El periodista y fotógrafo mexicano Israel Fuguemann acompañó el ingreso de una tanda de migrantes por la trocha del Darién, en el cruce de la más exigente y extenuante de las siete fronteras que deben atravesar hasta alcanzar, con algo más que mucha suerte, el destino soñado. Esta es la primera parte de una historia mucho más larga. Volveremos a ella en próximos números de Lento.
En Las Tecas el sol aún no ha salido y el campamento se mantiene casi en la oscuridad. Unas cuantas bombillas salpican de luz este minúsculo valle del municipio de Acandí, en el noroccidente colombiano, y los viajantes empiezan a moverse. Hay un nerviosismo colectivo que se percibe en el aire.
Las Tecas, Acandí, es uno de los puntos de inicio para quienes pretenden atravesar la selva del Darién desde el Chocó, el departamento con mayor índice de pobreza en Colombia. La ruta se volvió popular en los últimos cinco años porque desde aquí miles de personas accedieron al centro y el norte de América. El viaje dura entre tres y cinco días, aunque eso depende del estado físico y mental de cada uno y, sobre todo, de las condiciones meteorológicas.
La región encierra de por sí varios peligros: hay muy poca presencia estatal y los pobladores llevan demasiado tiempo a merced de grupos armados y violencias diversas. Los migrantes que se escurren entre la niebla, los ríos y la serranía de esta selva saben que en la actualidad está controlada por el cártel del Clan del Golfo (CCG), la organización ilegal armada más grande de Colombia.
Con ellos todo, sin ellos nada
El Urabá es un paraíso selvático en el que siempre fue un desafío controlar las fronteras. Actualmente esta región, la quinta con mayor biodiversidad en el mundo y la mayor productora de bananos del país, es también una de las más pobres y atrasadas de Colombia. Su complejidad geográfica y la poca voluntad política del Estado limitan la inversión en infraestructura y comunicación con el resto del país, con lo que la convierten en una tierra condenada por el olvido y se crean las condiciones para la proliferación de grupos armados al margen de la ley.
Sus habitantes, más de medio millón de colombianos mayoritariamente afrodescendientes, llevan más de 30 años padeciendo los estragos directos del conflicto armado interno. La guerra entre el Ejército, la guerrilla y los grupos paramilitares, que tuvo su momento más álgido en la década del 90 y a principios del nuevo milenio, causó miles de desapariciones, masacres y desplazamientos forzados; cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia indican que 167.178 personas fueron obligadas a abandonar sus tierras en el Urabá en ese período.
En 2006, cuando las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), un grupo paramilitar formado por siete organizaciones regionales y liderado por los hermanos Castaño, anunciaron la desmovilización de más de 30.000 de sus combatientes, que volverían a la vida civil, una nueva disputa armada y territorial cobró fuerza. Los grupos y las células que no aceptaron el acuerdo siguieron operando bajo otros nombres y con un nuevo esquema de negocios que tenía como principal fuente de ingresos el narcotráfico. Así nació oficialmente, en 2008, el CCG. Según información de Insight Crime, una fundación especializada en temas de crimen organizado en América Latina, las redes del CCG se extienden hoy por varios departamentos de Colombia. Pero en el Urabá, su lugar de origen, inciden también en los procesos migratorios de quienes buscan cruzar la frontera colombo-panameña. Con ellos todo, sin ellos nada.
Negocio a domicilio
El crecimiento de la migración en la región, con migrantes extracontinentales que llegan de India, Guinea Ecuatorial, Afganistán, Bangladesh y China, trajo una frágil bonanza económica a algunos nativos que pueden ofrecer lo que los extranjeros necesitan. Varios llegan con dólares suficientes para solventar los gastos que implica cruzar esta frontera. A cambio de un cruce seguro por el territorio colombiano que comprende la región del golfo de Urabá —con zonas para acampar, guías, cargadores, transporte, seguridad, venta de bebidas y alimentos, pero sobre todo con la protección del CCG (en adelante, “los organizadores”)—, cada migrante paga una cuota que va desde 200 dólares hasta 1.000, según la ruta elegida y los servicios incluidos. Si no fuera un delito tipificado como “tráfico de personas”, podría ofrecerse como un tour all inclusive de senderismo por la selva para los más osados.
El joven motociclista que lleva y trae migrantes desde el muelle de Acandí hasta el campamento de Las Tecas tres días a la semana viste una camiseta color naranja con un número de identificación estampado en el pecho. Asegura que desde que los migrantes comenzaron a llegar, muchos habitantes, como él, sus amigos y familiares, se han visto beneficiados. Empezar a trabajar en esto no es difícil: basta acercarse, seguir las órdenes y comenzar a ganar dinero.
La ruta desde Necoclí que pasa por Acandí no es la más costosa, pero tampoco es la más barata. Cada persona llega a pagar 300 dólares o más por tener todo incluido en su travesía hasta la frontera. Los flujos migratorios van cambiando y dependen de factores como los días que demora el cruce, el dinero que cuesta y los riesgos de cada etapa. Del lado colombiano todos parecen de acuerdo en algo: no conviene que este nuevo producto, tan valioso y rentable y que además se contrabandea solo, resulte dañado.
Sin plata no hay paraíso
Necoclí, un breve pueblo costero que había vivido principalmente del turismo y la pesca local, es ahora el primer filtro para quienes buscan las ondulantes aguas del golfo de Urabá y las rutas de la selva del Darién. Sin pagar la cuota establecida por los organizadores nadie puede salir desde ninguno de los dos pequeños muelles del pueblo. Sin dinero, la travesía se vuelve una dilatada agonía hasta conseguir lo suficiente para escapar de este pequeño paraíso del Caribe colombiano.
El costo —excesivo para muchos migrantes, casi siempre los más pobres— ha limitado la movilidad de cientos de personas, que van quedando varadas en esta angosta franja de arena dorada con palmeras frente al mar. Las playas se convierten en refugios temporales al aire libre, y sin la ayuda de algunas organizaciones humanitarias, como la Cruz Roja Internacional, los acampantes carecerían de cualquier acceso a servicios básicos como agua potable o cuidados médicos.
Sólo Dios sabe
Las primeras lluvias de la temporada traen una tormenta de preocupaciones. Al sur, en Las Tecas, muy cerca de la frontera colombo-panameña, debajo de una de las luminarias, Vilmary une con un cordón amarillo su cuerpo al de Samir, su pequeño hijo, de cinco años, al que no quiere perder de vista en los próximos días. No es para menos. Además del hombre que grita y repite constantemente “¡Cuida a tus hijos! Un amigo o cualquier persona podría llevarse a tu hijo y vender sus órganos. No los entregues a un extraño”, la noticia de que un par de niños se ahogaron por la crecida del río un par de días atrás se esparce como el agua.
Antes de que las vallas de madera que impiden esta simbólica entrada al Darién se abran, los 662 migrantes registrados, que este día, un viernes cualquiera, se adentrarán en la selva, escuchan retumbar en sus oídos una cantaleta que los acompañará durante gran parte del trayecto hasta la frontera. Son las ofertas de los “sherpas de la selva”: un centenar de cargadores colombianos, bien identificados por número y color de camiseta, bajo el mando de los organizadores, que, como un coro, ofrecen sus servicios.
—Le cargo el bolso al niño, el morral, mire que el camino es duro, tiene que guardar energía para todo el recorrido.
Por 100 dólares, estos hombres y unas pocas mujeres hacen el recorrido completo hasta la frontera, un servicio personalizado que, conforme avance el trayecto, irá bajando su precio. Aquí ya no opera sólo la ley de la selva: ahora, también aparece la de la oferta y la demanda.
A las seis de la mañana comienza la marcha; parecen extasiados. Los más aptos, los que viajan solos y son más jóvenes, encabezan esta marea humana que camina por uno de los cauces del río Pinololo. Los demás, los más viejos, los que tienen alguna discapacidad, y familias como la de Vilmary, pronto comienzan a rezagarse. A medida que el sol calienta y el camino se complica, el sudor, la fatiga, la sed, el hambre y cada gramo que pesa la mochila comienzan a mellar el ánimo de esta diáspora que se esparce por la selva. A leguas se nota que no son los primeros que lo resienten. Sobre las plantas, los árboles y las aguas cristalinas del río emergen prendas y objetos inverosímiles e inservibles para un ambiente como este. Así, abrigos, pantalones y chaquetas que funcionaron para cruzar las montañas, los aires y los mares antes de llegar hasta aquí forman un cementerio de desechos y basura multicolor que no sólo contamina la vista: también el ecosistema. El impacto ambiental que produce el paso de miles y miles de personas cada día es insoslayable.
El camino es por momentos tan empedrado y sinuoso y por otros tantos tan fangoso y resbaloso que Vilmary no tiene más opción que deshacer los nudos del cordón que la unen a Samir. El calor sofocante, pero sobre todo la humedad opresiva, afecta a los migrantes. La mayoría no están acostumbrados a caminar en este tipo de ambiente, y se nota. Los ceños se fruncen, las lenguas se asoman y algunos ojos por momentos se desorbitan.
La última subida
Agua, bebidas energéticas para recuperar electrolitos y muchos dulces para subir la glucosa y recobrar la energía. Durante el trayecto hay cuatro campamentos en los que se puede descansar. Son pequeños refugios hechos de trozos de madera y plástico, montados sobre terrenos poco amigables. No son campamentos de ninguna ONG, porque aquí ninguna ayuda humanitaria tiene presencia física; sólo pastillas para potabilizar el agua de río, algunos kits de emergencia y alguna mochila con algún logo asoman de vez en cuando. A veces la buena voluntad no basta para ingresar a una zona tan controlada como esta.
Después de descansar y comer las contadas raciones de comida que cada migrante lleva para sí, la serranía del Darién se presenta imponente, y con ella el momento más crítico del día. Las pendientes ponen a prueba a casi todos, incluso a los más osados, excepto a guías y cargadores que aún conservan cierta frescura y siguen ofreciendo sus servicios; 60, 70 dólares para ayudar a los migrantes a paliar el martirio de subir y cargar al mismo tiempo. Con los músculos resentidos, las piernas comienzan a flaquear y los calambres tumban a más de uno. Muchos y muchas parecen sucumbir, más que nada porque los llantos de los niños hielan el alma. La oferta ha vencido a la demanda. Los que tienen y pueden comienzan a desprenderse de sus bolsos más pesados.
—¡Vamooo, vamooo, lo vamooo a lograr, no se rindan, sí se puede!
Desde un poco más arriba surgen las voces de aliento. Son mensajes que resucitan la esperanza. Las muestras de fraternidad son señal de que no están del todo solos. Algunos cargadores y migrantes que viajan sin familia se compadecen, como Dani, un joven venezolano de 23 años que, además del bulto que carga en su espalda, se monta a una niña pequeñita sobre los hombros para intentar ayudar a los padres.
Ese aliento de vida resulta eficaz. La última subida antes de la frontera es superada y, tras diez horas de caminata entre rocas, ríos, pantanos y montañas, la bandera amarilla, roja y azul que indica al mismo tiempo el fin y el inicio del territorio colombiano aparece en un claro sobre la montaña. Algunos se desploman unos segundos, en una rara mezcla de dolor y gloria. La travesía aún no ha terminado; de hecho, está muy lejos de terminar, pero ese último ascenso es una pequeña conquista que merece festejarse.
En adelante, la guardia fronteriza panameña, que de vez en cuando merodea estos rumbos, será la responsable. El contrato con los organizadores termina en Colombia, y los robos, los abusos y las violencias que surjan adelante ya no son su responsabilidad. No es falta de interés; como alcanza a decir uno de los guías, “Si el gobierno panameño nos dejara, nosotros les montábamos la vuelta hasta Bajo Chiquito”.
Faltan más de 3.500 kilómetros, seis fronteras y muchos contratiempos antes de llegar a esa meta en la que una bandera con barras y estrellas ondea sobre un gigantesco muro en medio del desierto, custodiado por patrullas fronterizas y hombres y mujeres siempre armados. Pero esa es otra historia.