Muchas veces los ambientes naturales tienen escenarios centrales, dominantes y conocidos, que son visitados frecuentemente por los turistas. Pero también suele suceder que en sus cercanías se ubican otros paisajes no tan nombrados ni reconocidos, pero con los atractivos suficientes como para justificar una visita.
Hacia el este del país, en el departamento de Maldonado se despliega la Sierra de las Ánimas, un lugar visitado por muchos turistas por la belleza de su paisaje y sus riquezas naturales y antropológicas. Sin embargo, en torno a este conjunto de cerros y valles hay muchos rincones menos conocidos, no tan frecuentados, pero a los que bien vale la pena conocer más a fondo. Hacia la zona norte de la sierra se encuentra el cerro Aguiar, donde se ubican el Cañadón de la Palma y la Cascada del Venado.
Un detalle práctico que hay que tomar en cuenta es que el cañadón se encuentra en un predio privado y se precisa autorización para visitarlo. Se puede llegar desde el kilómetro 28 de la ruta 60, después de alejarnos unos 16 kilómetros de Pan de Azúcar. En ese punto hay un cartel y hay que doblar hacia el oeste, en dirección a Montevideo, comenzando un camino con varias porteras hasta llegar, después de unos cuatro kilómetros, al establecimiento Cañadón de la Palma.
Allí hay que registrarse y pagar 200 pesos para entrar a recorrerlo. A pocos metros de la estancia se encuentra una bifurcación con dos porteras y hay que tomar el camino de la izquierda. Comienza entonces el sendero que lleva al cerro Aguiar, pero el paseo contempla varias opciones. El recorrido completo supone casi ocho kilómetros si se opta por la subida al cerro, pero aquellos que no se sientan con la condición física necesaria para transitarla o vayan con niños pueden girar antes en el camino y recorrer sólo el trayecto del Cañadón de la Palma y la Cascada del Venado.
El cañadón es realmente un espectáculo y el sendero para ascenderlo es muy disfrutable. Se lo recorre remontando el borde de un pequeño arroyo que corre junto a una pared de piedra. Allí se ve gran cantidad de helechos, calagualas y culandrillos que crecen favorecidos por la humedad y la protección ante las bajas temperaturas que brindan los muros de la cañada.
Se genera entonces lo que se denomina un microclima, un lugar donde se instalan especies que a pocos metros de allí, con otras condiciones ambientales, difícilmente podrían prosperar. En el suelo, entre el rocío de la mañana, se destacaba con claridad el sombrero de una russula, un hongo que tiene una superficie lisa de color violeta o púrpura, visualmente muy llamativo, pero no comestible.
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La cercanía del agua va generando todo un bosque en torno a la corriente, con tembetaríes, arueras y coronillas combinados con alguna palmera pindó y cañas tacuaras. Hay abundancia de trepadoras, uñas de gato y claveles del aire colgando de las ramas. El sonido de las chicharras retumbando en los muros acompaña el ascenso. En este entorno se siente a gusto el guazubirá, el tímido venado de los montes, que se mueve con sigilo entre ramas y enredaderas.
En los árboles, buscando frutos o atrapando a algún insecto, se pueden ver varias especies de aves. Zorzales, piojitos azulados y chingolos se mueven con vuelos silenciosos. Pero de pronto un ave pequeña nos llamó la atención. Muy rápida en sus movimientos, iba pasando de rama en rama, dejando ver muy pocos detalles de su plumaje. Cuando se detuvo unos segundos fue posible ver unas plumas blancas sobre el ojo, a la manera de “ceja”. Se trataba de un trepadorcito que recorría casi sin parar las ramas de un ceibo buscando arañas e insectos pequeños, que son la base de su dieta. Son solitarios, aunque se los puede ver en pareja, más allá de que no es posible distinguir entre macho y hembra por el plumaje.
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Mientras se sube por el cañadón, surge hacia un costado un sendero que lleva a la Quebrada de Darwin, donde hay otra caída de agua. El naturalista inglés estuvo recorriendo la zona y subiendo a los cerros, así que es bastante probable que haya estado precisamente en esta zona en alguna de sus exploraciones.
El cañadón en sí posee una cascada cuya presencia varía de acuerdo con las lluvias que haya habido en los días previos a la visita. El paisaje se abre en torno a la cascada y es un lugar ideal para reponerse del ascenso y descansar.
A medida que se asciende por la parte interna del cañadón, afuera se va dando un cambio en el ambiente, y la típica pradera que nos rodeaba en la falda del cerro es sustituida de a poco por plantas espinosas, cactus y arbustos pequeños que buscan sobrevivir en un entorno cada vez más rocoso. Por ahí se ven pasar arrastrándose arañas de patas peludas, algún lagarto y hasta una familia de pájaros carpinteros buscando hormigas.
En la cima, el fuerte viento y la escasez de agua afectan a la vegetación, que se reduce a chircas, carquejas y arbustos de poca altura, y predominan los afloramientos de rocas. El origen volcánico de estos cerros se remonta a unos 500 millones de años. Toda esta acumulación de piedras de diferentes tamaños, tapizadas de líquenes y musgos, genera recovecos donde se refugian arañas, escorpiones y cucarachas.
Pero allí donde se encuentre una mínima corriente de agua entre las rocas, con algunas lagunitas o charcos, se puede encontrar a otro huésped destacado: la rana de las piedras. Este pequeño anfibio se refugia del sol en las horas del día y sale por la noche a atrapar insectos. Muchas veces pone sus huevos en pequeños charcos situados al costado de los arroyos, donde los renacuajos se desarrollan hasta que alguna lluvia les permite pasar al cuerpo principal de agua.
El entorno rocoso también crea las condiciones que les gustan a algunos reptiles de buen porte, como las cruceras y las yaras.
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Desde lo alto del cañadón se observa el paisaje de cerros y los valles que los rodean, cubiertos por praderas de arbustos y gramíneas. En esta zona gusta de moverse el zorro gris, que busca comida entre el mar de tallos dorados. Se trata de un mamífero oportunista, de hábitos muy flexibles a la hora de comer, que se adapta a las circunstancias y a lo que ofrecen las diferentes estaciones del año. Puede atrapar tanto ratones y pequeños pájaros como escarabajos, insectos y ranas, y complementa la dieta con frutos y coquitos de palmera. Por lo general está más activo después del atardecer, pero si tiene hambre se lo puede ver recorriendo el terreno a pleno sol.
Mirando desde las alturas de este paisaje ondulado, se ve una sucesión de cerros, elevaciones de diferentes alturas, parches de monte alternados con pastizales y zonas rocosas, como un continuo de ambientes donde los animales pueden desplazarse en su búsqueda de comida, refugio o pareja. Comadrejas, hurones, gavilanes, culebras y ranas usan este corredor biológico para poder cumplir con sus requerimientos vitales.
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Un poco cansados por el esfuerzo, pero contentos por el paseo, comenzó el descenso, que muchos sienten como más exigente que la propia subida.
Bajando, sobre el costado de un árbol apareció una mancha oscura. Una mancha viva, con ligeros movimientos insinuados. Se trataba de un grupo de orugas de mariposa. En esta especie es común que de noche cada oruga salga a alimentarse sola, pero de día se agrupan en forma de parche en algún árbol, como forma de defensa. Así, en grupo, seguramente infunden más respeto que aisladas sobre la corteza. Para reforzar más su defensa, si sienten que un depredador se aproxima, una extensión carnosa en forma de horquilla, llamada osmeterio, sale de la oruga y libera un aroma intenso que recuerda un queso en descomposición. Como esta estructura se asemeja a la lengua bífida de una serpiente, algunos autores sostienen que también es una forma de asustar a posibles predadores, al darle a la oruga la apariencia de un reptil peligroso.
El mosaico de orugas es la última señal del mundo animal antes de volver al auto. De alguna manera, es una despedida que nos hace saber que mientras volvemos a la vida de la ciudad, estas y otras criaturas continuarán con sus ciclos vitales, esperando en el corazón de la sierra hasta una próxima visita.
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