Era un sábado de invierno. Yo estaba llorando, como todas las tardes. Moqueaba sin remordimiento. Hacía más de un mes que tenía ese momento en el que lloraba por un hombre que se había ido sin darme chance de reaccionar, desaparecido sin preámbulos, y por mí misma, que no dejaba de engordar, barriga, tetas, nalgas. Me traía un plato con comida suficiente —galletas, fruta, bombones— y lloraba en una especie de trance hipnótico que terminaba siendo placentero. Nada de notas disonantes. Era tenaz y sostenida en la producción de lágrimas y en el uso de pañuelos de papel para dar cuenta del colapso. A veces me olvidaba de agarrar un pañuelo. Observaba cómo la vista se nublaba de a poco, la nariz se hinchaba, una picazón leve me atravesaba la cara. No era capaz de reaccionar. Expelía líquidos, era una máquina de llanto y fluidos, así como una máquina de engrosar. Nunca había llorado ni devorado tanto.

Me colgaban los mocos como dos velas cuando la vecina de arriba bajó por la escalera y, en vez de meterse por entre los hibiscos hacia la salida, como siempre hacía, atravesó el patio de la planta baja, o sea mi hogar, y vino en dirección al ventanal:

—Estás llorando —dijo sin preguntar, pero tampoco con pena; lo dijo sin interés, sosteniendo las piernas regordetas contra las baldosas de mi patio, justo a la entrada del apartamento, mi casa, aquel lugar en el que ella no era bienvenida desde que nos negara el acceso al tanque de agua que estaba roto y pasáramos más de 48 horas trayendo baldes desde la canilla de afuera.

Pobre, ella tuvo que cargar baldes también, aunque no la vimos hacerlo. Paranoica. Sorprendía su capacidad de boicotear el acceso al agua con el pretexto de que había una confabulación contra su intimidad, un deseo de los vecinos de conocer su casa, con las ventanas ahora tapiadas. Es verdad que el problema era de mantenimiento —hacía años que a esos bloques de apartamentos de dos pisos no se les hacían los arreglos necesarios—. También era verdad que los habitantes pasaban demasiado rápido de ser curiosos a ser enfermizos y obsesivos con la vida ajena. Vecinos viejos. Nada de niños. Algunos perros diminutos, tratados como personas. Chusmerío constante. Pero era así en todos lados. Recién se había mudado y ya armaba ese revuelo, decíamos. Los mensajes en el grupo del condominio eran delirantes. Nos daban risa sólo al principio, porque después, sin agua, dejamos de reírnos.

La vecina seguía en la puerta del ventanal, oronda. Con desconcierto, la fui enfocando entre las lágrimas. Traté de decir algo, que, por supuesto, salió como un quejido de cuerpo entero, una mezcla de hipo con sollozo. Sentí que se me movieron hasta las tetas en ese gesto, redonda como estaba yo también. Ella no se inmutó con la reacción, sino que me miró con interés, como si nunca nos hubiéramos visto antes, y en parte eso era verdad, porque yo sólo le conocía la foto de perfil en el grupo (en la que estaba de lentes negros) y sabía cosas que decían los vecinos, como que la habían echado de varios empleos por ladrona y que el marido la había dejado por otra, más joven, pero más nada. Sombras de la vecina de arriba. Y ahí estaba, con el pie derecho colocado a cierto ángulo del cuerpo, golpeando el piso con unas chatitas brillantes, esperando algo de mí.

—¿En qué te puedo ayudar? —pregunté.

Era una pregunta que me avergonzó apenas la pronuncié, pero ella ya entraba al apartamento como perico por su casa y se me sentaba al lado, en el sillón. De un salto, reculé hacia una esquina de almohadones, como un animal acorralado. Traté de protegerme con las manos en alto, una forma de decirle que hasta ahí llegaba, que no se moviera ni un centímetro más que si no, decidí, estaba dispuesta a patearle la cabeza, o mordérsela, llegado el caso.

—Me parece que andás mal —dijo, con una mezcla de malicia y compasión mal fingida.

Fue entonces que la observé. Tenía el pelo teñido de rubio, mechas sobre partes de pelo oscuro, más precisamente, y demasiado lacio, de la forma que cae con los tratamientos de formol que hacen en las peluquerías. Una cantidad absurda de maquillaje tapaba marcas de acné juvenil en los cachetes y el mentón. Las cejas, delineadas con prolijidad inaudita, se levantaron al ver que yo no salía de mi fortaleza de almohadones.

—Vine a ver si no querés dar una vuelta —remató e hizo el esfuerzo de abrir unos ojos diminutos, a pesar de la sombra oscura y el rímel con los que trataba de ensancharlos.

—¿Una vuelta? —respondí.

Quería tratar de entender cuál era el propósito oculto de aquella intromisión, de deducir la intención de esos ojos ladinos, incapaces de generar cualquier atisbo de confianza. Pero su boca pintada de fucsia pasó enseguida a explicarme lo lindo que estaba el día allá afuera, que el mar era un plato, liso, sin una gota de viento, que podríamos ir hasta la playa y airearnos un poco. “Airearnos”, repetí en murmullos y no tuve cómo no acordarme de aquel hombre, exnovio si se lo quiere denominar de alguna manera, en el episodio del agua, despotricando contra ella desde nuestro jardín, para que la vecina tirana, en el piso de arriba, lo escuchara maldiciéndola, a ella y a toda la estirpe de paranoicas del mundo, encerradas en sus casas, incapaces de visualizar el bien común. Si él me viera ahora, redonda, pensé. En un rapto de lucidez, me pregunté si sería realmente la misma vecina de siempre o alguien que estaba en su casa y que no tenía nada que ver con aquella mujer que nos había negado el agua.

—¿Vamos entonces?

***

No sé por qué acepté. Lo cierto es que agarré un buzo, me calcé unos championes y salimos a caminar juntas. En el patio, el sol me dio en los ojos y sentí un dolor neto, tan fuerte, que los cerré. Mi vecina, solícita, se sacó los lentes negros con brillantes incrustados en el costado, los mismos de la foto de perfil, y con una seña me indicó que los usara. Cuando me los puse, sentí que tenían perfume fuerte, dulce. Me picaba la nariz, por el olor viscoso de los lentes y por haber llorado tanto. Ella, contenta, dijo:

—Te quedan mejor a vos que a mí.

Esa tarde fuimos caminando hasta la playa. Me descalcé y froté una planta y otra contra los miles de granos de arena blanca, que hicieron el ruido de siempre. Curiosa, ella hizo lo mismo y se quedó con las chatitas en la mano durante todo el trayecto. Brillaban esos zapatitos como debían de brillar los lentes que yo tenía puestos todavía. Hacía tiempo que no iba hasta ese lugar, a pocas cuadras de casa. Las gaviotas salpicaban la arena, relajadas por la falta de gente. Más lejos, un grupo de cuervos desgarraba el cuerpo de algún animal muerto. Un perro iba a los saltos detrás de su dueño, que corría rápido por el borde del agua. La vecina tenía razón: el mar estaba demasiado calmo. “Un plato, ¿viste que te dije?”, repetía. Era hasta gracioso su esfuerzo por agradar, pero, más allá de esos instantes de gentileza, yo no tenía cómo sacarme el episodio del acceso al agua de la cabeza. Un drama absurdo. La terquedad. La mugre. El fin. De pronto, y en eso no hubo mejor imagen que la de un coco que cae pesado y neto sobre una cabeza, tuve plena conciencia de que mi desgracia había empezado en aquel instante y que estaba a merced de los designios de la vecina.

***

El agua demoró en volver a correr por las cañerías con normalidad. Fueron dos días sin una gota en las canillas, los platos amontonados, el olor a sudor, el baño recubierto por una película de grasa, nuestra grasa. Duchas con un jarrito. Baldes para el wáter. Comida de delivery. Café siempre en la misma taza. Después vinieron dos semanas más hasta que el plomero terminó de cambiar la boya del tanque de agua con una escalera bamboleante (para no entrar por la casa de la vecina), picar paredes y ajustar la bomba que estaba en la planta baja, al lado de nuestro apartamento. Aquel espacio compartido, donde meses más tarde ya estaba sola de nuevo. Seis meses de convivencia, con momentos insípidos y otros no tanto, hasta que al tanque de agua se le ocurrió romperse. Y a la vecina negarnos el acceso para arreglarlo.

Desesperado y rabioso mientras duraron los arreglos, mi exnovio empezó a dejarle cartas intimidatorias a la vecina. Subía la escalera despacio, respirando hondo, y tocaba el timbre, sin éxito. Esperaba algunos minutos. El rosario de puteadas, monocordes, se escuchaba desde casa. Después deslizaba sobres debajo de la puerta. Bajaba la escalera, volvía a casa y se iba a sentar frente a la computadora, a escribir la carta del próximo día. No venía a la cama hasta la madrugada. Se deslizaba dentro de las sábanas sin tocarme ni siquiera. Al otro día, se iba en moto hacia el centro antes que yo. No nos veíamos hasta la noche, cuando empezaba de nuevo la entrega de cartas escalera arriba.

Nunca subestimes cuánto corroe la trifulca, me había advertido una amiga al principio del lío. De un momento a otro, aquel hombre no quería ver películas conmigo, comía como un autómata y volvía a la computadora, pero sobre todo me ignoraba, no me tocaba, nada. Por más que tratara de disfrazarlo, había algo de una carrera contrarreloj en mis esfuerzos por seducirlo. Llegué a rogarle que me la pusiera, que cada óvulo era oro puro. Y él nada. Los ojos vacíos al responder con monosílabos. Las manos agitadas en los bolsillos. El pecho, siempre erguido, se inclinaba hacia adelante, cansado. Se fue sin mucho preámbulo, un poco como había llegado. No me preguntó si podía irse, a mí, que había imaginado que hasta hijos tenía la obligación de hacerme.

Volvió de dar clase y se encerró en el baño. Escuché que abría la ducha al máximo y se lavaba los sobacos y las bolas, una y otra vez. En vez de ir a la computadora en bata, se quedó en el cuarto y cerró la puerta. Cuando salió, tenía el bolso hecho en una mano y me miraba sin expresión.

—Me voy a ir, no aguanto más todo esto —dijo y yo pensé que era al agua que hacía referencia.

El llanto demoró en bajar, y recién solté las lágrimas cuando ya no se escuchaba el ruido de la moto. Lloraba con fuerza, desolada. Nunca había reaccionado así por nadie. Tal vez fuera la edad, estaba por cumplir cuarenta, y la necesidad no tan oculta de quedar embarazada de quien fuera, hasta de ese tipo de diez años menos, que me había levantado en el gimnasio, que se miraba al espejo, vanidoso, y que elogiaba mi barriga plana, como si no fuera obra de la herencia y como si no se diera por enterado de aquel deseo arrollador de quedar embaraza. O tal vez fuera la rabia de que todo había pasado por el maldito acceso al agua. Nunca pensé que iba a extrañar a alguien de esa forma, pero allá estaba, sufriendo por un cuerpo que se había ido con un bolso, que era todo lo que tenía. Una noche, me despertó un ruido igual al de la moto. Prendí la luz y me asomé a la ventana. No había nadie en el estacionamiento. Ni moto, ni personas. Pasé el resto de la madrugada con tanta congoja que tuve pena de mí misma.

***

No fue enseguida que entré al apartamento de la vecina, con los azulejos blancos del piso al techo, las lámparas fosforescentes como si fuera una carnicería y la televisión, enorme, prendida en la emisora de siempre. Antes fuimos a caminar, varias veces. Venía a buscarme los sábados y los domingos, después de las dos de la tarde. Fue un otoño seco, por lo que establecimos una rutina bastante fija de salidas por el barrio, la playa, el morro del otro lado de la calle. Yo me había convencido de que aquel hombre no valía tanto la pena y lloraba un poco menos, aunque la mera imagen de un bebé me desesperaba. La esperaba sentada leyendo en el sillón. Ella entraba sin pedir permiso, pero yo me había habituado a esos excesos, a esas faltas de noción del espacio propio y ajeno, propias de un animal que, de tanto estar enjaulado, de repente tiene que moverse exageradamente para compensar el espacio que le supieron negar.

La vecina me traía regalos, detalles, como una cajita con dulces de leche condensada, rematados con un clavo de olor encima, o una maceta ínfima de tunas con flores artificiales. Esperaba anhelante mi reacción. Yo agradecía sin agregar nada y ponía el regalo sobre la mesa, aunque después lo sacaba de circulación. No la invitaba a tomar café ni a quedarnos mucho tiempo en casa. Los demás vecinos, cuando me los cruzaba al llevar la basura, preguntaban qué le pasaba a aquella mujer, que de un momento a otro había decidido ser amiga de alguien. Y justo de vos, que no le das bola a nadie, decía la veterana que presidía las reuniones de copropietarios. Nos reíamos de que seguro algo estaría tramando. Yo ventilaba detalles de las caminatas, indiscreciones prudentes. Contaba que ella a veces mentía, patrañas bastante obvias que iban antecedidas por un tragar saliva, un gesto de seriedad fingida que la delataba. Eran detalles que no tenían mucha importancia: viajes a París en primera clase, trabajos excelentes gracias a su honestidad, amantes a rolete. Es todo cuento, decíamos riéndonos a sus espaldas, pero con cuidado de que no escuchara.

De todos modos, yo igual salía con la vecina a recorrer el barrio. A mí me gustaba caminar por caminar, pero ella siempre tenía que preguntar algo, inquirir, y por más esfuerzo que hiciera por agradar, estaba ese trasfondo de desconfianza, de malicia incluso.

—¿Y te pagan por leer y escribir sobre los libros? —preguntó una vez, y como la miré en silencio, tratando de atraparle los ojos diminutos, huidizos, creo que aprendió que no debía ser tan frontal. Después trató de averiguar cómo nos habíamos conocido con el hombre aquel. Le dije que no me acordaba. Se calló la boca por un buen rato, mientras yo sí recomponía la euforia al conocerlo, los músculos marcados, la inconsciencia que sólo conduce a querer quedar preñada. Otro día me contó preocupada sobre una plaga de los caracoles de jardín gigantes, que eran nocturnos y transmitían enfermedades mortales. Yo los había visto en mi patio y les tenía un pánico desproporcionado, como a todos los moluscos de tierra.

—En la televisión dicen para no matarlos con veneno, que puede ser tóxico para los animales domésticos y los niños —dijo con ceremonia, dueña total de la verdad, y agregó, perversa—: A casa, que es un segundo piso, por suerte no suben.

Sin embargo, de una forma u otra, después de aquellas treguas de información general se las arreglaba para terminar hablando de la maldad de algunos hombres, como su exmarido, que la había dejado por una compañera de trabajo; “más joven, pero una bola de gorda”, había anotado aquella vez que subíamos el cerro, entre las bromelias y los mosquitos.

—Lo bueno es que me quedé con el apartamento, como vos —remató.

Quise responderle, pero a los golpes. Saqué una bromelia de encima de un tronco podrido y la guardé en la mochila para llevarla a mi jardín. No tenía sentido explicarle que el apartamento era mío desde mucho antes, que mi exnovio, con quien nos habíamos conocido en el gimnasio, donde él daba clases, sólo había tenido que mudarse con un bolso. Que lo único que tenía aquel energúmeno era la moto. En cambio, no paré de caminar, sino que apuré el paso, a ver si la cansaba y se dejaba de decir estupideces. Desde lo alto del cerro, se veía el condominio y el tanque de agua. Respiré hondo y sentí el olor a marcela del matorral alrededor. El mar, unas cuadras más atrás, estaba salpicado de olas por el viento sur. Sobre nuestras cabezas, imponentes, volaban los cuervos. La cara de mi vecina, redonda y gorda, sudaba a pesar de que era invierno. Tenía puestas unas calzas atigradas que le apretaban demasiado los muslos. Me miré las piernas y por suerte no estaban tan gordas como las suyas, todavía. Por completo ignorante de los beneficios de quedarse callada, soltó:

—¿Sabés qué, amiga? Hace tiempo que empecé un tratamiento para quedar embarazada. Yo solita, y ¿adiviná qué?

La vecina quiso decir algo más, pero yo bajé los ojos y ya no la escuché. No pude. Sentí que algo se me desgarraba bien adentro. Tal vez se haya callado. Seguí caminando. El mundo retumbaba en mis oídos. Apreté aún más el paso y la dejé atrás.

***

Al día siguiente, decidí subir. Durante la noche, había tenido una pesadilla tras otra: me colgaban como una carcasa abierta, vacía; paría fetos, muchos, todos iguales. Puse la excusa de conocer el apartamento de la vecina del acceso al tanque de agua, ver por dentro de los ventanales tapiados, saber cómo diablos vivía. Pero lo que quería era saber si efectivamente estaba embarazada. Necesitaba saberlo, constatar mi fracaso absoluto. Cuando atravesé el patio, un caracol gigante se enroscaba en una de las bromelias, a plena luz del día. Era escandaloso, pero no me importó. Mis piernas subieron frenéticas la escalera. Eran las nueve de la mañana. El marido de la presidenta de los copropietarios, tomando cerveza en el balcón de enfrente, me observó subir con la misma curiosidad libidinosa con la que espiaba a todas las vecinas.

Paré en la entrada del apartamento y busqué el timbre. En su lugar, había un agujero de cables expuestos. Con el puño cerrado, golpeé la puerta una, dos, tres veces. Esperé unos minutos eternos, en los que ahora me acordaba del adjetivo “solita” y no de lo malparida que había sido esa mujer en el episodio del agua. Tampoco recordaba el caracol gigante, que iba a tener que matar más tarde. El vecino no perdía detalles de la escena, con el vaso de cerveza sostenido a la altura del pecho y un cigarro en la otra. Cuando estaba por darme vuelta y bajar la escalera, derrotada, vi que unos dedos regordetes descorrían un centímetro de cortina. Golpeé con fuerza de nuevo. Mejor dicho, hice temblar la puerta y tuve miedo de que se rompiera.

—Ah, viniste —dijo al asomar los ojitos sin sombra ni delineador por una rendija.

Puse el pie bien rápido en la abertura y logré que no cerrara.

—Vine a visitarte.

Y de un envión empujé la puerta. La vecina quedó contra un costado. Por la cara sin maquillaje, la desesperación corría suelta. Abría y cerraba los ojos diminutos como si necesitara recomponerse. Miré alrededor y ahí estaban las paredes cubiertas de azulejos bien blancos y lámparas fosforescentes como para iluminar la disección de un cadáver. Las cortinas, todas cerradas, no dejaban entrar ni una gota de luz del sol. Olor a encierro y humedad.

—¿Vamos a caminar, te parece? —ofreció nerviosa, pero no se movió de su puesto contra la puerta. Le temblaban el párpado superior y también las manos, con las que se arregló los mechones de pelo grasiento, ya no tan lacios, sino que ondulados.

Avancé despacio y examiné el espacio alrededor. Había pocos muebles: el sillón de cuerina blanca en el que me senté de pronto, dos banquetas altas de acrílico rojo contra la mesada de la cocina, cubierta de sets de maquillaje y la televisión, en un mueble de mdf también blanco. Nada fuera de lo normal, nada que ameritara invadir esa casa. Pasó un minuto y otro. El adjetivo “solita” hacía eco dentro de mi cabeza.

—Mejor nos quedamos acá —dije por fin, despacio, consciente del miedo de aquella mujer, sorprendida de pronto en su propia casa, su fortaleza, sin maquillaje ni tiempo para peinarse.

Ella agarró entonces el control remoto y bajó el volumen de la televisión. Recién entonces me di cuenta de que estaba prendida. Ninguna de las dos habló. Yo quería parecer dueña de mí misma, pero en la televisión muda había un especial sobre aquella invasión de caracoles. Los mostraban en primer plano. Dos moluscos rechonchos, entrelazados. Se movían con una paciencia inaudita. No se veía dónde empezaba la carne adherente de uno y la del otro. Las antenas se tocaban, transparentes. Por alguna razón que desconozco, me distraje con los subtítulos. Venían de África, al parecer. El tráfico de plantas exóticas era el responsable. Los huevos viajaban pegados a las hojas y las semillas de plantas. Advertían que, de encontrarlos, había que ponerse guantes y meterlos adentro de una bolsa con cloro. Después tirarlos a la basura. Imaginé el cuerpo blando perforado mortalmente por el cloro. Un escalofrío me recorrió la espalda. Enseguida, bajé la mirada y deslicé los ojos por el mueble, que estaba entreabierto.

Fue una mirada de refilón. Creo que ella no se dio cuenta, concentrada como estaba en arreglarse los mechones grasientos de pelo con las manos también temblorosas. Dentro del armario había ropa de bebé, azul, doblada con esa prolijidad tan única de las esperas.

Una fuerza brutal me ensamblaba al sillón. En la televisión silenciosa, los caracoles salpicaban el muro de una casa, llena de humedad.

—Lo vamos a poder cuidar juntas, ahora que nos conocemos tan bien —me dijo entonces, cortando el silencio, y asentí como quien gana el mejor premio consuelo.