A las 6.44 la noche se retira de a poco para dejar que ingrese el día. No se siente frío y una brisa suave, apenas húmeda, recorre las calles. El cielo está salpicado por infinidad de nubes pequeñas y grises. Las luces de la ciudad siguen encendidas.

Marcos y Coco, empleados de una empresa de audio, descargan equipos de sonido que trasladan hasta el escenario. Lo único que se escucha es el sonido de dos generadores de color verde que trabajan juntos. Marcos y Coco dicen que se quedan hasta que termine el acto, luego desarman, cargan y se van.

Pablo Rorra tiene 51 años, trabaja en la construcción y es integrante del Sunca. “Vengo a dar una mano en lo que se precise”, dice. Ayer vino a las cinco de la tarde junto a otros compañeros y trabajaron en tareas de decoración. “Este es un 1º de Mayo muy especial, estamos saliendo de la pandemia y con un gobierno que está apretando al laburante. Nosotros [el Sunca] conseguimos un 9,9 de aumento, pero ¿y el resto de los sindicatos? Hay que ser solidarios con los otros”.

Después de dos años de ausencia, el acto por el Día de los Trabajadores del 1º de Mayo de 2022 va tomando forma.

A las 7.29 las nubes que salpican el cielo se ven anaranjadas, y entre ellas se cuela un celeste todavía pálido. En una esquina, la brisa hace bailar las pequeñas hojas de un árbol añejo. Las luces de los semáforos siguen cambiando de color inútilmente.

La mayor parte de los puestos de venta se están armando. Unos pocos están prontos, como el de Gustavo, que vende tortafritas a 30 pesos y está ubicado en un buen lugar, a pocos metros del estrado, detrás del sector ocupado por numerosas sillas de plástico blancas.

—¿Viniste hace poco, Gustavo?
—No. Vine ayer a las 11 de la noche.
—¿Cuántas tortas pensás vender?
—Y, todo lo que traje, 100 o 150. Con eso estaría bien.
—¿Te dedicas sólo a esto?
—No. Tengo otro trabajo. Soy empleado. Esto es un rebusque, porque sólo con las ocho horas no da.

Se cubre la cabeza con la capucha de un canguro liviano. Está pálido. Pasó toda la noche en el lugar. Tiene todo impecable: el carro de acero inoxidable, la garrafa, la olla, hojas de papel cocina, alcohol en gel. Seguimos hablando y me cuenta que tiene 52 años, que hace diez que vende tortafritas, que vive cerca, que vive con su esposa, que tiene un hijo de 22 años que cursa primer año en la Facultad de Derecho y otro que está en cuarto del liceo.

Las tortafritas que hace son riquísimas.

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El escenario ocupa el ancho de la Avenida del Libertador y está ubicado en la intersección con la calle Valparaíso, mirando hacia el Palacio Legislativo. Poco a poco comienza a tener más movimiento.

A las 7.50 casi no quedan nubes y el sol se asoma débil.

Dos cuadras hacia el Palacio se ve un cartel apoyado en un árbol en el que se lee: OFERTAS AQUÍ - 1 libro x 20 pesos - 6 libros x 100 pesos, y debajo, una desordenada montaña de libros viejos. Marcelo viene hace 12 años al acto del 1º de Mayo. Vende libros, revistas, semanarios, diarios, enciclopedias. Todo usado.

—Vengo doblemente: como laburante y como vendedor. Acá no sé cómo me irá, pero cuando se hacía en la plaza vendía bien —dice mientras, agachado, coloca la mercadería sobre telas apoyadas en el piso.

Tiene cosas interesantes, como la colección completa de la revista El Dedo. Los domingos siempre se instala en la feria de Tristán Narvaja.

Por la vereda camina Beatriz, una vecina del barrio: “Me levanté y me vine a mirar un poquito”. Es pensionista y dice que el acto no le interesa mucho, pero que no la complica. “Miro desde arriba, desde mi apartamento”. Saluda con simpatía y sigue su recorrida. Norman salió a pasear a su bulldog francés; vive en el apartamento 906 de un edificio ubicado a metros del estrado y está feliz con este festejo: “¿Qué me parece el acto? Me parece importantísimo, y que lo hagan acá me parece bárbaro”.

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Ya hay fuegos encendidos y cientos de chorizos acostados en las parrillas, algunas más sencillas que otras. Sofía se mueve de un lado a otro bordeando un parrillero de hierro grande, mientras acomoda las tablas que quema para conseguir brasas. Trabaja con dos personas más y dice que piensan vender 300 chorizos y 100 hamburguesas al pan. El precio es el mismo para los dos productos: 150 pesos. Vinieron anoche.

A varias cuadras del escenario ya no se escucha el ruido de los generadores, que cambió por el sonido agradable del fuego. El humo atraviesa la avenida y el olor a grasa quemada de los parrilleros invade la atmósfera.

Son las 9.00 y el sol está a pleno. La temperatura es agradable. Los pronósticos no se equivocaron.

Casi no hay gente recorriendo la avenida. Un vendedor ensaya su grito de guerra: “Hay tortas, hay tortas”. Un cuidacoches en una esquina le dice a un muchacho: “Se está perdiendo la calidad, estamos perdiendo la calidad, Uruguay está perdiendo la calidad”. Cinco niños y una niña juegan a la pelota en el medio de la calle, me ven venir, me la pasan, la devuelvo como puedo, con la derecha, mi pierna inhábil. Una bandada de pájaros pasa entre los edificios chillando, como molestos por toda la movida que hay abajo. Graciela y Hugo conversan en la vereda, cada uno sujetando a su perro: coinciden en que el acto ocasiona molestias, que los fuegos artificiales enloquecen a las mascotas y que hay varios niños autistas en la zona que también son afectados. Hugo se pregunta: ¿por qué no eligen un lugar más abierto, más amplio? Igual entiende que estamos en democracia y que esta avenida es emblemática.

Además de los ya mencionados, la oferta de productos a la venta es variada: alfajores, pasteles, churros, panchos, roscas con chicharrones, pizza, bebidas, cornetas, tazas decoradas, camisetas, ropa de segunda mano. Muchos lugares de venta son de diferentes cooperativas, también hay un puesto grande de la olla popular Primero de Mayo.

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Cerca de las 9.20, un músico prueba el sonido del saxofón frente a un micrófono.

Varias personas pasean a sus perros.

Una muchacha sentada en un banco pregunta: “¿A qué hora empieza esto?”. Respondo que a las 11.00 llegarán las caravanas al Palacio Legislativo y de allí, la gente llegará caminando. “¿Entonces acá no va a haber autos para cuidar?”. Respondo que no, que tiene que buscar otro lugar. “Vine a hacer el peso, estoy sin dormir”. La muchacha tiene 42 años y dejó a sus hijas mellizas de tres con la suegra. Dice que está separada y busca trabajo, pero no tiene carné de salud; pidió hora y le dieron para julio: “Un carné privado no puedo pagar, sale como 700 pesos”.

A las 9.35 prueban sonido los violines y las violas.

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A poca distancia del escenario hay un 24 horas abierto. El único local comercial abierto en toda la avenida. Hay gente que entra a comprar. Una señora pide una ayuda en la puerta. Una de las empleadas me dice: “Sí, me parece un poco raro estar trabajando hoy y que justo acá esté el estrado”. Agrega que era optativo trabajar hoy y pregunta: “¿Por qué se hizo acá?”.

A las 9.45, una voz pide que se pruebe el fagot. Aunque la mañana avanza, se pone un poco más fresco.

Ahora prueba sonido una cuerda de tambores, luego un coro y tres mujeres y un hombre ensayan una coreografía; hay gente que hace palmas.

Un vecino, en una calle lateral, se asoma por la ventana de una casa de altos y, al ver que comienza a llegar gente, pregunta: “¿A qué hora comienza la cosa?”.

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Pasadas las 10.00, parece que está todo listo para recibir al público, que empieza a llegar de a poco. Los vendedores ocupan sus lugares, algunos vecinos apuran el paso para llegar a sus hogares antes de que la multitud gane la calle. El cielo está limpio, completamente celeste. Al dejar atrás el escenario y caminar hacia 18 de Julio, un silencio de domingo gana las calles. Todavía falta para el comienzo del acto, del espectáculo artístico; luego vendrá la parte oratoria; más tarde sabremos de qué se trata.

Al llegar a la calle Colonia, me cruzo con un grupo de 50 o 60 personas que caminan en sentido contrario, sin hacer ruido, como si guardaran toda la energía para después. Llevan banderas coloridas, carteles hechos con cartón y un pasacalles que abre el paso con una inscripción en letras grandes: “VIVA EL 1º DE MAYO”.