El ojo que perdió se lo quemaron en el casamiento de su padre. A veces se despierta mojada sabiendo que gritó aunque sin confirmarlo porque duerme sola, porque siempre durmió sola, y en ese instante entre dormida y despierta aparecen imágenes con luz que la encandilan y ahí está ella, treinta años antes, en el jardín fosforescente donde las hojas y las plantas parecen de plástico pero son de verdad porque ella las tocó, las fue tocando durante esa noche mientras daba vueltas como un trompo, como una niña borracha, aunque no estaba borracha, ella no, ahí no. Entre esos destellos de luz, también manos, unas manos adultas a la altura de sus ojos y también piernas. Todo lo que pudo ver esa noche fueron piernas y manos sosteniendo cigarrillos y vasos con whisky. Ella miraba sus zapatos y la parte baja de su vestido. Le quedaba un poco grande a pesar del lacito rosa que envolvía su cintura. No sabía de comuniones ni de bautismos. Tampoco soñaba con ser princesa. Entonces cuando esa tarde antes del casamiento, la señora que la cuidaba la miró y le dijo afectada sos un ángel de dios, una princesita, a ella no le pareció. Se daba cuenta de que lo decía porque correspondía. Intentaba mirarse al espejo mientras la peinaba. Se veía reflejada de a pedazos entre el cuerpo de la señora como un mosaico roto. Un brazo, el zapato, el cuello estirado para poder mirar. No lograba una imagen completa. En algún momento desistió: no importaba si estaba linda o fea, de todas maneras no era su fiesta. Ahí se dio cuenta y, a riesgo de parecer dramática, dijo en voz baja, como si hablara sola:

—El primer casamiento que voy es el de mi padre.

La señora hacía poco trabajaba en su casa, pero igual la abrazó. El clima era de velorio, realmente, entonces la señora cada tanto intentaba levantar los ánimos con chistes o frases como vas a bailar y te vas a divertir. Vas a ver.

Cuando llegó al caserón antiguo con su padre y su madrastra todavía no había invitados. La ceremonia con la jueza sería adentro y la fiesta con banda musical en el parque. Ella se sentó en una de las sillas del salón a esperar algo sin saber qué. Podía balancear las piernas y eso hizo mientras miraba sus zapatos blancos de lona con hebilla plateada comprados para la ocasión. A ella le habría gustado tener unos de charol negro como los de la vecina y los de la tienda, pero tenía seis años.

La tarde se apagaba, las luces del parque se prendieron y todo quedó verde flúor mientras llegaban los amigos de su padre y los amigos de su madrastra, que no eran exactamente los mismos porque todo era muy nuevo. Llegaron unos tíos de lejos y la saludaron pero no se quedaron a hablar, entonces ella seguía mirando sus zapatos. No había otros niños y en un punto mejor porque la última vez con otros niños había terminado mal. Le habían echado la culpa a ella, su madrastra le había echado la culpa a ella, después de entrar al dormitorio donde jugaba con un niño más grande a sacarse los pantalones. Cuando entró la madrastra el niño se subió los pantalones y la madrastra hizo como que no había visto nada pero la agarró del brazo con una presión nueva, hasta entonces desconocida, y la sacó del cuarto diciéndole algo de la vergüenza y de niñas precoces o procaces, ya no se acuerda porque en ese momento no entendió. Hoy sí entiende de palabras y cuando se despierta por las noches, a veces dura del miedo, a veces mojada de vergüenza, lo primero que hace es tocarse el ojo que ya no es, el nervio roto o muerto, como le dijeron los doctores a su padre en esas épocas cuando si se tapaba el otro ojo todavía veía algo borroso, el mundo a través de nubes sin contornos, y eso duró años. Hasta que un día cuando se tapó el otro ojo ya no había más nada. O sí, había: un agujero negro y a veces una constelación, unas chispas que le daban esperanza de que el ojo quizás se volviera a encender en algún momento. Pero quedó tuerta para siempre.

Tuerta le empezaron a decir en la escuela cuando andaba con un parche de gasa y los lentes encima. Tuerta le dijeron en el liceo todos esos años cuando soñaba con operarse o morirse daba igual. Tuerta se dice ahora a sí misma, la tuertita, con más de cariño porque ya se acostumbró al vidrio. Pero cada tanto, a veces más seguido, a veces una vez por mes, sueña que le funcionan los dos ojos y que la vida le sonríe hasta que vuelve al casamiento, porque siempre termina en el casamiento esa noche para buscar respuestas.

Todo fue tan rápido y una eternidad el momento en que sintió un ardor primero diez mil veces más fuerte que cuando le entraba champú y después inmediatamente o al mismo tiempo como si un cañón se le metiera en el ojo, un cañón de hierro caliente como esos a los que se trepaba cuando pasaban por una fortaleza en verano, y después del cañón quiso gritar pero no gritó o si gritó no se acuerda, como cuando duerme y sueña porque nadie la escucha. Salió corriendo, de eso sí se acuerda, entre las manos con cigarrillos a la altura de sus ojos y las piernas con pantalones y faldas. Salió corriendo tapándose el ojo izquierdo con la mano, de eso se acuerda perfectamente, porque correr con una mano levantada es difícil y casi se cae. No se cayó pero sí lloraba, de eso también se acuerda, porque la mano que sostenía su ojo se mojaba mientras ella respiraba fuerte agitada antes de encontrar refugio entre los árboles al final del parque. Allí se quedó un rato largo, larguísimo, casi todo lo que duró el casamiento, porque desde ese fondo escuchaba la música por oleadas y también los aplausos cuando su padre y su madrastra dieron el sí y su madrastra dijo muy fuerte: acá lo pedían, acá lo tienen. Y ella no entendía bien qué quería decir, ella no había pedido que su padre se casara, ella no había pedido nada. No había pedido el último año ni la mudanza ni esas vacaciones en la playa donde se juntaban amigos hasta muy tarde a hablar de personas que perdían los brazos, que les cortaban los brazos en las cárceles porque no querían cantar. Ella se asustaba esas noches cuando escuchaba esas conversaciones sobre gente que no cantaba entre los vasos de cerveza y whisky de la mesa y su padre decía Pinochet. Ella escuchaba Pinochet y miraba la pinocha del jardín de la casa, pinocha que caía de los árboles y se convertía en una alfombra filosa. Había algo maligno en esa pinocha de Pinochet. Esas noches los amigos se iban tarde y ella a veces se quedaba dormida entre el humo del living, otras se quedaba despierta afuera y cuando todos se dormían ella se tomaba los fondos de los vasos. Los líquidos eran fuertes y pasaban como pinocha por la garganta y eso estaba muy bien, sobre todo cuando se mareaba un poco y el sueño venía de golpe, plum.

Al día siguiente el padre la tomaba en brazos, qué lindo, y la pasaba a su cama justo antes de tener que salir para la playa. En la playa el mar era helado y eso le gustaba. No le tenía miedo al mar, y eso que su madrastra le decía no te bañes, te vas a ahogar, las niñas no se bañan así. Pero ella se metía igual porque el mar era un abrazo y a veces las olas la golpeaban y se escuchaban los gritos pero bajito, vení para acá, vení para acá. Ella volvía a pesar de sí misma, las olas la escupían sin esfuerzo hasta la orilla aunque quisiera ir más adentro.

Lo único bueno de ese verano antes del casamiento fue la noche de la pesca a la encandilada. Ella no sabía que eso se podía y después de la cena y los amigos y los vasos salieron todos a la playa con linternas y faroles y había otras personas que ya estaban para tirar redes y levantar pescados. Hablaban en voz baja, como si fueran ladrones, y se metían en el mar despacio, levantando las piernas con cuidado, y entonces ella pensó que el agua estaba espesa pero no estaba espesa, sólo un poco más caliente, y eso le gustó. Todo le gustó de esa noche que siguió de largo. Ella se había puesto un short celeste pero no un traje de baño y a nadie le importó cuando se mojó y a ella tampoco, porque pescar los pescados era lo más importante y cumplieron la misión. Cuando llegaron a la casa con baldes llenos de pescados con ojos todo era alegría. Los adultos siguieron tomando cerveza y whisky y ella esperó a que se fueran todos para brindar sola. Al día siguiente comieron los pescados. Ella no pudo comer porque le dolía el estómago pero igual guarda un buen recuerdo, el último antes del casamiento y del ojo.

Esa madrugada cuando se despierta entre sudores con una piedra en el pecho, todo es como las noches anteriores, todo igual se repite: las plantas con luces, la música de fondo, sus zapatos, las partes bajas de los pantalones, las partes bajas de los vestidos, las voces familiares y ajenas, las manos que le tocan la cabeza como si fuera un perro, el mareo por la gente y finalmente el ardor, ese pinchazo como de pinochas metidas en el ojo todas juntas, un cañón de hierro, los litros de champú, el cigarrillo.

Cuando la encontraron detrás de los árboles llorando, una moza la encontró, y la llevaron con su padre, la fiesta terminaba. Un poco la habían buscado, otro poco no, entonces cuando la llevaron a la guardia y la atendió el doctor ella escuchó que el padre, con la camisa abierta y ya sin corbata, con el aliento espeso y caliente, repetía como pidiendo disculpas a la enfermera fue un descuido, fue un descuido, fue un descuido, decía. Pero nadie le hablaba a ella, la descuidada; la madrastra estaba en la casa y allí fue a parar horas después, con el vestido de princesa todo arrugado, los zapatos blancos con tierra y pidiendo perdón para adentro por haber arruinado la fiesta.