Poco después de las diez de la mañana, en el momento en que vio saltar la piedra de cal, Sebastián Eirín se dio cuenta de que algo raro pasaba. Segundos más tarde fue un cráneo que cayó y quedó quieto en la fosa; enseguida fueron más restos de un cuerpo, huesos que, mezclados con la tierra negra, quedaron en el cucharón de la máquina. Sebastián, el maquinista que operaba la retroexcavadora, se detuvo, bajó y se acercó a los antropólogos para mirar la escena. En la fosa había más restos, más huesos. Luego de cuatro años de retomada la búsqueda en el Batallón de Infantería 14, en la localidad de Toledo, Canelones, el trabajo dio sus frutos. El Grupo de Investigación en Antropología Forense (GIAF), que busca restos de detenidos desaparecidos por la dictadura militar uruguaya (1973-1985), encontró los de una mujer. Una mujer que todavía no ha podido ser identificada. Fue el 6 de junio del año 2023.
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Una ráfaga de viento helado se cuela al abrirse una de las puertas de vidrio de La Pasiva, un bar ubicado en la avenida Garzón frente a la plaza Colón, en Montevideo. Sebastián y su pareja, Lourdes, ingresan y se instalan en una mesa cerca de la ventana, uno junto al otro, mirando hacia la calle. Todavía queda algo de la luz de un sol tímido de una tarde de setiembre. Dejaron a pocas cuadras el Chevrolet Chevy Nova de 1970. Piden café y agua sin gas. “Es el primer auto que tengo. Lo compró mi viejo cuando yo tenía 7 años. Es un auto clásico. He pasado la vida restaurándolo —dice Sebastián mientras una tos seca lo interrumpe por momentos—, yo le hago todo. Es el único en su modelo. Todo el mundo tiene que ver con él”. Cuenta que integra el grupo Hinchas de Chevrolet y que recorre todo el país. Lourdes lo acompaña. Cuenta que el auto es un Chevy argentino que vino con motor diésel 3.3, que los fines de semana siempre hay algo, que va a todos los encuentros que puede, que el último se hizo en Durazno, que fue de combis. “El grupo es como una familia. Ahora estoy también en otro que se llama Clásicos del Sureste. El 15 y 16 tenemos un encuentro en Trinidad, en octubre tenemos el de Melo, que es el número uno, ¡no hay chance!”. Sebastián nació el 25 de agosto de 1983 en Montevideo. Creció en el lugar en el que aún vive: ruta 36, kilómetro 30, Villa Nueva, en el departamento de Canelones. Dice que es cerca de Los Cerrillos, y agrega: “Me crie ahí, fui al colegio Santa Isabel, de las hermanas, después fui a la escuela agraria Los Nogales. Y bueno, trabajé en casa, en la quinta, y en varios lugares más hasta que di con mi oficio”. Es una persona simpática, expresiva, habla con entusiasmo, siempre con una sonrisa, gesticula. Oscurece y en el bar encienden más luces. Lourdes casi no interviene en la charla, sólo dice que es funcionaria municipal, que trabaja en Los Cerrillos, que Sebastián le cuenta muchas cosas sobre su tarea en el batallón, pero que ella no lo habla con nadie. Los fines de semana Sebastián se sube al Chevy para pasear, para ir a esos encuentros que tanto disfruta. De lunes a viernes se sube a una retroexcavadora para buscar restos de personas desaparecidas.
“En sí, el oficio mío es mecánico. Yo entré a la Intendencia de Canelones como mecánico vial, que es el que trabaja con maquinaria pesada. La idea mía era, hoy o mañana, ir para las máquinas, que es en realidad lo que me gusta. De mecánico vial estuve ocho años, ahí, en el corralón de Canelones; no me dejaban ir”. ¿Dónde estudiaste? “Estudié en la UTU [Universidad del Trabajo del Uruguay] de Canelones. Toda la vida me gustaron los fierros. Yo quería ser maquinista. Se dio la oportunidad cuando la última compra que hizo la intendencia de estas máquinas nuevas. Ahí empecé a trabajar en la que ando hoy. Trabajé en canteras y otros lugares durante años. Un día me llamaron para una excavación en Neptunia donde estaba el GIAF”. Después de un tiempo lo volvieron a convocar. El equipo de antropólogos confiaba en él, en su trabajo, así que lo pidió y Sebastián volvió a trabajar con ellos en el Batallón 14.
La máquina en la que trabaja es una retroexcavadora Komatsu, modelo PC 200, que pesa 19.750 kilos y está equipada con un motor diésel. No tiene ruedas, se traslada por medio de cadenas. Es amarilla con letras azules. Komatsu es una empresa japonesa nacida en 1917 que lleva el nombre de la ciudad en la que se fundó. Se dedica principalmente a la fabricación de maquinaria para la industria, la construcción, la minería y la actividad forestal. “La retro es toda hidráulica —dice Sebastián—, lo único que hace el motor es mover la bomba”. Y agrega: “Para mí, en maquinaria vial, no hay como la Komatsu”. Sentado en la cabina de esa máquina fuerte y dócil como un gigante bueno, Sebastián trabaja con la precisión de un relojero.
Su jornada laboral comienza a las seis y media. A esa hora marca la entrada en la Intendencia de Canelones y de allí, una camioneta lo traslada hasta el batallón. Es el primero en llegar. Lo cuenta así: “Llego, arranco la retro, me voy para el monte y la lustro tranquilo, la engraso, y cuando llegan ellos estoy pronto”. Se ríe orgulloso y agrega: “Algún rayón tiene, porque todo el día está metida en el monte, seguro”. Y cuando aparece un rayón nuevo, ¿te enojás? “Oooh, estás loco. Vos sacá la cuenta que yo ando arriba de la máquina desde el 2018 y nunca me subí de zapatos; los zapatos me los saco, los meto adentro de una bolsa y subo descalzo, trabajo descalzo. Tengo una alfombrita. Todos se ríen y me dicen que no pueden creer. La aspiro, tengo macaquitos colgados, ahora después te mando fotos. Es una máquina que, digo yo, cuesta como 350.000 dólares, es mucha plata. Tiene todas las comodidades, tiene aire acondicionado para los pies, tengo perfumador, la butaca se acomoda para donde quieras, el asiento... parece que fueras en el aire. Le puse vidrios negros y cortinas. Esto, como yo les digo a las gurisas, es mi oficina. Yo estoy invierno y verano; 4.500 horas llevo acá adentro ¡y no querés que la cuide! Le paso el trapo todos los días, vos la ves y la pintura está como recién comprada. Te agrego algo: cuando viene el camión de la intendencia para cargarle gasoil, yo ya estoy con el trapo en la mano, limpio el pico para poder meter el coso adentro del tanque. Fijate que el camión tiene el pico atrás de la cabina, al aire libre. Se chupa todita la tierra. El sistema de inyección de la retro es muy delicado, cualquier cosita que pase para un inyector... ¡a la mierda! Todas las mañanas me tomo el trabajo de purgar el tanque para sacar el agua que pueda quedar por la condensación. Por eso soy así con la máquina... por eso cada vez que salgo de licencia es un sufrimiento; la gente sale de licencia contenta, yo sufro. Son más las horas que estoy sentado en la máquina que las que estoy en casa. La licencia la coordinamos con el otro maquinista. Siempre uno de los dos queda. El tema es que yo soy medio exquisito para la máquina. No quiero que me la toque nadie. Entonces, a veces se complica, o la máquina queda parada o me cortan la licencia. En una oportunidad tuvieron que usarla, pero la manejó otro muchacho que yo conozco y que es un tipo prolijo”.
Al rato llega al batallón el equipo de antropólogos. Pasan por un contenedor en el que guardan las herramientas, cargan lo que precisan y caminan hasta el sitio donde comenzará el trabajo de ese día. “Ellos me dicen: ‘Bueno, vamos a arrancar acá’... Si ellos no están, no se puede tocar nada. Ya nos conocemos, yo con ver cómo se paran ya sé lo que van a hacer. He aprendido mucho, por ejemplo, sobre la tierra. Es un trabajo de precisión. Vos sacá la cuenta que la máquina pesa como 20.000 kilos y tiene una pluma larga como de acá a la mesa —señala una mesa del bar que está a unos metros, duda, piensa—, o capaz que más larga; con bruta máquina tenés que ir sacando capitas de 30 centímetros”.
El clima condiciona el trabajo. Los días de lluvia y los siguientes no pueden trabajar. Sebastián tiene la libreta que lo habilita a conducir maquinaria pesada. “La mecánica de las máquinas es linda, es todo grande. Yo hice mecánica automotriz, electricidad automotriz, cursos de hidráulica en la Caterpillar, de lubricantes en Ancap [Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland], especialización en motores diésel, todo por mi cuenta. Yo las máquinas las conozco como las palmas de mis manos; cualquiera, tanto motoniveladoras, bulldozer, retros, giratorias… yo manejo un helicóptero igual. Te cuento algo: un día estaba trabajando en una cañada, no me acuerdo dónde, y giro para un lado y se me abre una de las puertas. Seguro, al abrirse pegó para atrás, yo voy justo para el otro lado y se reviró todita. Se hizo un abollón de la gran siete. A los pocos días, la del otro lado lo mismo. Y vos sabés que iba para la máquina y veía esas puertas abolladas... ¡me tenía enfermo! ‘Yo no puedo creer esto’. La máquina impecable y con las puertas abolladas. Un día me calenté, las saqué, las llevé para casa y las arreglé. Quedaron como nuevas. Y bueno, ahí la voy manteniendo. Y ta, como ando yo, los años que hace que ando en ella nunca pisó el taller”.
Además de Sebastián y los integrantes del GIAF, en el lugar trabajan una cuadrilla de funcionarios municipales que se dedica a desmalezar y otra retroexcavadora que aporta la Presidencia de la República. Esta máquina es operada por Nasr (se pronuncia Naser), un ciudadano sirio que llegó al país durante el gobierno de José Mujica (2010-2015). Le pregunto si Nasr habla castellano. “Poco y nada. Alguna cosa te entiende, de lo contrario te da el teléfono y le escribís ahí, porque el teléfono se lo traduce al árabe. He pasado laburo para comunicarme con él...”.
A las 14.30 finaliza la jornada. Otra vez, una camioneta lo lleva hasta la intendencia.
Recién en el último tramo de la charla cuenta sobre el hallazgo. Pasaron más de dos horas. La tos desapareció. Toma agua, habla algo con Lourdes. Su cara redonda debajo de la visera de un gorro que siempre lleva puesto. Nos despedimos y dejamos el bar. La noche cae como una malla compacta.
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Llamo a la hora acordada. Federico López atiende enseguida y conversamos por videollamada. Es la persona que eligió a Sebastián para una primera tarea con el GIAF. En aquel momento, Federico trabajaba en la Secretaría General de la Intendencia de Canelones en estrecho vínculo con el intendente Yamandú Orsi.
“Se hicieron unas excavaciones en Neptunia y lo llevamos a Sebastián. Se subió a la máquina, se bajó y preguntó: ¿qué estamos buscando? Ahí le explicaron. Tiene una capacidad técnica, una contracción al trabajo y una experiencia bárbaras. Tiene una sensibilidad especial y quiere mucho su oficio. Se puso al hombro la tarea”. Federico destaca que hay muchos funcionarios valiosos en la intendencia, pero que en este caso optaron por Sebastián. “Cuando el hallazgo, Sebastián lo vivió con sensibilidad y dolor. Fue a verme. Lloraba. Me pidió herramientas, un foco para el trabajo en la noche. Tiene una iniciativa bárbara, yo trato de asistirlo a él y a todo el equipo. Yamandú [Orsi] sabe que las cosas están funcionando; su espíritu es de perfil bajo”. Antes de terminar la charla le pregunto si sigue en el mismo cargo, me dice que no, que hoy es el director de Patrimonio.
Un día de semana, a primera hora, recibo en el celular un mensaje y las fotos que prometió Sebastián: “¡Buen día, buen día! Ahí te pasé alguna foto de la mimosa” —así llama a la máquina—. Cada imagen viene con un comentario debajo. Toco la pantalla con el dedo índice y aparece la primera: “Las herramientas con las que cuento”. Deslizo el dedo hacia arriba y aparece la siguiente: “Este es el camión que chofereo cuando me precisan”. Lo deslizo otra vez: “[En] esta foto estoy yo con 7 años, mi hermano y mi madre, y ese es el Chevy”. Deslizo: “Estas son de un operativo que se hizo en la costa por lluvias y bueno, fui a hacer unos trabajos con otra máquina parecida a la mía”. Deslizo: “Estas son de un trabajo que me llevaron a hacer a Montes”. Deslizo una vez más: “Estas son de otro trabajo, limpié todo el fondo del cementerio de Santa Rosa”. Deslizo, deslizo, deslizo. En los días siguientes envió más fotos, comentarios, reflexiones.
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“¡Cumbia!” es lo primero que dice Alicia cuando nombro a Sebastián, una tarde de primavera, mientras esperamos que la camarera traiga café y agua, en la cafetería del Auditorio del Sodre. Alicia Lusiardo, antropóloga, es la coordinadora del GIAF. Me cuenta esto: “Cumbia, sí, porque él te abre la puerta de la cabina y está con la música. ‘Ah, ¿no te gusta? Es fulanita’, me dice; le pido que suba un poco el volumen y ahí a veces la reconozco”. Dice que el vínculo con él siempre ha sido bueno. Recuerda que empezó con ellos en Neptunia, que lo presentó Federico López, que les dijo que Sebastián había sido elegido por su pericia, por su sensibilidad. “Y ahí apareció el Seba”, dice Alicia. Cada vez que llega un maquinista nuevo hablan con él, le explican de qué se trata la tarea, los gestos que le van a hacer, cómo tiene que excavar. Después de recibir la explicación, Sebastián se mostró entusiasmado y preguntó: “Pero vamos a encontrar, ¿no?”. Ella cree que lo que más le ha costado es manejar esas ganas que tiene y la frustración de no encontrar. “Siempre que voy al campo me dice: ‘¿Y, Alicia, cuándo vamos a encontrar?’. Y bueno, no sé. Él tenía la seguridad de que en Neptunia íbamos a encontrar, nosotros no teníamos mucha expectativa. Él quedó mal, ‘no puede ser que no encontremos nada’, me decía”. Alicia hace una pausa para atender el teléfono, camino hasta el pequeño mostrador para pedir más café, me dice la camarera que en unos minutos lo lleva a la mesa. Huele a pan recién tostado.
Sobre el proceso de trabajo, Alicia cuenta que se van marcando cuadrículas con estacas. Ahí se excava, cuando terminan se tapa esa y se sigue con la siguiente. Por lo menos tiene que haber dos antropólogos por máquina. “Nosotros vamos al lugar que se va a excavar, nos fijamos si está claro el mapeo, la cuadrícula, si el maquinista tiene claro dónde tiene que trabajar. Ahí nos paramos enfrente o al costado del brazo de la retro y él empieza a excavar. Ahí vamos interactuando: ‘pará’, ‘seguí’, ‘queremos bajar’. Él te quiere ayudar a que bajes con el brazo de la máquina, que te subas al tacho y él te baja. Yo bajo así, otros compañeros se tiran nomás. En el momento en que terminamos de hacer toda una cuadrícula, le hacemos el gesto de que tape. Nos retiramos, él tapa y apisona el terreno. Esto lleva como media hora. Luego pasamos a la siguiente cuadrícula, que puede ser contigua o, según como estemos avanzando en el terreno, puede estar hacia atrás o hacia adelante”. Alicia dice que el trabajo en Neptunia fue de un mes, aproximadamente, y que Sebastián les cayó muy bien a todos, que era ubicado, que era intuitivo, que era buen compañero. Lo ejemplifica así: “Es muy solidario con Nasr, que no hace mucho que es maquinista, que no habla el idioma. Muchas veces lo ayuda, le enseña cosas, le mueve la máquina si es necesario”. Luego de esa excavación se despidieron sin saber si volverían a trabajar juntos. “Cuando salió de volver al [Batallón] 14, porque ya habíamos estado en 2005, 2006, 2008 y 2009, [pero] nunca con él, volvimos a hacer la gestión para que la Intendencia de Canelones nos prestara una retro. En los años anteriores, la retro la daba el Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Ahí pedimos si podía venir el mismo maquinista, Federico estuvo de acuerdo y así fue. Llegó Sebastián”.
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La mañana del 6 de junio de 2023 era fría y gris. La jornada comenzó como todos los días: con esperanza e ilusión. Sebastián recuerda y cuenta: “Estábamos excavando. Primero saqué una raíz enorme, grande como la máquina. Saqué la primera palada, la segunda palada, y en la tercera, cuando traía para atrás, que levanté así —hace un gesto con sus manos para mostrar cómo fue—, saltó una piedra de cal, una piedra de cal cal. Ahí ya está, ahí paré la máquina porque me di cuenta de que algo raro había, y ta, en ese momento en que saco así para arriba y como un poquito para el costado, así —vuelve a gesticular—, cae un cráneo para adentro de la fosa. Se ve que venía en el borde del tacho. Gustavo y las chiquilinas —integrantes del GIAF— que estaban ahí se dieron cuenta al toque. Fue mi primer hallazgo”.
Mientras cuenta, abre bien sus ojos marrones, mueve la cabeza hacia los costados, sus movimientos parecen llenar de energía cada palabra que dice. Continúa: “Ahí paré la máquina y me bajé. La otra parte del cuerpo estaba en el tacho de la máquina. Parte de los pies y de las piernas quedaron en la fosa. Ahí se activó todo el protocolo. Se me generaron sentimientos cruzados, fijate que son casi cuatro años que nosotros andamos en eso, y es lo que estamos buscando. Se te cruzan un montón de cosas. Fue en la tercera tachada. ¿Vos sabés lo que es estar con cuatro ojos, tacho tras tacho que sacamos de tierra? El hallazgo fue a eso de las diez y pico. Después trabajamos hasta las seis de la tarde, descansamos, volvimos a trabajar hasta las doce de la noche, ahí tomamos un café. Trabajamos toda la madrugada, toda la mañana siguiente y toda la tarde siguiente. Nos fuimos a las diez de la noche del otro día. Todo ese laburo para levantar el cuerpo, los restos, sólo para levantar el cuerpo. Los tenés que ver trabajar, es imponente”.
Durante las charlas, en mensajes de audio, en mensajes escritos, Sebastián transmite sus sentimientos: “Te juro que hablo de esto y se me anuda la garganta y me lloran los ojos, es un sentimiento que nunca nadie me lo va a sacar, y tampoco lo van a entender. Encontrar a alguien después de haber estado años y años sepultado en un lugar que nadie se imagina. En ese momento se sienten muchas cosas, pero lo más importante es que va a haber una familia más en paz. Yo, que soy maquinista de la intendencia, después de años de trabajar con ellos, siento que soy parte de esta búsqueda incansable. Siento que tengo un compromiso enorme con toda esa gente. En enero van a ser cuatro años que estoy ahí, día a día, sin faltar uno solo; toda la pandemia. Estuvimos ahí siempre”.
Le digo que siento lo muy comprometido que está y me dice: “Sííí, sííi, y si vieras el sufrimiento de toda esa gente cuando llega al lugar donde está el cuerpo. Viejitas y viejitos que apenas pueden caminar, llorando por alguien que todavía no saben quién puede ser. Te parte el alma, y ahí es cuando te cae la ficha. Me doy cuenta de la importancia y el compromiso que tiene lo que yo hago, operar la máquina. Para mí es un orgullo, me llena el corazón trabajar en la búsqueda de tanta gente que fue arrancada de sus familias y que tuvo esos finales terribles. Cada día que voy para la máquina es una ilusión nueva de encontrar a alguien; momento a momento, día a día, sin perder la esperanza. Así empezamos hace tres años y medio”.
Sebastián hace una pausa. Sus ojos, humedecidos por un brillo de luz.