Para Cisa (1973-2022)
Aprovechando que nuestra prima Ilaria estaba en el país, decidimos alquilar una casa en la costa. Terminamos consiguiendo una cabañita a un precio razonable. Y si bien los cinco nos hubiésemos pechado en invierno, el generoso fondo y el buen clima hacían la situación infinitamente más tolerable.
Mi primo Diego y mi hermano Santiago dormían en una especie de ático que bien podría hacer las veces de cuarto. Ilaria dormía en uno de los cuartos, mientras a mi esposa Cisa y a mí nos había tocado el dormitorio restante.
No recuerdo bien por qué Valentín, el menor de los primos, no pudo sumarse a estas pequeñas vacaciones. De todas maneras, los días pasaban en un clima distendido en el que cada uno se dedicaba a sus intereses. Así, mientras mi mujer se instalaba en la hamaca paraguaya a leer durante horas, Ilaria y Diego obtenían un bronceado que hubiese hecho saltar todas las alarmas en la sociedad de dermatología. Mi hermano dedicaba buena parte del día a pescar. En lo que a mí respecta, alternaba entre nadar y tocar la guitarra. Principalmente intentando mejorar la velocidad de punteo y mi sweep picking. Por las noches, hacíamos un asado o jugábamos a algún juego de mesa.
En resumen, días tranquilos sin ningún incidente digno de ser contado. O al menos hasta aquella tarde en la que ayudaba a mi hermano a limpiar las vísceras de los pescados. Por alguna razón, estaba de humor para semejante tarea y la conversación había pasado de cuál sería la mejor manera de prepararlos en la parrilla a oscuros videojuegos que llegamos a conocer en nuestra infancia.
De repente, notamos a unas personas sobre la lomada que indicaba el límite entre nuestro fondo y el del vecino de atrás. El sol estaba bajo y ellos se encontraban a contraluz, por lo que no podían verse muy bien. Mencionaron el apellido Echagüe y respondimos que a ellos les habíamos alquilado la casa. Dijeron que eran sus amigos y, para sorpresa nuestra, se dirigieron a la cabaña.
Santiago y yo nos miramos anonadados, con la esperanza de que se tratara únicamente de una pausa para ir al baño.
Cuando entramos, había cinco de ellos en el porche. Uno tocaba mi guitarra y todos cantaban.
Volverá, volverá, volverá
otro carnaval.
En la cocina, un muchacho servía vasos del fernet que mi hermano había comprado, mientras que una chica sacaba chorizos y tiras de asado de la heladera.
—¿Quiénes son estos tipos? —preguntó Ilaria en voz baja.
—Ni idea, dicen que son amigos de los dueños de la casa —contesté.
—Son bastante molestos, ¿no se puede llamar a la Policía?
—No soy partidario de usar métodos tan represivos —opinó Diego.
—Están tocando mi guitarra, ni siquiera me pidieron permiso.
—Y preparando nuestra comida —agregó la prima.
—Bueno, esas son sólo cosas materiales —dijo Diego.
Lo miramos como para matarlo.
Fui hasta el dormitorio, buscando un lugar donde poder pensar cinco minutos con claridad. Me encontré, en cambio, a tres individuos durmiendo en mi cama. Particularmente llamó mi atención un par de pies negros de tanto andar en chancletas, o directamente descalzo.
Estimé que debían tratarse de unas quince o veinte personas. Por alguna razón, el único lugar de la casa que no habían ocupado era el ático. Allí estaba Cisa. Había cuatro colillas en el cenicero y estaba fumándose el quinto. Me senté en el suelo, delante de ella. Por su cara, no podía saber si solamente pensaba en pedirme el divorcio o en realizar una masacre. En ese mismo momento, noté el manual Koning de demonología que estaba sobre una antigua mesa de luz. Se lo señalé y una sonrisa comenzó a iluminarle el rostro.
—¡Es casi la hora! ¡Tenemos que apagar todas las luces! —gritó a viva voz.
Me dio un lápiz labial.
—Para el espejo del baño —me susurró.
Mientras bajaba las escaleras alguien apagó la general. Supuse que había sido mi hermano porque lo vi venir de donde estaba el tablero.
—¡La luz! —gritó una voz femenina desde el baño.
Fui hasta esa puerta e intenté abrirla, como si no me hubiese enterado de que había alguien.
—¡Ocupado!
Comencé a golpear.
—¡Ocupado!
Yo golpeaba cada vez con más intensidad.
Finalmente abrió la puerta.
—¿Qué parte de...?
La peché y entré directo hacia el espejo. Dibujé primero un pentáculo, luego la clavícula nox. Posteriormente continué con runas medio hechas de memoria y cualquier otro signo que se me ocurriera perturbador.
A la vez, recitaba con el tono más monótono y solemne posible:
Animula, vagula, blandula
comesque corporis...
Me había olvidado de cómo seguía ese poema. El caso era parecer seguro y convencido de lo que hacía, así que continué con otro texto que había estudiado en la facultad.
Sinite parvulos venire ad me
et ne prohibitere eos.
—¿Vos sos enfermo?
Fingí no escucharla y continué:
Ventum seminabunt et turbinem metent.
Ventum seminabunt et turbimen metent.
—Escuchame, tarado.
Me tomó del hombro. Me di vuelta rápidamente, apoyé prácticamente mi frente sobre la de ella y caminé.
Quae laena genuit te sub rupe sola.
No soportó la proximidad, retrocedió varios pasos, se dio media vuelta y salió corriendo.
En el estar sonaba Burzum. Unas velas estaban dispuestas sobre el suelo.
—¡Oh, Chulch! —gritó Santiago.
—¡Chulch! ¡Chulch! ¡Chulch! —respondimos los cinco.
Cisa comenzó a convulsionar.
—¡Chulch! ¡Chulch! ¡Chulch! —seguimos el resto.
Mi esposa cayó al suelo, luego se levantó de una manera un tanto antinatural, moviéndose en cuatro patas, pero boca arriba.
—¡Chulch! ¡Chulch! ¡Chulch!
Entonces, silencio. Estábamos nuevamente solos en la casa.
—Por favor, amor, ayudame a pararme —dijo Cisa—. Necesito un pucho y un relajante muscular.
Me puse de rodillas, la tomé de la espalda y fui lentamente parándome con ella.
—Este numerito me va a costar, mínimo, dos días en cama.