Cuatro días después del golpe de Estado en Chile, ocurrido el 11 de setiembre de 1973, Víctor Jara, figura de la nueva canción chilena y director teatral comunista, fue asesinado tras varias jornadas de tortura en el antiguo estadio Chile por la dictadura de Augusto Pinochet. Cuarenta años después, en junio de 2013, la revista Rolling Stone incluyó su nombre entre los 15 rebeldes del rocanrol “para quienes el único lugar digno de estar era afuera, pero mirando hacia adentro”. Y comenta sobre el único músico latinoamericano incluido en la lista: “el amor y la justicia presentes en las canciones del cantante chileno [...] fueron aparentemente tan amenazadores para los líderes militares que protagonizaron el golpe de 1973 que tuvieron que matarlo”. Los golpes de Estado son políticos y también culturales: terminan con la política democrática, arrasan con los símbolos de rebeldía creados por el arte y la cultura y, cuando lo consideran necesario para sus fines, torturan y acribillan de 44 disparos. Una única bala hubiera terminado con todo el pasado y todo el futuro de un hombre desarmado. Pero fueron 44. Acaso el número señale el grado de pánico de un régimen ilegítimo desprovisto de banda de sonido. Quizá nombre la impotencia: incapaz de componer la canción propia, la dictadura de Pinochet ametralla la de todos.

Rebeldes sin pausa

Encabezando la lista de los 15 rebeldes del rocanrol, la Rolling Stone colocó a la banda checa The Plastic People of the Universe, cuyos integrantes fueron prohibidos y encarcelados por las autoridades comunistas, fieles a Moscú. Uno de sus miembros, Vratislav Brabenec, dijo en una entrevista publicada por The Guardian el 5 de setiembre de 2009: “no soy menos disidente ahora que entonces”. Y agregó: “¿Por qué debería serlo? Nuestra identidad como banda tenía que ver con la poesía, no con la política. Éramos más artísticos que políticos. Me cuento entre esos cuyas acciones culturales, no políticas, fueron suficientes para convertirme en subversivo. Los políticos nos transformaron en políticos al declararse ofendidos por lo que hacíamos y por la música que tocábamos. No sé cuántos músicos en los tiempos modernos han sido encarcelados porque su música ofendió a las autoridades, pero nosotros estamos entre ellos. Y aunque es un poco más cómodo ahora, igual seguimos siendo disidencia cultural y artística”.

Cuando los Beatles y otras formaciones angloparlantes globalizaron el mundo en discos, surgieron, también en Checoslovaquia, cientos de bandas de garaje junto a templos y cuevas del rock, dando lugar a una movida contracultural que los checos llamaron bigbit (bigbeat, por grande y por la música beat), a contrapelo del cancionero patriótico. Dentro de esas bandas se destacó The Plastic People of the Universe. Siguiendo el estilo de la Velvet Underground, The Doors y The Mothers of Invention, el cuarteto abrió un grifo de libertad: llevó la primera persona del singular a una sociedad que conjugaba en “nosotros”, electrificó la canción, dividió el átomo del prejuicio por lo “foráneo”. Los jeans, el estilo hippie, los lugares, el conversatorio intencionado entre cuerpos y la forma alternativa de presentarse en público contribuyeron a desplanchar una sociedad rígida y pavimentar una subjetividad nueva. Su nombre refiere a la canción “Plastic people”, de The Mothers of Invention, y es un tributo explícito a esa banda estadounidense. Frank Zappa, su líder, viajaría en 1990 a Checoslovaquia a pedido del presidente Václav Havel, tras la implosión del campo socialista.

Otras bandas y músicos destacados fueron Golden Kids (un trío de dos mujeres y un hombre), George and Beatovens (versión checa de Jethro Tull) y la solista Marta Kubišová, cuya “Oración” sobre la paz se convirtió en un símbolo de la protesta contra la invasión soviética a Praga en agosto de 1968. Expulsada de la escena musical en 1970 por negarse a condenar de forma pública la llamada Primavera de Praga, la cantante tuvo que limitarse a participaciones esporádicas en el under checo. En 1977 firmó la “Carta 77”, junto con el director teatral Václav Havel y otros 240 disidentes, en la que se exigía que el gobierno respetara los derechos humanos recogidos en el Acuerdo de Helsinki.

Primavera de Praga

En 2023 se cumplieron 55 años de la invasión que hizo abortar una experiencia democratizadora que desbordó el ámbito político, aunque comenzó en él. Por iniciativa del secretario general del Partido Comunista de Checoslovaquia, Alexander Dubček, la Primavera de Praga no tuvo como objetivo el derrocamiento del régimen, sino su transformación. Dubček pretendió llevar adelante una “revolución desde arriba”: introdujo el pluralismo, la autonomía en las organizaciones sociales, la democracia interna, el cese de la censura, la independencia de las organizaciones sociales y el “rostro humano” en un socialismo tan anémico en energía transformadora como autoritario en su forma de gobierno. Este impulso liberador ambientó un clima para el reclamo de reformas por fuera del monopolio del partido único, hacia “el restablecimiento de los partidos políticos y la formación de comités de ciudadanos para defender y promover la causa del reformismo”, según el historiador Tony Judt.1 La demanda de una democracia parlamentaria articulada con el socialismo dio tono al movimiento. “La idea de que existía una ‘tercera vía’, un socialismo democrático compatible con unas instituciones libres, respetuoso con las libertades individuales y las metas colectivas, había arraigado en la imaginación de los estudiantes checos tanto como lo había hecho en la de los economistas húngaros”, escribe Judt. Este destello libertario fue aplanado con las mismas armas que las rebeliones de 1953 en Berlín y de 1956 en Budapest: la ocupación de Praga por los tanques T-55 del Pacto de Varsovia. Así llegó a su fin una experiencia política particularmente marcada por la explosión del arte en la narrativa, el teatro, el cine, la fotografía y el rock. Milan Kundera en novela, Václav Havel en teatro, Věra Chytilová en cine, Josef Koudelka en fotografía y The Plastic People of the Universe en música fueron cumbres en sus respectivas disciplinas. No es rara esta simultaneidad entre procesos democratizadores y expansión en la ciencia, la filosofía y las artes desde que este doble proceso ocurrió, de manera explosiva, en la Grecia del siglo V antes de nuestra era.

Luis Alberto Spinetta en el camarín del Luna Park, en 1984.

Luis Alberto Spinetta en el camarín del Luna Park, en 1984.

Foto: Roy Gorfinkel

La máquina de amonestar

Sin embargo, las relaciones entre política y cultura no embonan fácil. La cultura rock, identificada por el sistema político como “peligrosa”, “disolvente”, “decadente”, “cizaña entre padres e hijos” y lindante con la “delincuencia”, intentó ser combatida en el mismo país donde nació. En la era de Dwight Eisenhower (1953-1961), un comité del Senado estadounidense se ocupó del papel de las revistas juveniles, la radio y el cine en la difusión de géneros musicales “perjudiciales”. Bajo la administración de John F. Kennedy (1961-1963) se aprobó una ley de seguridad pública en la que el concepto de delincuencia se identificaba con adolescencia. En los documentos preparatorios de la ley se leía que “el gánster del mañana es el individuo que hoy día se parece a Elvis Presley”. La subcultura adolescente que se catalogaba como agresiva incluía el rocanrol, el uso del automóvil de carrocería modificada, el corte de pelo a lo Elvis, los cabellos largos, la forma de vestir tomada de los estilos afroamericanos y la pertenencia a alguna pandilla, narra Luisa Passerini en “La juventud, metáfora del cambio social”.2

Contracultura

La contracultura arremetió contra la sociedad avanzada en términos similares a como lo venía haciendo la Escuela de Fráncfort en el exilio. Consideró a esa sociedad como comunidad anestésica y masificación zombi, plagada de esquemas conservadores y represión sexual, incomunicación entre generaciones y despliegue de multitudes solitarias, rigidez familiar, educación alienante, publicidad manipuladora y consumismo fetichista; de política osificada y desfile de trajes vacíos. En breve, la “sociedad unidimensional” y el estilo de vida estadounidense fueron términos intercambiables. Todo apuntaba al mismo blanco: un planeta flechado.

Cada vez más bandas y solistas, del norte y del sur, se desplazaron desde el terreno cultural al político, poniendo en cuestión a las instituciones. El racismo segregacionista, la ausencia de derechos civiles, la indigencia masiva en Biafra o Bangladesh, la insolidaridad organizada con el continente africano, la sociedad de castas del Occidente rico, la república imperial, el autoritarismo de las “democracias”, la censura, el servicio militar obligatorio, la injusticia de la Justicia, la represión policial, la guerra… Vietnam. El acento crítico hacia esta Babel y en particular hacia democracias endurecidas, regímenes de excepción, ciudadanías de baja intensidad y sistemas de fuerza forma parte del legado del rock y la música popular. Estos regímenes dejan aparte a continentes enteros, a etnias sin poder, a grupos sin voz, y por eso una música que pretende encarnar la rebeldía pone el dedo sobre ellos. La banda MC5 y el nigeriano Fela Kuti, inspirados por las Panteras Negras,3 constituyen sendos ejemplos de rock comprometido. Para movernos a Uruguay, la banda de rock fusión Totem denuncia la soledad global del negro (“Biafra”) y los “mil días” de las medidas prontas de seguridad de una tierra “engripada” (“Dedos”) durante el gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967-1972); Psiglo, con alto compromiso político en la lírica, exhorta a la toma de conciencia y la acción (“Piensa y lucha”), y Montevideo Blues, con letra de Gastón Dino Ciarlo, recomienda a la guerrilla urbana “no tires al policía / pégales a los de arriba” (“Pongamos muchas balas al fusil”). Del otro lado del Río de la Plata, Sui Generis retrata la violencia de instituciones con servicio militar obligatorio (“Botas locas”) y censura (“Las increíbles aventuras del Señor Tijeras”), dominadas por el terrorismo de la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina (“Juan Represión” y “El show de los muertos”).

Mientras en Uruguay el rock como movimiento artístico estuvo sobre todo asociado con la crítica de los aspectos autoritarios de la democracia, en Argentina la situación fue variada. La primera línea del rock estuvo presente en el Festival del Triunfo Peronista de 1973, colaboró de forma puntual con la dictadura en el Festival de la Solidaridad Americana de 1982, adhirió con entusiasmo a la democracia en 1983, estuvo junto a las Madres de Plaza de Mayo en 1997 e intercambió contraseñas con el kirchnerismo entre 2003 y 2015.

Transiciones democráticas en el Plata

Diciembre de 2023, el aniversario de otra primavera: la “primavera alfonsinista” y los 40 años corridos de democracia en Argentina. Estamos acostumbrados a ver la política argentina como espejo invertido de la política uruguaya, en parte porque Argentina fue cuna de una “república pretoriana”:4 de los 23 presidentes que tuvo ese país entre 1930 y 1983, 15 fueron militares. Además, la tutela militar de medio siglo disciplinó a la ciudadanía; el colectivo militar operó como socio casi legítimo de los partidos y la derecha logró imponerse a cuartelazos que contaron con la pasividad ciudadana, cosas que no ocurrieron en Uruguay. Sin embargo, a mediados de los ochenta, la distancia entre los valores democráticos de la primavera alfonsinista y los del “gobierno de entonación nacional” uruguayo se ensanchó en favor de la primera. El presidente Raúl Alfonsín, a la cabeza de la Unión Cívica Radical (UCR), densificó el concepto de democracia con su histórica frase “con democracia no solamente se vota: con democracia se come, se cura y se educa”, que resume la ambiciosa agenda que Alfonsín, por muchas razones, no pudo llevar adelante. Además, el líder de la UCR abrió la agenda institucional, dio pelea al viejo país de las corporaciones empresariales, militares, eclesiásticas y sindicales, brindó un lugar protagónico al arte popular, puso en el centro los derechos humanos, instaló la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), echó a andar un proceso de justicia transicional contra la voluntad de todos los actores poderosos —incluido el Partido Justicialista, que había aceptado la autoamnistía militar— y logró construir un consenso de 40 años en torno del “nunca más” dictadura.

A distancia de su par argentino, el gobierno uruguayo elegido a la salida de la dictadura tuvo un concepto pasivo de democracia, blindó la agenda institucional a nuevas demandas, coordinó los poderes fácticos, respondió a las expresiones juveniles con razias e impulsó una ley que pretendía garantizar impunidad para los militares que habían cometido violaciones a los derechos humanos (produciendo un tajo en la comunidad cívica palpable hasta el día de hoy). Esto diferencia en el largo plazo al gobierno transicional argentino —que unió a pesar de las diferencias— de la experiencia uruguaya, que dividió a pesar de la Concertación Nacional Programática, del “país de las cercanías” y de la universalidad de los derechos humanos. De esa trayectoria disímil surgió una actitud también distinta en la cultura rock: afín a la democracia naciente en Argentina, de perfil contracultural y de fricción en Uruguay.

Primavera alfonsinista

El Flaco Luis Alberto Spinetta le dijo en una entrevista televisiva al conductor Juan Alberto Badía que “como pueblo debemos adquirir la cultura democrática y política que nos ha faltado durante mucho tiempo”. Por su parte, Miguel Abuelo, otro de los fundadores del rock argentino, expresó también en 1983: “la ‘contestación’ en la música es cosa del pasado [...]. No es que el rock deje de ser delirio, pero ahora debe ocupar su verdadero rol dentro de un país democrático”.5 Luna de miel entre la democracia naciente y el arte, este fue uno de los costados de la primavera alfonsinista. En aquel momento se eslabonan los incentivos que la política democrática dirige hacia los compositores populares con el lugar en el que muchos de estos se van colocando con sus palabras y su acción. A partir de la democracia alfonsinista el rock ingresa oficialmente en el currículo de la enseñanza pública, la cultura juvenil adquiere carta de ciudadanía como cemento de la naciente democracia y la política cultural levanta el precio de la creación en general, y del rock en particular, al incluirlo en ciclos de música. Así, en vísperas, durante y después de la asunción presidencial, el rocanrol se suma a la “fiesta democrática”, sostiene la socióloga Sánchez Trolliet, referente en el tema.

Los Tontos en Artigas, en el año 1986.

Los Tontos en Artigas, en el año 1986.

Foto: Roy Gorfinkel

Más allá de las declaraciones, la sintonía con la nueva etapa se materializa en una metamorfosis musical con amplio margen para el baile, la fiesta y la diversión; “de música ligera”, dispara Gustavo Cerati.6 La segunda etapa de Miguel Abuelo a la cabeza de Los Abuelos de la Nada está orientada a la música bailable, lo mismo que hacen Viuda e Hijas de Roque Enroll y Soda Stereo. De igual modo, el segundo álbum solista de Charly García, Clics modernos, del año en que asume Alfonsín, puede ser visto como una condensación destilada de este cambio desde la propia tapa, que alude a los desaparecidos con un guiño de esperanza, señala Sánchez Trolliet.7

Su interpretación compagina con las declaraciones de García en ese momento: durante su estancia en Nueva York vio que “había una figura como la que pintaban acá [Argentina] de los desaparecidos, pero en negro, y decía ‘Modern clix’ y me pareció un muy buen nombre”. En la portada blanca sobre negro se recorta una figura que semeja un desaparecido con una sonrisa dibujada en la boca: un pasado de perpetración y un presente luminoso como cara y cruz de la figura. El arte de tapa —foto de un muro neoyorkino— es tan sintomático como el estilo pop de las canciones, la invitación a aflojar el cuerpo. El tema “Los dinosaurios”, por ejemplo, termina con una estrofa condenatoria de la dictadura y abierta a la esperanza: “los que están en el aire pueden desaparecer en el aire / los que están en la calle pueden desaparecer en la calle / los amigos del barrio pueden desaparecer / pero los dinosaurios van a desaparecer”.

Su disco posterior, Terapia intensiva (1984), contiene una reversión instrumental en estilo tecno de la inquietante pieza “Alicia en el país”, de Serú Girán, bajo el título “Alicia va a la disco”, con risas grabadas. Al igual que Clics modernos, el disco exhala una frescura que deja atrás la atmósfera pesada de otras placas.

Spinetta en Privé (1986) abandona el jazz rock característico de la formación Spinetta Jade e ingresa en sonidos más “físicos”. Finalmente, Los Twist, en 1983, llevan al borde el clima de fiesta en su primer álbum, La dicha en movimiento, salpicando rockabilly y twist con comicidad. En cambio, Virus, también considerado parte de la “movida divertida”, pulsa desde la new wave un humor sarcástico con letras críticas a la postura “careta” del arte y al mismo tiempo inaugura, junto con Soda Stereo, el placer explícito del sexo. La corriente principal circula quizá por otro lado: canciones pegadizas y letras graciosas dan tono a la mutación del género, pero tomados en su conjunto el erotismo y la extroversión física ganan terreno en el rock argentino. Un zeitgeist democrático que siguió su curso, poblando diversas manifestaciones artísticas.

Restauración democrática

El de 1973 en Uruguay fue un golpe político contra la democracia y cultural contra la izquierda: ante las prohibiciones, las amenazas y las detenciones, los miembros del canto popular marcharon al exilio. A diferencia de la dictadura argentina, que dejó en pie el rock, los militares uruguayos prohibieron los recitales en vivo, la única fuente de sustento de las bandas dedicadas al género. Aquella primera generación fue orillada a darse de baja entre 1973 y 1974 y largarse al exilio, mientras otras manifestaciones fueron prohibidas y el carnaval, subordinado a una comisión de control integrada por militares.

Discontinuado el rock uruguayo anterior y dejado sin crónica ni memoria por la dictadura, a medidos de los ochenta tuvo lugar en el país una oleada roquera que, lejos de celebrar la modalidad asumida por la nueva institucionalidad, como había ocurrido en Argentina, se volvió su conciencia crítica: el disco Montevideo agoniza (1986) de Los Traidores se constituyó en crónica de época y coagulante simbólico.

Si bien la democracia estrenada en 1985 reinstaló la vigencia de los derechos de ciudadanía y el funcionamiento de las instituciones, restituyó a los destituidos por la dictadura y liberó a los presos políticos, también restauró tres gramáticas del poder: el clientelismo y el corporativismo, como sendos canales paraconstitucionales de intermediar entre sociedad y Estado, y la coordinación de los poderes fácticos, área en la que la toma de decisiones estuvo influida por lobbies empresariales y estamentos enquistados en el Estado. En el cuerpo de restauración se desplegaron cuatro déficits adicionales: la débil importancia asignada al Estado de bienestar —salvo la inauguración de los centros de atención a la infancia—, la nula apertura a una agenda feminista que latía entre los movimientos sociales, la política de represión policial a los más jóvenes y el pacto de impunidad sellado entre la partidocracia tradicionalista y el colectivo militar, cristalizado en la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado.

Asimismo, una paradoja atravesó a la administración transicional: mientras abría canales de comunicación con los jóvenes a través de la política cultural de la comuna capitalina, el gobierno de nivel central reprimió la expresividad de esos mismos jóvenes: el coloradismo en ambos lados del mostrador. La explicación quizá resida en la índole “confederativa” de los partidos tradicionales, cuyas fracciones detentaban visiones distintas: liberal, a cargo de las políticas culturales de la comuna montevideana, y conservadora en temas de juventud en el resto del gobierno —salvo la jurista Adela Reta, ministra de Educación y Cultura de 1985 a 1990—.

¿Prótesis autoritaria?

El clima que transmite una parte del cancionero rock, el video documental Mamá era punk (Guillermo Casanova, 1988) o el film de ficción El dirigible (Pablo Dotta, 1994) apuntan a lo mismo: un país donde no pasa nada, una caída horizontal, una juventud objeto de prejuicios, sanciones y detenciones, una historia con eslabones perdidos, un cielo de ceniza, edificios en ruinas, una cuadrícula de calles oscuras, una cortina de basura urbana, una tierra sin nervio aunque expulsora. Y una atmósfera política de continuidad autoritaria, o así experimentada por una subcultura juvenil que asomaba y por adultos sensibles a la vulneración de los jóvenes: en particular, las razias. En efecto, las razias policiales, devenidas política pública desde 1985, perforaron derechos básicos de los más jóvenes: libertad de locomoción, libertad de reunión, habeas corpus, etcétera. La sinergia a partir de 1986 entre el Instituto de Ciencias Sociales, el Comité No Gubernamental sobre Drogas y el Foro Juvenil dio lugar a la formación de grupos encargados de asesorar a estudiantes de secundaria frente a las detenciones arbitrarias. Por otro lado, la Coordinadora Anti Razzias, formada por estudiantes de secundaria, llevó adelante una campaña frontal de denuncia. Como cronistas de su tiempo, Los Tontos registraron el fenómeno en “Ansias de conocerte”: “quiero saber / cómo te llamás / dónde vivís / y dónde estudiás / me encantaría saber / cómo pensás / qué ideales tenés / qué religión profesás / así que no te hagas la viva / y dame tus documentos / no es que yo sea un tipo malo / pero me pongo violento”. También aparece la intromisión policial en los liceos en el documental Mamá era punk: “La vez pasada habían puesto una cartelera [...] sobre las razias y la sacó la seccional”, cuenta uno de los estudiantes del liceo Zorrilla, entrevistado para el film. Y otro, a continuación: “Vino un comisario a decirle a la directora que [el procedimiento] era legal: ¡el comisario a meterse en el liceo! ¿No ves que están mal de la cabeza? Y después dicen que no, que ya se pasó todo. ¡Minga!”.

Charly García durante un recital en el teatro Gran Rex, Buenos Aires.

Charly García durante un recital en el teatro Gran Rex, Buenos Aires.

Foto: Roy Gorfinkel

Se mueve

Simultáneamente, la cultura rock mudaba el paisaje estético, paraba los pelos y aprovechaba los espacios abiertos por los círculos empresariales o la política municipal, a la vez que creaba los propios. Entre los primeros están el disco ensalada Graffiti, con su versión en vivo en el Teatro de Verano en 1985, y el programa La cueva del rock, en un canal privado, en 1987. Entre las iniciativas de la comuna departamental se destacan las dos primeras ediciones de Montevideo Rock. Entre los eventos de iniciativa social se cuentan Cabaret Voltaire y Arte en la Lona. De Montevideo Rock se ha escrito largo. Nucleó en 1986 y 1988 propuestas diversas provenientes del vértice sur del continente: el segundo turno del rock uruguayo saltó del garaje, las cuevas, los teatros y los boliches hacia la masividad de los estadios dos veces, luego volvió a sus lugares acotados, y con el repliegue de los sellos, la producción comercial y los medios llegó el fin para un conjunto de bandas en 1989. La disolución de Los Estómagos en el cine Cordón en 1989 es el símbolo de un fin de ciclo: la “energía se termina”. Menos conocido por los jóvenes actuales es quizá Arte en la Lona. En el cuadrilátero del Palermo Boxing Club, en abril de 1988, se alternaron bandas under, grupos de blues eléctrico, revistas subterráneas, obras de teatro, humoristas emergentes, grupos de contradanza, colectivos de artes plásticas, exponentes del periodismo joven y muestras de lucha libre, entre otros. Surgió, como había surgido antes Cabaret Voltaire, a iniciativa de una “isla generacional” para dar focos a la cultura y el arte. Otro evento fue El Circo, en el callejón del Velódromo, en el verano de 1989, por donde desfiló el arco de la música y el arte con “espíritu burlón”. Allí tocó el maestro de todos, Eduardo Mateo, rodeado por admiradores jóvenes 20 y 30 años menores: la juventud no es un calendario.

Una juventud cerca del placer, lejos del poder. Y víctima de la “prensa grande” y del Estado. La primera hizo foco en la violencia en los recitales de rock sin condenar de igual forma la violencia en el fútbol. También señaló una y otra vez la presencia del “flagelo” de la droga en los toques de rock y advirtió a los padres sobre las “malas juntas” de sus hijos. Por otra parte, la exigencia selectiva de la cédula para transitar por la vía pública, la prohibición de muestras artísticas por considerarlas “pornográficas”, la “demora” en seccionales policiales a los miembros de bandas, el cacheo a los jóvenes previo a los recitales, las razias sin base legal, la detención de integrantes del grupo Clandestino por “exabrupto contra las instituciones”, en mayo de 1988, y la criminalización del rock en general formaron parte de una política que sancionó al joven por el hecho de ser joven.

Este set de medidas probablemente ambientó no sólo el repertorio del rock, sino también el clima de la creación cultural y su hinterland. “Cultura de la amonestación gratuita”, escribió en 1988 desde el diario La República el periodista Raúl Forlán Lamarque ante el ensañamiento policial en el recital de UB40. Asimismo, Luis Mardones, como secretario general de la Juventud Socialista, salió al cruce en la prensa en más de una ocasión, señalando la estigmatización y el maltrato del joven por parte del gobierno, así como la sustitución del “enemigo comunista” por el “enemigo joven” en el discurso oficial. Desde organizaciones de la sociedad civil se venían activando las alarmas en respuesta a la política de domesticar al joven con porras y palos. En breve, la “restauración democrática” según algunos parecía tener más de restauración que de democracia, y también algo de continuidad o prótesis del autoritarismo en ciertos temas. Este (des)ánimo se trasladó al rock: a las letras, al estilo, a la atmósfera. Y generó resistencia cultural.

Fernando Errandonea, sociólogo (Universidad de la República) y profesor de Historia (Instituto de Profesores Artigas). El autor agradece los comentarios al artículo realizados por el periodista y escritor Gabriel Lagos.


  1. Tony Judt, Posguerra. Una historia de Europa desde 1945. Taurus: Barcelona, 2016. 

  2. En Giovanni Levi y Jean Claude Schmitt (coords.), Historia de los jóvenes, Santillana/Taurus, Madrid, 1996. 

  3. Movimiento político estadounidense de inspiración marxista leninista, con un fuerte componente de reivindicación étnica, activo entre 1966 y 1982. 

  4. En expresión del historiador británico Leslie Bethell. 

  5. Ver Ana Sánchez Trolliet, “Cultura rock, política y derechos humanos en la transición argentina”, en Historia y problemas del siglo XX, volumen 10, número 1, 2019. 

  6. Sobra decir que este cambio del rock argentino se debe también a razones estrictamente musicales. 

  7. Intervención de Ana Sánchez Trolliet en “1984: destape sexual y boom del rock nacional”, Primavera cero (pódcast), 7-11-2023.