Por las noches le leo a mi hija y ella me lee a mí. No es tan ejemplar como parece. Tiene ocho años y dice que no se puede dormir sin un murmullo de fondo. Ella lee primero, estamos terminando uno de Harry Potter. Me acuesto en el piso con un peluche de almohada. Me gusta escuchar su voz y comprobar que sabe el sonido de cada palabra.

Cuando me toca a mí, le leo lo que sea que esté leyendo en ese momento. Ahora es Ciencias ocultas, de Mike Wilson. Se la presento como la novela más aburrida del mundo, y entonces ella gira y cierra los ojos y se pone en actitud de dormir. Leo a Wilson en voz alta. No le había podido entrar a este libro hasta que lo empecé a leer de esta manera. No me interesan sus intrigas, pero cada cosa que describe tiene una precisión asombrosa y yo puedo reproducir esa maravilla en el medio de la noche. Mi hija ya se durmió, pero sigo leyendo un buen rato.

¿Qué le quedará a ella de esto que le llega entre sueños? Me pregunto si no le estaré depositando información directo en el subconsciente, una serie de mensajes que guiará su vida desde las tinieblas. Por las dudas omito o apago el sonido de algunas palabras: mierda, funeral, bisiesto, divorcio, siamés, semen.

Hace un tiempo le pregunté si se acordaba de algo del cuento que le había leído la noche anterior. Era uno de Amy Hempel. Sólo me acuerdo de que había un perro, me dijo.


Esto lo escribí durante las primeras semanas de la pandemia. Un año y medio más tarde, mis hábitos de lectura no han cambiado mucho. La verdad es que me está costando agarrar un libro. Cuando lo hago, lo disfruto, pero luego no lo repito por varios días, y cada tanto tengo que recordarme que leer es una actividad que me gusta mucho.

Un libro que sí leí en este período es Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla (1831-1913). Mansilla cuenta sobre las negociaciones de paz que lleva a cabo con los indígenas como oficial del ejército argentino. Pero lo notable no es tanto el fondo, sino la forma. Hay un relato profundo y detallado de los indígenas de las pampas, sus costumbres, su forma de hablar, pedir, negociar, pelear, desconfiar, comer, coger, emborracharse, contraer deudas, pagar deudas, carnear, sus protocolos diplomáticos, sus hijos, sus perros, sus mujeres, sus cautivas, su lenguaje, su sistema de numeración. Y a pesar de este torrente descriptivo, el tema central siempre es el propio Mansilla; Mansilla dandi, Mansilla jocoso a lo Oscar Wilde, Mansilla prelevreriano, Mansilla afrancesado. Hay una pregunta que asoma detrás de todo lo que escribe: ¿qué hacer con tanto aburrimiento? Esta conclusión no es mía, se la robé a un tipo que la dice en un documental de Canal Encuentro.

Al igual que Mansilla, David Foster Wallace también se preguntaba qué hacer con el aburrimiento, y probablemente lo siguió haciendo hasta el momento en que pateó la silla con la cuerda amarrada al cuello. No creo que Foster Wallace haya leído a Mansilla, tampoco me extrañaría, pero tienen algunos puntos en común que me resultaron llamativos. Por ejemplo, los resúmenes un poco zumbones que pone Mansilla antes de cada capítulo:

XXI. En qué consiste el arte de hacer de una razón varias razones. De cuántos modos conversan los indios. Sus oradores. Sus rodeos para pedir. Precauciones de los caciques antes de celebrar una junta. Numeración y manera de contar de los ranqueles.

XXXI. Ojeada retrospectiva. El valor a medianoche es el valor por excelencia. Miedo a los perros. Cuento al caso. Qué es loncotear. Sigue la orgía. Epumer se cree insultado por mí. Una serenata.

Me llevó unos cuatro meses leer este libro extraordinario. Ya sobre el final, cuando Mansilla vuelve a Buenos Aires con los tratados de paz que el gobierno luego traicionaría, mi hija me reclamaba: ¿otra vez los ranqueles? ¿Hasta cuándo los ranqueles? Ya no les queda mucho, le dije, y le expliqué el doble sentido de mi respuesta con una exposición histórica que no pareció interesarle demasiado.


Y con la escritura me está pasando algo similar, al menos con la ficción: no tengo muchas ganas de construir tramas o personajes. Entonces escribo este tipo de textos deshilachados. Tengo una novela que terminé hace un par de años, corregida 100 veces, aún sin publicar. Acabo de ver el acceso directo al archivo de Word cuando encendí la computadora. No sé qué voy a hacer con esta novela. A veces pienso que es muy buena, otras que me quise hacer el coso y que el producto final no termina de cuajar. Lo cierto es que la fui presentando sin éxito a concursos y editoriales de cada vez menor relevancia. Algo que me han dicho varios lectores de confianza es que el principio es excelente y luego se va desinflando. Si ahora tuviera que volver a editarla, lo único que podría hacer es empeorar un poco el arranque para no crear falsas expectativas.


Otro libro que leí en este período es la Poesía completa del peruano José Watanabe (1945-2007). Me lo compré en Lima, en el último viaje que hice antes de la pandemia. Lo miré varias veces antes de decidirme, porque es una edición española muy linda y costosa, y cuando estoy de viaje me pongo rata. Pero el último día lo compré y me sentí como la chica de Felicidad clandestina, de Clarice Lispector, que disfrutaba el libro con sólo sentir el peso y la textura rugosa de la tapa; pasaba las páginas en el avión, 456, todos los poemas de su vida. Incluso leí el prólogo larguísimo.

Este libro no se lo leí a mi hija, sino que lo hice de la única forma en que puedo leer poesía: mientras cago. No en el exacto momento, por supuesto, más bien un poco antes o un poco después o en un intermedio, pero siempre dentro de la misma sentada. Declamo con voz de poeta, por ejemplo: ¿Es esta la palabra exacta o es el amague de otra / que viene / no más bella sino más espectacular? Uno o dos poemas por cago. No pretendo trazar una simetría simbólica del tipo algo entra y algo sale. Antes lo hacía con la Condorito y ahora con poesía, y cuando no tengo poesía llevo el celular y leo las noticias y a la gente que se pelea en los comentarios de abajo. Perdón por el detalle, pero creo que así le hubiera gustado a Watanabe, alguien “capaz de sacar poesía de una radiografía de pulmón o de las propias heces”, como dice el prologuista citando a otra persona.

Me llevó poco más de un año su poesía completa, que es, en cierta forma, su vida completa. En esta obra está su infancia (yo sólo quería una bicicleta de paseo, lenta, meditativa), su padre culto japonés (mi padre vino desde tan lejos […] hasta terminar dejándome sólo estas manos / y enterrando las suyas / como dos tiernísimas frutas ya apagadas), su madre y sus hermanos (Once hijos, Señora Coneja, y ninguno sabe qué diablos hacer / para que su cadáver tenga alegría), su amor por la pintura, el cine, las mujeres, la síntesis, el cuerpo; su enfermedad, los hospitales, las luces blancas, el final. En la página 400 hay un poema llamado “Orgasmo”. Lo copio entero: _¿Me dejará la muerte / gritar / como ahora? _

Hay devoción por la naturaleza y por las palabras, y por los pasajes secretos entre ambas (las naranjas sólo me sugieren metáforas fáciles). Hay 19 poemas dedicados a animales. Quizá alguno de estos le podría leer a mi hija. “El ciervo” empieza así: El ciervo es mi sueño recurrente. / Siendo animal de manada aparece mirándome con alzada / y orgullo / de hombre solo. “El lenguado” empieza así: Soy / lo gris contra lo gris. Mi vida / depende de copiar incansablemente / el color de la arena.


En mi novela que dicen que se va desinflando usé dos versos de “El lenguado” para uno de los epígrafes: Soy un pequeño monstruo invisible / tendido siempre sobre el lecho del mar. El otro epígrafe es una cita de Nicolas Cage. La puse en inglés: Every great story seems to begin with a snake. El combo Watanabe-Cage resume mis sentimientos hacia la novela; a veces pienso que es genial y que todavía nadie la entiende y otras, que es una boludez pretenciosa. Como casi siempre, la realidad debe andar en un punto medio.

De qué se trata la novela, suelen preguntar los agentes y los editores. La respuesta no puede tener más de cinco líneas. La última vez, ya un poco resignado, puse esto: En un pueblo aparecen perros empalados, un gobernador controla todo con cámaras panópticas, dos policías siguen la pista y se asoman a un misterio mayor, una subespecie de indígenas doradas es condenada por su propia belleza y las leyes del mercado, una chica dorada es sometida a ver la filmografía completa de Gwyneth Paltrow. Todo se va uniendo, lo prometo.


Una sentencia conocida dice que los escritores no leen a sus contemporáneos, los fiscalizan. Aunque es apenas dos años mayor que yo, me cuesta considerar a Alejandro Zambra (1975) un contemporáneo. Lleva 15 años publicando en Anagrama y ya acarrea su propia leyenda. Y además es muy bueno. El libro que leo es Poeta chileno y tiene un gato negro en la tapa. Leeme el del gatito, me dice mi hija antes de dormir. Ella ahora está leyendo Coraline, de Neil Gaiman, pero avanza de a dos páginas por vez. Hacemos un pacto: ella lee un poco más por su cuenta y después yo le leo el del gatito. La primera parte es sobre un amor juvenil entre un aspirante a poeta y una chica. Al final de este capítulo dice: Santiago es una ciudad lo suficientemente grande y segregada como para que Carla y Gonzalo no se encontraran nunca más, pero una noche, nueve años más tarde, volvieron a verse, y es gracias a ese reencuentro que esta historia alcanza la cantidad de páginas necesaria para ser considerada una novela. En la segunda parte, que es una maravilla, aparece el hijo de Carla, que pasa a ser el hijastro de Gonzalo. La tercera y la cuarta parte ya me interesan un poco menos. Me gustaría decir que la novela se va desinflando, pero no creo que sea cierto.


La siguiente es una cita de Una educación incompleta, autobiografía parcial, de Evelyn Waugh:

De un tiempo a esta parte me ha dado por releer, luego de muchos años, La máquina del tiempo, novela de H. G. Wells. Al final del volumen, en su primera edición, vienen 16 páginas de anuncios de los novelistas más populares de 1895, todos ellos elogiados en los periódicos serios, aunque con un grado de extravagancia y desmesura tal como rara vez a mí se me ha concedido a lo largo de mi carrera profesional. Hoy todos ellos están bastante olvidados. Fue como si hubiera dado un salto en la máquina del tiempo y hubiese visto desplegada ante mis ojos la futilidad de la estima contemporánea…

Esta cita me la pasó el escritor Martín Bentancor por Messenger, y yo la copié y la pegué. No le pude sacar el resaltado gris porque soy muy malo con las herramientas secundarias de Word, y ahora ya no quiero hacerlo porque me está empezando a gustar. La reflexión de Evelyn es brillante, pero deja abierta una trampa epistemológica en la que los escritores, como bestias ególatras y vulnerables que somos, podemos caer fácilmente: creer que lo que hacemos es importante justamente porque no goza de la estima contemporánea. Yo podría decir que El inglés, de Martín Bentancor, es una novela igual o mejor que cualquiera de las que ahora se traducen a decenas de idiomas. Y estaría en lo cierto. Pero alerta: cuando un escritor hace una afirmación de este tipo por lo general quiere referirse a sí mismo, y lo hace por medio de un tercero para no quedar en evidencia. Y ahora mejor me callo porque ya me siento como esos magos vigilantes que revelan los trucos y las miserias de su oficio.

Le confesé a Martín que no había leído nada de Evelyn Waugh y me sugirió un par de libros. Recién durante nuestro breve chateo caí en la cuenta de que Evelyn no era una mujer. En mi defensa tengo que decir que la única otra Evelyn que conocí era la moza de un bar que me gustaba mucho y que una vez invité a un recital de Maná porque era su banda favorita y en el medio del evento me dijo que me quería sólo como amigo.


Cuando no me puedo dormir me pongo audiocuentos o conferencias que encuentro en YouTube. Uso un solo auricular porque duermo de costado. Lo que busco es salir de mi propia cabeza, y no hay que ser un genio para darse cuenta de que es algo parecido a lo que le pasa a mi hija. Algunas cosas las he escuchado docenas de veces, pero la repetición, igual que a los niños, me produce una sensación de seguridad que favorece el sueño. De todas formas, he decidido tomar este asunto como una patología benigna e instructiva.

Hace un par de noches escuché una charla de Zambra llamada Tema libre. En un momento lee un cuento que no le gustó lo suficiente como para publicar. La idea es mostrar el fracaso, dice. El cuento gira en torno a la relación del protagonista con varios argentinos. Empieza así: El primer ser humano argentino que tuvo alguna influencia en mi vida fue un jugador de vóley playa, de al parecer 20 años, un rubio de metro noventa que, en el verano de 1991, se comió a mi polola. Un amigo le cuenta un chiste para consolarlo: un hombre vuelve a la casa con un ojo morado, sangrando, cojeando. Su mujer le pregunta qué te pasó y él responde que le pegaron porque lo confundieron con argentino. ¿Y por qué no te defendiste?, pregunta ella. Y él responde: porque me encanta que les peguen a esos conchaesumadre.

El cuento sigue con una noviecita argentina y con un amigo de los padres (un tipo gordo, de tez rojiza, casi completamente calvo, como creo que son todos los argentinos a contar de cierta edad) con el que pasa unas vacaciones y se termina peleando. Zambra lo deja por la mitad. ¿Por qué fracasa el cuento?, se pregunta. Porque nunca, durante toda la escritura, dejé de pensar; el texto es gracioso pero no dice nada, concluye. Le falta esa cosa mágica inasible (la curvita, decía Juan Forn) que hace que un texto sea trascendente.

Zambra habla parecido a como escribe. Es honesto, preciso, por momentos gracioso o profundo. Incluso en la ficción, siempre pareciera estar hablando de sí mismo. En otro cuento fracasado que lee, un entrevistador le pregunta cuánto hay de biográfico en sus novelas. Exactamente el 32%, responde. Es una joda, claro, pero me parece un número bajo, más aún si se tiene en cuenta que el que responde no es Zambra sino su personaje, por lo que el número de Zambra en realidad sería el 32% del 32%, es decir, el 10,24%.

Sobre el final de la charla hay preguntas del público. Le preguntan por el boom, por Bolaño, por la finalidad de la escritura, por consejos para escritores jóvenes, etcétera. Cuando el presentador anuncia que ya no hay tiempo, Zambra le reclama al público: Nadie preguntó cómo termina el cuento. La gente se ríe y él dice medio en voz baja que quizá alguna vez lo va a terminar bien y lo va a publicar. Pero luego cuenta el final, se nota su necesidad de rematarlo, aunque sea en una versión resumida y autoburlona. Dice que el protagonista se termina yendo a Buenos Aires y se convierte en argentino. No es un buen texto, dice, y se queda un segundo en silencio. Creo que todavía no era consciente de que ese cuento fracasado ya había perdido su autonomía, ese cuento fracasado ahora es la curvita dentro de una obra mayor, esta belleza de conferencia que escucho de noche en la cama para salir de mi propia cabeza.


Acabo de releer esto que escribo y creo que es un poco llorón. Pero lo voy a dejar porque es un llanto sincero. La mayoría de los escritores que conozco tienen esta cosa esquizoide: no quieren hablar sobre sus libros pero quieren que otros lo hagan, les da vergüenza aparecer pero se mueren si desaparecen, son humildes pero también se la tienen que creer porque si no cómo hace uno para escribir, quieren hacer cosas vanguardistas pero que la recepción sea masiva, etcétera. Supongo que esto corre para todas las disciplinas del arte. Todos queremos pertenecer, dice Zambra en Tema libre. Todos queremos aprobación, pero no de cualquiera, queremos la aprobación de la gente cuya aprobación nos parece relevante. Antes eran las revistas, las reseñas, las antologías. En Facebook buscábamos pulgares para arriba. Ahora en Instagram buscamos corazones. Nuestro corazón está blanco y cuando alguien lo toca se pone rojo. Entonces, como preescolares, buscamos corazones rojos. ¿Cuál será el próximo símbolo, un abrazo compasivo, un útero materno?


Para mi último cumpleaños me regalaron Animales que vuelven, un libro de cuentos de Gonzalo Baz (1985). Hace unos siete u ocho años, en la presentación de un libro, cité el epígrafe que usa el brasileño Daniel Galera para su libro Manos de caballo: Caminaba hacia la escuela y me imaginaba en planos aéreos tomados desde una grúa que iba subiendo y me veía allá abajo como un pequeño objeto en el medio de la calle caminando hacia la escuela. La cita también es de Nicolas Cage.

Después de la presentación, Gonzalo, al que conocía como librero, me comentó que había estado viviendo en San Pablo y hablamos un rato de literatura brasileña. Creo que en ese momento no me dijo que escribía. Creo que en algún momento, cuando me enteré de que había sacado un libro y se comentaba que era muy bueno, le dije algo así como “no sabía que eras escritor”, y lo peor es que lo dije sin ironía, con la misma inflexión de sorpresa y reclamo de mi tío Alejandro.

Es una edición preciosa que me cabe entera en la palma de la mano. Animales que vuelven, a mi hija le va a gustar el título. Quizá me pregunte, así como me preguntaba si el gatito negro era el poeta chileno, si el niño en la azotea de la tapa es uno de los animales que vuelven. Leo las palabras elogiosas de Horacio Cavallo en la contratapa. Decido empezar por el cuento “Tieté”. La primera oración dice lo siguiente: Si cierro los ojos y pienso en aquella época, viene a mí una sucesión de imágenes que siempre comienza por Luzia.


Según Mansilla, “Loncotear llaman los indios a un juego de manos, bestial. Es un pugilato que consiste en agarrarse dos de los cabellos y en hacer fuerza para atrás, a ver cuál resiste más a los tirones”.