Ir a Empalme Olmos es viajar en el tiempo. Te subís a un vagón museo en el que José Luis, el telegrafista, hace andar trencitos a escala y te cuenta historias fantásticas de otros tiempos. Afuera es un depósito descriteriado, la grúa más antigua, vagones de madera, otros de hierro, la vegetación que se va metiendo entre las ruedas, vías y tablas que faltan. Por allí los trenes se distribuían hacia el este o seguían la ruta a Minas, por eso es un empalme. Allí hubo industria: la gente trabajaba en el tren o en Olmos, la fábrica de cerámicas. Por Empalme Olmos pasaba el tren Super Pullman, con supermillonarios que llegaban al puerto de Montevideo en el Vapor de la Carrera. Un funcionario movía una palanca y el tren tomaba su rumbo a Punta del Este. ¿Esa maniobra habrá causado el derrame de alguna copa de champagne en las alfombras persas?
La mesa no habría sido problema, el mármol de Carrara se limpia fácil.
Mirás esos vagones abandonados y te dan ganas de llorar. Un pasado pisado, pisoteado. ¿Por qué los gobiernos se mantienen indiferentes? Los talleres de Peñarol se están desmoronando, así que se va a trasladar todo a Empalme Olmos. Más fierros que quedarán ahí esperando cientos de años a desintegrarse. Mientras, podemos seguir siendo espectadores del deterioro e imaginar lo que fue. Si tenés suerte, te lo cuenta José Luis, el último telegrafista, que te deletrea tu nombre en código morse, que busca y espera las rueditas para arreglar el trencito a escala que algún coleccionista le manda desde Inglaterra.
Nunca me imaginé regresar a mi tiempo de niño, nunca me expliqué por qué nunca vi un tren. ¡¡¡Llévenme a ver un tren, yo quiero ver un tren!!!1
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Spinetta, L. A. (1983). Yo quiero ver un tren, en Mondo di cromo. Ratón Finta. ↩