Un amigo que no voy a señalar ahora me confesó que su vida en pareja está sostenida por dos pilares: los puntos negros y las series. Al menos una vez por semana, su pareja lo monta y le revisa la espalda: tendrías que ver la atención que le pone, me dijo, se emociona cuando encuentra una imperfección en la piel, y si la descarga es mayor que la que esperaba hace ruidos de sorpresa y placer: uuuh o mmm o paah, boludo. Y para los momentos de amor tenemos las series. Después de un día largo, agotados por los hijos o el trabajo, nos acurrucamos juntos y miramos uno o dos capítulos de Vikingos o Bloodline o lo que sea que estemos mirando. La serie ni siquiera tiene que ser muy buena; alcanza con que cumpla las premisas básicas del entretenimiento y el suspenso, y de esas hay un montón. Por lo general yo me quedo dormido, y ella me cuenta lo que me perdí antes de retomar a la noche siguiente. El argumento resumido a veces suena ridículo, pero eso no importa porque nuestra vida avanza como si nada hubiera pasado. En una entrevista escuché que a Matt Damon y a su esposa argentina les pasa lo mismo, le dije a mi amigo para reconfortarlo. Siguió: viste que a veces pensás: la vida no puede ser sólo esto. Te puede pasar en pareja o solo, pero gracias a las series ya no me pasa más. Tengo cubiertas las dos o tres horas existencialistas del día.
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Si se me alinean los planetas de la producción audiovisual, voy a dirigir una miniserie antes de fin de año. Es una comedia negra, más o menos como todo lo que escribo. Los primeros guiones los terminé hace unos tres años. En ese momento no pensaba dirigirla; a lo sumo creía que podía dar algunas indicaciones de tono o espíritu. Todavía tengo mis dudas: no sé de cámaras, ni de luces ni de actores. Pero eso lo podés suplir si te apoyás en un buen equipo, me dijo un director que me está ayudando, lo más importante es que puedas ver la historia en tu cabeza.
Los escritores estamos acostumbrados a decidir en soledad. La historia, el tono, los personajes, pero sobre todo la forma; cada oración, por más simple que sea, implica poner algunas palabras y dejar otras afuera. A lo sumo aceptamos, con mucho más recelo que el que decimos, la intervención de un editor o de un amigo de confianza. Esa pequeña soberanía es una de las cosas más gratificantes de ser escritor. Con todo esto quiero decir que me hubiera costado muchísimo ceder la dirección de la serie, incluso a alguien más calificado. Un trabajo en equipo que me entusiasma es la lectura de los guiones con los actores. En los buenos momentos de escritura de una novela o un cuento, uno puede sentir que los personajes se convierten en una cosa viva. A veces los imagino con la cara de un actor o de un conocido. En mi cartelera de corcho todavía tengo la imagen de Sarah Lancashire, la detective de Happy Valley. La clavé ahí, justo encima del monitor, porque me servía como referencia física para la protagonista de mi última novela. A veces le hacía consultas e imaginaba sus gestos y respuestas. Pobrecita, le hice perder una teta por un cáncer de mamas. La novela la terminé hace rato, pero me acostumbré a la mirada fuerte de Sarah y ahora me da cosa sacarla. Esto me ha pasado con otros personajes, pero cuando hagamos la lectura de los guiones realmente voy a poder hablar con les Sarahs de la historia, y esa es una experiencia que nunca pensé que iba a tener.
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Algunas series que vi desde el inicio de la pandemia con sus respectivos puntajes del uno al diez: Tiger King (7), Succession (8), Unorthodox (7), una telenovela inglesa sobre los inicios del fútbol (6), Chernobyl (9), Fleabag (9), The morning show (7), Casi feliz (6), una coreana de zombis e intrigas palaciegas (8), Borgen (7), Afterlife (7), Gambito de dama (7), la de Fran Lebowitz (7), el documental de Nisman (7), el de Jeffrey Epstein (7), el de María Marta y Molina Pico (8), La serpiente (7), la de Tévez (7), la de Jordan (8), Please like me (9), la última temporada de The Crown (7), la última de Better call Saul (9), y seguramente otras que ahora no recuerdo.
Con mi hija vimos Modern family (8), Cobra Kai (7), Arrested development (9), Full house (6), Fuller house (3), El chavo (8), Alf (8), una de surfistas adolescentes brasileros (5), una de guardavidas adolescentes californianos (4), otras muy parecidas entre sí que yo simulaba seguir mientras pensaba en otras cosas, programas sobre animales, programas sobre gente que cocina, canta, sopla vidrios, baila, diseña ropa, baja de peso, entrena perros, peina perros, alquila casas, compra casas, decora casas.
Se podría trazar un mapa temporal de la pandemia con algunas de estas series: Tiger King es de la primera ola, Gambito de dama de la segunda, etcétera. Sobre todo en el caso de las series de Netflix: todo el mundo las mira, las comenta y las olvida más o menos al mismo tiempo.
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¿Las series son el cine de hoy? En una charla en el programa de radio de Sebastián De Caro, el director Mariano Llinás se asombra o simula asombrarse cuando un oyente pregunta esto. Responde: “Las series son la televisión de hoy. Ya no se ven por ahí, ya no está Luisa Kuliok, pero son la tele. El cine es otra cosa”. A la gente de este siglo, le cuento que Luisa Kuliok es una actriz argentina que tuvo su momento de esplendor en las telenovelas de los 80 y que, como muchas actrices de esa época, hoy es increíblemente parecida al cantante de Aerosmith. La referencia a Kuliok es efectiva porque da una imagen hiperbólica de lo que antes entendíamos por televisión: sets desmontables, Arnaldo André, cachetadas, diálogos duros, rodajes rápidos, besos apretados sin lengua, personajes que van y vienen de la ceguera o la muerte. Era una fórmula que funcionaba a la perfección y que hoy sólo se puede disfrutar como experimento antropológico. Unos meses antes de que muriera Carlos Calvo, le mostré a mi novia un capítulo de Amigos son los amigos, que para ella era sólo una referencia lejana. Todo le resultaba involuntariamente paródico, y no la culpo. Me preguntó si en ese momento quería ser Carlín o Pablo Rago. Vista desde afuera, es una pregunta válida, porque sería más lógico que un adolescente se identificara con el joven, pero lo cierto es que en ese momento todos queríamos ser Carlín. En un par de años, mi modelo masculino había pasado de Huckleberry Finn a Carlín. Canchero, digo la palabra con sorna, pero qué seguridad atávica maravillosa podría sentir si ahora mismo me calzara una campera de jean, encendiera un Derby y saliera a caminar con las manos en los bolsillos.
Lo que quería decir antes de derrapar por la pendiente de la nostalgia y la autocompasión es que es difícil comparar las telenovelas de Luisa Kuliok, o de la Luisa Kuliok yanqui (o incluso productos como MacGyver o Miami vice), con las series que vemos hoy. Hay otros presupuestos, otros actores y hasta otra intención. En 1997, cuando HBO empezó a producir sus propias series, cambió su eslogan a No es televisión, es HBO, y secundó este alarde con series como Los Soprano, The wire y Six feet under. Ese quizá haya sido un punto de quiebre. Hace unos años, por ejemplo, el director de fotografía de la gloriosa serie Atlanta dijo que ni por un segundo durante el rodaje sintió que estaba haciendo una serie de televisión.
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Hay gente que puede escribir más de una historia al mismo tiempo. Yo no. Cuando estoy con una historia la tengo en la cabeza constantemente. Todo lo que vivo, leo o sueño es susceptible de ser relacionado con lo que estoy escribiendo, y esa posibilidad de desdoble, aunque a veces me lleve al borde de la sanidad mental, es una de las cosas que más me gustan de todo este asunto de escribir.
Con la serie me viene pasando esto. Desde que empecé el trabajo de anotar la sucesión de planos que imagino para cada escena, ya no pude escribir más ficción. Hace unos meses arranqué un cuento sobre un escritor de izquierda que está en coma y sólo da señales de vida cuando su hijo le muestra videos del fan de Wanda. Me gustaba la idea de que el hijo empezara a disfrutar de esta nueva situación de poder, y en ese momento me di cuenta de que estaba escribiendo sobre el padre y el hijo de mi serie, la misma relación, las mismas oscuras razones por las cuales un hijo podría disfrutar que su padre sólo diera señales de vida ante videos del fan de Wanda.
Otro caso: en mi plaza hay un pelado con aspecto de seminarista que sobreprotege dramáticamente a su cocker spaniel, y observando esta relación se me ocurrió una historia sobre un hombre que se enamora de su perro. No el caso burdo del que se pone mermelada en los genitales, sino alguien que descubre que realmente está enamorado de su perro, y entonces, lógicamente, quiere llevar la relación al siguiente nivel. En otro momento hubiera hecho un cuento con esto, pero ahora no puedo evitar imaginarlo dentro del marco de la serie, en cuya estructura puedo meter casi cualquier cosa. El protagonista de la serie resuelve casos reales mediante puestas en escena teatrales, y el pelado podría pedirle ayuda para contarle a su familia sobre su nueva relación. Ya podría escribir la entrevista inicial: ¿qué edad tiene el cocker en años humanos? ¿Es macho o hembra? ¿Pierde mucho pelo? ¿Por qué te parece tan importante que te haya aceptado en la posición del misionero?
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_Querido Netflix:
Entiendo que con la pandemia debe ser difícil satisfacer la demanda de contenido, pero a la tercera vez que me repiten un testimonio sobre un amigo de la infancia del periodista que investigó el caso del hijo de Sam empiezo a pensar que estoy perdiendo el tiempo. Tenemos un pacto: ustedes ponen cosas y nosotros las miramos. Pero, al igual que los creadores de gustos de papas chips, están abusando de nuestra confianza. Ustedes saben que este documental era para 90 minutos como mucho, no para una docuserie de cuatro horas. Y no es la primera vez que pasa. Justamente les escribo porque estoy notando una tendencia hacia el estiramiento descarado, y al cruzar ese límite están haciendo saltar las alarmas de la conciencia en los espectadores: ¿por qué estoy mirando esto? ¿No es esa la pregunta que todos queremos evitar?
Atentamente, M. S.
PD: ¿Se pusieron a pensar lo horrible que debe ser para un asesino serial no tener su propia serie? A esta altura ya debe ser humillante, y se sabe que esta gente no canaliza bien este tipo de emociones. Por otro lado, no sé qué es peor. Todo ese raid de sangre, locura y muerte para terminar en un programa que la gente mira para bajar un poquito antes de dormir._
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“El cine se ve en pantalla grande”, dice Mariano Llinás después de decir lo de Luisa Kuliok, y en eso estoy de acuerdo. Pero en este momento los cines están cerrados en Uruguay. También los teatros y los recitales. La flor, la película de 14 horas de Llinás, se puede encontrar en Youtube. Le propongo a mi novia que la miremos como si fuese una serie, pero ambos estamos con un poco de dolor de cabeza, y decidimos dejar ese proyecto para un día de mayor lucidez. También podría volver a ver Historias extraordinarias, su película anterior. No recuerdo casi nada sobre la trama pero sí algunas imágenes: la llanura pampeana, un impostor, un río, un narrador total; “no hay un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto”, no recuerdo si esta paradoja borgeana aparece de manera explícita o si es una sensación que queda flotando, de hecho creo que la película tenía algo borgeano, pero más aventurero, es decir algo de Bolaño. En fin, se me viene a la cabeza toda una serie de referencias que me hacen pensar cómo es que todavía no vi La flor, aunque sea en pantalla chica y como si fuera una serie.
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Hay otras tres series que vimos en pandemia, tres obras maestras bajo los estándares de cualquier género o formato. La primera es The wire (10). Ya la había visto, pero mi novia la empezó y nos enganchábamos los dos apasionadamente, y yo le señalaba cosas con un orgullo estúpido, como si tuviera algún mérito en el finísimo entramado de historias y personajes. Cuando la terminamos, y bajo efectos de su abstinencia, vimos otras dos series del mismo creador: The Deuce (8) y Show me a hero (8).
La segunda obra maestra es Louie (10): el mismo tipo de revisión, el mismo orgullo injustificado de mi parte. Además, la miré pensando en mi serie, sobre todo por la forma en que retuerce algunos pactos con el espectador: ¿cómo puede ser al mismo tiempo tan deprimente, graciosa, nihilista, honesta, esperanzadora? ¿Por qué usa niños tan absurdamente distintos cada vez que tiene un flashback a su infancia? ¿Por qué, siendo colorado, puso a una mujer negra como madre de sus hijas rubias? Según el autor: porque a nadie le importa. Pero hay también un efecto liberador en estas licencias: el fondo de la serie es tan descarnadamente real que necesita formas descarnadamente irreales para equilibrar la balanza. “Por el camino de la mentira llegaremos a la verdad”, esta es una cita de Dostoyevski que podría aplicarse a Louie y que tomé como eslogan para mi propia serie. En este mismo sentido, se me había ocurrido que los tres protagonistas de mi serie podrían tener su propio uniforme, un ropaje distintivo para que usen siempre, sin importar las circunstancias. La idea era, al mismo tiempo, abaratar costos y darle a la serie, ya desde el vestuario, un aire de extrañamiento que amplíe el terreno de juego y nos permita, por ejemplo, usar un bebé de goma sin tener que justificarlo. Lo de los personajes uniformados se me ocurrió mirando El chavo del 8 con mi hija, pero ahora veo en una entrevista que Llinás hizo lo mismo en Historias extraordinarias y que tuvo a Tintín como fuente de inspiración. No importa, este tipo de robo es lo que luego llamamos referencias.
La tercera obra maestra tuvo el placer adicional de ser inesperada: What we do in the shadows (10), basada en una película del mismo nombre. Según la sinopsis de IMDB, la serie sigue “la vida diaria (o más bien nocturna) de tres vampiros que han convivido durante más de cien años en Staten Island”. En la casa también vive un vampiro de energía (un humano que chupa la energía de otros humanos, ya sea aburriéndolos o enervándolos) y una especie de mayordomo latino que soporta todo tipo de humillaciones con la esperanza de ser ascendido a vampiro. Es una comedia que se construye a partir de los detalles: incomodad, absurdo, trajes y acentos raros, giros lingüísticos, inteligencia, actuaciones. En un episodio, unos vecinos invitan a los vampiros a ver el Super Bowl, y ellos, por su forma extraña de interpretar/pronunciar las palabras, piensan que se trata de un super owl (magnífico búho). Dicho así no parece muy gracioso, pero esta es precisamente una de las virtudes de esta serie; como sucedía con Cha cha cha, su gracia está en una parte imposible de explicar.
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Ese dolor de cabeza que nos desalentó a mirar La flor resultó ser producto de la covid-19. Algo casi gracioso es que mi novia está cuidando dos gatos de una amiga en su casa y yo estoy solo en la mía con mi perro, por lo que no podemos hacer la cuarentena juntos. Por suerte ninguno de los dos tiene síntomas graves, pero voy a necesitar una serie que me sirva de bastón durante estos días de encierro, algo que sea largo, adictivo, con un universo propio y no muy demandante. Pienso en Game of thrones, pero me gusta el esnobismo de haberla evitado hasta ahora.
Cuando se me pase el dolor de cabeza podría escribir la historia del hombre que se enamora de su perro, aunque sea un punteo de ideas que pueda servir tanto para un cuento como para un episodio de la serie. Mi perro no entiende por qué no lo estoy sacando a pasear, y su forma de demostrarlo es sacar el relleno y los resortes de los almohadones del sillón. Todavía nos quedan nueve días de encierro y en este momento estoy más cerca del perricidio que de la perrofilia. Quizá el hombre de la historia pueda combinar ambas emociones con su cocker spaniel: un círculo vicioso de golpes, disculpas y reconciliación amorosa.
Recién me doy cuenta de que el pelado seminarista de la plaza que inspiró esta historia es muy parecido a Colin Robinson, el vampiro de energía de la serie What we do in the shadows. Y no sólo en lo físico, también en actitudes, vestuario, movimientos. No me extrañaría que realmente fuera un vampiro de energía. Como advierte el propio Colin en la serie: “Es probable que todos conozcan a un vampiro de energía. Los vampiros de energía son el tipo más común de vampiros”.