La pirotecnia estalla en la madrugada de Santiago de Chile. Irací Hassler, en un final de infarto, acaba de superar a Felipe Alessandri, representante del núcleo más tradicional de la derecha. Se convierte, así, en la primera alcaldesa comunista de la comuna céntrica de la capital.

En esos petardos del festejo, en su composición y en su estallido, está el salitre. También en los vidrios a los que se arrima el curioso. O en el esmalte del jarrón que aparece detrás del televisor donde alguien —expectante o espantado— sigue el conteo de los votos. Pólvora, vidrio y esmalte. En todos esos objetos de la vida cotidiana se utiliza el producto de las minas del norte del país.

Las explosiones son celebración, pero también son exorcismo. Sin embargo, la pólvora no detona como la hacen detonar los chinos, para espantar a los demonios en el cambio de año. Retumba para mantener lejos a otro fantasma. Se ha dicho —siguiendo a Zygmunt Bauman, el teórico de la modernidad líquida, y parafraseando por el absurdo a Carlos Marx y su inicio del Manifiesto del Partido Comunista— que el nuevo espectro que recorre el mundo es la ausencia de alternativas. Contra eso votaron quienes votaron a Hassler. “No debemos tener miedo a transformar un modelo que ha sido tremendamente excluyente”, dijo a la BBC británica, en una de sus primeras entrevistas como alcaldesa electa.

El salitre también está en la estética que desde los años 60 se asocia —a primera vista y sin que sea necesaria la interrogación de los manuales— con el arte rebelde chileno. Una paleta de colores sin complejos, formas redondeadas, rostros con ecos indígenas, composiciones que se sienten más a gusto en el muro y la arpillera que en el lienzo encorsetado de los caballetes.

Foto del artículo 'Estética y expectativa: la constituyente que vino del salitre'

Ramona Parra tenía 19 años cuando Pablo Neruda la llamó “frágil heroína”. Era 1946. Dos años antes se había afiliado a la Juventud Comunista y militaba en tareas de propaganda. En la escuela primaria las monjas carmelitas le habían inculcado las ideas opuestas. Pero cuando Ramona pidió tomar los hábitos, las religiosas, con muy buen tino, le pusieron la condición de que antes pasara un tiempo por un colegio laico y mixto. Allí, y en su casa —su padre, repartidor de pan, era miembro del partido—, fue conociendo otra realidad y experimentó un llamado diferente.

El 28 de enero de 1946 Ramona fue a una movilización de apoyo a los obreros del salitre. Ese día cayó abatida por las balas de la represión. Fue en lo que luego se conocería como “masacre de la plaza Bulnes”. Su nombre y su rostro —en esa combinación romántica, en el sentido byroniano del término, de belleza y valentía— se convirtieron rápidamente en un símbolo. Además del poema de Neruda, la “flor ensangrentada” Ramona Parra dio nombre, dos décadas después de su muerte, a la brigada nacida para la campaña presidencial de Salvador Allende. Inspirada en esa militante de base del prehistórico “frente de propaganda”, la Ramona Parra se volverá, a fuerza de perfeccionamiento y constancia, uno de los referentes del muralismo político latinoamericano.

La impureza está en la esencia de la izquierda y es una de las claves de su resiliencia. Por eso no extraña que, así como el salitre nace de la combinación de nitrato de potasio y nitrato de sodio, la Brigada Ramona Parra haya encontrado su estilo en la mezcla. Un sincretismo que no parte de la elaboración teórica, sino que nace de la praxis. Nace, por ejemplo, de sus trabajos en conjunto con Roberto Matta, quizá el artista visual chileno de mayor proyección internacional. Influido por André Breton, será, a su vez, una influencia crucial para Jackson Pollock, lo que sitúa a Matta como uno de los puentes entre el surrealismo europeo y el expresionismo abstracto de este continente. Este tipo de contaminaciones puede estar en el origen de las piezas de esa cadena de nucleótidos que Pedro Álvarez Caselli, autor de Historia del diseño gráfico en Chile (2004), encuentra en el ADN de la brigada. Un híbrido entre la gráfica hippie y el realismo soviético tropicalizado por el tamiz de la cartelería cubana.

Las contaminaciones heterodoxas y las impurezas de origen del muralismo popular chileno son características que también pueden describir los resultados de la votación de este 16 de mayo de 2021. Ese día no sólo se eligieron alcaldes. También se determinó la composición de una Asamblea Constituyente que promete cambiar las reglas de juego de un país rico, pero desigual. Los futuros constituyentes serán, en 40%, independientes. Ningún partido obtuvo mejor resultado. Esas voces independientes, y los constituyentes de sectores de izquierda, que son quienes les siguen en número, llegan arropados por la voluntad de cambio surgida del fracaso del modelo neoliberal que llevó adelante el actual presidente Sebastián Piñera, quien termina su mandato con niveles históricos de desaprobación. Ese predominio de los orejanos es, además, con sus bemoles y sin que sea posible hacer una correlación mecánica, una reverberación de las protestas populares, esencialmente juveniles, iniciadas el 18 de octubre de 2019 y que afectaron la normalidad del país durante más de un año.

Foto del artículo 'Estética y expectativa: la constituyente que vino del salitre'
Foto del artículo 'Estética y expectativa: la constituyente que vino del salitre'

Aunque los engranajes de la interpretación política tradicional chirrían cada vez que se pretende analizar fenómenos tan vitales como el de la Constituyente chilena, parece haber una cierta amalgama, un cierto líquido orgánico que mantiene las piezas encaminándose juntas en una dirección transformadora. Sería osado e incompleto decir que esa amalgama es la cultura. En la política, ya lo enseñó Antonio Gramsci, los elementos del potaje son muchos y, cuando la marmita hierve, esa complejidad es la que quema la tímida punta de la lengua de las ortodoxias académicas. Más adecuado es postular que la cultura es el líquido de contraste que vuelve perceptible esa amalgama que no se ve. Y, al permitir que se perciba, al hacer que quienes están así, unidos sin apelmazarse, sean conscientes de estar unidos, la cultura se vuelve parte de lo que une. Es decir, cuando Irací Hassler recorría los mercados y los barrios, en la campaña electoral, munida de una mochila con la imagen de la artista mexicana Frida Kahlo, ícono del feminismo rojo, estaba reforzando esa aleación. Era forma y contenido.

Aunque duró menos de tres años, el gobierno de Salvador Allende también fue forma y (en lo que lo dejaron) contenido. Resulta indudable que tuvo una influencia central en la política y la cultura chilenas, tanto en su momento como proyectando hacia las décadas venideras su cono de luz (o de sombra, según el punto de vista de quien mira). Entre 1970 y 1973 la Unidad Popular no sólo resultó el marco para el muralismo, sino que también impulsó la nueva canción, las ediciones literarias masivas a precios accesibles, el teatro independiente y los inicios de un cine nacional todavía balbuceante, pero en el que ya despuntaban voces como las de Miguel Littín y Raúl Ruiz.

Foto del artículo 'Estética y expectativa: la constituyente que vino del salitre'
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Hoy, enraizando con aquello, pero con una personalidad propia, la cultura chilena goza de una salud que no es rozagante, sino rebosante. No es la salud del hijo bien peinado lo que hace respirar tranquilos a sus progenitores. Es la salud que rebosa el cauce y se desborda. Son las experiencias teatrales de creadores como Guillermo Calderón y su perfeccionamiento del arte del panfleto, o las voces cinematográficas como la de Pablo Larraín, que pone en aprietos a lo más rancio de la sociedad de su país mediante un cine apto para los cineclubes y las grandes plataformas de streaming, a la vez que autoral y técnicamente impecable. Algo similar, puede intuirse desde la ignorancia, debe de estar pasando, además, en las artes visuales, la canción y la literatura. Porque se ve el resultado. Se ven los apaches en el borde dentado de la cordillera rodeando el rancho de los poderosos. Y si están ahí esos apaches, aunque tengan apellidos suizos y madre brasileña, como Irací Hassler, es también porque el “yo apruebo” de la Constituyente de mayo abrevó sus tropillas en las aguas nunca estancadas de la estética contestataria.

Además de pintar murales, las brigadas de los 70 los repintaban. Muchas veces el trabajo de varios días amanecía tachado por pintura negra, gracias a grupos de derecha. Este repintado, habitual en la polarización que precedió al golpe de Estado de 1973, se volvió para las brigadas de izquierda una necesaria acción de resistencia durante el pinochetismo. Las que estaban más asociadas con los partidos tradicionales de la izquierda (como la Ramona Parra, del Partido Comunista, o la Elmo Catalán, del Partido Socialista) coexistían con otras que actuaban desde la disidencia —como eran, en cierto modo, la Unidad Muralista Camilo Torres o la Brigada Pedro Manrique— o desde la independencia partidaria, como el colectivo muralista La Garrapata.

Todo eso, antes o después, por una serie de elementos entre políticos y culturales, se sintetizó (y a su manera se sigue sintetizando, aunque parcialmente, porque todo en la cultura, y sobre todo en la cultura de vocación transformadora, es parte de un todo, aunque tenga veleidades de ser el todo) en un edificio.

Muro de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Muro de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Llamado “un hito latinoamericano de modernidad arquitectónica y utopía constructivista”, se levantó en 1972 en el tiempo récord de 275 días para ser sede de la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas. Además de los trabajadores de la construcción, que se desempeñaron a velocidades stajanovianas, el esfuerzo convocó a diseñadores y artistas para crear desde las luminarias hasta los picaportes.

Fue, precisamente, un picaporte el símbolo de su deriva histórica. Cuando Augusto Pinochet derrocó a Allende por un golpe de Estado, el 11 de setiembre de 1973, se quedó con el país, y también con el edificio. Secuestró la mayor parte de las obras de arte que contenía, lo bautizó Diego Portales y lo hizo centro de sus anuncios públicos y de muchas de sus juntas de trabajo. Pero algo le molestaba. Los picaportes. Metálicos y poderosos, daban entrada a sus salas de eventos con forma de puño en alto. Sus asesores le recomendaron que, en lugar de quitarlos, simplemente los invirtiera, volviéndolos manos de bronce con apariencia inofensiva.

Al terminar la dictadura volvió a la órbita civil, se recicló como espacio para la cultura, se recolocaron varias de las obras secuestradas y se lo rebautizó Centro Cultural Gabriela Mistral. Como broche final de su rescate, los picaportes se giraron a su posición original. Volvieron a ser puños en alto.

Intervención en la Primera Comisaría de Carabineros de Rancagua, tras denuncias de abuso sexual por parte de carabineros contra una joven detenida durante una marcha, el 15 de noviembre de 2019.

Intervención en la Primera Comisaría de Carabineros de Rancagua, tras denuncias de abuso sexual por parte de carabineros contra una joven detenida durante una marcha, el 15 de noviembre de 2019.

Hoy, el Gabriela Mistral es una de las sedes principales del festival internacional de teatro Santiago a Mil. En su edición de enero de 2020, el contexto no era la pandemia de coronavirus (que llegaría semanas más tarde), sino “la contingencia”. La revuelta juvenil que nació de una protesta por un leve aumento en el precio del boleto de transporte urbano y desembocó (como parte de un descontento más antiguo y más estructural) en la elección de una Asamblea Constituyente mayoritariamente opositora. El festival de teatro no se detuvo, sino que los muros exteriores del Centro Cultural Gabriela Mistral recogieron ese verano el arte popular urbano que acompañaba y sostenía la protesta callejera. Imágenes clásicas del socialismo político coexistían con las voces del feminismo, a la vez que se denunciaba la represión policial que había dejado ciegos o con la visión seriamente afectada a decenas de jóvenes.

El pintar y el repintar de aquellas brigadas que antecedieron (y desde esos antecedentes se entremezclaron con estas expresiones nuevas, trazando una línea de continuidad) se repitió en los muros del Mistral. Un buen día, sin que las autoridades del centro cultural supieran cómo, la fachada amaneció sin un solo cartel ni pintadas. Una mezcla de acciones municipales y policiales había hecho tabula rasa con el arte colectivo.

Al otro día el trabajo de los artistas anónimos comenzó de nuevo. Como comienza siempre de nuevo, después de cada derrota (y no tanto después de cada victoria) el ansia transformadora.

El Negro Matapacos, perro que acompañaba las movilizaciones estudiantiles de 2011.

El Negro Matapacos, perro que acompañaba las movilizaciones estudiantiles de 2011.

Fue en una plaza de Antofagasta, en un mitin con obreros del salitre, que Luis Emilio Recabarren dio inicio al proceso que desembocaría en la fundación del partido de Irací Hassler, que en junio cumplió 109 años. En la década del 30 del siglo XX fue ahí, en ese norte, donde nació la tradición de base de las ollas populares para paliar el hambre que viene asociada con las crisis económicas internacionales. Pablo Neruda le llamó “cereal de la pampa calcinada”. A su belleza como “harina de la luna llena” le reconoció el filo de la apropiación del capital y, como respuesta, el ansia peleadora: “Junto a tu nívea luz de estalactita / duelo, viento y dolor el hombre habita, / harapo y soledad son sus medallas. / Hermanos de las tierras desoladas / aquí tenéis como un montón de espadas / mi corazón dispuesto a la batalla”. El socialista Salvador Allende hizo en Pedro de Valdivia uno de sus mítines más recordados, y volvió como presidente en 1971 para reafirmar sus promesas electorales y empezar a torcer esa “historia trágica del salitre”.

Y en medio de todo eso, los independientes. Aunque es integrante del Partido Comunista, Irací Hassler gana impulsada por un movimiento ciudadano formado por más de 50 organizaciones de base. Ante la llegada a los primeros planos de la política de esta exdirigente de la Federación de Estudiantes de Chile, hoy economista, el exministro Jaime Ravinet advirtió sobre la elección de Hassler. “Que no vaya a ser que el Parque de los Reyes pase a ser el Parque Lenin; el Teatro Municipal, el teatro Gladys Marín; y que no reemplace la estatua de Pedro de Valdivia por la de Lautaro”, dijo Ravinet. Y en su campaña del miedo de efecto retardado, Ravinet daba en el blanco. Porque es, precisamente, en el terreno de lo simbólico donde se empiezan a forjar las transformaciones políticas. Algo que las manifestaciones de “la contingencia” sabían muy bien, con su permanente pulseada por el control territorial de una estatua ecuestre, en la plaza Italia de Santiago de Chile, a la que tiñeron de colores en una suerte de instalación escultórica permanente.

La construcción cultural de la contrahegemonía, diría Gramsci. La construcción del Paraíso, diría el poeta Raúl Zurita. Construcción, diría Zurita, que “no es sólo un trabajo de arte, sino de corrección del dolor”. “Eso mismo, pero...”, diría Gramsci.

Zurita y Gramsci. Nitrato de potasio y nitrato de sodio. Salitre.