“Hola, vengo a ver la del nene con cáncer”, podría decirle a la chica que nos recibe a la entrada del teatro y nos toma la temperatura. O para ser más preciso: la de la madre pobre con el hijo que se le muere de cáncer.
Me siento en el centro mismo de la sala Hugo Balzo, con dos butacas libres a cada lado. Las entradas están agotadas hace tiempo. La pareja de adelante se queja porque no pudieron sentarse juntos. ¿Cómo verán los actores esta nueva sala llena? ¿Verán un público o una serie de puntos que nunca se llegan a conectar? En el escenario hay una construcción que parece una casita china de madera. Por los parlantes suena una cumbia cadenciosa y luego una canción de Mecano que dice “no habrá segunda parte, me cuesta tanto olvidarte” que, sospecho, ya forma parte de la obra, por más que la gente se siga acomodando.
Cuando empieza la obra, la actriz de pelo corto (o quizá ya es un personaje) nos advierte: si vinieron al teatro para evadir la realidad, están en el lugar equivocado. Luego Ana se entera de que el cáncer volvió recargado al cuerpo de su hijo (silence like a cancer grows, dice una canción de Simon and Garfunkel) y desde ese momento no puede parar de hablar. Habla con una oración montada sobre la otra, como si sostuviera con sus palabras las compuertas de una represa a punto de rebalsar. Acaba de insultar a la doctora que le dio la noticia. Cuando Ana por fin se calla, el silencio tiene un espesor sobrenatural. Alguien en el público abre un caramelo. Se escuchan amplificados los estallidos del celofán.
Conozco a mucha gente que dice que le encanta el teatro. No tanta que asista regularmente. A muchos les gusta la idea del teatro, que siga existiendo. Trato de recordar cuáles fueron mis últimas obras. Vi esa maravilla que es La omisión de la familia Coleman. Vi una de Gombrowicz de la que no recuerdo casi nada. Vi La persona deprimida, un monólogo brillante basado en el texto de Foster Wallace. Vi una comedia llamada Casa Valentina en una sala sótano de la calle Corrientes. Me llamó la atención que el público aplaudía a los actores (Gustavo Garzón, Boy Olmi, Diego Ramos, Fabián Vena, Pepe Novoa, Roly Serrano) en la medida en que iban apareciendo en escena. Comprendí que se estaba celebrando el avistaje de famosos, una actividad triste y tierna a la que me sumé encantado. Me habían regalado dos entradas para esa obra y fui solo. En la puerta había una chica linda y le di la que me sobraba. Las entradas eran numeradas y al cabo de unos minutos la chica vino a sentarse a mi lado. Cuando terminó la obra fuimos a una pizzería ahí cerca. Me dijo que la abuela la había echado de la casa y no tenía dónde quedarse. Me dijo que quería ser actriz y que su padrino artístico era Fabián Gianola. Yo me había separado hacía poco y estaba tan desganado que ni siquiera le propuse algo después de la cena.
Me alegro de que el nene con cáncer sea varón. En ese cuento terrible de Carver también es varón el niño que muere atropellado. Como escritor también recurro a estas supersticiones. Si algo horrible le tiene que pasar a un niño, que sea varón; si por la trama debe ser niña, la trato de hacer de una edad que mi hija ya haya superado. No tiene ningún fundamento lógico, pero con los hijos a veces pasa. Quizá por esto, además de la rotura de huevos, terminé accediendo a que bautizaran a mi hija. ¿Qué pasa si en una de esas lo católicos tienen razón? Son muchos, ¿no habría que darles al menos una chance en un millón?
Ana se conforma con una chance en un millón. Me hace acordar a alguien, no sé si físicamente o por su manera de hablar, y ya presiento que esta espina me va a acompañar durante toda la obra. En el escenario, Ana se niega a aceptar la muerte de su hijo. En el público, los padres y las madres se niegan a aceptar que lo que le pasa a Ana es algo que le puede pasar a cualquiera. Se activa un mecanismo de defensa, como cuando le dicen a un niño algo que no quiere escuchar y el niño lo tapa todo con un sonido parecido a oaoaoaoaoaoaoaoaoao.
Mi primer trabajo en Uruguay fue de viajante de comercio para un mayorista en el rubro papelería. En un momento abrieron una inmensa iglesia envangelista donde antes había un cine o un teatro, a unas cuadras de nuestra oficina. Los reclutadores, con sus trajes negros brillosos, repartían folletos en la puerta, pero no a cualquiera: estaban entrenados para olfatear la desesperación, la nube negra encima de la cabeza. Me pregunto si seguían un instructivo diseñado por alguna mente maestra en Miami o Manaos, o si los reclutadores de calle, también desesperados, reconocían a sus semejantes a un nivel más intuitivo. Con mis compañeros jodíamos: el día que me den un folleto es para preocuparse. Veníamos invictos, y eso que todos teníamos unos maletines tristísimos a lo Willy Loman con muestras de papeles, cartulinas y lapiceras. Una mañana, una compañera que además era mi amiga me llamó aparte y me mostró el folleto: corazones, palomas, cadenas de oraciones, ungimientos, liberación, cuenta bancaria, agua del río Jordán. Me contó que hacía tiempo que su hijo andaba con problemas jodidos de adicción.
“Ana no duerme” es una canción de Almendra. Ana es amiga de un pordiosero y toma anfetas cuando esta mal en una canción de G.I.T. Ahora, en el escenario, Ana lucha como puede contra una fuerza inevitable. Pasa droga en el culo para conseguir plata para el tratamiento de su hijo (para un tratamiento que seguramente no servirá más que para estirar unos meses la agonía), la agarran, va en cana. Hay una expresión en inglés que le escuché al comediante Doug Stanhope: kicking water uphill. La traducción literal vendría a ser algo así como “pateando agua colina arriba”. La traducción figurada que se me ocurre es “remando en dulce de leche”, pero por más espeso que fuera, siento que un bote podría avanzar de a poco en el dulce de leche, o al menos uno podría comer un poco usando el remo como cuchara.
Ya desde la estructura de la obra, Ana no tiene respiro. Las otras dos actrices hacen más de un papel. La que hace de médico también hace de abogada y de narco, la que hace de amiga (creo) también hace de policía y de juez, y pasan de un personaje al otro con una naturalidad asombrosa. (Algo notable es que todos los personajes, desde su perspectiva, tienen un poco de razón cuando les toca hablar). Pero Ana es Ana durante toda la obra y su hijo se le muere durante toda la obra, incluso en el breve intermedio, en el que las actrices permanecen en el escenario con las luces apagadas.
¿Qué harías para salvar a tu hijo? La respuesta natural es todo. Pero acá el dilema abstracto se concreta. Estás matando a otros hijos con la droga que traficás para salvar al tuyo, le recrimina la policía. Haría mucho más, dice Ana: mataría a otras personas, violaría a otras personas, abusaría de mi propio hijo si eso sirviera para mantenerlo vivo. ¿Abusarías de tu hijo para mantenerlo vivo? Es un dilema meramente hipotético, ya que no hay conexión posible entra la causa y la consecuencia. Es un dilema infantil: ¿te cogerías al humano más feo del mundo o al perro más lindo del mundo? No vale decir a ninguno, porque en ese caso un ladrón te obliga a cogerte a los dos frente a toda tu familia. No hay ninguna lógica en este tipo de premisas, y sin embargo cuando Ana dice que haría todo, cuando dice que abusaría de su hijo con tal de salvarlo, el dilema se siente inquietantemente real.
Mi única etapa más o menos teatrera fue hace unos 20 años en Buenos Aires. Íbamos los viernes con un par de amigos y elegíamos la obra de la grilla del diario entre al menos unas 100 opciones. No sé bien cuál era el criterio, pero recuerdo sobre todo salas venidas a menos, público escaso, terciopelo bordó, bono contribución, viajes largos, incomodidad, experimentos, clásicos sobreactuados. Aprendimos a aceptar las convenciones del teatro, cosa que implicaba, al menos para nosotros, relativizar las convenciones de las películas: un personaje puede desaparecer si queda congelado o en penumbra, o puede ser otro si se pone un sombrero, o puede ser imperceptible para el resto si habla mirando al público, un pedazo de chatarra puede ser una nave, una madre sostiene a su hijo en brazos por más que no lo veamos; en fin, aprendimos que cualquier cosa es posible si el pacto simbólico te alcanza.
Esas salidas al teatro eran también una forma de explorar la ciudad. Cuando terminaba la obra, íbamos al bar más cercano y en ese momento empezaba la segunda etapa de la noche. Con el tiempo, fuimos comprobando una regla: cuanto más ardua era la obra, mejor terminaba la noche. Si de alguna manera habíamos sufrido durante el espectáculo, ya fuera por la historia o por la ejecución, salíamos a la calle con unas ganas desaforadas de tomar y fumar y conectar con cualquier cosa viva que se nos cruzara en el camino.
El hijo de Ana, por supuesto, se termina muriendo en sus brazos. Entre las palabras de despedida se escuchan, desde el público, los sonidos del llanto. A pesar de los tapabocas y de la sala a un tercio de su capacidad, resuena una bulla de moco sorbido que podría encender las alarmas de las autoridades sanitarias. Yo no estoy llorando. Hubo un tiempo en el que estuve obsesionado con El extranjero, de Camus. El protagonista no llora en el velorio de la madre, no llora cuando todos esperan que lo haga. Algo parecido me sucede a mí. No consigo llorar por tristeza, pero sí en momentos de la más básica algarabía. Puedo llorar, por ejemplo, en al menos dos escenas de la película Rudy, reto a la gloria.
Uno de los personajes (o quizá ya sea la actriz) nos dice que no quieren terminar la obra con la muerte del hijo. Queda una escena más: Ana se las arregla para sobrevivir. Luego termina la obra y las tres actrices nos enfrentan y nos saludan. Aplaudimos y nos ponemos de pie. Ahora sí estoy llorando. Me emocionan los reconocimientos. ¿Cuánto tiempo necesitará la actriz para dejar de ser Ana? ¿Cómo sería para ella si tuviera que hacer esta actuación todas las noches? Hay un antiguo cuento árabe o hindú en el que un mendigo sueña todas las noches que es rey, o viceversa, lo importante es que después de un tiempo ya no sabe qué es real y qué es soñado.
Mientras la gente sale vuelve a sonar “Me cuesta tanto olvidarte”, de Mecano, y el susurro de Ana Torroja se resignifica de una forma que ella jamás podría haber imaginado. Queda poca gente en la calle. Extraño a mi novia para comentarnos cosas. Me acerco a un grupo de cuatro. Están muy impresionados. Una mujer dice que va a necesitar un tiempito antes de hablar. Pienso, como escritor, lo extraordinario que sería que muchas personas recibieran tu obra al mismo tiempo y luego la comentaran en la vereda. Si fuese el autor, me daría una vuelta de incógnito para ver qué dicen, como hace Tom Sawyer en su propio funeral.
Camino un rato y veo que el bar Fun Fun volvió a abrir en una versión más tuneada. Las mesas de la explanada están llenas y animadas, y hay un trío que hace una versión candombeada de “Lágrimas negras”. El cantante pregunta si hay gente de otros países y, para mi sorpresa, hay personas en mesas largas elegantes que levantan la mano y dicen que son de México, de Colombia, de Brasil. Veo autos negros oficiales en la vereda y pienso que entre el público debe haber un altísimo porcentaje de cónsules en su momento de recreo. El trío empieza “Sigo siendo el rey” y el público hace gritos festivos mexicanos y corea y llorar y llorar, y llorar y llorar cuando el cantante le apunta con el micrófono.
Creo que ya sé a quién me hace acordar Ana. Es a una mujer que conocí en un laburo de mierda en Buenos Aires. Tenía un leve retardo y era al mismo tiempo la que mejor hacía su trabajo, la única que se esforzaba, una mula, como dice Ana sobre sí misma. En un momento creo que Ana dice que, más que la muerte, le impresiona la pudrición del cuerpo. La imagen me pega con retardo: es una de esas cosas evidentes que cada tanto sentimos como una revelación asombrosa. Todos nos vamos a pudrir: los mozos engominados, el cantante jocoso, el percusionista, el bajista cansado, los pibes que pasan de camino a la rambla, las tres señoras que bailan escotadas en sus asientos, los dos jóvenes que las miran y se codean. Todos esos cónsules que ahora cantan y rodar y rodar, y rodar y rodar se van a pudrir. Sus hijos y sus choferes también.
El cantante pregunta qué quieren escuchar y la gente hace sus pedidos a los gritos. Me gustaría pedir “Dust in the wind”, pero es un chiste tan interno que sólo sucede dentro de mi propia cabeza, y ni siquiera pagué el cubierto artístico. El trío arranca “Guantanamera” y los cónsules se excitan. La noche está hermosamente estrellada. Ya es hora de comprar una cerveza y salir a caminar.