“El liberalismo es el veneno”. Alfred Rosenberg, ideólogo nazi

El totalitarismo es la tendencia a “volver superfluos a los seres humanos”, dice Hannah Arendt. Esa condición se fabrica desde afuera, a través de los aparatos represivos, y desde adentro, induciendo a un miedo permanente, prolongando el control político desde lo privado, lo íntimo, lo interior. “El totalitarismo ha descubierto unos medios de dominar y de aterrorizar a los seres humanos desde dentro [a través] de un movimiento que se mantiene constantemente en marcha: es la dominación permanente de cada individuo en cada una de las esferas de la vida”: la captura total.1 Esto pudo ocurrir, entre otros factores, por la demolición de una obra de pilotaje liberal hecha a base de derechos civiles y políticos. Para señalar su importancia, basta recordar que el Tercer Reich acabó con la República de Weimar mediante dos documentos, según el historiador Richard Evans. Por un lado, el decreto de anulación de las libertades de expresión, prensa, reunión, asociación y correspondencia, que destruyó los derechos civiles. Y, por el otro, la “ley de plenos poderes” en favor del Führer, que acabó con la división de poderes: el asalto a los derechos políticos. Esta destrucción de ambas ciudadanías fue complementada poco después con la retroactividad en la ley penal, la derogación de la presunción de inocencia, la anulación del debido proceso, la falta de proporcionalidad entre delito y pena y el derecho predelictivo: golpe al derecho penal liberal.

Forma es fondo

Desde dentro y fuera del marxismo se ha discutido la formalidad o la débil sustancialidad de estos derechos. Se señala que la igualdad teórica de derechos se asienta en la desigualdad persistente entre clases sociales. “El derecho a la libertad de palabra tiene poca sustancia real si, debido a la falta de educación, usted no tiene nada [para decir] y carece de medios para hacerse escuchar”, escribe el sociólogo Thomas Humphrey Marshall. A veces se olvida que el fascismo eliminó derechos que cumplen la función de construir otros derechos. Sin libertades civiles y políticas, ¿cómo ganar la calle para robustecer la legislación social o pelear por derechos multiculturales? Sin libertades civiles, el acceso a bienes y servicios sociales no sería un derecho: sólo una dádiva del poder que el beneficiario paga con lealtad servil. Sin libertades políticas, ¿cómo hubieran hecho los casilleros vacíos del capitalismo para cobrar protagonismo? “Las libertades son todas hermanas [...]. Cada una de ellas se apoya en las demás y recibe apoyo de las demás; atacar a una es atacarlas a todas”, se dijo desde el marxismo.2 Asimismo, los llamados “derechos burgueses” fueron conquistas más de la clase trabajadora que de la burguesía durante los últimos dos siglos. Una vez que accedió al control del Estado, la burguesía obturó el acceso de las masas obreras al derecho de locomoción, reunión, asociación, sindicalización, prensa y sufragio por el pánico de clase que le suscitaba “el populacho”. Luego, cuando el liberalismo burgués no tuvo más alternativa que subirse a los procesos de democratización en marcha, los fascismos de entreguerras liquidaron de la noche al día derechos trabajosamente ganados por los movimientos sociales, sepultando el sindicalismo, los partidos obreros, las casas del pueblo y todo lo “rojo”, terminando con el espacio público como lugar de los sin lugar y también con el espacio privado.

Estado criminal

Decir que “el Estado es el criminal” es una falacia análoga a “el liberalismo es el veneno”, del dirigente nazi Alfred Rosenberg. Escribe Murray Rothbard en Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario: “Para los libertarios el Estado es el agresor supremo, el eterno, el mejor organizado, contra las personas y las propiedades del público. Lo son todos los Estados en todas partes, sean democráticos, dictatoriales o monárquicos, y cualquiera sea su color. ¡El Estado! Siempre se ha considerado que el gobierno, sus dirigentes y operadores están por encima de la ley moral general”. Así apuntan al Estado como criminal: “Durante siglos, ha robado a la gente a punta de bayoneta y ha llamado a esto ‘recaudación de impuestos’. En realidad, si se desea saber cómo ve el libertario al Estado y a cualquiera de sus actos, basta con pensar en el Estado como en una organización criminal, y la actitud libertaria resultará perfectamente lógica”. Rothbard, perteneciente a una “secta trotskista” del liberalismo, según el economista Pablo Gerchunoff, hace escuela post mortem en Argentina.

El problema empieza cuando alguien, como don Quijote, pretende despegar las exactas palabras de un libro y someterlas a exégesis. Pero el problema muta en tragedia cuando esa persona, con el poder del Estado, pretende conservar intacta la ortodoxia de un ideologismo en su diseño y aplicación: cuando con el peso del poder injerta a fórceps una teoría abstracta en el cuerpo social, eliminando a su paso los “obstáculos”, que invariablemente son actores constituidos y vidas. Una tragedia cuyos costos son invaluables porque los pagan generaciones enteras, alertó el liberal ruso Aleksandr Herzen (1812-1870). Décadas después la alerta cobró vida con la Conquista del Desierto en Argentina, considerado un etnocidio bajo un guion liberal. “¿Cuál será el desenlace de este drama? [...] Sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez para siempre, esta nacionalidad argentina, que tiene que formarse, como las pirámides de Egipto y el poder de los imperios, a costa de sangre y sudor de muchas generaciones”, le escribe el presidente argentino Julio A. Roca a Dardo Rocha en una carta el 23 de abril de 1880. Y así lo hizo.

La Marcha del Silencio

Todos los 20 de mayo, desde 1996 hasta hoy, se realiza la Marcha del Silencio para que se esclarezcan las desapariciones y los asesinatos impunes de la última dictadura. En Montevideo, se camina desde el monumento a los detenidos desaparecidos hasta la plaza Libertad. Se desarrolla sin banderías, en silencio, con la foto de los 197, bajo las consignas de verdad, justicia, memoria y nunca más terrorismo de Estado, con la leyenda “todos somos familiares”, cuyos supuestos son varios, pero sobre todo uno: la afiliación al género humano. Los delitos de lesa humanidad, como la desaparición de personas, lesionan el derecho de los familiares a saber qué pasó y dónde están sus pares de sangre y al negarles digna sepultura. Pero también lesionan los derechos de las personas restantes, de cualquier suelo: los derechos son universales y su vulneración concierne a sus deudos directos y a todos. Esta universalidad de los derechos significa que no son concedidos por ninguna autoridad concreta, que son anteriores a los arreglos políticos, que preceden al arbitrio del poder: nos pertenecen a todos por la sola condición humana. Significa también que las personas, al defender sus derechos, están defendiendo los derechos de todos.3

Presente en algún sentido entre los griegos —en Antígona, de Sófocles— y en el “derecho de gentes”, la condición de natural, universal e imprescriptible de los derechos humanos, presente en Locke y Paine, fue codificada por el liberalismo iusnaturalista. Integra las cartas constitucionales de los países con independencia de su régimen político y encabeza la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.4 Esos derechos constituyen ese núcleo que nos une más allá de fronteras y credos. Cuando una persona, un partido o un movimiento se moviliza por un derecho humano, lo hace sobre el implícito de que ese derecho le pertenece desde siempre y que los poderes deben actuar con racionalidad no para concederlo, sino para reconocerlo. Por esto, el liberalismo expande la escala civilizatoria, pone foco en la dignidad humana, brinda las armas de la razón contra la razón de las armas y, en el caso de una tiranía atentatoria de los derechos humanos, destaca el derecho de legítima rebelión para acabar con ella. Y suena John Locke, redactor del derecho de rebelión.5

Contrailustración

Para aquilatar el campo de posibilidades que abrió el liberalismo para la modernidad quizá no baste con conocer a pensadores del movimiento ilustrado como Jefferson, Paine, Rousseau, Jeremy Bentham o Voltaire, con su militancia contra las instituciones cristianas (“el sacerdote es siempre aliado del déspota”, decía Jefferson).6 Ellos tenían la convicción de que la autoridad no emana de la providencia, la creencia de que el paraíso está en la tierra, su apuesta a la razón, su acento en los derechos humanos y su pulsión por crear instituciones liberadoras, acordes a la naturaleza humana. Quizá falte conocer el contragolpe que recibió, la cruzada contrarrevolucionaria que echó raíces en una Contrailustración europea posterior a la Revolución francesa, palpar con qué argumentos aquella pretendió enterrar la modernidad ilustrada. La restauración entre la Corona y la Tiara tuvo su guion en el regreso a la “comunidad”. Para el ethos conservador lo mejor está atrás, no adelante; no avanza con el vértigo moderno, sino que voltea a buscar el paraíso perdido: su utopía es una quimera retrospectiva. Para De Maistre y De Bonald, tanto como para Burke y Newman, la modernidad es la decadencia: el útero de la inmoralidad. Por eso es necesario volver a la tradición: al cristianismo, alfa y omega históricos del orden secular.

El anglicano devenido católico John H. Newman, al tiempo que afirmaba que la Iglesia era naturalmente perfecta, sostenía que el liberalismo era “la falsa libertad de pensamiento”, por entender que “ninguna doctrina revelada de ningún precepto puede interponerse razonablemente en el camino de las conclusiones científicas”. Por su parte, Joseph de Maistre dirá que el pensamiento ilustrado es una “teofobia” dirigida a sustituir a Dios por el hombre, lo cual invierte la “verdad”. Y la verdad es que el orden político se funda en el orden divino, según entiende. Por esto, no tiene sentido elaborar cartas constitucionales. La “constitución” está dada por leyes sobrenaturales, los poderes seculares son ministros de Dios en la Tierra y las “libertades, una dádiva de los reyes”.7

Sobre De Maistre alguien tan equilibrado como el historiador Crane Brinton escribe: “Casi se le podría aplicar literalmente a De Maistre un calificativo retórico y ofensivo: era un reaccionario, un hombre que sostenía que nada nuevo podía ser bueno y que nada bueno podía ser nuevo; que la síntesis católica de la Edad Media era válida para todos los tiempos”. Este fue un espíritu de época que sólo con ser importante acompañó un proceso más general de restauración material: una exitosa alianza entre el Trono, el Escudo y el Altar; allí encontró refugio el movimiento de la Contrailustración.

Censura en la tierra de la libertad

El nazi-fascismo de entreguerras constituyó el mayor asalto a la modernidad, en este caso como contrarrevolución preventiva a un nuevo Octubre Rojo. Mientras tanto, en el país de Woodrow Wilson, tras los “años locos”, el ascenso del jazz, la liberación física del charleston, la emergencia de la “generación perdida” en las letras y un destape cultural equivalente al de ciudades como Berlín, Viena, París y Zúrich, el óxido de las “buenas costumbres” comenzó a expandirse, limitando libertades básicas. El Estados Unidos liberal se volvió contra el Estados Unidos liberal. La libertad negativa constituye el núcleo del liberalismo iluminista, su ADN. Significa garantizar la autonomía de las personas contra los desmanes del Estado, la moral, las religiones, las corporaciones, los lobbies y la opinión pública; afirmar la plena autonomía del individuo para decidir sobre su vida privada sin interferencias de poderes externos; reivindicar para el fuero particular la ausencia de coacción. En este sentido, la autocensura de la industria cinematográfica estadounidense constituyó un ataque de la libertad negativa: un cuestionamiento a la Ilustración.

En un texto publicado en la revista Democracy en 1981, el politólogo Sheldon Wolin habló de los dos cuerpos de la sociedad estadounidense: un cuerpo antidemocrático (pasivo) y un cuerpo democrático (activo). Si por un lado la nación instituye tempranamente el autogobierno, por el otro atrasa el reloj histórico, al permitir que corporaciones poderosas adopten medidas restrictivas a la libertad de todos, inducidas por lobbies aupados por políticos conservadores. Esto fue lo que ocurrió con el Código Hays, un “recetario moral” adoptado por el empresariado de Hollywood que instituía qué no podía exhibir la industria y, por ende, qué no podían ver los espectadores en una serie de rubros debidamente “codificados”: sexo, religión, violencia, etcétera. Una minoría censora impuso entre 1934 y 1967 sus criterios a todos; un Señor Tijeras del mercado en acción. Este código, que lleva el nombre de uno de los líderes del Partido Republicano, es un ejemplo de una peculiar sinergia entre el mercado y el Estado; entre un corporativismo empresarial que censura la libertad del creador y del espectador y un Estado que da luz verde a su puesta en práctica. Raymond Chandler, que trabajara por poco tiempo para la “fábrica de sueños”, definió Hollywood como un “cementerio de talentos”, en alusión a la falta de libertad de los escritores contratados como guionistas (y a él mismo). No vio, sin embargo, el daño que causara a la masa de espectadores.

En materia de sexo, por ejemplo, estaban vedados el beso con lengua, el adulterio, el “sexo ilícito”, el desnudo completo, los triángulos amorosos y las relaciones sexuales entre blancos y negros,8 entre otros. En materia de religión, “los ministros del culto en sus funciones no serán mostrados nunca bajo un aspecto cómico o crapuloso” y “los sacerdotes, los pastores y las religiosas nunca se podrán mostrar capaces de un crimen o de un acto impuro”. Otras materias que ocuparon a este lobby autodenominado Administración del Código de Producción fueron las adicciones y la violencia. La pobreza y la corrupción política no debían mostrarse como fenómenos generales sino desgranados en casos particulares. Y la protesta social y la izquierda debían ser ignoradas. Pocos cineastas transgredieron las prohibiciones dispuestas por esta máquina de censurar hasta que, en 1968, el código fue reemplazado por un sistema de calificación por edades.

Se podrá pensar que la autocensura de la industria del cine es preferible a la censura previa del Estado, pero esta última sólo ocurrió bajo dictaduras fascistas o similares. Además, lo que fue violado de manera seriada fueron vigas maestras de las libertades negativas: la libertad de expresión y la soberanía del consumidor, en un país que se precia de haber llevado lejos ambas libertades. Por último, llama la atención que no haya habido políticos ni movimientos colectivos capaces de activar la voz ante la catequesis fílmica, la invisibilidad de sensibilidades alternativas y la imposición de valores antiliberales. Triunfaron los guardianes de la moral pública, que, estilo gánster, sustituyeron la cama matrimonial por camas separadas, ocultaron los márgenes sociales, pusieron a la humanidad negro sobre blanco, inculcaron el estilo de vida americano y expulsaron los excesos, la inadaptación cultural, la disidencia política y el goce erótico. Es cierto que igual se produjeron películas dignas, pero sus directores tuvieron que ser inteligentes para manejarse en los bordes de la censura.

Liberalismo versus colectivismo

Para el liberalismo clásico los derechos pertenecen a la persona: la sociedad del liberalismo político es una “sociedad de individuos”, aunque, paradójicamente, con un “pacto social” que los vincula, tan presente en Locke y Kant como en Rawls y Habermas. Sin embargo, a partir de los años setenta del siglo pasado, una minoría de filósofos liberales comienza a pensar en torno de colectivos, conforme a la demanda de grupos feministas, afrodescendientes, indígenas y homosexuales. El liberalismo llega tan tarde a canalizar esta demanda de colectivos rezagados como a pensarla con auxilio de la teoría. Y cuando lo hizo no tuvo otra alternativa que desbordar su vis individualista e implementar derechos de carácter grupal: derechos especiales de representación, derechos multiculturales, derechos de autogobierno, etcétera. Sin embargo, la manera en que el liberalismo pensó los derechos de índole individual y los de carácter grupal fue muy distinta. Mientras que los “derechos individuales” surgen como condena a las prebendas colectivas de la nobleza y el clero, con lo que constituyen en su origen un acto de rebelión contra la injusticia del privilegio, los “derechos grupales” surgen como concesiones a la presión de comunidades infravaloradas contra un Estado liberal que les negaba existencia material y reconocimiento simbólico. Por lo tanto, sería polémico considerar los “derechos multiculturales” un aporte autónomo del liberalismo. Este no buscó dar forma a derechos colectivos porque hacerlo no estaba en su naturaleza doctrinaria; más bien fueron el pensamiento feminista y las prácticas de comunidades identitarias los que hicieron la tarea. En la consagración contemporánea de los derechos grupales pueden registrarse algunos referentes teóricos9 y organizaciones de Naciones Unidas, pero sobre todo colectivos en acción, generalmente poco reductibles a la polaridad izquierda o derecha, casi siempre con costados radicales y reformistas.10

Herencia maldita

El neoliberalismo en la región se vincula con el terrorismo de Estado: la dictadura de Pinochet. Procesos como las políticas monetaristas de las dictaduras militares, el intervencionismo neoliberal que supuso el Consenso de Washington y el revival capitalista sin Estado que pretende imponer Javier Milei en Argentina alertaron sobre los efectos perversos del liberalismo económico. Además, la superficialidad de las democracias liberales y el alto déficit social que trajeron consigo contribuyeron a perforar la legitimidad del liberalismo también en el plano político: así lo sugieren el giro a la izquierda y el regreso de los populismos a principios de este siglo en la región. Con estos pasivos acumulados, lo mejor sería sortear el tema y saltar de página: evitaría malentendidos. Pero sucede que el liberalismo como ideología, mentalidad y plataforma de derechos, junto con los derechos sindicales, laborales y sociales del socialismo, engrosa el géiser de la modernidad. Apostar al hombre y a sus potencialidades, pensar que en su capacidad racional está cifrado el progreso no ya individual, sino de la especie, denunciar la barbarie de la vida poblada de cargas sin derechos del Antiguo Régimen, concebir que en la idea de contrato social hay una clave de convivencia en paz, levantar la presunción de inocencia del demandado y definir al hombre como medida de todas las cosas son algunos de los aportes del liberalismo a la civilización. También algunos de los derechos multiculturales reivindicados por los movimientos feministas, afro, LGTBQ+ son de naturaleza liberal (el matrimonio igualitario), aunque no hayan sido partidos liberales los que acompañaron de cerca sus demandas. La paradoja es que la izquierda entregue el legado liberal a la derecha, cuando es la propia izquierda casi la única castigada cuando cae el telón de libertades y garantías. Este rechazo seguro remite a la descarga neoliberal sobre los vulnerados, a la baja intensidad de las democracias restauradas en la región, aunque acaso también al atavismo del “socialismo real”, a la “dialéctica negativa” de Adorno y Horkheimer... y a 10.001 razones que no se me ocurren. La paradoja complementaria es que el “internacionalismo liberal” esté integrado por una planta de políticos neoliberales en economía, conservadores en política y reaccionarios en cultura.

Las ideas y las cosas

Para ponerle nombres a una ideología, el liberal temprano Baruch Spinoza apostó por la democracia antes que cualquier otro pensador moderno. Kant abogó por la autonomía moral de los sujetos y, en el plano internacional, por una asociación de países para sostener la paz, con lo que en el siglo XVIII inspiró la Sociedad de Naciones de Woodrow Wilson, de 1919. Adam Smith, tras describir a los industriales en acuerdo permanente para deprimir el salario al mínimo de subsistencia (¡Smith!), embistió contra el capitalismo de prebenda. John Locke sentó las bases del contrato social y confió al pueblo el derecho de rebelión en caso de que hubiera un incumplimiento del pacto (¡Locke!). Thomas Paine impulsó la reescritura del contrato ciudadano de acuerdo con las circunstancias cambiantes, y lo hizo contra el intento de congelar la Revolución Gloriosa “hasta el fin de los tiempos” por parte de Edmund Burke. Jules Ferry en Francia y José Pedro Varela en Uruguay sentaron las bases estatales de una educación laica, gratuita y obligatoria en el mismo período, en la que quedaron consagrados el derecho del niño a la educación, el deber del Estado de educar y la confiscación a la familia de la arbitraria disponibilidad del menor para tareas ajenas a la educación. Y qué decir de John Stuart Mill (1806-1873), que además de liberal fue demócrata, feminista, abolicionista, crítico del racismo, de tendencias socializantes y consciente de que el crecimiento económico no puede ser ilimitado so pena de la destrucción del ambiente. También la “libre determinación de los pueblos” es un principio liberal, así como la estructura institucional tendiente a dispersar los poderes.

En el siglo XX la lista se expande porque a la multiplicación de mass media se añade la creciente educación de masas en la que cada vez son más quienes leen y quienes escriben y más complicado recortar algún nombre propio del conjunto. Aun así, arriesgo a destacar a alguien que desde la sociología se interesó en hacer sustentable la nómina de derechos mencionados por el liberalismo. Alguien que en su desempeño académico logró combinar los principios de la libertad, la igualdad y la integración social, que fue liberal a la par que socialista y que tuvo un impacto directo en la teoría de “las tres generaciones de derechos humanos” de fines de los años setenta, de Karel Vašák. Me refiero al sociólogo británico Thomas Humphrey Marshall, quien en 1950, con su Ciudadanía y clase social, sentó las bases de una nueva sociología política mediante la triple ciudadanía: civil, política y social. Con él quedó claro, también para el campo liberal, que fue una “guerra” el enfrentamiento entablado entre las clases dominantes y las clases y los grupos excluidos de los derechos de ciudadanía. Dice que “la ciudadanía y el sistema de clases capitalista han estado en guerra” porque a quienes reclaman desde los sótanos de la estratificación se los reprime: los derechos se conquistan, son arrancados, y esto tiene costos en sangre, sudor y lágrimas.

Fernando Errandonea es sociólogo (Universidad de la República) y profesor de Historia (Instituto de Profesores Artigas).


  1. Arendt, Hannah. 1987. Los orígenes del totalitarismo. Tomo 3. Madrid: 1987, p. 508. 

  2. Conferencia “Las libertades y deberes en la democracia” de Emilio Frugoni: Montevideo, 1943. 

  3. En la que ha sido considerada por la Cinemateca Uruguaya la primera película importante sobre el Estado de vigilancia chino, una de las manifestantes gritó a quienes pretendían desconocer la detención y la desaparición arbitraria de personas: “No defendemos nuestra libertad, sino la libertad de todos”, una contraseña de universalidad que se repite en otros documentales sobre regímenes autoritarios. Total Trust, 2023, dirigida por la cineasta Zhang Jialing. 

  4. En las polis griegas, en particular en Atenas durante su siglo de democracia, no hubo una idea precisa de derecho natural; más bien se entendía que las libertades derivaban del régimen democrático y así lo consigna Pericles. 

  5. Locke, John. 1999. Segundo tratado sobre el gobierno civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil. Madrid: Alianza. En el capítulo 18, “De la tiranía”, Locke, tras mencionar ejemplos históricos de tiranías —los 30 tiranos de Atenas, el tirano de Siracusa y los decenviros de Roma—, desarrolla el derecho de los hombres a resistirse “con la fuerza contra otra fuerza que sea injusta e ilegal”. 

  6. Brinton, Crane. 1957. Las ideas y los hombres. Historia del pensamiento en Occidente. Madrid: Aguilar. 

  7. Segovia, Fernando. 2023. “Joseph de Maistre y la política antimoderna. La actualidad de un pensador inactual”. Derecho Público Iberoamericano, n.º 23, pp. 107-129 (octubre de 2023). 

  8. En materia de racismo el Código Hays no inauguró nada. Basta recordar El nacimiento de una nación, tenido como puntapié del cine moderno estadounidense, para percibir cierta representación degradada del negro y una correlativa imagen positiva del blanco. 

  9. Algunos de estos “referentes teóricos” surgen de manera retrospectiva, como ocurriera con Marcuse y Foucault en la rebelión estudiantil de 1968. Poco o nada que ver tuvieron, pero se les reconoció una ascendencia intelectual ex post facto. Mayor ascendencia previa, aunque oblicua, tuvieron algunas filósofas feministas en la conformación de una agenda de género. 

  10. Malcolm X y las Panteras Negras ocuparon el espacio radical en el movimiento afrodescendiente de Estados Unidos, mientras que la organización por los derechos civiles liderada por Martin Luther King constituyó el polo reformista.