En un parate de la ruta 12 una bandera roja —roja, roja— del Gauchito Gil flamea sobre las espaldas de un motociclista. “Soy de Resistencia, Chaco, y lo que pido es trabajo”, dice el devoto del Gaucho. Todavía falta un tramo para llegar. Es de mañana y son cientos los fieles que toman el camino hacia la ruta 123, el acceso principal al culto. Y son 36 los grados que hacen acá, rumbo a Mercedes, Corrientes, donde cada 8 de enero se celebra el día del Gauchito Gil, santo popular argentino.
Al menos son 300.000 los fieles que llegarán a este páramo con el objetivo de rendirle tributo a la figura del Gauchito, hombre retobado y desobediente, a quien sus seguidores consideran milagroso.
Frente a una estación de servicio, un largo corredor de puestos vende sandías. ¿Sandías? “Sí, llegan de las chacras”, confirma el encargado mientras ofrece una tajada que corta prolijamente con su faca: están frescas, rosadas, llenas de semillas. Las sandías son como el cactus en el desierto: el último reservorio de algún material húmedo. Se entregan dos por 1.000 pesos1, un precio razonable para el milagro que convocan.
“Nos quedamos a dormir allá”, tira otro joven motociclista, quien alrededor de su cuello enrosca su bandera del gaucho litoraleño. “¿Van al Gaucho? Mándenles saludos del Rengo”, se suma el cocinero de la estación de servicio, un hombre curtido que —no lo evidencia pero se nota— ha visitado al Gaucho en más de una oportunidad. El Gaucho es un santo accesible. Es, digamos, un amigo más. Un incondicional.
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Sus devotos vuelven, esa es la ley primera. Se le pide, el Gaucho cumple y los fieles regresan al santuario para rendirle pleitesía. Tabaco, vino, velas, facones: el Gaucho recibe ofrendas y, desde su banquina rutera, cobija a los promeseros. Desde algunos kilómetros atrás, se advierte un sinfín de autos estacionados al costado de la ruta: ellos también quieren agradecer y volver a pedir, siguiendo con su tradición.
Por acá también venden sandías (una por 700 pesos, un pelín más cara), casi la única oportunidad para refrescarse, y ante la amenaza del sol algunos se agazapan debajo de camiones —como esa pareja de Formosa que está acá “para agradecer”— y otros, más envalentonados, aprovechan el envión empinándose una birrita mientras hacen un lechón a la estaca. “Esto es para todos los que vengan”, dice el asador.
Hay micros, hay carpas. Hay un grupo de muchachos con el cuero hirsuto que, sobre sus espaldas, costillas, hombros y piernas llevan al Gaucho grabado en tinta; ellos se dirigen como una tromba al santuario. Antes de entrar, se ve a un tendal de policías cargando cada uno su termito con tereré y forman, más o menos, así: policía, tereré, policía, tereré, tereré, tereré, policía, tereré, policía. Qué calor hace. El asfalto parece crepitar como un huevo frito.
“Chica, sexy, sexy / Dame tu cariño, dame, dame / No me hagas sufrir”, suena estridente “Chica Sexy”, de Grupo Karicias, desde un equipo de música portátil. No es un estéreo, no son los buffers de un auto, no es un boombox: es un equipo de parlantes potenciados, de esos que se ven con fuerza en las playas de Santa Teresita o San Bernardo. La celebración se siente como una navidad en una feria del conurbano bonaerense. Es eso, pero no: una vez más, como en todas estas vivencias intransferibles, hubo que estar ahí.
Unos pibitos se las rebuscan vendiendo velas para dejarle al Gaucho y, en la larga —larguísima— fila para saludarlo, el sol abrasador prende fuego a todas y cada una de las molleras que yacen allí. Ni la sombra se apiada de las multitudes promeseras. “Dale que se me quema el asado”, grita uno en la fila, en broma. Todos se ríen. El clima es un poco festivo, otro poco emocionante, otro poco familiar, otro poquito picante.
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Hay en el santuario una recreación del árbol donde, en teoría, mataron a Antonio Plutarco Cruz Mamerto Gil Núñez, el Gauchito, en 1878. Pero, honestamente, más allá de algunas versiones, poco se sabe del Gaucho: se habla de una deserción, se erige la figura del “Robin Hood criollo”. Se sabe que no está dentro de la liturgia católica ni de la evangélica. Se sabe que, en su devoción, hay muchos elementos cristianos. Se sabe que la curia correntina terminó de aceptarlo, pero con límites. Y se sabe que el papa Francisco fue propulsor de esta corriente pastoral que busca conocer la obra de Dios a través del culto popular.
Unos escombros bordean el santuario y un grupo de pibes espera su turno refrescándose la cabeza con una botella de agua mineral. “Gracias por los milagros”, reza una bandera. “El Gaucho es un estilo de vida”, asegura un joven que se vino desde Maquinista F Savio, localidad del norte del Gran Buenos Aires. No hace falta ser un genio para advertir que por acá hay mucha identidad conurbana: se ve una cantidad infinita de remeras de equipos de divisiones de ascenso. Y por acá, también, pasea gente de todo el país, por eso se ven camisetas de Independiente, de Newell’s, de Rosario y hasta de los vecinos de Nacional, de Montevideo.
“La sangre de un inocente cura a otro inocente”, afirma una imponente bandera colgada dentro del Museo y Santería Oficial del Gauchito Gil. Y entre los ítems infinitos —uno al lado del otro, uno encima del otro— se yerguen desde patentes de vehículos hasta chapas conmemorativas, pasando por camisetas de fútbol (hay una firmada por Roberto el Ratón Ayala, flamante campeón del mundo como ayudante técnico de Lionel Scaloni) e, incluso, una placa de Youtube de Mauro Albarracín.
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“¡Viva el gaucho!”, grita desaforadamente un hombre. “¡Viva!”, le responde otro, más allá. Se hace el mediodía y muchos de los fieles se acercan al bufet —hay un bufet ahí dentro— para comerse una pizza o intentar menguar el calor con alguna cervecita fresca. Mientras tanto, dos ventiladores tiran aire caliente y un joven de 30 años (“Ya no soy tan chico”; luce de 50) le cuenta a una señora de unos 60 (¿o tendrá 20?) sobre su pedido: quiere trabajar, quiere lo mejor para su familia. Suena el chillido de las hamburguesas sobre una plancha de hierro hirviendo y se huele fritura. Alguien comerá un combo con papas fritas. Casi no hay señal, nadie sube demasiado a Instagram ni a Tiktok.
“Gauchito Gil, el amigo que nunca falla”, se lee en otra bandera. Un grupo de muchachos de 30 y pico se ceba con la fe y desemboca en un estímulo colectivo instantáneo: “Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar... quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial”. Ellos ya son campeones mundiales e, incluso, por acá, en su momento, hubo muchos que le prendieron una vela al santo para pedirle por Leo Messi. El Gauchito Gil es un santo inexorablemente futbolero.
Por la tarde, al salir del santuario, tiendas montadas en el suelo y algunas mantas abarrotadas de artículos del palo configuran un mercado improvisado que mezcla camisetas de la Selección Argentina, con cintitas, llaveros, pósters y otras remeras con la frase “¿Qué mirás, bobo?”, el último hit del 10 albiceleste. Y de fondo, una imagen poética, como de final de spaghetti western: en la lontananza, un convoy de gauchos llegan en sus caballos, con la luz del sol reflejando sus mechas, para prenderle su velita al curador, al amigo, al redentor de milagros, al gaucho correntino que el pueblo santificó.
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Menos de 100 pesos uruguayos. ↩