Hay sol y febrero adolece de verano. Resignificados por las muchas reencarnaciones de los minerales hegelianos, peso y levedad van por la vida contradiciéndose mutuamente. Hasta que, de manera casi tonta, algo lleva a descubrir la síntesis obvia que los ancestros andinos conocían desde siempre: la levedad también pesa.

Los artículos de este número se sitúan en el filo de ese temblor. Un perfil del maquinista que trabaja en un campo de la muerte nos dice algo que la crónica que le sigue (sobre la pancarta central del Acto del Obelisco contra la dictadura) termina de confirmar. El latido de quienes están detrás de los engranajes, eso que luego se volverá memoria, es lo que hace mover el mecanismo. Puede resultar anónimo, como el ser colectivo que toma pincel y pintura y dibuja el contorno de varias letras. O puede ser, en apariencia, identificable, como en el caso del maquinista que tiene un nombre, un apellido, un rostro, pero que a medida que se va desgranando su identikit —música, un Chevy, cerveza, un nudo en la garganta delante del hallazgo de los huesos— termina siendo, a su modo, la expresión individual de un conjunto mayor.

Después del autoritarismo suele llegar la primavera democrática. Aquí enfrente la alfonsinista. Al otro lado del océano la checoslovaca. Tal como se afirma en el artículo sobre rock y democracia, Milan Kundera es el novelista emblema de la Primavera de Praga. Su libro La insoportable levedad del ser (1984) fue adaptado al celuloide en 1988 por Philip Kaufman. El film lo protagoniza Daniel Day-Lewis, quien sabe dar con el tono de esa ironía despreocupada, tan checa, a la que nos acostumbró el cine de Jiří Menzel. El peso de la circunstancia, sin embargo, lo pone el personaje que encarna Juliette Binoche: recién en la penúltima escena baja la guardia y se abandona a la felicidad. Se sabe entonces lo que pasa.

Al número de febrero también lo habitan los que parecen extremos opuestos de entender la música y el modo de vivir el arte. En una esquina, una figura llena de actualidad y contradicciones que en su nombre artístico materializa el par dialéctico del comienzo: Peso Pluma. Las canciones del joven mexicano son, para sus detractores, una apología del delito. No lo son por encarnar la mutación más nueva del narcocorrido, que es la base del rechazo. Podrían serlo, tal vez, por su tic permanente de ostentar un lujo imposible para casi todos y que desde aquí, el continente más desigual del mundo, presenta como la más deseable de las aspiraciones.

En el otro extremo, Luigi Nono, compositor clave de la música contemporánea de quien Venecia acaba de recordar su centenario con una nueva —y complejísima— puesta en concierto de “Prometeo, tragedia dell'ascolto” (1981). También 100 años se cumplen del nacimiento del más célebre de los historiadores británicos de cuño marxista. Ese E. P. Thompson que aparece en nuestras páginas armado de un megáfono en un mitin antinuclear bien podría ser parte del sonido del Prometeo de Nono. Dos personalidades de relieve mundial que sintieron, como complemento insustituible de la levedad de la creación, el peso del compromiso político con su tiempo. Si los viejos ancestros andinos conocían esa dialéctica —y en esa fuente metió las manos del pensamiento José Carlos Mariátegui—, sabían también que el rito y la danza ayudan a unir lo que sólo el artificio muestra separado. Hay sol y febrero adolece de verano.