Harina de grillos. Preparados hechos de arvejas libres de sabor a arvejas. Restos alimenticios que no son otra cosa que sobras de restaurantes y hoteles a las que se les ofrece una segunda oportunidad. Los maravillosos e inexplorados reinos Fungi y Chromista. Las señoras paquetas que enseñan a no desperdiciar nada, y eso incluye preservar mediante procedimientos carísimos los descartes de absolutamente cualquier cosa, que luego se almacenarán como se pueda y se verá qué uso darles. Los nuevos hábitos alimentarios forman parte de un delirio global que al mismo tiempo nos estimula a consumir alimentos de cualquier parte del mundo en cualquier época del año y a presumir de palabras como cercanías. A promocionar cualquier sopa o guiso de los de toda la vida preparados en locales que llevan nombres evocadores como almacén, provisión, abasto o comedor (pero también tasca o taberna, e incluso el porteño bodegón) y se venden a precios por porción que superan el costo de una olla que rinde 20 porciones por lo menos. Queremos todo. Lo justificamos con argumentos diversos y transitamos nuestro deseo tilingo de forma aproblemática, como si la coartada nostálgica pudiera considerarse revolucionaria o, al menos, democrática.

Para aprovechar la cáscara de cebolla, sin ir más lejos, una señora regia con canales en varias plataformas nos muestra que basta con dejar el horno al mínimo y sin cerrar durante unas cuantas horas, hasta que pierdan toda la humedad. Eso si no tenemos un desecador, claro. Después podemos moler eso, pulverizarlo y guardarlo en la despensa para cuando nos venga bien espolvorear alguna cosa. Es fácil y es noble, porque habiendo tanta gente con hambre sería contrario a la ética tirar la cáscara de la cebolla.

Por otra parte, con una ceguera moral más enclavada en la costumbre, arrastramos una forma de tratar la cuestión animal que se hunde en aquellos días en que los sabios de Occidente no habían visto nunca de cerca un mono o un rinoceronte pero, afirmados en taxonomías creadas por oposición a “lo humano”, podían hablar de ellos como se habla de las máquinas o las cosas en general. La observación, dice Jorge Fierro en su libro, del que publicamos el capítulo 1, viene precedida por la teoría.

Sobre capitalismo se habla poco, pero adivinen qué: no es sino su naturalización, su indiferenciación de “la economía” lo que pone a vacas, chanchos, perros, gatos, paltas, quinoa, soja y açaí a funcionar como recursos hiperexplotables, sin consideraciones ambientales, éticas o sociales de ningún tipo. Si hay que desertificar un país para que todo el mundo tenga su palta, se hará. Si hay que devolverle el verdor a Europa y salir a buscar proteínas al tercer mundo, se hará. Si debemos volvernos esclavos, no lo duden, se hará. Ya se está haciendo. Ya está hecho.

Por otra parte, también ocurre que la capacidad de simbolizar —justamente eso que nos definía como humanos— flaquea desde hace tiempo. En este número tenemos unos cuantos artículos que hablan de lenguaje, de escritura, del lugar del yo, de verdad literaria, de la posibilidad de la ficción.

Las líneas entre todos estos asuntos piden el esfuerzo de unir y encontrar el sentido. Adelante.