Todo transcurría en siete cuadras a la derecha y siete a la izquierda, porque así era antes Sarandí del Yí: una sola escuela, un liceo, una plaza principal, un doctor, una confitería y un comisario, Julio Ibarra, respetado por todos menos por su esposa y nosotras, sus cuatro hijas mujeres.

Me tocó en suerte ser de la misma edad que Mariano, el hijo bastardo de mi padre que nació apenas diez días antes que yo, dándole a él la alegría de tener un varón para compensar tanta chancleta. Todos lo sabían y sin embargo nadie mencionaba de frente al adversario inesperado que estaría siempre junto a mí como una sombra. Mi madre también había deseado un hijo varón que continuara el apellido de su esposo y lo llenara de orgullo. Fui un desencanto por partida doble y eso hizo que creciera siendo invisible.

Mi hermana mayor iba a entrar a magisterio y las otras dos estaban ya en el liceo mientras, según me cuentan, yo aprendía a caminar sola, a los tumbos, apoyada en el lomo oscuro del perro. Lo que sí recuerdo bien son los días en que mamá me bañaba, me refregaba las orejas, me peinaba con dos colitas y cintas en el pelo, me ponía un vestido con flores, zapatos y medias blancas. Ella también se arreglaba mucho, se pintaba los labios y me llevaba muy rápido, de la mano, hasta un banco de una placita en el que pasaba horas sentada tejiendo sin hablarme, con la mirada fija en una casa con puerta y postigones pintados de azul.

Un día, apenas llegamos, vimos el cachilo de mi padre estacionado en la calle frente a esa puerta.

—¡Mirá, mamá, el auto de papá!
—Callate, mocosa.

Entendí que esas tardes eran mucho más complicadas que un simple paseo. Aquel día, aunque sentía frío y ganas de hacer pis, mi madre no quiso moverse del banco. Tejía sin mirar, se salteaba puntos, aparecían agujeros en esa trama antes perfecta. Volví a pedirle para ir al baño, pero no me escuchó. Me hice encima, agradecida por el alivio y el calor que sentí entre mis piernas. Mamá me arrastró con furia hasta casa. A partir de aquella tarde se comenzó a pasear con ojos erráticos y puños apretados, sin decir ni una palabra. La locura se fue esculpiendo en su cuerpo, cada día más delgado, hasta que una noche salió en bombacha, descalza, con la chismosa de la compra, buscando a mi padre por las calles desiertas.

Mamá estuvo internada varios meses y mientras, una vecina gorda y mellada vino a cocinarnos por las mañanas. Era muy distraída y a veces se le quemaba la comida. Me daba boniato con cucharita, como si fuera un helado, y siempre decía que yo era la más linda de todas porque era rubiecita, alta y obediente.

En enero, mamá salió del hospital, pero nunca volvió a ser la de antes: se despertaba tarde, vivía de camisón, desgreñada, y tenía largas conversaciones con todos los pájaros enjaulados que fueron poblando de a poco el patio del fondo.

Al año siguiente empecé la escuela y éramos tres Ibarra en la misma clase: mi hermana Rosa, que era la maestra, yo y, aunque no llevara nuestro apellido, todos sabíamos que había otro Ibarra, Mariano, el niño que mi padre paseaba de vez en cuando en su cachilo. Estuve esperando dos años que mi hermana lo humillara de alguna forma. Quizá los otros también lo esperaban, pero Rosa era de una pulcritud aséptica. Lo trataba con mucha paciencia porque era una buena maestra y además se cuidaba de no tener que llamar a sus padres; hubiera sido muy engorroso.

Mariano era un poco más bajo que yo y se sentaba en la segunda fila. A mí me tocaba la penúltima y desde ahí podía observarlo con tranquilidad. Iba con una túnica prolija, el pelo muy corto y llevaba de merienda pan con mortadela y tortas marmoladas o de naranja. Un día levanté de su mesa un pedacito olvidado y, para mi pesar, era deliciosa. Pensé que mi padre debía ir siempre a dormir la siesta con esa mujer por lo ricas que le quedaban las tortas, o porque era lavandera y su casa debía oler a jabón.

Mariano era una presencia que había que ignorar a toda costa por el daño que le había hecho a mamá. No se hablaba del tema, no existía. Sin embargo, convivíamos mucho tiempo y tengo que admitir que era muy gracioso, con su sonrisa franca sin dos dientes. Pensé que podía ser Mariano el que cada tanto me dejaba un caramelo encima del pupitre. Había visto los mismos envoltorios en el piso debajo de su asiento y supuse que esa pista lo delataba.

No sé en qué año pasó, creo que estábamos en cuarto o quinto cuando alguien le gritó “bastardo” durante el recreo y se trenzaron en una pelea. Rodaron por el piso, donde continuaron los piñazos y las patadas mientras otro compañero seguía con la misma cantinela, “bastardo, bastardo”. Mariano no aflojó, pequeño como era, siguió peleando con la boca apretada y me di cuenta de que deseaba que ganara, que destrozara al otro. Aquella palabra me dio tanta vergüenza que me encerré en el baño y recién salí cuando terminó el recreo. Mariano condensaba la humillación de mi familia y me marcaba a mí más que a nadie, porque me tocaba verlo todos los días. Mi bronca estallaba en pequeñas maldades. Un día dejó su honda en el estante del pupitre y esperé a que todos se fueran para tirarla por la ventana. También junté cucarachas muertas y las vacié en la bolsa de sus cuadernos. Hice otras cosas, pero esas no las voy a contar.

Faltaban apenas dos meses para terminar la escuela cuando papá se murió de un infarto mientras yo dormía. Mis hermanas me contaron que era tarde y ya tenía puesto su pijama. Mamá llamó al médico que certificó su muerte y antes de que se fuera pidió que la ayudara a cambiarlo de ropa y ponerlo en la cama.

A la mañana siguiente, cuando me desperté, mamá era otra persona. Se había arreglado el pelo y estaba de moño. Sus ojos hundidos brillaban con luz nueva. Caminaba erguida, serena.

—Tu padre se murió anoche —dijo distraída mientras me acariciaba la cabeza.

Y siguió de largo, concentrada, colocando los juegos de café, vasos, copas y ceniceros arriba de la mesa. Mi hermana Rosa me abrazó y me llevó a verlo. Las sillas del comedor estaban colocadas contra la pared rodeando la cama grande con respaldo de hierro. Él estaba recién afeitado y uniformado, acostado entre sábanas blancas tupidas de puntillas y bordados. Ahí estaba papá, el hombre que había sido un extraño para mí. Todo era muy raro, la única que lloró fue Rosa y yo un poquito. Estábamos tan asustadas por el cambio desmedido de mi madre que nos obligamos a estar atentas a una catástrofe inminente.

Era un sábado y la gente llegó temprano. Circulaban por el dormitorio, la sala y muchos permanecían de pie en el comedor, que se convirtió en el sector de las autoridades. Ahí, en el medio de una nube de humo, conversaban el jefe de bomberos, el juez, el cuerpo entero de la policía, algún coronel y el jefe de la estación del ferrocarril. El panadero llegó con dos bandejas gigantes de plantillas y ojitos de membrillo, que colocó arriba de la mesa.

A medida que el gentío llenaba la casa, aumentaba la dignidad de mamá. Estaba de pie junto a la ventana del dormitorio en el lugar preciso donde un rayo oblicuo de sol le salpicaba de luz la cabeza, dándole un halo de santidad muy apropiado. Por fin, muerto, su marido volvía a pertenecerle. Ella era la viuda, ella cobraría su pensión, ella recibía el pésame y los saludos de todos. Así, inmóvil y pálido, con su uniforme azul, él también había adquirido por primera vez una cualidad doméstica y dócil.

El entierro estaba fijado para las tres, pero antes, a las doce, vi a Mariano parado en el zaguán. Estaba abrazado a un ramo de claveles blancos que contrastaban con su trajecito gris oscuro de pantalones cortos. Tenía el pelo recién cortado, medias blancas, zapatos lustrados y unos ojos tan tristes y húmedos que me convencieron de que su dolor era el único hondo y sincero. Dentro de mí se encendió una alerta. No podía permitir que mamá hiciera una escena. Hasta ese momento venía todo demasiado bien. Sin pensarlo, fui y me planté delante de él.

—Gracias por las flores.
—Vengo a despedirme.
—No puedo dejarte pasar —dije tajante, aunque la angustia me trepaba hasta las orejas, que sentía ardiendo.
—Era mi papá.

Por primera vez Mariano se animó a ponerle nombre a esa verdad tapujada que nos hermanaba. Sentí una emoción extraña que me atragantó. La disimulé, porque no quería que nada ni nadie perturbara a mi mamá.

—No puedo dejarte pasar, Mariano. Mi madre —dije con tono implorante.

Él me miró con los párpados inflados de amargura y un brillo extraño en los ojos. Se fue con sus flores y yo respiré aliviada. Enseguida pensé en cuánto se habría gastado su mamá para comprarle ese trajecito tan formal y cómo se había animado a dejarlo venir. No me detuve a pensar lo que él había sentido, quise alejarlo de mi cabeza.

Eran las tres cuando llegamos al cementerio. Un poco más lejos de la tumba de mi familia, refugiados bajo la sombra escasa de un ciprés, estaban Mariano y su mamá. Dos siluetas oscuras, inmóviles durante todo el entierro. Mamá se colocó de espaldas a ellos, Rosa y yo estábamos en diagonal y, cada tanto, la mirada nuestra y la de muchos de los presentes se escapaban hacia aquel punto, que generaba una tensión imposible de ignorar. Me pregunté si no hubiera sido mejor haberlo dejado pasar con sus claveles, que los hubiera dejado a los pies de la cama y se hubiera ido, él solito, en vez de tenerlos ahí, a los dos, como una llamarada silenciosa.

Después del entierro Mariano faltó una semana a clase. Cuando volvió, dijeron que mi madre le había mandado las sábanas bordadas con las iniciales y los manteles del velorio para lavar y almidonar a la madre de Mariano. Nunca supe si era cierto o no. A partir de su regreso Mariano me evitó siempre, en el liceo, en los bailes, en todas partes.

***

Mariano se fue a trabajar de peón al campo antes de cumplir los quince, y dos años después me fui yo a estudiar educación física a Montevideo. Cada tanto volvía a Sarandí del Yí para visitar a la familia, que a esa altura había crecido y era enorme; tenía sobrinos de todas las edades. Aquella vez fui con la idea de saltearme las obligaciones familiares y no perderme el raid, el evento más importante del año.

Todo el pueblo estaba en el predio, los jinetes eran reconocibles por sus atuendos y se paseaban y conversaban con las pocas mujeres jóvenes y disponibles. Mis amigas y yo tomábamos granadina y reíamos, conscientes de que éramos observadas. No muy lejos, vi a Mariano, que iba vestido de bombacha, camisa impecable, alpargatas y boina. Se lo veía robusto y aplomado, pero algo más: su cara alargada, la nariz recta, el pelo lacio y la sombra de una barba espesa: era el retrato vivo de mi padre.

El raid estaba a punto de empezar y los jinetes se dispersaron, pero antes, uno de ellos se acercó, fusta en mano.

—Tengo pensado ganar esta copa y me gustaría dedicártela. ¡A ver si me das suerte! —dijo antes de dar media vuelta e irse con su sonrisa franca y las botas brillantes.

Lo recordaba, lo había visto en otras competencias, sólo que antes nunca se había fijado en mí. Me gustaba que no fuera un muchacho, debía rondar los treinta. Enseguida mis amigas, más emocionadas que yo, me resumieron toda la información: Fabrizio Roldán, ganador de muchos raides, familia de Tacuarembó, soltero.

Fabrizio ganó y desde el estrado, me dedicó ese triunfo. A partir de ese día dejé de ser invisible y me sentí especial. Empezó un noviazgo fácil, porque él era de otra ciudad y pude inaugurarme nuevamente. Disfrutaba mucho estar en un lugar donde sentía que los chismes no me rozaban. Aunque me fui a Montevideo a estudiar para huir de la vida asfixiante del pueblo, apenas tuve delante de mí la posibilidad de que un hombre fuera el responsable de mi felicidad, se evaporaron todas mis ansias de aventura e independencia. Sobrevivía, sí, una empecinada resistencia musical: en Montevideo escuchaba a los Beatles y los Stones y en Tacuarembó y Sarandí a Yupanqui y Los Olimareños.

Al año siguiente, a pesar de estar preparando mis últimos exámenes, fui a Sarandí para acompañar a mi novio en el nuevo raid. Era un día de sol, soplaba una brisa suave que aliviaba el extraño calor del mediodía. Como siempre, el pueblo entero estaba ahí, menos mi madre, que no salía casi nunca. Después de la carrera iríamos todos a visitarla.

Cuando faltaba poco para comenzar, vi a Fabrizio, que venía de las caballerizas derecho a abrazarme. Sus manos grandes me envolvieron con la fuerza justa para sentirme deseada, querida y nunca asfixiada. Adoraba sus manos.

Cuando se largó el raid, fuimos en el auto de mis suegros a esperarlo en el puesto de descanso. Además de los veterinarios y algunas autoridades, se habían amontonado ahí los puestos de vendedores de chorizos y tortafritas. Al rato llegó el primer jinete y nos contó, con voz quebrada, que Fabrizio había tenido un accidente y lo habían llevado al hospital en ambulancia.

Antes de subirnos al auto, vi que se acercaba otro jinete recortado contra el celeste todavía diáfano del cielo. Era Mariano. Tenía el mentón y la camisa manchados de sangre y me miró serio, impávido, desde la altura que le prestaba el caballo.

Subimos al auto, fuimos derecho al hospital y esperamos cinco horas antes de que el cirujano saliera de la sala. Estaban los padres de Fabrizio, los abuelos, mis tres hermanas, todos sumidos en el suplicio de la espera.

Mi novio perdió los dientes delanteros, se fracturó la mandíbula y le operaron la nariz. Tenía una costilla rota que le había perforado un pulmón y una lesión en la columna de diagnóstico reservado. Todavía estaba en coma. Era imperioso llevarlo a Montevideo; el traslado sería en la madrugada, cuando llegara una ambulancia especial que estaba en camino. Le acaricié la mano que no estaba vendada y algo semejante a la culpa me llenó de vergüenza y dolor.

Antes de irnos, fui con Rosa a la casa de mi madre. Nos recibió con un abrazo desvaído.

—Las cosas revientan siempre, tarde o temprano, por donde uno menos se lo espera —dijo con voz de oráculo.

Me largué a llorar y nos encerramos con Rosa en el cuarto. No toleraba verla ni escucharla.

—¡Qué guacha hija de puta! Que no te duela, sabés que no es sólo contigo, es con todas así. El fin de semana dejo todo arreglado y voy a Montevideo a acompañarte.

Sonó el timbre, eran mis suegros, me habían ido a buscar. Me lavé la cara, mis ojos rojos me delataban. Pensarían que había estado llorando por Fabrizio; sin embargo, en ese preciso instante, lloraba por mí.

Salimos rumbo a Montevideo cuando todavía era de noche y hacía frío, el tiempo había cambiado. Íbamos los tres callados en el asiento enorme de aquel Chevrolet. Durante todo el largo camino no nos separamos de la ambulancia, que horadaba un túnel de luz en aquellos caminos sin luna. En mi cabeza se desplegaban diferentes imágenes de Mariano, como en una película. La camisa ensangrentada, el perfil de mi padre, la pelea en el patio de la escuela, los caramelos arriba de mi pupitre, sus ojos húmedos y dolidos con el ramo de claveles blancos. “Era mi papá”, había implorado.

La voz de mi hermano siguió resonando junto al sonido de la sirena.