I

Aquella tarde, Giovanni Malatesta se sentía eufórico. Hoy es el día, se repetía entusiasmado, y no le faltaban razones para pensar así. Sabía que una nueva puerta podía abrirse en su futuro, aunque ni por asomo intuía lo que el destino le reservaba.

El joven de veinticuatro años vivía solo en una pequeña casa de rústicos leños y techo de paja, situada en las afueras de la ciudad, en una zona casi despoblada. El vecino más cercano se hallaba a un kilómetro de distancia.

No tenía a nadie en el mundo. Sus padres, granjeros jubilados, habían fallecido hacía un par de años, aplastados por un meteorito que cayó en el fondo de la finca, mientras tomaban un té con leche sentados en un juego de jardín que había pertenecido a una tía solterona; una mujer excelente, muy aficionada a la astrología y a las piedras curativas.

A raíz de ese incidente, y como además heredó una pequeña renta que le permitía un modesto pasar, Malatesta se sintió libre para reprogramar su vida. Abandonó la carrera de ingeniero agrónomo (que había iniciado para complacer a sus padres) y se recluyó en la casa paterna con el objeto de contemplar, con una mirada lánguida y filosófica, cómo los pastos y los yuyos, abonados por la desidia, crecían hasta límites insospechados.

Cuando se aburrió, comenzó a hacer esporádicas visitas a la ciudad, aunque no ya para retomar sus estudios, sino en busca de esparcimiento. Allí se aficionó a un licor de naranja que servían en un bar humilde, y también a la lectura, comprando ingentes cantidades de títulos que adquiría sin tener mucha idea de nada. Con el paso del tiempo, como les ocurre a menudo a las personas en las que conviven el orgullo sin fundamento y la debilidad de carácter, Malatesta se convirtió en escritor. Pensaba, porque así se había convencido tras leer algunas revistas, que para triunfar en el mundo de las letras había que romper los moldes o, si prefieren este símil, dar un portazo en las narices de los desprevenidos lectores. Y en eso puso todas sus energías. En el ambiente gris y solitario de su casa, Malatesta se abocó a un trabajo de introspección que, al cabo de varios meses, dio sus frutos. La obra en cuestión se llamaba Interiores, y era su pasaporte para el éxito.

Hoy es el día, se repitió.

Observó el reloj de pared por enésima vez, calculó el tiempo que podía demorar en llegar hasta el centro de la ciudad y se dirigió al baño. Se cortó las uñas de los pies y las manos y se afeitó con una navaja bien afilada. Después se metió a la ducha y abrió el agua caliente. Lavó sus áureos cabellos con champú, se pasó un largo cepillo por la espalda y frotó cada centímetro de su atlético cuerpo con una esponja que chorreaba espuma. Cuando abrió la mampara de la ducha y emergió entre nubes de vapor, su cuerpo brillaba como un héroe griego camino al Olimpo.

Abrió la banderola para ventilar el baño y tomó una toalla. Se secó, se puso desodorante y perfume, se cepilló los dientes y se peinó como de costumbre, con la raya hacia el costado. Con una tijera cortó los pelitos que le asomaban de la elegante nariz, y se emparejó las negras cejas que resaltaban sus ojos marinos.

Más tarde, fue hasta el ropero y escogió lo que iba a usar: ropa interior sin estrenar, camisa blanca, zapatos negros que lustró a conciencia y un regio traje azul que había comprado en infinitas cuotas.

Después de vestirse, se despidió del retrato de sus padres que había en el comedor y salió de la casa. Por costumbre, guardó las llaves bajo el tapete, y avanzó con paso triunfal.

Caminó medio kilómetro entre los pastos, esquivando piedras y charcos de lluvia, y llegó hasta la ruta. Allí recorrió unos metros y se metió debajo de una garita de madera a esperar el autobús.

Al cabo de media hora, un destartalado vehículo apareció entre nubes de polvo blanco. Giovanni Malatesta subió, pagó el boleto y avanzó por el pasillo.

El autobús estaba lleno de personas humildes, vestidas con toda la dignidad que su condición les permitía. Había jóvenes, viejos (un par de ellos con pollos en la falda) y hasta un niño prendido al pecho de su madre. A la vista de aquella “gentuza”, Malatesta procuró respirar apenas lo indispensable. Sin embargo, el más afectado por los olores no fue él, sino una anciana. La mujer, arrugada como una carta de amor que debe ser olvidada, comenzó a toser vivamente cuando el fuerte aroma a desodorante de Malatesta invadió sus fosas nasales. El joven no se dio por aludido. Siguió caminando, fue hasta el fondo y se ubicó en el único asiento que quedaba disponible, entre un hombre delgado que devoraba con fruición un enorme sándwich de salame y una señora obesa que apenas le dejaba espacio para sentarse. El autobús siguió hinchándose de gente que subía en todas las paradas y media hora más tarde llegó a la ciudad. Allí, todos los pasajeros se dispersaron como hormigas por las distintas arterias y Malatesta hizo lo propio.

Apenas bajó del vehículo, se alisó el traje con las manos, se acomodó el cuello de la camisa y retomó el mismo andar pomposo que tenía al salir de su casa. Al pasar frente a las tiendas donde se exhibían lujosos trajes, zapatos y relojes, pensó: Cuando sea rico y famoso vendré por ustedes; no demoro.

Más tarde se detuvo frente al escaparate de una librería. Allí había comprado buena parte de sus libros. Con una emoción que le desbordaba el pecho, pensó en lo hermosa que se vería su obra cuando estuviera expuesta entre el resto de los ejemplares y a la vista de todo el mundo.

Después de un adecuado trabajo de promoción en las radios y los periódicos, la gente se detendrá frente a la vidriera como yo lo estoy haciendo ahora, y al ver el título de mi libro y la hermosa portada, y mi nombre y mi apellido destacados en relieve, se sentirán impelidos a entrar al local y le dirán al dependiente: “Quiero un ejemplar de Interiores. No, mejor deme dos; no, mejor tres, porque necesito tener una atención con personas importantes”. Y así, por esa ley de la naturaleza que determina que todo lo bueno y lo bello acaba imponiéndose al gusto de la gente, mi obra se convertirá en un éxito de ventas y se hará un lugar junto a los clásicos sempiternos que gozan de la gloria inmarcesible.

Por fortuna para Malatesta, una anciana que pasaba distraída lo chocó con su carrito de la feria, y de ese modo él pudo despertar de la ensoñación y continuar su camino.

Avanzó un par de cuadras más y se detuvo en una esquina a esperar que cambiara el semáforo.

En la acera de enfrente había un edificio alto. El joven fijó la vista en un cartel grande del tercer piso que mostraba el perfil de un dragón amarillo recortado sobre un fondo negro. El logotipo de Ediciones del Dragón no se apartaba mucho de la iconografía tradicional, pero las líneas agresivas conseguían transmitir el espíritu de la empresa.

Malatesta contuvo el aliento. Quería cruzar la calle, pero necesitaba armarse de valor. Consultó su reloj pulsera y vio que aún faltaban veinte minutos para la cita que tenía agendada con el editor. Para hacer tiempo, se volvió hacia el bar La Pluma, que estaba a sus espaldas, y entró.

El sitio, sombrío y fresco, contaba con cuatro mesas y buena música de jazz que salía de una rockola. El dueño era un joven de cabellos alborotados que siempre había deseado, sin éxito, vender el local para irse a recorrer el mundo. Giovanni Malatesta se sentó en la barra y le pidió un licor de naranja, la especialidad de la casa. En ese momento había sólo una parejita de enamorados en el local, y hablaban bajo. Mientras paladeaba el licor, se dejó llevar por la música. Era “My Favorite Things”, en la versión de Coltrane, pero a Malatesta, que no conocía el título, le parecía que aquellas líneas blandas y sinuosas que brotaban del saxofón soprano describían un viaje por un país amable. Había algo que empujaba en aquella melodía, y lo empujaba también a él.

Algún día, mis admiradores vendrán a este bar y le preguntarán al dueño en qué lugar se sentaba el escritor Giovanni Malatesta a beber su licor, y harán todo lo posible por sentarse allí.

Después del segundo vasito, pagó la cuenta, salió del local, cruzó la Gran Avenida y entró en el edificio. Sentía que llevaba un sol en el pecho.

En la recepción lo recibió un portero delgado y pequeño, enfundado en un uniforme de color verde. Tenía cabellos blancos y finos que se abrían en dos sobre una frente amplia llena de arrugas. Era muy viejo. Pero, al mismo tiempo, al joven le dio la extraña sensación de que aquel hombre vivía al margen del tiempo, como si ese fuera su estado normal y ya no pudiese seguir envejeciendo.

—Buenas tardes —dijo Malatesta.

—Buenas tardes —respondió el viejo con una voz sorprendentemente limpia y fresca.

—Voy a la editorial. Tengo una cita con Donato.

El portero señaló hacia la derecha.

—Tercer piso. Puerta trescientos tres.

Malatesta caminó en la dirección que le indicaban y llamó al ascensor. Segundos después escuchó un ruido prolongado, como el quejido de una agonizante bestia de metal. Cuando el cubículo llegó, el joven abrió la puerta y observó el interior. Era un ascensor muy antiguo, estaba hecho de listones de metal y daba la impresión de que iba a desarmarse de un momento a otro. Así que lo pensó mejor, cerró la puerta y se dirigió a las escaleras. “Tres pisos no es mucho”, se dijo.

Algo más tarde, salió a un pasillo y caminó hasta la oficina de la editorial. Tocó timbre y aguardó.

La puerta se abrió y salió un hombre bajo y obeso de unos setenta años; poco cabello, anteojos y mostacho. Vestía una pulcra camisa blanca y pantalones negros con tiradores.

—Buenas tardes, ¿en qué lo puedo ayudar?

—Buenas tardes. Soy Malatesta.

—¿Malatesta?

—Sí, Giovanni Malatesta, el autor de Interiores.

—¡Oh, sí, claro! Pase, por favor.

Malatesta lo siguió. Dejaron atrás la pequeña sala de espera y entraron en una oficina. La habitación era modesta, pero tenía lo necesario: una pequeña biblioteca, afiches en las paredes, un teléfono, una cafetera y, desde luego, dos sillas separadas por un escritorio. El editor ocupó la suya y con un gesto le señaló al joven la restante.

Una vez sentados, Donato afirmó:

—Señor Malatesta, aún no he leído la novela que me envió por correo.

—Pero ¿y entonces por qué me ha convocado?

—Verá, me temo que ha ocurrido un contratiempo con su manuscrito.

El escritor palideció.

—¿Se perdió?

—No.

—¿Se destruyó?

—Tampoco.

—¿Acaso alguien lo robó?

—¡Oh, no! —rio Donato, como si aquella le hubiera parecido la alternativa más insólita de todas.

—¿Y entonces?

—Se lo explicaré de inmediato —dijo el viejo y comenzó a rebuscar en los cajones de su escritorio—. Qué extraño, creí que estaba por aquí...

—¡Entonces sí desapareció!

—No, nada de eso, debe estar... sí, ya sé, creo que quedó en el depósito, lo solucionaremos de inmediato.

Donato levantó el teléfono y llamó por interno.

—¡Carlos, tráeme el manuscrito del señor Giovanni Malatesta!

Del otro lado se escucharon unas exclamaciones ininteligibles, y el editor dijo: “Sí, sí, ese mismo”. Carlos respondió con más palabras oscuras, y Donato finalizó: “Ya, tráelo de una vez”.

Malatesta le dirigió al editor una mirada interrogativa, pero este no quiso adelantar nada.

—Vendrá en un momento. ¿Gusta un café?

—Sí, gracias.

Donato le sirvió un pocillo humeante. El aroma era intenso y agradable. Esa era una buena señal, pensó Malatesta, porque nada bueno podría esperarse de una editorial que sirviera un café de baja calidad. Tomó un cubo de azúcar de un cuenco, lo sumergió en el oscuro líquido y revolvió con una cucharita.

Mientras bebía, sus ojos se posaron en los afiches de la pared. En el más grande de ellos estaba el logo de Ediciones del Dragón, el mismo que se veía desde la calle. Los restantes tres eran portadas de libros de la casa. En el primero, titulado La última bala, había un vaquero disparando desde su caballo a unos indios apenas siluetados; lo firmaba Donald Colt. En el segundo, titulado La criatura que vino a cenar, un hombre del espacio, armado con una pistola de rayos, se enfrentaba a un monstruo tentacular de ojos saltones y afilados dientes; lo firmaba Mr. Galáctico. En el tercero, titulado Los que se niegan a morir, una mano sarmentosa emergía de una tumba ante la atónita mirada de una pareja de jóvenes; lo firmaba Lucas de la Estaca. Malatesta sonrió displicente. Todo aquello era demasiado pueril para su gusto; si esos iban a ser sus competidores, entonces no demoraría en transformarse en la estrella de la editorial.

No había acabado de pensar en ello cuando la puerta se abrió y entró un hombre que fácilmente debía medir como dos metros. Estaba vestido con un traje claro que le quedaba corto de mangas. Tenía el cabello prematuramente blanco y un rostro pálido y largo. Llevaba un alto fajo de hojas que el escritor reconoció como su manuscrito.

—Gracias, Carlos —dijo el editor al tomar entre sus manos la voluminosa obra.

Giovanni Malatesta observó al recién llegado con intriga, pero este no le prestó atención: fue directo hacia la cafetera y se sirvió un café sin azúcar. En sus manos, el pocillo se veía pequeñísimo.

Donato apoyó el manuscrito en el escritorio.

—Bien, señor Malatesta, le explicaré cuál es el problema. Creo que su novela está mal compaginada.

—¿Mal compaginada?

—Sí, al parecer se entreveraron las hojas. Lo hubiese arreglado yo mismo, pero por desgracia las páginas no están numeradas. Por eso lo hice venir.

—Es muy raro, yo mismo las revisé antes de traerlas. ¿Me permite? —preguntó el escritor extendiendo una mano.

—Adelante.

Con visible nerviosismo, Malatesta tomó el fajo y pasó las páginas con rapidez, chequeando aquí y allá que todo estuviera en orden. Luego miró con desconcierto al editor y balbuceó:

—No, no; no hay nada malo.

—¡Oh, entonces hay algo que no comprendo!

—Usted dirá.

—Dígame, señor Malatesta, ¿de qué se supone que va esta novela que usted ha titulado Interiores?

—Bueno, más que una novela yo diría que es un artefacto.

Donato abrió los ojos bien grandes y le gritó a su ayudante:

—¡Oh, ¿has oído, Carlos?! ¡El señor Malatesta nos ha traído un artefacto! ¡Un artefacto!

Con el pocillo de café pegado a los labios, el gigantón sonrió en silencio.

El editor se volvió de nuevo hacia el escritor.

—Y, explíqueme, señor Malatesta: ¿ese artefacto suyo que ha tenido la gentileza de acercarnos de qué género es?

—¿Género?

—Sí, ¿es policial, de vaqueros, de terror, de ciencia ficción?

—Bueno, yo diría que es un híbrido.

Donato miró a su ayudante y exclamó:

—¡Oh, ¿has oído, Carlos?! ¡El señor Malatesta nos ha traído un artefacto, que además es un híbrido!

Carlos asintió con la cabeza y sonrió de nuevo.

—No obstante —prosiguió el escritor—, al momento de hacer una promoción adecuada, yo destacaría el hecho de que Interiores es más que nada un metatexto y una autoficción.

—¡Ah, pero qué extraordinario! —exclamó Donato y, dirigiéndole una mirada de complicidad a su ayudante, señaló—: ¿Te das cuenta, Carlos? El señor Malatesta nos ha traído un artefacto, que además es un híbrido, ¡pero que también es un metatexto! ¡Y una autoficción! ¡Apenas puedo creer la suerte que tenemos!

Giovanni Malatesta, decidido a exponer las virtudes de su trabajo, se atrevió a afirmar:

—Le diré más: esta obra es ¡el futuro!

—¿El futuro?

—¡Sí! ¡Algo así como un faro para las generaciones venideras!

Donato se puso de pie y, abriendo los brazos en señal de agradecimiento, expresó:

—¡Oh, eso es maravilloso! No se hable más. —Luego miró al gigantón y le ordenó—: Carlos, ya sabes lo que tienes que hacer: acompaña al señor Malatesta al lugar de los escritores especiales.

Carlos asintió con la cabeza y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.

Donato colocó en las manos del escritor los originales de Interiores.

—No olvide esto, señor Malatesta. ¡Y mucha suerte!

Una vez fuera de la oficina, Carlos comenzó a caminar por un largo y sombrío corredor.

Mientras lo seguía de cerca con el fajo de hojas en la mano, Giovanni pensó que todo aquello era extraño. La actitud del editor le había resultado muy particular, pero si ello no bastara para sembrar su desconfianza, también estaba aquel siniestro personaje que le daba la espalda. Nadie le había dicho nada malo, y sin embargo algo en su interior le decía que se marchara de allí cuanto antes. Sudaba, el corazón le latía de prisa y la sangre se le agolpaba en las sienes. Pero ya era tarde: Carlos había abierto la puerta del ascensor y, con una mano extendida, lo invitaba a entrar. La anticuada estructura de metal tenía el aspecto de una pajarera. El escritor se metió en el reducido espacio y recostó la espalda contra la pared, a los efectos de poner la mayor distancia posible entre él y su acompañante.

Había una larga fila de botones. El enorme índice de Carlos pulsó el que estaba indicado con una misteriosa X. Se escuchó un ominoso ruido de poleas. El ascensor hizo un gran esfuerzo y comenzó a subir.

Malatesta notó que se le dificultaba respirar. Cuando la máquina se detuvo, experimentó un sacudón y un ligero mareo. Carlos abrió la puerta y con un empujoncito lo ayudó a salir. Luego le señaló una puerta de chapa al fondo de un corredor.

Caminaron en silencio.

Malatesta abrió la puerta y se sintió inundado por una fuerte luz.

Al pasar al otro lado, utilizó una mano de visera para protegerse del sol. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaba en la azotea. Allí había un vehículo estacionado: un helicóptero biplaza, rojo y redondo como una cereza.

Con el corazón a punto de salírsele del pecho, le dirigió una mirada suplicante al gigantón.

—No, no, ¡yo no voy a subir!

Pero Carlos tenía muy claro cuál era su trabajo. Sin mediar palabra, lo sujetó de un brazo y comenzó a arrastrarlo.

—¡No! —gritó el escritor con desesperación. Intentó librarse de su captor, pero nada pudo contra él. Un metro antes de llegar al helicóptero, hizo un movimiento brusco con su cuerpo y logró romper la tela de su propio saco. El gigantón se quedó con una de sus mangas en la mano, pero él pudo zafarse y corrió hacia la puerta de chapa. Sin embargo, antes de llegar a ella, sintió un fuerte golpe en la cabeza y cayó fulminado.

II

Malatesta despertó cuando el helicóptero comenzaba a descender. Estaba algo aturdido, pero se dio cuenta de que se dirigía hacia una isla perdida en medio del océano. Había arena y un macizo rocoso que serpenteaba entre la frondosa vegetación.

Deseaba empujar a Carlos, pero se contuvo porque no tenía ni la más remota idea de cómo manejar aquel aparato. Tampoco se animó a protestar. No hubiese servido de nada. Debía esperar. A su debido tiempo haría las denuncias correspondientes. Había sido víctima de agresión física y secuestro. La policía se iba a encargar, y más tarde el juez, que sería implacable. No se la iban a llevar de arriba; no, señor.

Carlos detuvo el vehículo a dos metros del suelo.

Malatesta creyó que aquella era una maniobra previa al aterrizaje, pero se equivocó. El gigantón abrió la portezuela del escritor y lo empujó con violencia.

Sorprendido, Malatesta se precipitó hacia abajo sin poder hacer nada por evitarlo. El golpe fue duro.

Al levantar la cabeza de la arena, vio que Carlos se marchaba, no sin antes lanzarle desde las alturas los originales de Interiores.

El joven contempló con desazón cómo las hojas aleteaban perezosas en el aire. Algunas caían sobre la arena, pero otras lo hacían en el agua y eran arrastradas mar adentro.

Cuando alzó de nuevo la vista, el helicóptero era un punto rojo que se alejaba hasta desaparecer.

Durante los primeros minutos en la isla, Malatesta se dedicó a recolectar los folios de su novela. No era sencillo porque había mucho viento. Saltó entre las dunas y las piedras, se quitó los zapatos y se metió en el agua hasta la altura del cuello, y aun así no pudo recuperar más del setenta por ciento. Para peor, como muchas de las hojas se habían mojado, al final se quedó con menos de la mitad. Un verdadero desastre.

De pie en la orilla, como un espantapájaros después de una tormenta, Malatesta escrutó los cielos y las aguas. Pero no había nada. El viento olía a peces y a soledad. La arena fina que le golpeaba el rostro lo invitaba a dejar la playa, y así, sin otras opciones a la vista, el joven comenzó a explorar su nuevo hábitat.

Foto del artículo 'El fuego y la mirada'

Ilustración: Negro Ilustre

Hasta ese momento, Malatesta no había detectado ningún signo de presencia humana, pero no perdía las esperanzas. La isla tenía montañas y vegetación abundante, y no sería imposible que alguien viviera allí.

Por lo pronto, había cocoteros y plátanos a la vista; aunque estaban lejos, esa era una buena señal. Después de caminar media hora, se detuvo para comer unas moras que parecían a punto de reventar de lo sabrosas que estaban. Los dedos le quedaron violetas y manchó los ya estropeados folios de Interiores, pero intentó no preocuparse más de lo que ya estaba. Hizo un rollo con ellos, los puso en el bolsillo exterior de su saco y siguió caminando.

Algo más tarde, cuando ya la fatiga lo hacía arrastrar los pies, la providencia puso en su camino una pequeña cascada. Se mojó la cabeza y bebió en abundancia. El agua que brotaba de las entrañas minerales era fresca y deliciosa.

Se sentó, apoyó la cabeza sobre la piedra musgosa y, mientras escuchaba el susurro del agua, intentó descansar.

No habían transcurrido más de un par de minutos cuando un ruido lo puso en alerta. Era un sonido rítmico y dramático. Malatesta se concentró en él e intentó hacerse una imagen mental de lo que estaba ocurriendo. Parecía como si alguien golpeara con fuerza el parche de un gigantesco tambor; pero no, eso no podía ser. Más bien, pensó con un escalofrío, aquel sonido recordaba a... pisadas. Sí, pisadas. Debían ser gigantescas. Y se acercaban.

Con la certeza de que nada bueno podría suceder a continuación, el escritor giró la cabeza hacia la fuente de aquel sonido.

Y ahí lo vio.

Era un dragón amarillo, un inmenso animal de piel escamosa, largo hocico, vientre prominente, cola dentada y enormes patas que iban dejando profundas huellas por donde pasaba. Tenía además dos alas membranosas que le brotaban de la espalda, pero en esta ocasión las llevaba plegadas, porque estaba concentrado en perseguir a un conejo que se escabullía entre las plantas y las hierbas altas.

El joven sintió que su corazón dio un brinco al contemplar aquella escena. Para no delatar su posición, se quedó quieto y se llevó una mano a la boca. Sin embargo, el conejo, con sus laberínticos rodeos, tuvo la inoportuna idea de correr hacia donde él estaba. Segundos después, el dragón descubrió a Malatesta. Dejó de perseguir al escurridizo mamífero y se quedó parado sobre sus patas traseras, mirándolo con ojos inquisitivos y burlones. Debía medir no menos de cuatro metros de alto y se veía muy peligroso. El hombre lanzó un grito de horror, se puso de pie y corrió hacia el interior de la selva. Puso todo su empeño en ello y seguramente batió su propio récord de velocidad, pero fue en vano. Aquellos que han intentado huir de un dragón en una isla remota saben que nadie sale victorioso. Y Malatesta no fue la excepción. La criatura lo dejó correr unos doscientos metros para que se cansara y luego, con la tranquilidad de aquel que domina su oficio, voló tras él.

El escritor escuchó un batir de alas y renovó su esfuerzo, pero, poco después, cuando fue alcanzado por la sombra de su perseguidor, lo superó el pánico y se fue de bruces. El dragón extendió sus garras posteriores, lo recogió como a un papel del suelo y se lo llevó por los aires.

Desde las alturas, con el viento meciéndole los cabellos, Malatesta tuvo la oportunidad de contemplar la isla desde una perspectiva privilegiada. Miró aquí y allá buscando algún indicio de civilización. Cuanto más volaba, más se convencía de que era inútil. Vio árboles, palmeras, plantas, montañas, ríos, cascadas y ¡hasta un volcán!, pero nada que hiciera pensar en seres humanos.

Aquel pedazo de tierra tenía la forma de una torta mal horneada a la que le hubiesen pegado un mordisco. En ese espacio abierto al mar, las olas avanzaban sobre un jardín de rocas azules, conquistaban la arena y se deshacían en una espuma blanca.

Cerca de esa bahía, en la montaña más alta de la isla, se alzaba un complejo de galerías. Hacia ese punto planeó el dragón. Cuando llegó, plegó las alas y bajó con suavidad. Depositó a su prisionero en el suelo y lo miró con curiosidad.

Malatesta se incorporó con sorprendente rapidez, corrió entre las altas rocas y se metió en el primer agujero que encontró. Apenas dio unos pasos, frunció la nariz; la cueva olía como el departamento de un dragón soltero.

Pensó en pegar la vuelta de inmediato, pero al girar la cabeza se encontró con su perseguidor. En vista de que este le obstruía la salida, se internó aún más en la oscuridad. Sin embargo, después de avanzar unos metros, una luz tenue y plateada, que brotaba de las rocosas paredes, le reveló la existencia de un lugar insospechado. En aquella dulce penumbra, Malatesta vio cosas increíbles.

Entre las hojas secas, los restos de frutas y los huesos de pequeños animales que había en el suelo, encontró un baúl de color rojo, el timón de un barco y, un poco más al fondo, un mascarón de proa con forma de sirena. La grácil y sonriente criatura tallada en madera era la obra de un artista. Había perdido, quizá en un naufragio, uno de sus brazos, pero ese detalle le agregaba un matiz de vulnerabilidad que la hacía más hermosa. Por último, en una esquina, apoyado contra la pared, descubrió un sable pirata. La preciosa arma blanca fabricada en acero, semicurva y con una empuñadura de cesta hizo que a Malatesta se le iluminaran los ojos. Hasta ahora había sentido que no tenía ninguna oportunidad de escapar del dragón, pero aquel hallazgo lo cambiaba todo. Iba a luchar por su vida. Con gesto decidido, estiró un brazo hacia el sable.

Pero, cuando estaba a punto de posar las yemas de sus dedos sobre la empuñadura, una voz grave y añosa lo hizo detenerse.

—Yo no haría eso.

Malatesta volteó con rapidez.

—¿Quién...?

—Ya me has oído —dijo el dragón—. Deja el arma en su sitio.

—Pero ¿puedes hablar?

—¡Claro que puedo hablar! ¿Acaso tú no hablas?

—Sí, pero...

—¿Pero qué? ¿Piensas que eres mejor que yo?

—¡Oh, no, no, de ninguna manera, señor dragón!

—Leonardo.

—¿Leonardo?

—Sí. Por Da Vinci, claro. Mi madre tenía inclinaciones artísticas y quería que yo también las tuviera. Y creo que no se equivocó.

—Oh, qué bien.

—¿Y tú cómo te llamas?

—Giovanni Malatesta.

—Bonito nombre. ¿Y cuántos años tienes, Giovanni?

—Veinticuatro, señor.

—Eres muy joven. Antes de que preguntes, te lo diré: yo tengo ciento noventa y tres años.

Recién en ese momento, el joven reparó en la vejez de su interlocutor. Las cejas y los bigotes canosos, los párpados algo caídos y cierta flojedad en las carnes.

—Es mucho.

—Sí, demasiado. Los dragones como yo raramente viven más de ciento ochenta o ciento noventa años, pero aquí me tienes. ¿Tú no dirías que estoy acabado, verdad?

—No, señor.

Leonardo, repitiendo gestos y palabras que ya había utilizado muchas veces, miró hacia el techo de la cueva en actitud pensativa, se rascó el mentón con una uña afilada y dijo:

—Muy bien, Giovanni. Te diré lo que va a pasar: esta noche tú serás mi cena.

—¡Oh, no, señor Leonardo! ¡No haga eso, por favor!

—No lo sé, muchacho. Creo que debería comerte, a menos que...

—¿A menos que qué? ¡Dígalo, por favor, señor Leonardo!

—Bueno, digamos que estaría dispuesto a dejarte vivir siempre y cuando te encontrara alguna utilidad. Dime, ¿qué sabes hacer?

—Oh, déjeme pensar... Nunca fui bueno para las tareas manuales. No sé nada de carpintería, ni albañilería, ni fontanería, ni electricidad; bueno, aunque eso aquí tampoco serviría de mucho.

—Ya. ¿Pero al menos sabes cocinar?

—¿Cocinar? Supongo que no debe ser muy difícil.

—Entiendo, no sabes. En ese caso no me dejas opción.

El dragón avanzó hacia el hombre.

—¡No, espere! ¡Sí hay algo que sé hacer!

Leonardo acercó el hocico bigotudo al rostro de su prisionero.

—¿De veras? ¿Qué sabes hacer?

Malatesta trago saliva y respondió:

—Soy escritor.

El dragón pareció muy interesado.

—¡Oh, eso me gusta!

—¡Yo podría escribir su biografía!

—¡No, no, yo ya conozco mi vida! Lo que deseo es que alguien me cuente historias interesantes, porque aquí en la isla me aburro mucho, ¿entiendes?

—Sí.

—¿Tú puedes hacer eso por mí?

—Desde luego, soy un escritor. ¡Un gran escritor!

—Pero espera, ¿qué clase de escritor eres tú?

—¿Clase?

—Sí. Me imagino que no serás como esos inútiles presumidos que andan por ahí haciendo esa porquería que llaman “literatura experimental”, ¿verdad?

—¡Oh, no, señor Leonardo! ¡Yo jamás haría eso! ¡Odio a esa clase de sujetos!

—¡Perfecto entonces, porque yo deseo historias llenas de emoción, que me tengan expectante desde la primera hasta la última página! ¡Quiero piratas que surquen los mares en busca de grandes tesoros, espías y soldados dispuestos a jugarse la vida, terroríficas criaturas surgidas de ultratumba, pistoleros que se enfrenten a otros pistoleros y también a indios y a cazadores de recompensas! ¡Quiero seres del espacio que vengan a conquistar la Tierra y también caballeros, princesas, brujas y valerosos dragones! ¿Tú puedes darme todo eso?

—¡Sí, yo puedo hacerlo!

—Muy bien.

El dragón abrió el baúl rojo y le enseñó su contenido al joven. En un extremo había una pila de hojas en blanco y en el otro, plumas y frascos de tinta.

—¿Crees que con esto será suficiente?

—Sí, claro. Me alcanzará para varias novelas.

—Excelente.

—Aunque me va a llevar algo de tiempo extra porque no estoy muy acostumbrado a escribir con pluma. Señor Leonardo, ¿no tendría por casualidad, entre todos esos restos de naufragios, alguna máquina de escribir?

—Había una, pero la arrojé al mar porque no me dejaba dormir la siesta.

Esa misma tarde, cuando el dragón salió de caza, el escritor aprovechó para higienizar la cueva. Sacó todos los huesos y los carozos que encontró. Cortó unas chilcas con el sable, se fabricó una improvisada escoba y barrió el piso a conciencia. Al finalizar, el sitio olía mucho mejor y los objetos lucían bajo una renovada luz, sobre todo la sirena de madera, que ahora, con su sonrisa, parecía agradecerle sus servicios.

Sin soltar la escoba, Malatesta contempló los frutos de su esfuerzo y se sintió extraño. ¿Sería esa la sensación que experimentaba la gente normal después de realizar un trabajo digno?

Leonardo regresó a la caída del sol con dos gordos conejos. Les quitó la piel, los sazonó con finas hierbas y los atravesó de forma vertical en sendas ramas. Después, con su aliento flamígero encendió una hoguera en la entrada de la cueva y los puso a asar.

El joven se sentó junto al fuego.

El dragón le preguntó:

—¿Ahora los usan así?

—¿Qué cosa?

—Los sacos.

Malatesta se percató de que su interlocutor se refería a la ausencia de una manga (la que le había arrancado Carlos) y respondió:

—Tuve un contratiempo.

—Ajá, ¿y qué me dices de esas hojas de papel con manchas moradas que asoman en tu bolsillo?

Un sudor frío corrió por la espalda de Malatesta.

—Ah, eso.

—¿Es una novela?

—No, no —respondió el joven. Sin pérdida de tiempo, sacó los folios de Interiores y los arrojó a la hoguera. Las llamas no tardaron en consumirlos.

—¿Qué era eso? —preguntó el dragón.

—Nada importante.

—Vamos, dímelo.

—Eran... las cartas de mis admiradores.

—¿Y por qué las arrojaste al fuego?

—Bueno, porque comprendí que un escritor no debe preocuparse de su ego sino de hacer bien su trabajo.

—¡Oh, magnífico! ¡Eso es exactamente lo que yo pienso! ¡Así es como se debe proceder!

Cuando los conejos alcanzaron su punto, Leonardo y Malatesta comieron hasta el último resto de carne que se pegaba a los huesos.

—Bueno —dijo el dragón—, hoy es tu primer día en la isla y estás cansado, así que empezaremos con las historias a partir de mañana.

—Gracias.

Esa noche, con la cabeza apoyada en una almohada de hojas, Malatesta intentó concentrarse, pero le fue imposible. Las ideas que le venían a la mente eran demasiado simples o demasiado complicadas, y no logró darle forma a ningún argumento. Así pasó buena parte de la madrugada hasta que se durmió, lleno de miedo.

La nueva etapa literaria de Giovanni Malatesta no fue sencilla. Hasta ese momento había escrito textos experimentales sin tomarse la molestia de aprender primero la técnica de un relato clásico, y ahora lo lamentaba. Para cumplir con las nuevas exigencias, se le ocurrió que podría recrear alguno de los cuentos que, leídos por su finada madre, habían iluminado las noches de su infancia, pero Leonardo advirtió rápidamente el truco y lo conminó a esforzarse más. Su tarea parecía condenada al fracaso. Cuando le llevaba al dragón unas páginas laboriosamente escritas, este las escrutaba sin piedad, movía la cabeza en señal de reprobación y las desintegraba con su aliento de fuego. Luego decía:

—No me gustó. Hazlo de nuevo.

Y Malatesta agachaba la cabeza y seguía trabajando.

Más tarde, gracias al trabajo duro y a la supervisión de Leonardo, comenzó a mejorar.

El dragón le explicaba:

—¡No, así no es, pedazo de animal! ¡No estás acá para lucirte sino para contar una historia!

Y Malatesta agachaba la cabeza y seguía trabajando.

También le daba indicaciones prácticas: “Malatesta, la estructura debe ser sólida, no vistosa”, o “las figuras retóricas no pueden ser un mero ornamento, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir, so burro?”.

Y Malatesta agachaba la cabeza y seguía trabajando.

Así, de tanto escribir y corregir, y siempre gracias a los amorosos consejos de su mentor, llegó por fin un día en que el joven logró hacer algo más o menos decente. La novela se llamaba El dragón que salvó la Tierra. No era una maravilla, pero tenía a su favor el hecho de que el personaje central era un apuesto dragón amarillo que derrotaba a todos los villanos que se le cruzaban en su camino, y esto a Leonardo le pareció muy apropiado. Por esa razón, se mostró paciente frente a los errores de principiante que evidenciaba la obra, y ayudó a su autor a depurarla de ripios y a resolver las eventuales incongruencias del argumento.

Después de este auspicioso comienzo, todo pareció encaminarse. A la primera novela siguió una segunda y más tarde una tercera, una cuarta, una quinta, una sexta, y así hasta completar una bella colección de títulos como El regreso de los siete vampiros, El pistolero sentimental, Los últimos hombres en la Luna y ¿Quién le robó el cerebro al presidente?, entre muchos otros.

El dragón y el hombre aprendieron a trabajar juntos. Y esa cooperación que había nacido en la literatura se trasladó a la caza, la pesca, la cocina, así como a otras actividades no menos placenteras. Poco a poco, como es lógico, se fueron haciendo amigos y no pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a desnudar sus corazones en charlas de sobremesa. En una de estas ocasiones, Malatesta le recordó a Leonardo:

—Una vez me dijiste que tenías una máquina de escribir que no te dejaba dormir la siesta.

—Cierto.

—Eso significa que había alguien más. Yo no fui el primero, y me animaría a pensar que hubo muchos escritores antes que yo.

—Es posible. Aunque eso no debería preocuparte.

—Lo que quiero saber es cuándo vendrá a buscarme el helicóptero.

—Vendrá.

—Sí, pero ¿cuándo?

—Cuando estés listo.

—Vamos, Leonardo, eso es muy vago. Tú no puedes mandarles un mensaje y ellos no tienen forma de saberlo. Debe haber un tiempo prudencial que ya tienen calculado.

El dragón sonrió, porque comprendió que no podía engañar a su pupilo.

—Un año. Para ellos, ese es el tiempo mínimo que un escritor demora en aprender los trucos del oficio; aunque yo, por supuesto, lo considero insuficiente.

—¿Un año? ¡Entonces ya sólo me faltan dos meses!

—Sí, pero no es bueno que te relajes pensando que te falta poco. Lo mejor que puedes hacer es aprovechar ese tiempo para seguir mejorando.

Malatesta se tomó el consejo muy en serio. Decidido a sacarle jugo a aquella residencia creativa, se esforzó aún más de lo que ya lo había hecho y consiguió resultados que sorprendieron al propio Leonardo. Escribió nuevas y grandes novelas, y luego volvió sobre las primeras para corregirlas. Se sintió renacer. Libre. Nunca antes se había sentido tan útil ni había realizado un trabajo que le diera tantas satisfacciones.

Sin embargo, transcurridos los dos meses, comprendió que algo andaba mal. Y poco a poco, como una casa abandonada bajo la acción de los elementos, su ánimo comenzó a ensombrecerse. Los días, las semanas y los meses pasaban y el helicóptero no llegaba.

Una tarde, le preguntó al dragón:

—¿Ha ocurrido antes algo así?

Y este le contestó:

—No, quizá tuvo algún contratiempo. Supongo que ya debe estar por llegar.

Y Malatesta esperó y esperó. Un mes, otro mes, otro mes; otro año, y otro y otro y otro.

Cuando quiso darse cuenta, ya hacía cinco años que estaba en la isla. ¡Cinco años! Apenas podía creerlo, pero así era.

Tuvo que conformarse y sobrellevar su situación, aunque sus esperanzas menguaban día tras día. El dragón quería ayudarlo, pero no sabía qué estaba pasando.

En ocasiones, cuando el sol se hundía en las aguas y Malatesta se ponía melancólico, Leonardo lo invitaba a subirse sobre su lomo y lo llevaba de paseo para que se deleitara con los aires de las alturas.

Sin embargo, llegó un momento en que el dragón se hizo tan viejo que empezó a tener muchas dificultades para desplazarse. Un día gris, se acostó en la entrada de la cueva y allí se quedó. Se pasaba las horas dormitando, con la vista fija en el cielo o en los caballos de espuma que venían a morir junto a las rocas de la bahía, y no decía ni una palabra. Malatesta lo ayudaba a comer y por las noches, para animarlo, le leía alguna historia heroica (si era posible, con dragones buenos y fuertes), pero Leonardo siempre se dormía antes de que terminara.

No obstante todas estas señales, una noche el dragón hizo algo inesperado. Se levantó en silencio mientras su compañero roncaba, dejó la cueva y caminó hacia una roca puntiaguda que sobresalía de un acantilado. Allí, bajo la luz de las estrellas, abrió las alas y se lanzó al vacío.

Entre sueños, el hombre sintió ruidos y despertó. Con la cabeza aún apoyada en la almohada de hojas, aguzó los oídos y escuchó un aleteo que conocía muy bien. Dirigió la vista hacia el sitio donde dormía Leonardo y lo encontró vacío. Se puso de pie y corrió.

Cuando llegó afuera, había un viento que le sacudió los cabellos y le erizó la piel. Elevó la vista y vio a Leonardo volando en las alturas. Mientras contemplaba sus erráticas evoluciones, sintió una opresión en el pecho: había algo decididamente conmovedor en aquella escena. Tal vez fuera el vuelo definitivo de su amigo. Tal vez sólo se había levantado para ejecutar un último y soberbio movimiento. ¿Pero por qué? ¿Acaso quería recordar una vez más aquellos días en que se enseñoreaba de los cielos?

Giovanni lo contempló con admiración. No se movió ni tampoco le gritó, ni siquiera extendió una mano para saludarlo. No deseaba interrumpirlo.

La cansada figura del dragón, iluminada por las discretas luces de los astros, se desplazaba sin prisas. Era como un actor que se hubiese colado de noche en un teatro cerrado con el único objeto de estar a solas consigo mismo.

Después de algunos ensayos, el animal emprendió una maniobra arriesgada, y luego otra y otra. Cuando pareció aburrirse, se estabilizó en un vuelo horizontal. Giró en círculos un par de veces y se dirigió al mar. Giovanni lo contempló azorado, preguntándose si ese iba a ser su destino definitivo.

Leonardo regresó, aunque no tomó la ruta esperada. En lugar de dirigirse a las galerías donde tenía su cueva, viró hacia el centro de la isla. El hombre corrió sobre las rocas, en contra del viento gélido que le dificultaba avanzar. Cuando llegó a un promontorio, se agarró de unas piedras y contempló el vuelo del dragón. Al principio pensó que volaba hacia un monte umbroso que se inclinaba con el peso del viento, pero cuando dejó atrás esta zona comprendió la verdad: Leonardo se dirigía a la boca del volcán. El escritor tardó unos segundos en asimilar la situación. Cuando su mentor hizo su último movimiento, ya no tuvo dudas.

El dragón se elevó y luego se lanzó en picada. Las manos del hombre se aferraron con fuerza a la roca y sus ojos inútiles contemplaron el desenlace. Leonardo cayó desde las alturas hacia el interior del volcán con un ruido apagado, y un polvo blanco, que no tardó en dispersarse, se alzó en la noche. “Eso es todo”, pensó Giovanni con lágrimas en los ojos. Pero en su corazón apenas podía aceptarlo.

Transcurrió mucho tiempo antes de que Giovanni Malatesta lograse recuperarse de la pérdida de su amigo. Leonardo no sólo le había brindado su amistad, sino también el conocimiento de lo que ahora consideraba la verdadera literatura. Prueba de ello eran las dos docenas de novelas que había logrado escribir.

La primera semana posterior al duelo, el hombre estaba tan desconcertado con su soledad, que hablaba solo y se contaba historias a sí mismo o, en el mejor de los casos, se las contaba a la sirena de madera.

Foto del artículo 'El fuego y la mirada'

Ilustración: Negro Ilustre

La segunda semana se puso peor. Descuidó su aspecto personal y comenzó a comer cada vez menos. Enflaquecido y pálido, se acostaba antes de que anocheciera y cerraba los ojos. Si alguien hubiese visto su rostro en esas circunstancias, habría podido afirmar que Malatesta escuchaba los acordes de una lluvia secreta.

La tercera semana se preparó para morir. Se levantó a los tumbos, se sentó afuera de la cueva, apoyó la cabeza en una roca y dirigió su vista hacia el mar. Estaba seguro de que cuando el sol se ocultara en el horizonte, su propia vida llegaría a su fin.

Se sentía física y mentalmente agotado. Por momentos, los colores del cielo adquirían la apariencia de ángeles de fuego que volaban en picada, y los cantos de los pájaros le recordaban a una orquesta de siniestros violines. A medida que pasaba el tiempo y la fiebre le embotaba los sentidos, se sentía cada vez más cerca de las puertas del cielo. Por esa razón, no le pareció extraño escuchar un sonido de trompetas. Al principio fue un ruido pequeño. Luego más fuerte, señal de que el momento se acercaba. Sin embargo, no eran los emisarios del Altísimo los que se aproximaban a la isla, sino algo muy distinto. Un barco. Y eso era lo que el escritor escuchaba, la sirena de un barco mercante.

III

Los marineros que descubrieron a Malatesta se encontraron con un espectáculo lamentable. El pobre estaba en los huesos. Era un desecho de hombre vestido con girones de ropa. Su barba y cabellera habían crecido como pesadillas. Tenía la piel llagada por el sol, los labios resecos y una mirada alucinada que causaba pavor.

Le dieron agua y lo ayudaron a recuperarse. Cuando pudo hablar, preguntó con voz lastimera:

—¿Qué van a hacer conmigo?

—Tranquilo —dijo uno de ellos—. No tengas miedo. Vamos a llevarte a la ciudad.

—No puedo dejar mis cosas.

—¿Cuáles son tus cosas?

—Mis libros. Soy escritor —respondió Malatesta señalando sus obras con un dedo esquelético.

—No te preocupes. Las llevaremos.

El médico de a bordo lo revisó de pies a cabeza, le inyectó suero, lo higienizó y le permitió descansar. Malatesta durmió durante horas y horas.

Se despertaba entre delirios y volvía a dormirse. En uno de esos intervalos, escuchó que unos hombres hablaban de un helicóptero sumergido en el mar, pero no tardó en dormirse.

Al llegar a la ciudad, lo llevaron hasta un hospital público, donde lo ayudaron a recuperar peso y salud. Allí estuvo dos semanas. En ese tiempo no hizo otra cosa que revisar sus escritos. Todo estaba en orden, y aunque se había propuesto corregir su trabajo a fondo, apenas tuvo necesidad de tachar o agregar (esta vez con una lapicera) algunas comas. No obstante, la relectura de las obras influyó en su mejoría. El hecho de recordar que él era el creador de esas historias que rebosaban de aventuras e imaginación le hizo reafirmar la confianza en sí mismo.

Cuando llegó el día de darle el alta, advirtió que no tenía con qué vestirse y solicitó ayuda a la dirección del establecimiento. Como era de esperarse, tuvo que arreglarse con lo poco que encontró: un par de zapatos viejos y agujereados, un pantalón que le quedaba largo y una camisa con los puños y el cuello gastados. También le dieron unas monedas para que pudiera llegar hasta su casa.

Guardó sus novelas en una enorme bolsa que le dio una mujer de la limpieza, se despidió del personal del hospital y se fue caminando. Mientras esperaba la llegada del autobús, algunas personas lo miraban con desprecio y otras con compasión. Pero entonces se dio cuenta de que eso lo traía sin cuidado. Después de todo, era el único que sabía que llevaba un tesoro en la bolsa. Un verdadero tesoro.

Cuando subió al vehículo vio que nada había cambiado. Los mismos rústicos pasajeros, con los pollos, los sándwiches de fiambre y los niños prendidos de las tetas. Sin embargo, esta vez se alegró de verlos, y una suerte de brisa corrió por su frente cuando se dio cuenta de que nadie reparaba en su pobre indumentaria ni lo miraba con recelo, sino que le hacían lugar para que se acomodara.

Se bajó en la parada de siempre. Cargó el bolsón sobre un hombro y comenzó a caminar. Salió de la ruta y avanzó por la pradera. A esa hora el sol se desdibujaba en el cielo, y un aire suave y anaranjado flotaba sobre el pasto y las copas de los árboles. A lo lejos, después de una loma, vio su casa. La sintió leve; mientras caminaba no apartó nunca su mirada de ella, como si temiera verla desaparecer.

Al llegar, sacó la llave de debajo de la alfombra y abrió la puerta. Había un mar de facturas en el rellano. Ya tendría tiempo de ocuparse de ellas. Las apartó con el pie y avanzó. No se encontró con ninguna sorpresa desagradable. Había olor a encierro, aunque mucho menos de lo esperado, ya que por suerte había dejado abierta la banderola del baño.

Puso agua a calentar y abrió el resto de las ventanas. Se preparó un café, ordenó con prolijidad todas sus novelas y les pegó una rápida ojeada. Todo estaba bien, no faltaba nada. Se recostó en un sillón y cerró los ojos. Minutos más tarde se duchó y se acostó a dormir.

Una semana después, Giovanni Malatesta decidió que ya era hora de regresar a la batalla. Seleccionó una de sus novelas, se bañó, se acicaló, se vistió con un traje gris (no muy costoso) y salió rumbo a la editorial.

Otra vez la caminata por el pasto (ahora un poco húmedo), el viaje en autobús (igual que siempre) y por fin la ciudad.

No pensaba entrar en el bar La Pluma. Quería llegar cuanto antes, y además no necesitaba darse valor con un licor ni con ninguna otra bebida alcohólica. Mientras caminaba llevando entre sus manos una pila de originales, parecía animado por un propósito sublime.

Con paso firme, la espalda erguida y la frente en alto, comenzó a cruzar la Gran Avenida. No se tomó el trabajo de mirar los semáforos y avanzó temerariamente entre los bólidos. Cualquiera hubiese pensado que se trataba de un loco que se creía el rey del mundo, pero nada más lejos de la verdad. Giovanni Malatesta sabía que ese era su momento. Había trabajado muy duro para ello y se merecía triunfar. Ahora ya no era el seudointelectual que había pisado por primera vez la editorial, sino un escritor hecho y derecho al que la vida le brindaba una segunda oportunidad.

Al tiempo que avanzaba entre los autos que pasaban como ráfagas a su lado, intentaba imaginarse la cara que pondría Donato, el viejo editor. Tendría que ser una expresión de asombro y satisfacción. Nada menos podía esperarse. ¿Y qué diría entonces? El viejo ya no sería capaz de ordenarle a nadie que lo llevara al “lugar de los escritores especiales”. No, ahora todo iba a ser muy distinto.

¡Qué maravilla! —gritaría Donato—, ¡Giovanni Malatesta ha regresado y ahora es todo un profesional! ¡Abriré champaña para celebrar!

¡Oh, sí, ya saboreaba el triunfo, el mundo no podía ser más perfecto! Las bocinas de los autos sonaban como una marcha triunfal. Y allí iba Malatesta, derecho a su consagración.

Sin embargo, algo lo detuvo. Una visión fugaz, un presentimiento o ambas cosas a la vez. Inútil sería preguntarnos cuál de las dos causó mayor impacto en su ánimo. Sea como fuere, Giovanni Malatesta se detuvo de pronto, cuando todavía le faltaban unos metros para alcanzar la acera. ¿Qué era aquello? Aguzó la vista e intentó comprender. ¿Sería posible que sus ojos lo engañaran? No, sus ojos no le jugaban ninguna mala pasada. Eso estaba allí. Habían pasado muchos años, claro. De pie, con la montaña de hojas en sus manos, mientras los autos hacían ingentes esfuerzos por esquivarlo, el hombre siguió mirando hacia el tercer piso del edificio. No cabía duda: el cartel que anunciaba Ediciones del Dragón ya no estaba allí. Ni las letras ni el logo, nada de eso. En su lugar, alguien había puesto un letrero blanco en el que sólo había tres rayitas negras dispuestas de forma horizontal. ¿Qué significaba aquello? Malatesta hubiese querido enjugarse las gotas de sudor que le corrían por la frente, pero tenía las manos ocupadas. Así que tragó saliva y siguió su camino. Los autos pasaban cada vez más cerca de él. Uno de ellos estuvo a punto de atropellarlo, pero él ni siquiera se dio cuenta.

Con mucha fortuna, ganó la acera y se dirigió al edificio.

Cuando entró se encontró con el mismo portero que había visto años atrás, el viejo pequeño de cabellos blancos que vestía un uniforme verde.

A Malatesta le dio la impresión de que aquel hombre no había envejecido ni un ápice.

—Buenas tardes —dijo el escritor.

—Buenas tardes —respondió el viejo. Su voz seguía siendo clara y fresca.

—Voy a la editorial.

El viejo observó la pila de papeles que Malatesta llevaba en las manos y señaló hacia la derecha.

—Eso parece. Piso tres, habitación trescientos tres.

Malatesta comenzó a caminar hacia el ascensor. Recordó que aquel cubículo le había dado miedo, y estuvo a punto de pegar la vuelta y seguir rumbo por las escaleras. Sin embargo, al acercarse descubrió que el antiguo ingenio había sido sustituido por uno más moderno y funcional.

Entró, pulsó un botón y subió hasta el piso tres.

Abandonó el ascensor y caminó hacia la editorial.

La puerta estaba abierta. La sala de espera ahora era más grande y tenía una larga fila de sillas ocupadas por jóvenes que lucían ropas y anteojos que a Malatesta se le antojaron extravagantes.

Se sentó entre ellos y ensayó una sonrisa que quedó trunca.

No tardó en descubrir que junto a la puerta por la que debía salir el editor, había un panel con las publicaciones de la editorial. Malatesta se revolvió incómodo en su asiento. De algún modo intuía que aquellas cosas eran libros, pero no se parecían a nada que hubiera visto. Estaban fabricados con materiales como madera, plástico y metal; sólo había un par del tradicional papel. Cada uno de ellos tenía un formato exclusivo, lo que dificultaba apreciar que eran parte de una misma colección, a menos que la singularidad fuera el rasgo distintivo de la misma. Unos pocos tenían la forma de un libro al uso, el resto presentaba características que le hicieron pensar en una mente perturbada. La libertad tenía muchos sabores, y parecía peligrosa. Había triángulos, rombos, círculos y todo tipo de diseños amorfos. La lista de anomalías incluía agujeros, partes recortadas y manchas dispersas. Lo único que establecía una conexión entre ellos era la presencia de tres rayitas horizontales de color negro ubicadas en cualquier borde o esquina (por descarte, el logo de la editorial). Las obras no tenían los títulos a la vista, ni tampoco una imagen que diera una pista certera de su contenido. Las ilustraciones eran de carácter abstracto y, a menos que uno hiciera un esfuerzo desmedido por interpretarlas, resultaba muy difícil aventurar el contenido de las obras. Aun así, y a pesar de que la cabeza le daba vueltas, Malatesta lo intentó. Por ejemplo, ¿ese libro pintado de amarillo qué intentaba representar? ¿La locura, un desierto simbólico donde expiar los pecados o un viaje al sol y, por extensión, al conocimiento? ¿Y aquel otro pintado de verde? ¿Sería el verde de la tranquilidad, de la paz, de la vida campestre o, yendo a otro plano, el verde de la infancia? ¿Y qué decir entonces de aquel otro salpicado con audacia de tonos rojos? ¿Estaba allí representado el amor, la pasión o la muerte? Malatesta dudó. Todo aquello era probable. Sin embargo, también existía la posibilidad de que no hubiese acertado ni una sola vez. ¿Y si al fin de cuentas se había extralimitando en sus interpretaciones y le había concedido una excesiva importancia al trabajo de un diseñador chapucero? La posibilidad de que estuviera haciendo el papel de tonto le provocó una profunda irritación. Se sintió mareado y el mundo comenzó a dar vueltas a su alrededor.

—¿Qué es eso que tienes ahí? —preguntó una chica observando los manuscritos que Malatesta sostenía en su falda.

Pero él estaba tan aturdido y ensimismado en sus pensamientos que no la escuchó. Los colores se agitaron con un zumbido que vibró en sus oídos. Malatesta giró la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda en procura de hallar una clave que le permitiera interpretar lo que veía, pero el sonido era cada vez más fuerte y le impedía concentrarse. A punto de tirar la toalla, creyó tener una idea reveladora. Tal vez el truco era considerar las portadas no de forma aislada, sino conjunta. Cada libro debía ser pensado como una parte de un tapiz, y sólo profundizando en este concepto se podía alcanzar la iluminación. Animado, Malatesta se lanzó en esa dirección y, al tiempo que una nueva vibración de tonos se abría paso en el cielo de su mente como una aurora boreal, se sintió impulsado hacia arriba. Las partes comenzaron a armarse y acabaron por cobrar un sentido. Vio nubes de colores dispuestas como andamios flotantes y comenzó a trepar. Primero un pie y después el otro, sin descanso.

—¿Señor, se encuentra bien? —preguntó un muchacho.

—No lo parece —dijo otro. Pero Malatesta no escuchaba a nadie y mientras tanto seguía avanzando, subiendo hacia una esfera roja que desde las alturas agitaba sus eléctricos tentáculos. Algo, un resto de sensatez, le gritaba que se detuviera, pero le resultaba imposible. Se diría que lo animaba el mismísimo espíritu de la tragedia. Ascendió un trecho más y siguió hasta que su mano derecha, que debía aferrarse al andamio de más arriba, se encontró de pronto sujetando una sustancia azul que se deshizo entre sus dedos. Lo intentó de nuevo pero obtuvo el mismo resultado. Notó entonces que la nube en la que estaba parado comenzaba a desintegrarse. Aterrado, dirigió la vista hacia arriba en busca de ayuda. Pero la esfera roja y tentacular, que era la única que podría haberlo salvado, le devolvió una sonrisa cruel.

Malatesta comenzó a caer. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la gran altura en la que se encontraba, y cuando lo comprendió sintió una puntada en el corazón.

—Tal vez debamos llamar a un médico —sugirió la chica que estaba sentada junto a Malatesta. Pero antes de que alguien más considerase esa opción, él se puso de pie y, sosteniendo con ambas manos su enorme pila de originales, dio unos pasos inseguros por la sala de espera. Giró como un ebrio, chocó con varias personas. Casi a punto de caer, encontró la puerta y salió por ella a los tropezones.

Temiendo por su seguridad, una chica se asomó al pasillo y fue tras él. Antes de alcanzarlo, Malatesta subió al ascensor y se marchó con prontitud.

La joven vio una hoja tirada en el piso y la recogió. Regresó con ella a las oficinas de la editorial y se la enseñó a un joven de lentes de aros blancos.

—Mira.

El aludido observó intrigado.

—¡No puede ser, está escrita con pluma! ¿Es una broma, de dónde la sacaste?

—Se le cayó a un hombre que acaba de marcharse.

Era la primera página de una novela titulada El regreso de los siete vampiros.

El joven leyó los primeros dos párrafos y señaló:

—Parece un homenaje a los viejas novelas pulp.

—Podría funcionar como algo retro.

—No creo; ya hicimos algo así hace dos años.

—Bien, tú eres el editor —dijo ella y, haciendo un bollo con la hoja, la arrojó a la papelera que tenía más a mano.

IV

La música que salía por la puerta del bar La Pluma era un jazz calmo y honesto; parecía creado por un artista virtuoso que no deseaba llamar demasiado la atención. Giovanni Malatesta se sintió atraído por aquella melodía y traspuso el umbral. El sitio seguía siendo discreto y oscuro, como años atrás. En ese momento era justo lo que necesitaba.

Había cuatro mesas, todas desocupadas. Faltaba poco para cerrar y ya no quedaban clientes. Se dirigió a la barra y se sentó en un taburete. El barman estaba de espaldas, acomodando una botella en una repisa. Era un sujeto viejo, grueso, bajo y semicalvo. Vestía una camisa arremangada y un pantalón con tiradores.

Malatesta recordó el licor de naranja que solía tomar, pero entonces pensó que necesita otra cosa y dijo:

—Deme un whisky doble, por favor.

El hombre terminó lo que estaba haciendo y respondió:

—Ya estoy con usted.

Cuando el viejo volteó y mostró su rostro, en el que se destacaba un mustio mostacho, el cliente exclamó:

—¡Donato!

—Giovanni Malatesta. Creí que tú...

—No, no estoy muerto.

—No te imaginas lo que pasó. Ocurrió algo espantoso.

El escritor lo interrumpió.

—Lo sé, mientras regresaba en el barco mercante que me rescató, y cuando ya estaba lejos de la isla, escuché una conversación entre dos marineros. Según decían, en esa zona se había hundido un helicóptero. Atando cabos, no me fue difícil deducir que se trataba del vehículo de Carlos.

—Sí, así fue. Sucedió poco después de dejarte a ti en la isla. Pobrecito. Antes de hundirse me envió un mensaje por radio. Me pasó las coordenadas, pero no sirvió de mucho. Tal vez yo escuché mal, o él se equivocó; no sé.

—¿No encontraron el cuerpo?

—Nunca apareció. El desgraciado debe estar en el fondo del océano, en un ataúd de fierros retorcidos.

Malatesta frunció el ceño, cerró los ojos y no pudo evitar pensar en el gigantón. Lo imaginó en el asiento del piloto, con el cuerpo torcido, los ojos cerrados y la boca abierta, mientras unos peces lentos entraban y salían por las ventanillas.

El joven alzó los párpados. Miró el apagado rostro de Donato y preguntó:

—Y después, ¿por qué no me buscó?

—Lo hice. Alquilé una lancha y me lancé mar adentro. Pero todo fue inútil, porque sólo Carlos conocía la ubicación de esa isla; no figura en los mapas.

—Entiendo.

—Dime, ¿cómo está Leonardo?

—Murió.

—Vaya... Sabía que estaba muy viejo, pero nunca imaginé que podría morir antes que yo. Los dragones son tan longevos...

—Aprendí mucho de él.

—¿De veras? ¿Escribiste novelas?

—Unas cuantas.

—¿Y son buenas?

—Sí, eso decía Leonardo.

En el rostro de Donato se dibujó una sonrisa agridulce.

—Es una pena que ya no exista Ediciones del Dragón.

—Sí, lo sé. Ahora hay...

—Una editorial que se dedica a la literatura experimental. Ediciones Experimentales, así se llama. Pura basura. Nosotros editábamos veinte mil ejemplares y estos esnobs no son capaces de superar los trescientos; aunque nunca los venden todos y terminan liquidándolos.

—¿Pero qué ocurrió?

Donato respiró profundo y prosiguió:

—El accidente de Carlos fue sólo el comienzo del declive. Luego, en poco tiempo, el mundo comenzó a cambiar de una forma que nunca hubiese imaginado.

—¿Se dejó de vender la literatura pulp?

—Exacto. Y no sólo en esta ciudad, sino en todas partes. Los tiempos han cambiado. ¿Y sabes qué es lo más triste?

—¿Qué?

—Que la gente ha perdido algo. Algo maravilloso. Algo que iba con ellos a todas partes y que les permitía soñar. Algo que los hacía mejores. Y lo peor de todo es que ni siquiera lo saben. Bah, ¿a quién le importa?

Malatesta suspiró.

—¿Puede darme un whisky?

—Claro, estamos en un bar. La casa invita.

Donato puso sobre el mostrador una botella de escocés y sirvió dos vasos con hielo.

Giovanni Malatesta bebió un trago y dijo:

—De modo que ya se acabaron los tiempos de la literatura popular. ¿Qué pasó?

Donato se llevó la espirituosa bebida a los labios y respondió:

—Es complejo. Tendría que hablarte de la situación de los mercados, la volatilidad de las divisas, los costes del papel, los problemas logísticos, el efecto nefasto de los malos pagadores. Y todo ello sin contar con la aparición de los nuevos medios de entretenimiento, más algunas imprescindibles consideraciones de tipo sociológico, filosófico, moral.

—En resumen: se fue todo al carajo.

—Sí. Algunas personas piensan que dentro de unos años las cosas mejorarán, pero yo no lo creo.

Giovanni Malatesta dejó que su vista se perdiera en el líquido que tenía en el vaso y con un dedo aburrido hizo girar una piedra de hielo.

A través de las ventanas del bar se colaba el frío de la tarde. Parecía que nada significativo iba a ocurrir y que el alma de los hombres acabaría confundiéndose con la nada, como las sombras que se deslizan hacia la noche. Pero desde la rockola, las luminosas notas de un piano comenzaron a avanzar. Una tras otra. Decididas. Como ardientes meteoritos o estrellas fugaces. Y antes de que el hielo se derritiera en los vasos de whisky, se escucharon gritos en la calle, voces destempladas que expresaban sorpresa y horror.

Giovanni y Donato, dándose cuenta de que algo terrible estaba sucediendo afuera del bar, dejaron sus bebidas y corrieron hacia la puerta.

Había varias personas en la acera; observaban un edificio que ardía en llamas.

El escritor y el exeditor intercambiaron una mirada de incredulidad, pero no cabían dudas: las oficinas de Ediciones Experimentales se estaban incendiando. Unas potentes lenguas de fuego surgían de las ventanas a la par que gruesas columnas de humo se elevaban al cielo. El siniestro debía haberse iniciado hacía poco tiempo, porque nadie había llegado a combatirlo y tampoco se escuchaban las sirenas de los bomberos.

Como sucede a menudo, los curiosos se dedicaron a intercambiar hipótesis sobre las causas del suceso. Mientras que uno sugirió la posibilidad de una falla en las instalaciones eléctricas, otro indicó que tampoco podía descartarse la posibilidad de que fuera un hecho intencional para cobrar el seguro. Esta explicación, más que cualquier otra, pareció ser del agrado de Donato, pero Giovanni Malatesta estaba demasiado concentrado en el espectáculo como para prestarle atención a cualquier conjetura.

El fuego tenía su propio lenguaje y el escritor sintió que le hablaba sólo a él, como si entre ambos pudiera existir una intimidad de la que quedaba excluido el resto de los mortales. ¿Acaso aquellos arabescos recordaban alguna clase de signos? No, era mucho más que eso. El lenguaje del fuego era silencioso, se extendía como un puente en medio de la más completa oscuridad. Y era capaz de responder a esas preguntas para las que de ordinario no tenemos respuestas.

Giovanni comprendió que el fuego hablaba de unos afectos y de unos sueños que siempre vivirían con él.

Cuando el edificio se quemó por completo y pareció estallar en una única y prodigiosa llamarada, los curiosos lanzaron un grito de terror. Sin embargo, una sonrisa se dibujó en el rostro del escritor, porque entre aquellas vivaces pinceladas que iluminaban el cielo logró distinguir primero la cabeza y luego las alas y la cola de un dragón amarillo que se alzaba en toda su gloria.

—¿Vio eso? —preguntó Giovanni Malatesta.

—Sí —respondió Donato—, ya no hay nada. Nada de qué preocuparse.