una vez los llevé a todos a pedir dulces en Halloween. Estaba con mi hija disfrazada en la plaza y me preguntaron si podían venir con nosotros a pedir caramelos por el barrio. Me dijeron que la madre las dejaba si iban conmigo, decidí creerles, y se sumaron otros tres hermanos. Sólo uno tenía disfraz, pero la amenaza de dulce o truco funcionaba de todas maneras.
Un día no las vi más a las nenas y alguien me dijo que las habían llevado a un hogar del INAU. Los hermanos más grandes seguían ahí, pero no me dio para preguntarles. A mi hija le dije que se habían mudado a otro lugar. Viéndolo con un poco de retrospectiva, esas gurisas sacaban a la luz todas mis fisuras de padre progresista. Me había encariñado con ellas, me gustaba que jugaran con mi hija, me sentía como el Portuga de Mi planta de naranja lima, pero siempre supe que eso se iba a romper, que en algún momento, quizá la preadolescencia, ya no me iba a parecer tan buena idea que mi hija se juntara en la plaza con ellas y sus amigas. Hace un par de meses las volví a ver en la plaza. Habían pasado unos tres años desde la última vez. Yo estaba con un amigo y se acercaron a saludarme. ¿Te acordás de nosotras?, me preguntaron.
Durante un período quizá demasiado largo, seguí conviviendo con la madre de mi hija a pesar de estar separados. Por común acuerdo, cada uno tenía una noche libre los fines de semana. El problema era que llegaba mi noche y la mayoría de las veces no tenía programa, y no tenía ganas de buscar un programa, pero tampoco podía quedarme en casa haciendo evidente esa situación. La solución me llegó por la vía de las drogas blandas. Lo que hacía era ir a dejar el auto al estacionamiento y fumarme un porro, y de alguna forma —la plaza me quedaba de camino— demoraba al menos una hora y media en hacer esas cinco cuadras de vuelta a casa. De a poco fui perfeccionando la salida: me compré unos auriculares premium, me sentaba en los bancos de madera del quinto nivel, escuchaba música y leía cosas en el celular, tenía cerveza y maní con sólo cruzar al quiosco, interactuaba con amigos por chat, o con gente de la plaza que a veces se arrimaba, o con mi propia cabeza; con suerte aparecía el chispazo de una idea, me la mandaba a mi propio mail, y por lo general no resistía la revisión al día siguiente, pero a veces sí, y de todas formas lo importante no era la eficacia, sino que disfrutaba de todo ese proceso como un niño alborozado.
De noche, en la plaza, hay malos cantantes de covers, hay extranjeros de un hostel que queda a la vuelta, hay gente que manguea para el vino, hay candombe, lechuzas, levante, hay un grupo de pibes que juega al truco a los gritos, hay deportistas nocturnos, gimnastas, trovadores, tarotistas, altoparlantes, hay un muestrario completísimo de personajes, el abanico abierto de la salud mental.
El quinto nivel es sobre todo líquido. Hay fuentes, chorros ascendentes y chorros danzantes, hay una especie de piscina en la que los niños se bañan en verano, aunque no tengo claro si está habilitada para ese uso. Hay gente que se sienta en los bancos de madera y aprovecha el rocío de las fuentes para apaciguar el calor, así como la altura para mirar las cosas desde un pequeño pedestal. Hay vendedores ambulantes: inciensos, burbujas, empanadas, brownies mágicos, arepas, artesanías, biyuterí. Hay un espacio donde —en tiempos normales— se hacen actos políticos y recitales. Hay una escalinata amplia que conecta con el sexto nivel. En uno de los escalones dice Peñarol es quemar. Hay un espacio semitechado donde muchachas tonificadas cuelgan telas para danza y acrobacia. Hay gente, cada vez más, que está viviendo en la plaza de día; de noche los echan y buscan refugio en otra parte.
En el sexto nivel hay niños patinando. Hay un parche de suelo pulido que sirve de pista para la milonga de los miércoles. Hay una gran piedra chata con unas letras en bronce en la que se puede leer un fragmento de una carta que Liber Seregni le escribió a su esposa desde la cárcel. En su parte final dice: me han tronchado ramas, estoy lleno de cicatrices, pero tengo brotes nuevos y —por sobre todas las cosas— vivo y sigo siendo árbol, sigo siendo ombú.
Una consecuencia más o menos positiva de la pandemia es la resignificación de los espacios públicos abiertos. Ahora mismo estoy viendo a un grupo de taekwondistas que pertenece al gimnasio que queda llegando a la calle Colonia: están vestidos con sus batas blancas y cinturones de colores, formados en hileras, distanciados, representan una cuidada coreografía de golpes y gruñidos. Más abajo, en las mesas del tercer nivel, hay una clase de ajedrez para adultos mayores, o quizá sólo sean viejos jugando al ajedrez.
Con mi novia nos regalamos mutuamente unas reposeras para Navidad. Son reposeras para toda la vida, dijo el vendedor, y sonó a la vez convincente y terrible. El Cadillac de las reposeras las llamo para justificar su precio, y quizá por ese motivo todavía no las llevamos a la plaza. Los viejitos que mencioné al principio de todo esto ahora están en el segundo nivel. Se mueven entre los tres primeros niveles, siempre sobre la vereda de Martín C Martínez, persiguen la sombra o el sol. Veo que ella ahora tiene una silla que se convierte en andador. Está jugando a las cartas con otra señora y les ponen piedritas arriba para que no se les vuelen. El viejo está sentado en una silla normal y me mira pasar con el perro. Se parece un poco a mi abuelo y a Uncle June, de Los Soprano. No me pregunta si puede comprar al perro, supongo que porque no estoy con mi hija. Apenas me saluda con la mano. Es una lástima porque a mí también me gustaría jugar a la compraventa del perro. Te conviene negociar conmigo, le podría decir, como una forma de abrir el juego.