Observaciones de un apolítico

En 1912, la esposa de Thomas Mann sufrió una leve afección pulmonar que la obligó a pasar seis meses en un sanatorio en Davos. Esa rutina era muy común en esos años, sobre todo como terapia para pacientes adinerados. Al poco tiempo se demostró la poca eficacia de internarse en la montaña para curar los pulmones, con lo que esos sanatorios dejaron de existir y se transformaron en hoteles para esquiadores. Thomas Mann acompañó a su esposa durante tres semanas y de las impresiones que obtuvo “allí arriba” surgió la inspiración decisiva para dar forma a una de sus novelas más representativas: La montaña mágica.

El proyecto literario original consistió en formular un conflicto irónico entre la aventura macabra y la moralidad burguesa. La novela tiene acentos románticos y claras simpatías hacia el problema de la muerte; no es menor su pretensión de detallar prácticas médicas lindantes con la explotación económica (aunque muy lejos está de ser una novela de denuncia), pero también se interna en las dimensiones sociales y humanas de la época, al punto de encarnar las claves más urgentes de la dialéctica europea. Doce años de trabajo invirtió Thomas Mann en este proyecto.

La capacidad de observación del escritor ha jugado aquí un papel fundamental, ya que absorbe rasgos de la realidad y los combina con otras fuentes. El impulso narrativo tiene una clara vinculación con los tipos ideales weberianos, por eso la ficción adquiere una dimensión inequívocamente sociológica tanto en su capacidad descriptiva como en su abordaje simbólico de los personajes. El propio Mann se preguntó varias veces si en esos duros años de entreguerras había un público para consumir la historia de un burgués común y corriente a lo largo de un relato de más de 1.000 páginas. Fue esa suerte de “desgracia general” la que habilitó una sensibilidad especial en una “minoría ilustrada” que vio en la novela un refugio para sus desvelos.

Hasta ese entonces Thomas Mann, nacido en 1875 en Lübeck, había cosechado un considerable prestigio por su obra narrativa. Influido por las novelas rusa, inglesa y escandinava, por el teatro épico de Wagner, por la moral pesimista de Schopenhauer, por la psicología de la decadencia de Nietzsche, por la exquisitez de Flaubert y de los Goncourt y por el humorismo de la Baja Alemania, escribió Los Buddenbrook entre los 23 y los 25 años, obra maestra de juventud en la cual confluyen el gótico de Lübeck, el mar Báltico y el balneario Travemünde. Además de la evidente descomposición espiritual de la burguesía comercial alemana, la novela describe el paisaje de la ciudad a través de la “lengua”.

Entre 1905 y el inicio de la Primera Guerra Mundial aparecieron las novelas Alteza real, Tonio Kröger y La muerte en Venecia. También redactó, en 1910, la primera parte de Confesiones del estafador Félix Krüll, novela interrumpida en 1911 y reanudada en 1953. Con estas obras, Mann cerró un ciclo caracterizado por personajes singulares y representativos que encarnaron la decadencia de la burguesía y el problema del arte. Su imaginación narrativa se apoyó en la contraposición de conceptos: artista y burgués, cultura y civilización, serenidad goetheana y demonismo germánico, espíritu y vida.

La Primera Guerra Mundial significó un desastre para Alemania y para el propio Mann. Suspendió su trabajo en La montaña mágica y asumió la defensa de su país en términos nacionalistas, reaccionarios y elitistas, plasmándola en un interminable ensayo que le deparó toda clase de sinsabores. Las Consideraciones de un apolítico, publicadas en 1918, son un ataque a la democracia, a la politización del espíritu y a las tendencias niveladoras de la civilización mecanizada. Todos los lugares comunes de la crítica conservadora y reaccionaria de la época se combinaron, además, con la reivindicación de la esencia del germanismo y las promesas depositadas en la música, la psicología, la metafísica, la ética pesimista y los ideales individualistas. Este enorme alegato se publicó a destiempo, es decir, en el momento de la derrota militar de los alemanes, y Mann siempre se arrepintió de semejante esfuerzo fallido. Reconoció el error de la burguesía alemana, que creía que se podía ser intelectual y apolítico, y fustigó los riesgos de un conservadurismo que termina abonando la crueldad y la violencia.

La montaña mágica debe leerse bajo la perspectiva de estos dramáticos vaivenes. Toda su fuerza narrativa se asienta en las relaciones contradictorias de su autor con el espíritu y las ideas de la época.

Ideas y destinos

Según el categórico juicio de Theodor Adorno, la novela es la forma artística específica de la época burguesa, la que permite entregarse al mundo como si este tuviera sentido. La identidad de la experiencia y la vida articulada son la base para poder contar algo significativo sobre lo humano. En este contexto, las peripecias del individuo pueden equipararse a una suerte de destino y el interior de las personas todavía es capaz de revelar algo. Pero ese mundo se ha desintegrado, tanto por el peso de la estandarización y de la administración —como creía el propio Adorno— como por las derivas individualistas que han reconfigurado por completo nuestras realidades contemporáneas. Por esa razón, según Adorno, el impulso novelístico más relevante (antes y tal vez ahora) es aquel que renuncia al realismo que reproduce las fachadas y se entrega al simbolismo y a la representación cargada de connotaciones.

La narrativa de Thomas Mann condensa ese momento límite. Según el propio autor, La montaña mágica es una obra de simbolismo humanista sobre las aventuras de un “hijo enfermizo de la vida” (Hans Castorp) y una apuesta por encerrar la dinámica de toda una época en un escenario externo limitado (un valle de Suiza visitado por gentes cosmopolitas), pero en un escenario interno de notable amplitud: las claves políticas, culturales y morales de esa modernidad eurocéntrica desfilan por toda la novela, y lo hacen premonitoriamente casi 20 años antes de que sobrevenga la barbarie en Alemania y en toda Europa. Verdadera sinfonía y obra de contrapunto en la que los temas se entremezclan y las ideas representan motivos musicales. El tiempo, la enfermedad y la muerte como pasos necesarios para la sabiduría, la salud y la vida, la libertad como asunto angustioso, la explotación capitalista a través de los lujosos sanatorios se muestran como algunos de los ejes de una novela de “formación” que pretende la sublimación de la novela de aventuras. Esta historia prodigiosa se insertó en la tradición de la novela cultural alemana —al estilo de Wilhelm Meister, de Goethe—, consolidó el prestigio alemán de Mann y lo proyectó hacia Europa, Estados Unidos y el resto del mundo.

La montaña mágica anticipa las sensibilidades que estarán en la base de la construcción de los Estados totalitarios. Según Mann, esas formaciones sólo pueden reproducirse con base en la mentira, aunque reconoce que en el mundo liberal también se miente. Según esta perspectiva, la mayor violencia es cuando se le da a lo falso el rango de verdadero. El autor, que en su momento sucumbió a la retórica más reaccionaria, no escatimó luego posturas artísticas comprometidas con la verdad, la dignidad humana y hasta con un socialismo moderado. Pero la preocupación sociológica de Mann es que las personas no pueden vivir en la diáspora individualista. En La montaña mágica se va un paso más allá y se asume la libertad como un problema angustiante. Preguntarse si las personas se sienten más cómodas en el terror que en la libertad es el aporte más comprensivo que toda una generación de intelectuales (novelistas, artistas, filósofos, sociólogos y psicoanalistas) hizo para lidiar con las desgarradoras contradicciones de un tiempo. “¿De qué sirve la conquista del mundo si se pierde el alma?” es una pregunta que Mann se hace una y otra vez, que interpela a cualquier poder desde el modesto lugar de quienes trabajan con la materia simbólica de la vida. Reflexionar sobre el tiempo es el compromiso político más explícito que asume Mann en La montaña mágica, pues al tiempo se lo entiende como un don precioso, como un valor que es sinónimo de la paz misma. La contracara de cualquier violencia es el tiempo humano, compuesto de dignidad, verdad y reconocimiento.

Esta novela también está plagada de apuestas formales. El contrapunto, las resonancias sinfónicas, la ironía en todas sus vertientes, la imitación paródica de ciertos géneros literarios hacen de la pretensión creadora del Mann un asunto sustantivo. La obra como centro de los desvelos, el esfuerzo de perfeccionamiento, la disciplina y la ética del trabajo como réplicas a la estilización vacía de la espontaneidad del genio son, además, testimonios postreros de la moral del artista antes de que el imperativo disolvente de las industrias culturales gobierne por completo formas y contenidos. Del naturalismo de sus primeras obras, Mann transitó hacia formas más sensitivas (él habló de la espiritualización de su narrativa) y el problema del artista (la contraposición entre el espíritu y la vida) adquirió formas emblemáticas, en particular en La muerte en Venecia, obra en la que, según Adorno, las ideas y los destinos ocupan el lugar de las personas empíricas. Con La montaña mágica esa relación amable y disolvente con todas las tradiciones y esa centralidad de la connotación y la significación llegaron a su punto culminante. Al fin y al cabo, tanto para el novelista como para el sociólogo, escribir es “inventar” la realidad.

Hans Castorp es un protagonista sencillo, un burgués de origen hanseático que se deja atrapar por la vida social de la montaña y se predispone a aventuras intelectuales y psíquicas. Un modesto joven que se proyecta a lo cómico y metafísico en medio de un paisaje intimidante y arrollador. Entabla relaciones con la naturaleza desde el sobrecogimiento, la alienación y la aventura. De ella sólo recibe hostilidad e indiferencia. ¿Acaso no es lo mismo que produce la vida social cuando deviene segunda naturaleza? Pero Hans Castorp encarna la idea del justo medio, de la normalidad, de la huida de los extremos. Lo razonable, lo sobrio, lo medido, la conciencia del mundo, la pretensión eurocéntrica de la universalidad. Pero esa idea, tanto como el personaje que la simboliza, es pura ficción, una invención sometida y condicionada a los vaivenes de fuerzas que no controla. A veces, fuerzas de la naturaleza que se agitan en esa montaña. Otras, fuerzas de las convenciones sociales, de las vidas planificadas y preestablecidas y de las fricciones de ideas en pugna o de visiones delirantes del mundo que un buen día, sin que nuestro orgullo de punto medio nos prevenga, desembarcan ante nosotros con toda su impúdica barbarie.

Control de la posteridad

Thomas Mann nunca siguió las modas ni perteneció a círculo literario alguno. Tomar como objeto narrativo la decadencia y las tribulaciones espirituales de una época le permitió dar en el clavo con relación a una disolución más general. Sus cuentos y novelas representan el fin de un ciclo desde un ángulo sociocultural e histórico-social. Así al menos lo interpretó un público cada vez más amplio. Su trabajo y su figura adquirieron dimensiones de “representación”. Las peripecias familiares en Lübeck comenzaron a ser decodificadas como el destino de la burguesía alemana; luego sus otros personajes quedaron inscriptos en coordenadas europeas. Hacer ficción a partir de los rasgos más característicos de los procesos y las sensibilidades de una época fue el mérito mayor de un autor que nunca dejó de preguntar por la identidad y las tradiciones culturales.

Luego del esfuerzo de La montaña mágica, Mann comenzó a estudiar la historia del “José” bíblico, menudencia que lo tuvo ocupado durante tres lustros. Fue su proyecto más ambicioso y, por eso mismo, el de menor repercusión popular. El 10 de diciembre de 1929 recibió el Premio Nobel de Literatura y al año siguiente invirtió una buena parte de la dotación en un viaje por Egipto y Palestina. En 1933, ya en el exilio en Suiza, tuvo una actitud vacilante e indecisa con respecto a la posibilidad de una ruptura con el régimen nazi. A pesar del inmediato rechazo que sintió por el nacionalsocialismo, sus oscilaciones obedecieron al temor a perder su existencia espiritual y sus condiciones de vida cotidiana. Sin embargo, a finales de 1936 escribió “Carta y respuesta”, que significó la ruptura definitiva con la Alemania nazi y el inicio de la imagen del intelectual alemán que más combatió la barbarie fascista. Europa ya no era un refugio y en 1938 el escritor decidió instalar su residencia en Princeton. El hallazgo de un público denso y receptivo profundizó en Mann su vocación de crítico y ensayista. Fueron años de ritmo frenético, en los que el narrador de casi 70 años no tuvo respiro: conferencias, cursos, ediciones, ensayos, emisiones radiofónicas, banquetes, correspondencia y, naturalmente, su inaplazable labor narrativa. Si la Alemania de Hitler alentaba la destrucción y el exterminio, la otra Alemania palpitaba en el mito de Thomas Mann.

Liberado de la miseria alemana y condenado por el exilio en un país que lo aplaudía pero al que no admiraba, en ese contexto vieron la luz dos de sus novelas más profundamente alemanas: Carlota en Weimar, en 1939, y Doktor Faustus, en 1947. Pero entre una Europa arruinada y un mundo que incubaba nuevos conflictos, Estados Unidos dejó de ser un asilo amable. El anciano escritor optó por una razonable cercanía: en 1952 estableció su último domicilio en Suiza. Ya nada fue igual, con la excepción de su incondicionalidad al arte: El elegido (1951) y Confesiones del estafador Félix Krüll (1954) fueron sus dos últimas y bellísimas novelas. No hubo tiempo para más. Thomas Mann falleció el 12 de agosto de 1955.

Consciente de su lugar en el mundo, Mann construyó con paciencia la máscara de figura pública y hombre representativo. Encarnar e interpretar lo burgués fue su pretensión más exitosa y tanto sus autorretratos como sus interpretaciones de su propia obra abonaron esa imagen. Sin embargo, tal como ha observado Adorno, su narrativa es más importante cuando se examina lo escrito antes que lo simbolizado. Cuando deja de ser leído a partir de la proyección de su imagen, su ambigüedad, su oscilación entre los extremos y su sentido vital antiburgués afloran con singular nitidez. Thomas Mann fue un caso singular: cada vez que hablaba de sí mismo despertaba un vivo interés psicológico, histórico y sociológico. Se ha dicho que no participó vitalmente en casi nada, pero lo describió casi todo. De un mínimo de experiencias personales obtuvo el máximo rendimiento literario. Su egocentrismo, que a muchos les resultará patológico, fue una radical manera de estar en el mundo. Su torturada conciencia individual iluminó, a través de sus cuentos, novelas y ensayos, toda una etapa de la modernidad europea.

El secreto mejor guardado de la narrativa de Mann se vincula con su punto de vista, es decir, con su pretensión de objetividad irónica para inventar mundos. Por eso su literatura tiene tanta afinidad con las perspectivas sociológicas y por eso también cada impulso de ficción iba acompañado de esfuerzos ensayísticos. Se ha dicho que Mann fue el mejor intérprete de su obra. Al menos se abocó a eso con especial ahínco, seguramente para imponer su relato y, como en el caso de Goethe, controlar su propia posteridad.

Tiempo y extravío

Según Mann, La montaña mágica se aprecia en todo su sentido luego de una segunda lectura. Cada vez que el autor acierta en sus juicios, su control de la posteridad mantiene su eficacia. También ha dicho que Hans Castorp no interesa como personaje en sí, sino por lo que representa su historia. Al fin y al cabo, lo auténticamente importante son las transformaciones que provocan en las personas los cambios de espacios y ambientes. A su vez, cambiar de lugar es alterar el tiempo y pensarlo desde todas sus vertientes: el tiempo histórico, el tiempo del microclima que habitamos, el tiempo subjetivo. La velocidad y la lentitud de las cosas son asuntos relativos que se construyen en la interacción social, en el mundo de la vida en que el destino nos coloca. La montaña mágica nos enseña cómo cada época moldea la vida personal y cómo eso impacta en el organismo. Las enfermedades también son el resultado de nuestras relaciones sociales y la voracidad del capitalismo tampoco pierde la oportunidad en estos asuntos. La dominación de un sistema social sólo se hace visible en los momentos en que los protagonistas lo aceptan con complacencia. En este punto es que emerge toda la sabiduría sociológica de la novela.

La montaña mágica ilumina las zonas en las que se muestra la conciencia crítica. No todo es dominación ciega, también hay fuerzas de resistencia, espacios de contestación. Los pedagogos que se disputan el alma de sus discípulos encarnan las ideas de la época. Ludovico Settembrini y Leo Naphta, ilustrado progresista uno y dialéctico diabólico el otro, rivalizan desde un lugar típico ideal, pero jamás caen en la simplificación, al punto de que sus disputas se pierden en contradicciones e indefiniciones absurdas. El discurso del progreso y la razón no puede ocultar su lado más oscuro, al tiempo que toda crítica aguda, verdadera y despiadada corre el peligro de perderse en los terrenos de la violencia y el terror. Este escenario de debate ideológico se monta antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial, pero sus resonancias sociológicas son capaces de configurar las claves más profundas de la tragedia que estaba por venir en Alemania y Europa.

Hans Castorp, “el hijo enfermo y mimado de la vida”, llega a la montaña y atraviesa todas las etapas: la extrañeza, la adaptación, la ruptura con su mundo de origen (el “allá abajo”), la receptividad al discurso ilustrado de Settembrini, las vacilaciones y las afinidades con el sombrío y sospechoso Naphta, el extravío en la nieve y el regreso tranquilizador a lo de siempre. El ciudadano común, el burgués corriente, el punto medio de la vida es una hoja al viento que tanto puede ir para un lado como para el otro. Mann hace literatura sobre esos márgenes de flexibilidad y pone el ojo en las influencias, en el juego de interacciones y en las realidades situadas que condicionan toda voluntad. En este caso, la maestría literaria consiste en darle forma a un profundo contenido sociológico.

El mundo de La montaña mágica nada tiene que ver con el nuestro. No es nuestro tiempo ni nuestro espacio. El eurocentrismo burgués, con toda su pretensión dominante, lo identificamos con claridad, y ya nada tiene que ver con nuestros desvelos y formas de pensar. Sin embargo, la novela todavía refleja cosas relevantes de una modernidad con la que tenemos que lidiar, nos guste o no. Internarse hoy en la lectura de La montaña mágica puede suponer una experiencia parecida a la del personaje que subió a las alturas y se dejó atrapar. Nos altera el tiempo y el espacio, nos somete a otras influencias, nos interpela y nos deja en un punto de incertidumbre. Nos hace más receptivos y más suspicaces ante el alud de verdades reveladas. En la fricción con ideas lejanas y extrañas podemos reflexionar sobre los condicionantes materiales y simbólicos que nos hacen, ahora mismo y en este instante, sin que nos demos cuenta. Hay que perderse alguna vez para poder encontrarse. Hay que entender que en la muerte ya no hay vivencia ni carácter subjetivo para que el tiempo de la vida se aprecie como un don. La eternidad de lo mismo de este capitalismo que nos somete sólo puede interpelarse desde la vacilación, la ambigüedad, la incomodidad y la conciencia del fin. Tal vez perder el tiempo en esta montaña mágica nos devuelva algo de vibración sobre la vida y la dignidad.

Rafael Paternain es doctor en Sociología y prorrector de Extensión y Actividades en el Medio de la Universidad de la República.