El pasado es siempre conflictivo. A él se refieren, en competencia, la memoria y la historia [...]. Más allá de toda decisión pública o privada, más allá de la justicia y la responsabilidad, hay algo intratable en el pasado. Pueden reprimirlo sólo la patología psicológica, intelectual o moral; pero sigue allí, lejano y próximo, acechando el presente como el recuerdo que irrumpe en el momento menos pensado [...]. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado.
1. ¿Quién está ahí?
Este ensayo parte de la base de que es preciso inyectarle un poco de “ficción” (amasada vaya uno a saber dónde y cómo) al saber histórico para estar a la altura de la verdad literaria (Rancière) que permite ver y poner en juego las situaciones a pensar. Quiero indagar, pues, en dos discursos que me fueron referidos como anécdotas; más precisamente, quiero indagar en la extrañeza de esos discursos, de esa, de nuevo, verdad literaria que construyen, de un cierto deseo de verdad, digamos, que parece surgir de alguna parte y exponerse a la circulación, en este caso, doméstica (quizás esa parte del surgimiento sea, precisamente, la casa, el orden doméstico en el que la palabra, espontánea, se expone como cierto tipo de ocurrencia susceptible de ser leída como un “hallazgo” o como una irrupción en el interior epistemológico del saber histórico).
La primera anécdota tiene como protagonista a un niño escolar de 8 años que, después de una clase de catequesis en el colegio católico al que asistía, le dijo, sin dudas y al parecer sin ambages, a su madre: “Yo, en Jesús, creo; en el que no creo es en Artigas” (así, con un tipo de oración que focaliza los elementos gramaticales que rodean al verbo copulativo es; con un ritmo particular, sincopado, como si el hablante estuviera dominando la enunciación). La segunda anécdota, en varios aspectos no muy lejana de la primera, tiene como centro a otro niño, de cuarto año escolar (el año de diferencia entre los dos niños parece sugerir algo), que, ante la propuesta de escribir una redacción en la que argumentara sobre el uso de la túnica en la escuela, sostuvo que la prenda en cuestión debía usarse porque, de lo contrario, podía significar una falta de respeto para con Artigas.
¿Qué hay “debajo” de estas referencias a Artigas? Es decir, ¿qué parece estar funcionando como “por debajo” de los dos ejemplos? ¿No es por lo menos extraña esta forma de aparición de Artigas, asumiendo, además, que no se trata simplemente de “un” discurso que “es convocado” desde otro discurso, desde un juego dialógico en el que un discurso trae a la escena del presente otro discurso y en su articulación se producen los efectos de sentido que las situaciones referidas fueron capaces de producir y son capaces de seguir produciendo? ¿No parece Artigas una especie de presencia espectral, un fantasma que “vive” en los discursos que circulan socialmente? ¿No hay, por último, algo así como un aire que respiramos todos los días, una suerte de memoria que, por diversas vías, se configura por el efecto de una relectura polémica del saber histórico sobre Artigas que circula por diversos lugares, entre ellos, con cierta preeminencia —pienso—, la escuela?
2. Significante y espectro
Me interesa aquí, como punto de partida de la discusión, hacer referencia al trabajo de Martín Atme y Fernando Andacht El padre nuestro Artigas (de 2011), en el que el segundo, a propósito de la proliferación iconográfica de Artigas en el “espacio uruguayo” público, propone una interpretación de esa saturación según la cual estaríamos ante el pago de una culpa histórica, “desperdigada” por todo el territorio nacional de diversas maneras: la culpa por haberle dado la espalda cuando emprendió su viaje al Paraguay y su situación posterior. Sobre este punto, dice Andacht: “Parece que colectivamente quisiéramos contrarrestar o conjurar todos esos años de exilio y de lejanía en el Paraguay con una multiplicación alucinatoria de signos de Artigas desparramados por cada rincón del Estado-que-es-patrimonio-de-todos-los-orientales, de la vasta estructura administrativa de la Mesocracia. Escuelas públicas, salones de acto, actos privados y públicos: su efigie no puede faltar ni en la escuela vareliana ni en la oficina benedettiana. Para colmo de males, son abundantes las voces que, desde las catacumbas de Internet, denuncian como ilegítima e infundada esa proliferación de bustos y siluetas, pues poco y nada se sabe sobre el aspecto real del héroe, sobre su auténtica fisonomía”.
Discutamos esta hipótesis. Lo que plantea Andacht es claro y adquiere mayor relevancia si atendemos lo que decía una página atrás: “En nuestro mundo uruguayo, posbatllista y moderno, el operativo de sobreexposición icónica del prócer, con fines burocrático-educativos, habría conseguido el efecto involuntario pero eficaz de desdibujar hasta el desvanecimiento su figura, su importancia, sus ideas”. Ahora bien, en cierto nivel de la consideración del asunto del que estamos hablando —cuando pasamos de la iconografía en el ornato público a los discursos infantiles en cuestión, pero sin abandonar del todo lo que sucede con la iconografía— es preciso que tengamos en cuenta que, como dice Derrida en Espectros de Marx (alejándonos claramente de la hipótesis de Andacht): “El tiempo del ‘aprender a vivir’, un tiempo sin presente rector, vendría a ser esto, y el exordio nos arrastra a ello: aprender a vivir con los fantasmas, en la entrevista, la compañía o el aprendizaje, en el comercio sin comercio con y de los fantasmas. A vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace al ser-con en general más enigmático que nunca. Y ese ser-con los espectros sería también, no solamente por sí también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones”.
¿Podemos recusar, entonces, la hipótesis de Andacht a partir de las palabras de Derrida? No sólo podemos, sino que también es necesario hacerlo, porque la hipótesis de Andacht no llega a ser suficientemente honda, radical para acercarse a lo que supone e implica, por una parte, el fenómeno de la multiplicación iconográfica que pretende explicar, y menos aún, extrapolación mediante, para intentar comprender lo que ocurre, por otra parte, en los dos discursos infantiles.
3. Lo simbólico y el resto de real
La hipótesis que debemos plantear, entonces, tiene que ir en una dirección diferente de la que propone Andacht, porque en los ejemplos que estamos considerando pasan cosas “extrañas”, desplazamientos o dislocamientos llamativos, aunque no del todo heterogéneos respecto de cómo Artigas puede circular y circula por los diferentes discursos que componen el tejido o la trama de lo social. ¿Qué es, pues, Artigas en los discursos infantiles en examen, en las palabras de los niños que hablaron ante y para los adultos, que articularon dos espacios heterogéneos entre sí: la clase de catequesis y la casa por un lado y la escuela y la casa por otro?
Podemos comenzar a acercarnos al problema planteado tomando como referencia lo que dice Slavoj Žižek: “Lo que no hay que olvidar aquí es el estatuto ontológico radical del síntoma: síntoma, concebido como sinthome, es literalmente nuestra única sustancia, el único soporte positivo de nuestro ser, el único punto que da congruencia al sujeto. En otras palabras, síntoma es el modo en que nosotros —los sujetos— ‘evitamos la locura’, el modo en que ‘escogemos algo (la formación del síntoma) en vez de nada (autismo psicótico radical, la destrucción del universo simbólico)’ por medio de vincular nuestro goce a una determinada formación significante, simbólica, que asegura un mínimo de congruencia a nuestro ser-en-el-mundo” (El sublime objeto de la ideología). ¿Y si Artigas, entonces, funciona como un sinthome en esos discursos (y probablemente no sólo en ellos), lo que permite pensarlo como la “sustancia identitaria” colectiva sin la cual nos desmoronaríamos como sociedad o, al menos, sin la cual se resquebrajaría algo de lo que hemos llegado a ser, sea lo que sea? ¿Si Artigas, en las palabras de los niños, aparece como un espectro que nos muestra el lugar que ocupa en la conformación identitaria del Uruguay, en el seno mismo del problema de la continuidad o la discontinuidad entre la Banda Oriental y el Estado uruguayo, entre las adjunciones jurídicas, políticas, sociales, etcétera que denotan los adjetivos oriental y uruguayo, en las que nos reconocemos de diversas maneras, incluso en el rechazo?
Quizás esta hipótesis sea un poco arriesgada y, al mismo tiempo, hiperbólica. Sin embargo, nos permite pensar la insistencia de Artigas en el “paisaje simbólico” uruguayo, así como esa extraña presencia en la palabra de dos niños que aún no han sido sistemáticamente instruidos en los avatares de la vida de la Banda Oriental y del Uruguay por fuera de algunas efemérides puntuales que la institución escolar celebra con particular ahínco y entusiasmo, con ostensibles goce y delectación. Por lo demás, ¿no es esta forma de aparición de Artigas una metabolización específica y casi patológica de la historia que nuestra sociedad no ha podido elaborar sobre el “padre de la patria”, un excedente de sentido casi enfermizo regurgitado por el “organismo social” en la circulación del saber histórico y en la relación afectiva con Artigas que hemos llegado a elaborar?
Como sinthome, el exceso de comunicación y de interpretación de la aparición de Artigas es esa extrañeza que nos llama la atención por el modo en que “el padre nuestro” se cuela en discursos que, en principio, le serían ajenos: Jesús y la creencia (no obstante, la cercanía es notable: Jesús y el padre nuestro Artigas; incluso, se trata de una cercanía que, vista desde cierto ángulo, podemos decir, coloca a Artigas por encima de Jesús) y el uso de la túnica como una obligación contraída con Artigas (Varela). Llegado el caso, es posible sostener que estos discursos son posibles, de la manera en que ocurren, porque Artigas aparece como ese resto de real simbolizado de manera inadecuada que circula socialmente como un espectro que ha podido volverse un espectro en el que no podemos terminar de vernos por completo.
La hipótesis es tosca, lo admito, pero es posible que funcione, puesto que, como ha esgrimido Žižek: “¿Por qué, entonces, no hay realidad sin el espectro? Lacan proporciona una respuesta precisa para esta pregunta: (lo que experimentamos como) la realidad no es la ‘cosa en sí’, sino que está ya-desde siempre simbolizada, constituida, estructurada por mecanismos simbólicos, y el problema reside en el hecho de que esa simbolización, en definitiva, siempre fracasa, que nunca logra ‘cubrir’ por completo lo real, que siempre supone alguna deuda simbólica pendiente, irredenta. Este real (la parte de la realidad que permanece sin simbolizar) vuelve bajo la forma de apariciones espectrales” (“El espectro de la ideología”).
Esta es una posible vía interpretativa para intentar comprender la aparición de Artigas en los dos discursos infantiles que estamos pensando, aunque estos discursos no sean, en rigor, discursos mudos, que todavía no hablan, que no tienen la facultad de la palabra: por el contrario, son discursos que dicen mucho, que dicen en exceso, sinuosamente. ¿Qué “comunican”? ¿Qué dicen o pueden llegar a decir de ese nosotros que adjetivamos como oriental-uruguayo? ¿Y qué no “comunican” y, en ese no “comunicar”, producen como un sinsentido del nosotros que traemos a la escena de la interpretación para poder conjurar, si acaso esta tarea fuera posible, los fantasmas que nos constituyen y atormentan, que nos plantean el problema de la con-vivencia, del ser-con-otros? (véase cómo Artigas, al sustituir a Varela en el segundo discurso infantil, interroga y amonesta, si se quiere, como uno de los efectos de sentido posibles, la conformación del Uruguay como Estado independiente y, a la vez, acerca la acción vareliana de la educación del pueblo a un acontecimiento auténticamente revolucionario por fuera de o contra la propia institucionalidad en cuyo seno ha sido posible, aunque seguramente lo acerca sobre la base de intereses políticos diferentes y, en y por esta diferencia, se produce, justa y finalmente, la crítica).
4. Interpelación ideológica y profanación
¿Por qué Artigas se “cuela” precisamente en los discursos infantiles considerados? ¿Qué supone esta aparición en los lugares en que aparece y según la forma de su aparición?
La aparición espectral de Artigas parece ser coextensiva al tipo de discursos en que aparece, al menos en esta versión extraña que estamos viendo. Esos discursos infantiles proporcionan, de alguna manera, una cierta lectura conocida de la realidad, es decir, un juego interpretable al que le podemos asignar, por defectuosos que sean, uno o varios sentidos.
En esta línea, sabemos que todo discurso opera una interpelación ideológica que produce y “envuelve” a los interlocutores y los hace partícipes del juego simbólico, de una trama de sentido con todos sus agujeros, con todas sus oquedades ruidosas, fenómeno que sucede a pesar de los sujetos que hablan y de los objetos del decir. Vistas las cosas de esta manera, Artigas funciona, en ciertos aspectos de la reflexión que estamos desarrollando, como el lazo mismo que asegura el compromiso con el gran otro (por ejemplo, la historia, la tradición, cierta forma de ver y entender “nuestra identidad”, ese polémico tejido que nos ofrece al menos un principio de inteligibilidad de lo que somos o hemos llegado a ser y el camino recorrido para ello), y funciona también (o es) como, y quizás fundamentalmente, el punto ciego de la interpelación ideológica que exhibe la simbolización en la que el yo y el otro se encuentran; es, según nuestra tesis, el objeto fetiche que nos define desde esa ceguera interna que encontramos en el corazón de toda identidad. Artigas aparece, entonces, como el excedente no simbolizado (resto de la simbolización, decíamos) que se inscribe en el orden simbólico como una cosa, como un objeto, para el caso, fascinante, y cuestiona el propio proceso de simbolización.
En este contexto, el orden religioso de la catequesis y el orden burocrático-estatal de la escuela constituyen dos esferas sagradas desde las que Artigas (ciertas imágenes suyas; ciertos enunciados alguna vez proferidos que aún circulan como propiedad moral y política de todos los uruguayos, a la disposición cotidiana de cualquiera), junto a Jesús y a Varela, contempla (¿y vigila?) la vida interior de las personas, su fuero íntimo, y el funcionamiento de los gobiernos: en su comparación con Cristo, aparece como el mesías que ha podido salvar al pueblo oriental de las garras codiciosas del poder foráneo, al tiempo que, como figura pública del Estado nación, su mirada se extiende sobre todo el territorio y todas las instituciones en forma de cuadros, bustos, estatuas, frases recortadas de su ideario, etcétera. Paralelamente, la casa y el ornato público son lugares de su profanación: en la casa tiene lugar una resignificación del estatuto de Artigas en la historia nacional, incluso una mitificación que lo sitúa por fuera de la historia, cuya palabra, desde el primer año de la patria oriental-uruguaya, debe cuidarse y conservarse en evangelio para las próximas generaciones y para extraer de ella las enseñanzas siempre actuales y actualizables que nos volverían mejores personas (en este punto, la figura del prójimo es central), y en el ornato público o en parte de este se lo puede intervenir con un grafiti, se lo puede “degollar” en los bustos, se lo puede convertir en objeto de una fotografía con alguien abrazándolo o dándole un beso en la boca, etcétera.
En los discursos infantiles, Artigas, paradójicamente (ya que también opera un efecto de mitificación), parece ser restituido a la circulación mundana (insistamos: no institucional) a la que pertenece por definición (“Artigas es del pueblo”, “Artigas y el pueblo son una misma cosa”, “Artigas es el padre de la patria, no del Estado” o el “padre nuestro Artigas, es decir, el padre de cualquier persona”). Esta paradójica restitución del prócer al orden doméstico es la que puede ser leída como una profanación, como el acto mediante el cual lo que pertenecía a la esfera sagrada (la religión, el Estado) ahora vuelve a la circulación horizontal de los simples mortales sin la mediación de ninguna liturgia, de ninguna burocracia o de ningún protocolo. Pero, de nuevo, se trata de una restitución hecha al costo de su fetichización, de una aparición como personaje de “otro mundo”, espectral.
5. En suma
¿Por qué Artigas puede aparecer en un discurso que habla de Jesús? ¿Hay atributos en común que justifiquen la aparición de Artigas en un discurso como el de la catequesis, propio de Jesús, es decir, hay puntos en común entre ambos personajes, más allá de la metáfora paterna que relaciona a Artigas con el padrenuestro? Recordemos el “Himno a Artigas”: “El padre nuestro Artigas / señor de nuestra tierra”, mientras que el padrenuestro dice: “Padre nuestro que estás en el cielo”. ¿Y qué sucede con el desplazamiento de Varela a Artigas? ¿Cuáles son los efectos producidos por este desplazamiento y cómo pueden ser leídos? Una de las lecturas posibles ya fue señalada: un cuestionamiento al papel del Estado en la educación del pueblo, en la revolución que es capaz de producir el orden letrado mediante la alfabetización de los ciudadanos. Las interpretaciones susceptibles de derivarse de esta crítica pueden ir, como toda interpretación, en múltiples direcciones.
Pero podemos ir un poco más lejos en las hipótesis manejadas y plantear que la figura de Artigas está integrada a nuestro organismo biológico colectivo. En este sentido, Agamben, en el artículo inicial de Profanaciones, “Genius”, explica: “Es Genius lo que oscuramente presentimos en la intimidad de nuestra vida fisiológica, allí donde habita lo más propio y lo más extraño e impersonal, lo más vecino y lo más remoto e inmanejable”. Por un lado, entonces, Genius nos abre hacia un lugar en el que no podemos definir cerradamente un yo (colectivo), porque dependemos de esa figura que, extrañamente, habita en nosotros; por otro lado, dado que Genius nos constituye desde las entrañas, desde la sustancia que circula por ellas, desde los nervios más íntimos (a fin de cuentas, si el pueblo oriental surge como resultado del divorcio del “padre nuestro Artigas” de la Madre Patria, ¿por dónde nacemos al mundo si no es por el ano del prócer?), podemos formular la siguiente pregunta, que debemos tomar muy seriamente: ¿nuestro nacimiento no está marcado o impregnado por la sustancia fecal y sanguínea que nos es posible imaginar en el parto que nos dio a luz como pueblo?
Santiago Cardozo es maestro de Educación Común, profesor de Idioma Español egresado del Instituto de Profesores Artigas, magíster en Ciencias Humanas, opción Lenguaje, Cultura y Sociedad y doctor en Lingüística por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.