Uno se sienta en la orilla, ve pasar la corriente, intensa, continua y sonora, y se pregunta de dónde viene tanta agua, de qué lejanos cerros puede bajar sin pausa todo ese torrente. El Queguay es un río caudaloso y extenso, que es famoso por sus impredecibles crecidas.
Si nos ponemos a hilar fino, hay un Queguay Chico y un Queguay Grande. Ambos nacen en quebradas cercanas a la divisoria con Salto, recorren luego en paralelo todo Paysandú para juntarse en un área conocida como Rincón de Pérez, y siguen luego su camino hacia el río Uruguay, donde finalmente desembocan, unidos ya en una sola corriente.
En varias zonas cercanas al río se encuentran con frecuencia utensilios fabricados por charrúas, así como por otros antiguos pobladores que han dejado sus rastros, hallazgos que nos hablan de la historia. Los pobladores guaraníes llamaron a este río Queguay o Keguay, cuyo significado se interpretaría como “río donde confluyen los ensueños”.
Algo que distingue al Queguay es que está rodeado por una de las mayores masas de montes naturales del territorio uruguayo, con franjas boscosas que en algunas zonas alcanzan varios kilómetros de ancho.
Cerca del agua se encuentran especies como sauces, mataojos y ceibos, que tienen un gran requerimiento de riego. Más lejos del cauce se ven blanquillos, pitangas, espinillos, palos de fierro y algunas trepadoras, como la uña de gato, cuyas flores amarillas de aroma perfumado aparecen entre la primavera y el otoño.
En este denso monte encuentra alimento y refugio un buen número de aves, que con paciencia uno puede ir encontrando entre las ramas, sobre todo si se ayuda con el sonido de sus cantos. Una sucesión de notas agudas con final abrupto me hizo saber que me encontraba cerca de un trepador, también conocido como arañero. Esta hermosa ave, de tamaño un poco mayor que un hornero, se mueve ascendiendo de manera vertical sobre los troncos, de tal modo que recuerda a un carpintero, mientras busca insectos y arañas para comer. También le gusta anidar en huecos de los árboles, aunque, como su pico curvo no le sirve para hacer su propio agujero, usa agujeros naturales en la madera o nidos abandonados por carpinteros.
Debido a lo tupido del monte y la abundancia de aves, lo mejor en este caso para el fotógrafo es permanecer quieto cerca de algún árbol, si es frutal aún mejor, y esperar a que los pájaros en algún momento vengan por sí mismos, para evitar asustarlos con un movimiento.
En un rato, pasaron viuditas, acharás y celestones. Algunos se quedaron un rato buscando comida en la zona, otros apenas estuvieron de paso. Un gavilán vigilaba desde una rama alta, sin mostrar interés alguno en pájaros tan chicos.
Cuando uno está allí, esperando un ave, es común que lo agarre desprevenido un zorro que llega a ver qué comida inesperada aparece, y hay que reaccionar en pocos segundos a una presencia repentina que seguramente va a desaparecer en instantes. La fotografía de fauna tiene un poco de ese juego de prevenir todo lo que sea posible apuntando a un objetivo concreto, pero a la vez estar siempre atento a responder ante la llegada de lo inesperado.
El Queguay es un río de aguas limpias, no hay grandes ciudades ni fábricas en sus márgenes, y por ahora hay poca presión de agricultura y forestación. En muchos tramos el fondo es de piedra, y por eso el agua a su paso no levanta barro o sedimento y corre bastante transparente, de modo que a veces permite ver desde la orilla a tarariras y bagres nadando en la corriente.
La buena conservación de esas aguas permite que los peces allí sean abundantes. Uno de los que se destacan entre ellos es el famoso dorado, un fantástico cazador, pariente lejano del salmón, que atrapa mojarras y peces pequeños moviéndose como un torpedo entre la corriente. Hay abundancia de castañetas, mojarras, anguilas y viejas de agua.
La mojarra de vidrio es una especie interesante, ya que es parcialmente transparente y con la luz adecuada se pueden ver algunos de sus órganos. Nadan lentamente, con la cabeza orientada siempre hacia abajo, tratando de pasar desapercibidas mientras acechan para atacar algún pez o un pequeño camarón.
El río sigue su camino serpenteando y, según el terreno, genera a su paso pequeñas lagunitas y zonas de bañados. Por ahí pasa chapoteando la tortuga morrocoyo, en busca de algún renacuajo distraído o larvas de insectos, aunque, si no encuentra nada para cazar, come sin problemas brotes de plantas acuáticas o la hoja de un camalote. Por lo colorido de su caparazón, hay personas que piensan que la mordida de esta tortuga es venenosa, pero esto es una leyenda sin fundamento.
A pesar de las ocasionales visitas de la tortuga, este es un lugar ideal para que ranas y sapos se junten al atardecer para reproducirse. En esos estanques naturales los renacuajos de varias especies encuentran comida y refugio y se desarrollan con rapidez, hasta que finalmente llega el momento en que van surgiendo las patas y saltan a tierra firme. La rana criolla, una de nuestras especies más corpulentas, andaba en la vuelta de la orilla, escondida entre plantas. Cerca, trepada en una liana que bajaba de un ceibo, se encontraba una rana roncadora, a varios metros de altura y cantando, a pesar de que la tarde estaba fresca. Estas pequeñas ranas tienen en la piel un dibujo muy similar a la corteza de los árboles, por lo que es difícil encontrarlas cuando están trepadas en las ramas.
Según la época y el caudal de lluvias, al Queguay se lo puede ver muy tranquilo o intenso, llevándose todo a su paso. De este modo, ofrece un ambiente muy cambiante de acuerdo con la fuerza de las aguas, por lo que animales y plantas se han ido adaptando a sobrevivir a las variaciones, que incluyen crecientes y desbordes del río. Si les da el tiempo, cuando es necesario se trasladan tierra adentro o trepan a lo alto de sus ramas. El agua, por momentos, de acuerdo con los restos de vegetación acuática que quedan adheridos sobre los troncos del monte, puede llegar a extenderse fácilmente 100 metros respecto del cauce original. Este cambio sobre el nivel normal puede derribar nidos de aves, inundar cuevas y arrastrar aguas abajo renacuajos, ranas y tortugas. No siempre es fácil sobrevivir en un ambiente así.
Lo extenso y espeso de la franja de montes que rodea al Queguay lo vuelven un lugar donde la fauna puede esconderse con pocas posibilidades de ser encontrada.
En estas zonas ha habido en los últimos años varios testimonios de la aparición de pumas y del zorro de los bañados, el aguará guazú. Algunos reportes son casi leyendas, sin muchas pruebas concretas, pero de otros hay huellas y grabaciones de sonidos que hacen a los investigadores considerarlos seriamente. Estos grandes mamíferos se encuentran regularmente en nuestro territorio, y aunque muchas veces no quede claro si lo habitan en forma permanente o si lo recorren como parte de sus andanzas en busca de caza o de pareja, lo cierto es que estos montes son el lugar perfecto para que se escondan.
Otros mamíferos más abundantes, como el mano pelada y la comadreja, también corren con la ventaja de esconderse en la espesura, y sus hábitos nocturnos los hacen difíciles de ver.
Al salir del entorno del monte, nos rodea una zona de pradera, con árboles aislados y de menor tamaño, arbustos y pastizales. Ahí reinan la lechucita de campo, el apereá y su enemigo, el hurón, un cazador alargado y ágil que busca roedores y aves entre los tallos de los chircales. Como pasa siempre, un ambiente da paso a otro, como un continuo, y no es fácil trazar la división entre ellos.
Mientras uno se aleja del Queguay, va quedando atrás un monte exuberante, denso, por momentos impenetrable, lleno de sonidos muchas veces indescifrables o difíciles de identificar. En esa extensión de verdes y marrones es fácil perderse si uno no tiene claras las rutas y los senderos, y para apreciar cabalmente el lugar habría que hacerlo desde una avioneta, en las alturas, para poder calibrar su tamaño y su importancia ecológica. Es un monte muy similar al que se encontraba en nuestros campos antes de la colonia, mágico. Un monte para maravillarse y preservar.
Archivo de De la Raíz Films.