Había que delimitar la jurisdicción de Montevideo, así como hacer el reparto urbano de la ciudad que se estaba fundando. Tal tarea, el gobernador Bruno Mauricio de Zabala se la había encomendado al capitán español Pedro Millán. En la repartición de los primeros ocho solares, el segundo correspondió al tramo que actualmente ocupa el cuadrado formado por las calles Juan Carlos Gómez, Piedras, Bartolomé Mitre y Cerrito. En esa manzana vive, desde hace quince años, Fernando Cabrera. Además de circunstancias familiares que lo propulsaron, Cabrera vive en esta parte de Montevideo por razones históricas, de afición a la historia de Uruguay y su ciudad capital. Ve los barcos entrar y salir del puerto, y eso le da felicidad. La vida en la península, rodeado de agua a tres bandas, con autonomía de servicios y la sensación de estar en el lugar de la fundación. Estar y ser, porque al recorrer las calles, juega un poco al fundador, y así se siente. Estudió y cuenta que su manzana estaba dividida en tres partes:
Una mitad y dos cuartos. La mitad que mira al oeste era de un tal Gaetán, que tiene una calle en el Prado que lo recuerda (dos cuadras, de Buschental a 19 de Abril), uno de los fundadores, antes de los canarios, del grupo que vino con Juan Antonio Artigas, el abuelo de José Gervasio. Con él, Pedro Millán, Pedro Gronardo, Jerónimo Pistolete Eustache, Juan Bautista Callo y Jorge Burgues. Esos fueron los primeros fundadores, que vinieron de Buenos Aires. En uno de los dos cuartos restantes estuvo la primera pulpería del poblado, que la puso Gronardo en sociedad con Pistolete. Los dos se murieron enseguida en accidentes de mar y quedó la viuda de Pistolete con la pulpería. En el otro cuarto de manzana estaba un chileno, Luis de Sosa Mascareñas, que venía de Concepción, y fue el que descubrió el primer manantial de agua dulce, a una cuadra y media de acá, cuando Montevideo no tenía aún agua salubre.
Esa pasión por el pasado se refleja en varias canciones con referencias históricas de Montevideo. Cuenta que empezó a interesarse en la historia en el antiguo primer año de preparatorio, que luego fue el quinto de secundaria. Fue gracias a “profesores que te hacen pensar otras cosas, verlas de otra forma”. Ese despertar lo llevó a leer por fuera del “bolillero curricular”. Lo transformó en “un lector hedonista” y le dejó baches inevitables que ahora, de adulto, está intentando llenar. Esas lagunas las tiene identificadas con claridad: la segunda mitad del siglo XIX, la primera del XX.
Con el disco Ciudad de la Plata, de 1998, como mojón, Cabrera empezó a mencionar aspectos de nuestra historia en algunas de sus composiciones, o a tomar la historia como insumo para luego transformarla con la libertad que le daba la letrística o la poesía. Allí apareció “Continuará”, donde toma la historia como punto de partida para escribir algo libre: “El contrabando era total / Como hoy igual de claro / Fuimos los primeros / Después llegaron otros más / Sus aldeas los echaban / Medio muertos de hambre / Ganaron sangre”.
El experimento le gustó, así que en discos siguientes continuó jugando con la historia, la de Uruguay todo, pero con especial foco en su ciudad natal. Se trata de un acumulado de canciones que refieren a lugares y circunstancias de Montevideo. El inicio está en el vínculo con el territorio desde su infancia. Sin embargo, no se considera un narrador de Montevideo. O al menos no como alguien que haya asumido ese rol de forma consciente.
Esa es la cuestión clave. He tenido que aceptar con los años algo que todo el mundo me manifiesta, y es que yo le canto a Montevideo, a tales barrios, a tales calles. Como si eso fuese a propósito, con la intención de homenajear la ciudad, de hablarle a la ciudad. Me pasé décadas discutiéndole esa idea a la gente: “Mirá, no es así, no le canto a Montevideo, elaboro una historia, hablo de un personaje, de una situación que le pasa a alguien y, a la hora de ubicarla en algún sitio, a la hora de ponerle a esa historia una escenografía, obviamente, he nombrado los sitios que uno conoce”. Entonces, en una canción aparece la calle tal, la plaza tal, pero nunca tuve la intención de ser un autor “pintoresquista”, en el sentido de las canciones como postales de la ciudad, de las que se vendían en Plaza Independencia.
Nunca buscó ese camino. En la canción, dice, “se trata de otra cosa, de la peripecia de un tipo, una situación amorosa, etcétera, que, como cortina, tiene algunos elementos de la ciudad”. Esa fue siempre la posición de Cabrera, pero nunca comprendida del todo. Así que un día se movió de ese lugar y comenzó a aceptar, en su diálogo con el público, que sí le hace canciones a la ciudad.
No me queda otra. Y sinceramente, hoy ya no me molesta tanto el asunto, porque es cierto que sin darme cuenta me han salido pequeños homenajecitos y referencias dentro de las canciones. ¿Qué quiere decir eso? Que sin duda quiero mucho a mi ciudad.
Su abuelo paterno nació en 1886 y combatió en la guerra civil de 1904. Abuelo, abuela y tíos abuelos generaron un trasiego de historias, a través de la memoria oral, que llegó a los oídos de Fernando cuando niño, en la casa del Prado que todos transitaban. Allí aparecían cuentos del Paso Molino y Belvedere en las primeras décadas del siglo XX. Le gustaba escuchar a los mayores, era un niño atento, algo que asentó en casa y desarrolló en las calles.
Alfredo Cabrera, su padre, andaba en vehículos de cuatro ruedas cuando todavía no era tan común, primero auto y después camión, por motivos laborales. La familia recorría la ciudad con particular asiduidad, un día al Cerro, otro a Carrasco, un fin de semana a la chacra de unos tíos donde hoy es La Tablada, en algún momento a la rambla, y así, semana a semana.
Ya siendo niño, Fernando visualizaba el trazado urbano, no era un misterio. Al Prado iba caminando todos los días. La casa estaba ubicada en la calle Molinos de Raffo 432, número que utilizaría como título de su disco editado en 2017. Tras el auto y el camión del padre, a la salida de la infancia, Fernando se subió a su bicicleta y no se bajó hasta la entrada a la adultez. Con el birrodado tenía por hobby recorrer todos los bordes de la ciudad: podía estar en Pajas Blancas, conocer el balneario, investigar cómo se había formado, visualizar las chacras, los caminos vecinales de atrás del Cerro, y al rato podía aparecerse en Paso Carrasco, para luego volver a su casa. Al otro día, Las Piedras, las bodegas y quintas en Peñarol, el Centro, La Unión, todo en bicicleta. Fernando salía solo, con su bici italiana, o con un par de amigos del liceo aficionados al ciclismo. A esos amigos les dedicó, en 1984, “El viento en la cara”: “Pasacalle de largada / Los boliches de Garzón / Hirviendo en presagios y apuestas. / Caramañola / Morral de la fiereza / Corazones que explotan / De tanto bombear”.
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Cuando tenía 24 años cambió la bicicleta por un taxi, que condujo durante un año y medio. Ese trabajo coexistía con su carrera musical, “porque tenía arriba cinco años de Montresvideo y dos de Baldío”. Ambos oficios se fueron mezclando y el taxi, además, se volvió un auxiliar en 1983 durante la grabación del disco de Baldío: “A veces cortaba, pasaba a buscar a Andrés Recagno por la guardia del Pereira Rossell o iba al ensayo en lo de Gustavo Etchenique, también en el taxi”. Aunque sin referencias directas en las canciones, ese trabajo le daba “el profundo conocimiento de la ciudad”. Una acumulación que, en ese momento, ya se nota en algunas canciones que va escribiendo. Es el caso de “Paso Molino”, que grabaría después, y de “Tablado del Colombes”, que forma parte del disco de Montresvideo.
“Paso Molino” es mi primera canción. Recuerdo que primero hice la música, a los 16 más o menos, con unos acordes que inventé, en si menor, con unas cuerdas que suenan al aire y otras no. La parte b tenía una melodía más desarrollada, me gustó cómo quedó la música. No se me ocurría qué letra ponerle y al año apareció algo, no sé ni cómo, supongo que como casi todas las canciones, con dos palabras que aparecen y después se te ocurre otra cosa que la va formando. Empieza muy parecida a “El tiempo está después”, con veinte años de diferencia, en el sentido de primero nombrar el lugar de la historia, para que luego se desarrolle: Rosedal, senderos, bancos... y después empieza a hablar del personaje, habla de las fuentes, la Cordier de atrás del Hotel del Prado y la otra cruzando el arroyo, la del Rosedal, como si ambas tuvieran un amor no correspondido, cortado por el arroyo que no les permite conectarse.
El tablado estaba a la vuelta de su casa, sobre la calle Pena, en el club de bochas Colombes, que en 1971 tuvo un escenario de carnaval en el terreno contiguo, que había pertenecido a una antigua barraca. Son los años de la adolescencia, pero ya en ese momento está la apertura para un aprendizaje musical que usará mucho más tarde.
En ese terreno, un año, se armó el tablado, con tablones y esos tanques de 200 litros de aceite. Además de los conjuntos habituales de carnaval, participaban otro tipo de espectáculos. Yo tendría 14 años. Ahí, durante ese carnaval del 71, pude ver dos cosas fundamentales: a Alfredo Zitarrosa con un cuarteto de guitarras, impactante, en pleno auge, que había editado Coplas del canto, recientemente. Y también vi a mis ídolos de esa época, Aldo y Daniel, un dúo que escuchaba en Discódromo y había sacado un long play, que por supuesto compré y del que había aprendido todas las canciones, que cantaba a dúo con mi primo Raulito, nombrado en “Tablado del Colombes”. Aldo y Daniel, un dúo pop, en época en que proliferaban los dúos, a imagen de Simon and Garfunkel. Aldo, que era guitarrista y compositor, y cantaba a dos voces con Daniel. Algo que para mí fue muy útil, porque al igual que otro par de ejemplos, ellos usaban el contrapunto: una melodía hace una cosa y la otra hace otra cosa distinta, al mismo tiempo. Me había fijado en eso, años antes, en el famoso tema de Vinicius y Baden Pawell, “Samba em preludio”, brutal contrapunto, y después los Beatles, que también hacían contrapuntos. Aldo y Daniel tenían esa característica y eso me sirvió. Sin ir más lejos, en “El viento y la cara”, con Pacho Martínez y Daniel Magnone, hicimos un contrapunto. En el dúo con Mateo también, melodías diferentes y letras diferentes. Se ve poco y es difícil de hacer.
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En el listado de canciones de Cabrera con referencias a los barrios que circundaron su juventud, hay que sumar “Automotores” y “Autoblues”. La primera es inédita y su texto puede encontrarse en 56 canciones y un diálogo (Trilce, 1993), un libro con letras, un prólogo y una entrevista realizada por Alicia Migdal. Algo así como el primer libro sobre Fernando Cabrera. En los versos, la historia motora de la familia está presente de principio a fin, en distintas circunstancias, por ejemplo, cuando “el Plymouth se roba los recuerdos / uniendo Colón y Belvedere”. En cuanto a “Autoblues”, que integra el disco homónimo de 1985, allí se describe la turbia dinámica de “tajo y puñalada”, un barrio dentro de un barrio, que existió en décadas pasadas, en la zona de Camino Castro y Emancipación. Donde ahora hay un Liceo Militar, antes había un cuartel, que, como todo cuartel, genera un sub barrio, en este caso, de corte prostibulario: “Al costado de la vía / Había gente agazapada / Al oscuro de los vinos / Se iban cubriendo de la cana. / Después un punga adormilado / Abría un buco en la mañana”.
También andaba en tren, que pasaba cerca de su casa. En el Paso Molino estaba la estación Yatay, hoy desaparecida, pero que en ese momento era la segunda de la ciudad en tráfico de pasajeros, después de la Estación Central.
Para empezar, cuando era chiquito llevábamos e íbamos a buscar a la estación a un tío que vivía en San José y viajaba muy a menudo. Mis abuelos se criaron en la calle Zufriategui, así que la estación estaba muy presente, muy propia. Y yo de niño, a muchos campamentos, con los scouts del Paso Molino, iba en tren. Nos bajábamos en el medio del campo, no sé donde, caminábamos 12 kilómetros, acampábamos y a la vuelta de nuevo en tren. Recuerdos maravillosos.
Al respecto de la mencionada calle Zufriategui, en el disco Buzos azules, de 1986, Cabrera incluye una canción llamada “La Logia”, que refiere a “una forma de proteger el patrimonio del Paso Molino / solo la integramos hombres probos del Prado y aledaños”. La Logia se reúne en dicha calle, en los sótanos de la iglesia, más precisamente. A su vez, Yatay —sobre Zufriategui— es la estación donde “ella” esperaba, en la canción “El vagón dormido”, del LP Autoblues. La letra es un intento de escritura surrealista, inspirada en algunos poemas del argentino Raúl González Tuñón. Según Cabrera, cuando la terminó, le pareció tan cercana a Tuñón, al borde del plagio estilístico, que eligió citarlo, como homenaje. “Que la pequeña historia se sitúe en la estación Yatay, se dio casi por azar”, acota. ¿Eso quiere decir que, si podría escribir sin hacer referencias geográficas específicas, al usarlas está haciendo una elección estética? ¿Podría haber escrito “Buena madera” sin ubicar los lugares donde su hermano estudió carpintería?
Obviamente, hay algo del gusto por hacerlo, de la mano con esa acumulación a la cual me refería. En esta canción se mencionan las dos escuelas donde aprendió el oficio. Primero, la UTU de Paso de la Arena y, después, cuando quiso profundizar conocimientos en la ebanistería, la escuela Figari en Ciudad Vieja. A su vez, refiero a La Unión, el barrio de origen de su compañera, donde se mudaron juntos. Ella, su madre, su abuela, tienen muchas referencias de cómo era La Unión hace cien años, cuando había quintas, terrenos, 8 de Octubre, la iglesia y poco más.
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Si de oficios se trata, en la canción “Viva la patria” refiere a la fábrica de ladrillos que manejaba su abuelo en los años cuarenta, en Sanfuentes y Cibils, una esquina de Cerro Norte. Se trata de una de sus composiciones más puramente biográficas, que inicia con la referencia al antiguo hospital Canzani, en Martín García y Marmarajá, donde Fernando nació (“igual que tantos otros más”) el 8 de diciembre de 1956. Sobre el magisterio, en el disco Viveza (2001), Cabrera sitúa la huelga de maestros durante aquellos años de crisis; por ello la referencia al Palacio Legislativo, ya que a sus alrededores se centralizaron las manifestaciones. Las influencias de lo urbano no solo en términos de un plano de asfalto y veredas, sino también del modo en que la calle resulta habitada. Como cuando escribió “Viveza”, en tiempos en que trabajaba en el centro de documentación musical del Sodre, en Sarandí y Misiones.
A menudo pasaba por la peatonal un grupito de uruguayos, dos veteranos y un muchachito más joven, tocando samba: un cavaquinho, una pandereta y el jovencito con un sombrero por si aparecía alguna moneda. Bastante cuadrado, samba a la uruguaya. Pero pasaban todos los días. Con ese ritmo se me empezó a ocurrir la melodía de “Viveza”, samba pre bossa nova, de los años treinta. La letra fue surgiendo, menciona la Ciudad Vieja, pero habla de mil cosas, en un ejercicio un tanto inaugural para mí, que luego lo hice en otras ocasiones. Simplemente que una canción no tenga un tema, sino siete y que vayan cambiando. Eso me gustó como fórmula, con cierta influencia literaria tal vez, de algunas novelas, con cambios de puntos de vista, personajes.
En otro plano, o en ese mismo, la influencia de la literatura. En especial, de Juan Carlos Onetti. En la banda sonora de El dirigible (Pablo Dotta, 1994) lo trajo con “Santa María”, su invención literaria de Montevideo.
Me pegó Onetti. En la época de las canciones para la película estaba en el pico del enamoramiento. La primera vez que leí a Onetti fue con 16 años, cuando estaba en quinto, que conocí una barra nueva de muchachos que me cambiaron la cabeza; tipos muy cultos, de familias que en sus casas tenían bibliotecas, discotecas, iban al teatro, aficionados al cine, a la filosofía. Yo venía de una familia muy diferente, mucho más sencilla. Ahí encontré un mundo nuevo. Uno de ellos me prestó El astillero y me costó, me di contra una pared, y lo dejé, me resultó denso, cerrado, depresivo. A los años intenté de nuevo leer a Onetti y ahí me fascinó, ya había hecho un ejercicio de cierta acumulación. Para disfrutar de algunas cosas hay que tener un poco de preparación, en cualquier área. Lo pude leer y me fascinó, en un amor que uno a veces siente por un hecho artístico y por quienes lo producen.
Mateo Magnone, periodista. Es autor del libro Uruguayos cantores. El fútbol en la música popular uruguaya (Ediciones B, 2016).