En el hall de salidas del aeropuerto de Carrasco un cartel se interpone entre el hogar y el afuera. Quien migra se le aproxima como se acomete una colina de verdad enemiga. Sin saber si rodearla o dejarse tomar por ella. En ese momento de los últimos saludos, de lágrimas contenidas o palmadas fuertes en la espalda, sus cuatro letras son una advertencia. Ese “¡chau!” nos dice que ningún trámite estará completo sin la amarga foto de la sonrisa forzada y el nudo en la garganta. “Dile al que te lo dijo que se despida”.

Esa es una forma de migrar. La más amortiguada. Porque también están quienes lo hacen trepándose a La Bestia. De ellos habla el reportaje de este número, que acompaña a una familia hasta mojarse la espalda en el río Bravo. Río nacido de un tajo en el desierto, pero más traicionero que poético. Porque Pecos Bill, ese vaquero ficticio creado hace 100 años, que solía pelear contra Pancho Villa y Emiliano Zapata, hoy fichó para la Migra.

Al otro lado del mapa, nadie acompañó a los 250 rohinyá que llegaron al otro oeste, el de Indonesia, en un atestado barco de madera. Su travesía no ha de haber sido menos penosa. En la foto que abre esta edición están todavía bajando a tierra. Musulmanes birmanos sometidos a limpieza étnica por budistas ultras (vaya oxímoron), por lo que están considerados por Naciones Unidas la minoría más perseguida del planeta. Conceptos como ejecuciones sumarias, genocidio, trabajos forzosos, se les han pegado como una segunda piel en los informes de los organismos internacionales de los últimos años.

Quienes llegaron a Uruguay en tiempos más recientes, balseros terrestres del Caribe, algunas noches hacen pie con el flotador de la música. Ritmos que migraron antes que ellos, como antes había migrado todo lo que migró para mutar en otra cosa en los “cotorros” del Olimar y dar origen a la canción uruguaya. Porque toda identidad nace de la contaminación y no del formol, mal que le pese a la derecha francesa.

Personas, música, identidad... y capitales. El Anglo, objeto del fotorreportaje de diciembre, fue la cuna de la Revolución industrial en esta banda. Usina cárnica donde un puñado de trabajadores, entre ellos el padre del poeta Miguel Ángel Olivera y el abuelo del futbolista Lucas Torreira, fundaron el sindicato del frigorífico, aunque no se diga en las visitas guiadas. Obreros rojos de Europa del Este y picapedreros anarquistas del Mediterráneo que hicieron migrar las ideas a comienzos del siglo pasado y nos dieron esta provisoria excepcionalidad que continuó el “naides es más que naides” artiguista.

Luego de tomarse la foto de la sonrisa forzada junto al cartel de Carrasco, el viajero que migra se mete en un túnel y ya no sale sino al otro lado del mar. Escáner de seguridad, control de pasaportes, manga y vuelo, en capicúa, son estaciones de un mismo túnel. Lo desconocido, lo que aterra, pero que en algún punto posibilita una luz, aunque no se vea. Los textos finales son ficciones realistas sobre Gaza. Sus túneles y sus bombardeos. De ahí también emergieron los rehenes israelíes que pudieron ser liberados, víctimas de la masacre del 7 de octubre que se llevó tantas vidas inocentes. En espejo, los presos palestinos intercambiados salían del túnel de las cárceles, víctimas de décadas de ocupación que se llevó a su vez tanta inocencia. Quizá también la esperanza migre desde ese ninguna parte, donde hoy está, y encuentre su lugar entre tanto escombro.