La caja la entró el padre de Nico. Apenas si le daban los brazos para sostenerla y la arrastraba sin poder ver hacia adelante, mientras se abría paso hasta la mesa de la torta. La caja era más enorme que todas nuestras bocas abiertas. Incluso interrumpimos el reparto de la piñata y hasta los más grandes, que estaban afuera fumando y tomando a escondidas de los mayores, entraron al salón del club para ver qué pasaba.

Nico preguntaba mucho. Parecía que nada en el mundo le causaba indiferencia. Abrir un chocolate nos llevaba indefectiblemente a la reflexión de cómo los hacían, cómo tenían esa forma y de dónde salía el cacao. Solía incomodar a los padres y las madres, porque su curiosidad era irreverente y, con frecuencia, inoportuna. A mí me gustaba eso de Nico, porque no se me ocurrían las mismas preguntas, pero coleccionaba todas las respuestas que recolectábamos y después las repetía por ahí, como un cartel luminoso de sala de espera. Sabías que, decía todo el tiempo. ¿Sabías que los músculos de los ojos se mueven más de cien mil veces al día? ¿Sabías que los peces también toman agua?

Por entonces, yo no sabía qué era una célula. Pero tenía buena memoria. Y cuando la tía René dijo eso mientras nos preparaba la merienda y nosotros mirábamos la estela de polvo brillante que se formaba en la puerta del fondo, guardé la información. Era un archivo. Nico, incluso, me consultaba cuando llegaron los tiempos de los experimentos.

La primera caja tenía el tamaño de una heladera. Nico requirió ayuda para abrirla y su madre trajo el cuchillo previsto para cortar la torta. Lo clavó en un borde, mientras la impaciencia de los asistentes gritaba: ¡Rompela! Como si acaso hubiese sido tan fácil desgajar aquel cartón. La segunda caja podría haber sido de un lavarropas. Crecía la curiosidad, mientras Nico se había sentado en el piso, con su habitual paciencia, y rasgaba los bordes con las dos manos. Yo vi que se cortó. Vi la sangre cuando él me miró, pero agarró el papel de regalo y se secó rápido, sin que nadie más se diera cuenta. Ni siquiera su madre, que estaba al otro lado de la caja, comprometida con el rompimiento.

Todos mantenían las manos juntas, en ronda, alertas al futuro aplauso. La siguiente caja podría haber sido la de un televisor. Empezaron a correr las apuestas. La tía René dijo primero: Es una tele, van a ver, y el padre de Nico se sonreía como un sensey desde el rincón. No era una tele. La caja contenía otra más chica en su interior. Parecía de un microondas. A Nico le seguía sangrando la mano para cuando su madre se dio cuenta. Soltó el cuchillo como si acabara de cometer un crimen ya entrada la conciencia y se agachó junto a él. ¡Un trapo!, empezó a gritar, ¡un trapo! Y alguien le arrimó un repasador de cocina con una estampa de frutillas, limones y manzanas. La madre de Nico le envolvió la mano, la gente aplaudió y Nico siguió, ahora más torpemente, descubriendo su regalo de cumpleaños.

La siguiente caja era de un ventilador. Se leía Punktal desde mi perspectiva. Al abrirla, otra caja. La intriga decrecía en el auditorio. Nadie tenía nuestra curiosidad, ni los adultos, ni el resto de los niños. Pero yo seguía expectante, sabía que cualquier regalo para Nico también lo sería para mí.

Cuando llegó a la última caja, el repasador estaba embebido en sangre, pero a nadie parecía importarle. Sé que a Nico tampoco le importaba su mano.

La misma que sacó un microscopio profesional desde adentro de la última caja. Hubo un aplauso tenue, cargado de desilusión. No pareció llamar la atención del corro un microscopio en las manos de un niño y la ciencia no era muy popular por las inmediaciones. El padre de Nico dejó de filmar y se acercó a rascarle la cabeza, mientras Nico agarraba el instrumento y hacía fuerza para levantarlo. Había otras cajitas. Diminutas y finas. Me acerqué. Los dos sentados en el piso comenzamos a abrirlas una a una. Eran pequeñas láminas de vidrio. No había instrucciones.

Lo primero que pusimos fue un pedazo del repasador que Nico había guardado en la mesa de luz, la misma noche, cuando regresó de la emergencia con los puntos. Recortamos un trozo, pero nos decepcionó cuando por fin pusimos el ojo en la mirilla. No lográbamos calibrar el microscopio y sólo veíamos una mancha roja nublada. Cuando me cansé, me puse a hojear unas revistas de ciencias naturales que Nico tenía desperdigadas en el piso, pero él no se dio por vencido. Cuando levanté la vista, se estaba perforando el dedo índice de la mano sana con un alfiler. Pronto emergió la ampolla de sangre, que rápidamente trasladó a una de las láminas. El contacto milimétrico de la gota con el vidrio me hizo acordar a la contracción de los besos. Me acerqué, asombrada. Parecía un científico en miniatura. Luego colocó otra lámina arriba, con delicadeza para que no se formaran burbujas. No sé por qué Nico sabía eso, pero tenía sentido y lo retuve.

Nico abrió el ojo más grande que yo había visto y lo apoyó sobre el visor. Paah, se mueven, paaah, parecen bichos. Puse mi brazo junto al de Nico, hombro con hombro, pero sin el visor sólo veía una mancha de sangre aplastada por los vidrios. Anotá, me dijo y yo acaté mi futuro rol.

—Redondeles rojos o rosados que tiemblan y se mueven, ¿anotaste?

—Sí.

—Hay otras cosas que se mueven, de un color más claro. Anotá: averiguar qué es.

—Quiero ver yo también, dale.

Nico despegó el ojo. La goma del visor le había dejado una marca en el párpado. Me froté los ojos para no perderme nada y me apoyé.

—Parecen hormigas espantadas.

—¿Vamos a ver la tuya?

Nico agarró una aguja más fina del costurero, puso su mano debajo de la mía y me pinchó el dedo índice. Como ya lo había visto a él, le facilité la tarea del traspaso de la gota hasta una nueva lámina.

—Redondeles rojos y redondeles blancos, bastantes blancos. Anotá. Averiguar qué es.

Cuando miré mi propia sangre vi otras hormigas. Parecían más lentas, aunque igual de desconcertadas. Pensé en que mi sangre era más rara que la de Nico porque era menos roja.

Al finalizar la tarde, teníamos una hoja entera de cuadernola con anotaciones sólo por haber visto una gota de sangre. Al leerlas en voz alta para los dos, me di cuenta de que Nico parecía conocer aquello que describía, como si lo hubiese visto mucho antes. En cambio, mis anotaciones eran más burdas, o más poéticas. Sin embargo, estábamos de acuerdo en algo: los dos queríamos saber cómo eran las cosas por dentro.

Ese verano casi no se nos veía en la vereda. Nos habíamos dedicado a hacer expediciones, sobre todo al baldío de la calle Demóstenes, que para nosotros era una selva en la que recolectar futuros objetos de estudio.

Montamos el laboratorio en el altillo, lugar protegido de los futuros mellizos que Nico tendría por hermanos. Armamos un escritorio con una tabla con caballetes y pusimos almohadones en la silla para poder articular el cuello a la altura del tubo ocular del aparato.

A veces Nico salía solo de expedición y eso me enojaba. No me gustaba llegar cuando el experimento estaba empezado y se lo decía, pero él no me hacía caso. En una mesa contigua teníamos diversas herramientas: algunas fabricadas por nosotros y otras sustraídas del galpón de mi casa. El martillo era una de las que más usábamos. Lo precisábamos cuando debíamos dividir a su mínima expresión algún objeto para que cupiera entre la lámina de vidrio y el objetivo.

Armamos una repisa. Le pedimos ayuda al padre de Nico, que cada tanto subía a chequear cómo estábamos o en qué andábamos. En los estantes fuimos colocando todas las miniaturas. Piedra laja, pedregullo, revoque; anillos, caravanas, pulseras; papel higiénico, papel dibujado, hojas de garbanzo; hojas de plátanos, flores de jacarandá, pétalos de jazmín. Lo más divertido había sido la sangre y la saliva, que nos dio asco y risa y no podíamos creer la cantidad de criaturas diminutas que vivían dentro de todas las bocas. El cuaderno se transformó en un pergamino.

—Hasta lo que parece muerto está vivo —me dijo un día Nico con el ojo pegado a la mirilla mientras analizaba un pétalo. Y yo anoté esa frase y la subrayé.

Nos habíamos propuesto estudiar todos los tipos de plantas y flores que encontráramos en el baldío. Así que volvíamos con la mochila repleta de viandas en las que clasificábamos lo que íbamos arrancando. Una noche terminé en la emergencia por un brote alérgico, porque había estado toda la tarde manipulando la hoja de una planta que, lo supimos después, era venenosa. Anotamos ese hallazgo también y procuramos guantes, que primero fueron los de lavar la cocina y luego unos comprados en la farmacia.

Antes de empezar el último año escolar, Nico y yo ya manejábamos conceptos como célula, núcleo, citoplasma, epitelio. Cuando pasábamos mucho calor en el altillo y no teníamos ganas de salir de expedición, nos íbamos igual al baldío con la mochila cargada de agua, refuerzos con dulce de membrillo y dos libros de ciencias naturales que yo le había pedido a mi hermano mayor. Nos leíamos en voz alta:

—Tejido constituido por células íntimamente unidas, planas o prismáticas, que recubre la superficie externa del cuerpo y de ciertos órganos interiores. Según el número de capas que incluyen, los epitelios pueden ser monoestratificados o pluriestratificados.

Después empezamos a llevar un diccionario científico, que renovábamos en la biblioteca del centro comunal, para buscar palabras que las enciclopedias se olvidan de explicar en sus definiciones, como monoestratificar.

Una tarde, estábamos recostados contra el esqueleto de una cocina abandonada en el fondo del baldío. Nos gustaba esa zona porque había al menos tres árboles que nos daban sombra toda la tarde y nos protegían del resplandor que nos molestaba para leer. Mientras Nico despellejaba la costra de un refuerzo y la tiraba al piso, se empezaba a sentir el aleteo de las palomas, que agitaban el aire como si los libros se rebelaran. A mí no me gustaban las palomas cuando estaban en el piso todas juntas, pero viéndolas ahí, temblorosas, picoteando las migas, un poco me hacían acordar a los círculos rojos de la sangre que habíamos visto la primera vez. En eso apareció un perro que las espantó. Le faltaba una pierna, parecía enfermo y viejo. Nico no dudó en tirarle un pedazo de pan, la parte de la miga, y el perro fue cojeando hasta donde cayó el trozo. Lo comió rápido, pero no volvió a pedir más. Dio media vuelta y se echó junto a nosotros, debajo de la misma sombra.

Le pusimos Plasma. Era vernos aparecer y se ponía contento. Esa contentura huesuda y honda de los perros enfermos. Las raciones de la mochila cada vez eran más. Incluso destinamos una de las viandas al agua que día a día le llevábamos. Cuando le extirpamos una garrapata, la guardamos en un tarrito de Redoxon y la llevamos para el microscopio, casi muerta, debilitada, aunque era lo más vivo que habíamos observado bajo la lente.

A Nico se le ocurrió darle algo de comer para revivirla. Hasta donde sabíamos, se alimentaban de sangre. Así que bajé la escalera del altillo con la certeza de que estábamos solos y abrí la heladera de su casa como si fuera la mía, aunque no sin pudor. Era de mala educación andar abriendo las heladeras ajenas. Recordé las instrucciones de Nico. En un tarro azul, tiene que haber churrasco crudo. Mi madre nos da churrasco día por medio. Así fue. Cortados en rebanadas, agarré uno con la mano, lo puse en una servilleta de papel y elegí un cuchillo.

Cuando volví al altillo, Nico estaba abriendo algunas de las cajas pequeñas que venían con el microscopio. Encontramos lo que necesitábamos. En el futuro nos enteraríamos de que eso se llama placa de Petri, pero para entonces le decíamos el tarrito redondo que sirve para analizar, por ejemplo, bichos vivos como la garrapata.

Primero parecía una araña. Un cuerpo ovalado y marrón, similar al de las cucarachas, y cuatro patas a cada lado. Anotamos. Yo, mientras, miraba la enciclopedia y constataba que efectivamente se trataba de un arácnido. Fuimos aumentando la escala. Había algo anticipatorio en retrasar el disfrute. A los dos nos gustaba eso. Con cada calibración del aumento de la lente, nos turnábamos para observar, con cierto nervio, el nuevo hallazgo. La garrapata tenía algo similar a alambres de púa en sus extremidades. Concluimos que con eso podía prenderse a las pieles de sus presas. Anotamos. Queríamos verla en acción, así que corté un trozo de churrasco sobre la servilleta, Nico levantó a la garrapata con una pinza de cejas y yo coloqué la carne en el recipiente, ayudada por dos palitos de mikado.

Apenas se movía sobre el trozo de carne, pero al cabo de unos minutos empezó a revivir. Un elemento cilíndrico emergió como un aguijón desde su boca y lo clavó en la viscosidad de su presa. La garrapata vampira le pusimos. Queríamos guardarla, pero no iba a vivir sin sangre dentro del frasco, y alimentarla día a día con churrascos nuevos no me pareció bien. Tuvimos nuestro primer desacuerdo hasta que decidimos matarla y exhibirla en la repisa como un animal embalsamado. No previmos la colonia de hormigas que con el paso de los días comenzaría a roerla.

A Plasma habíamos tenido que empezar a dejarle comida porque, si no, nos seguía. Así que cuando ya era la hora de irnos, uno de los dos le tiraba un trozo de pan, una vez el churrasco que no habíamos querido invertir en la garrapata vampira; otras veces, las sobras de la cena anterior que ambos, cada uno en su casa, reservaba en el borde del plato y guardaba antes de que llegase el momento de lavar.

Yo me empecé a sentir mal antes de empezar las clases y Nico se dio cuenta una vez de que me quedé dormida en el baldío mientras él leía en voz alta la diferencia entre mitosis y meiosis. Después me dijo que le costó despertarme y que hasta Plasma me había lamido la cara, preocupado.

Pude volver a nuestro laboratorio casi un año después. En ese tiempo había decidido que quería estudiar los genes, y Nico me dijo que quería ser médico forense. Como entregados a un ritual, sin decir ni preguntar nada, estiré mi mano y Nico pinchó el dedo de siempre. La gota, el vidrio, el ojo pegado al visor.

—Estás mejor —me dijo, y me abrazó.

En la repisa había material nuevo. Nico había acumulado objetos de estudio y sabiduría durante el tiempo en el que no pude ir más al altillo ni a las expediciones.

—¿Y esto qué es? —le pregunté, agarrando con la punta de los dedos pequeños objetos filosos y ásperos.

—Otro día te cuento —me dijo Nico y cambió de tema.

Yo quería, necesitaba, volver al baldío. Quería ver a Plasma. Durante los meses en los que no estuve, Nico me había tenido al tanto por teléfono o por cartas que me hacía llegar a través de su madre. Me decía que había mejorado, que incluso andaba haciéndose el loco con una perrita que lo venía a buscar y que le comía la comida, pero él se dejaba, sin gruñir. Le pedí a Nico para ir al baldío. La primera vez me dijo que hacía mucho frío y era mejor cuidarme. La segunda me dijo que se sentía mal del estómago. La tercera me dijo que lo habían vallado y que ya no se podía entrar más, que teníamos que buscar un nuevo lugar para ir a explorar.

Ese día, al salir de su casa, fui sola hasta el baldío. Necesitaba ver las chapas con las que seguro lo habían vallado, contemplar en silencio nuestro reino para poder despedirme, como me había acostumbrado en cada retroceso.

No había vallas, ni chapa, ni muro levantado.

El baldío seguía ahí, menos frondoso por la malicia del invierno, pero ahí. Entré a buscar a Plasma, a sentarme diciendo las cosas que le gustaba escuchar a ver si aparecía, pero no lo hizo. Empecé a explorar yo misma ese perímetro de hallazgos compartidos. A buscar con mis ojos un nuevo objeto de investigación. La rueda oxidada de la bicicleta seguía ahí, el casillero de cerveza vacío ya había empezado a ser cooptado por la enredadera, la cocina abandonada se había descascarado por completo. Noté, junto a ella, una irregularidad en el paisaje. Un perímetro de tierra alborotada. Me agaché para verla de cerca. Sobre el montículo encontré una lámina de vidrio del microscopio, escrita a mano con tinta indeleble. Incrustada en la tierra, vertical.

Me abrió la puerta la madre de Nico. Estaba alterada porque mi madre había llamado preguntando por mí. Le dije que ya me iba, pero que tenía que ir a buscar una cosa al altillo.

—Vengo del baldío, ¿por qué no me dijiste?

—Porque te iba a doler.

Me senté a llorar en la cama de Nico. Mientras las lágrimas caían en gotas más grandes que la sangre y crispaban el satinado de las revistas de ciencias, volví a mirar la estantería.

—¿Me vas a decir qué son las cosas esas?

—Son pedazos de hueso, Dani.

—¿De dónde los sacaste?