En el pasaje de los aloes: en aquel lugar encontraba al diablo. “¿Qué querías hablar conmigo?”, era la pregunta. Así, sin más. Entre los tamarices, las tunas y los penachos rojos del aloe. Con el pasto dibujante a los pies. Aquella especie de perro inquiría en imperfecto, como mandan los sueños. Los pelos, los dientes, el aliento. Ella, que se paralizaba con las historias de exorcismos y juego de la copa, que leía de costado, pero leía, aquel diccionario extraño del diablo en la biblioteca del abuelo, que no creía del todo en el dios de una catequesis en la que se agolpaban decenas de niños dentro de la parroquia, que no había logrado mirar Poltergeist ni El exorcista, pero que imaginaba cada detalle de las películas, cabezas girando, objetos destrozados contra la pared, era ella la que tenía que responder. Por si fuera poco, le cabía la responsabilidad de haber convocado a nadie menos que a Satanás.

Despertó ahogada. Sintió el cuerpo rígido. Miró alrededor en la oscuridad. El silencio y el frío del cuarto, a pocas cuadras de los aloes. Trató de mover las manos pero no pudo. Sintió gotas de sudor frío en la espalda y repitió, desde la cantera del sueño, el hallazgo, la pregunta. “¿Qué querías hablar conmigo?”. El pampero silbó por entre las persianas de madera. Ladró algún que otro perro en ese espacio demasiado abierto del cabo oceánico. A pesar del miedo, la pregunta era correcta. Ella estaba tratando de decirle algo al diablo, una porción de lo que se callaba o lo que ni siquiera lograba poner en palabras. Al diablo o a alguien que pudiera escuchar a través del tapón que le apretaba la garganta. Pero al instante sintió vergüenza: él la había descubierto. De pronto había alguien mirando a través de la piel y bajo los modos obligados, los gestos pocas veces fuera de lugar, ese permanente estado de inadecuación, ella, si es que estaba en alguna parte, un brote recién germinado, el pecho todavía plano, la ausencia de pelos en la entrepierna, el dolor ocasional, una irradiación que no terminaba de ser la barriga aunque no sabía qué era, un cuerpo tan sin gracia, transparente. Arrancada la cáscara y expuesta. Y este sueño que se le pegoteaba, viscoso.

[Imposible ayudarla. ¿Qué se le puede anticipar? No sabe que, durante años, no pasará por esa cortadita hacia La Balconada, por entre los aloes, sino que irá por la calle, aterrorizada. Tampoco sabe que cometerá la osadía, finalmente, de llamar al diablo junto a varios amigos un día de San Juan, bajo una higuera, en un campo chato de India Muerta. La luna estará llena, los corazones llenos de excitación de compartir ese momento tan juntos y tan audaces, pero nadie ni nada vendrá a la cita. Un día simplemente se va a olvidar del sueño del diablo y volverá a tomar el camino de los aloes para bajar a la playa. Como si nada, más concentrada en estrenar su primer biquini que en esas menudencias. Pasarán más años. De pronto, en un viaje al océano más frío, volverá a despertarse paralizada, aunque ya no pensará en el diablo, sino en una mezcla de aberraciones paganas, pero no menos intimidantes, entre las que, de un momento a otro, admitirá algo parecido a la locura. Alguien que cree, siempre los hay, le va a sugerir que es la forma más común de visitas. Visitas de quién no se atreve a preguntar. Más adelante, ¿o fue antes?, qué sacrilegio esta línea del tiempo tan escueta, su padre, divorciado de su madre, va a comprar ese mismo exacto baldío. El del sueño con el diablo. Tabla a tabla, una casa de madera flotará sobre los tamarices, las tunas y los aloes, que florecerán tan puntuales como desafiantes cada invierno, todo hasta que su padre venda la casa, se enferme y muera. Igual, por más pasmoso que sea, ella no atinará a juntar esos dos puntos separados por siglos en el medio].

Los músculos reaccionaron de a poco. Movió un brazo como si fuera de piedra. Se restregó los dedos de los pies entre sí. Pasaron los minutos y se concentró en respirar hondo, en pensar en otra cosa, nada que la devolviera, un por favor tan cristiano, promesa al dios de su madre, nada que la llevara de vuelta al encuentro de los aloes. Pasaron también las horas, pero el sueño no quiso volver, o eso creyó. No importa. Recorrió las paredes del cuarto con los ojos. La oscuridad no cedía. Cuando amaneció, con una demora de eternidad, ciertos rayos ínfimos de luz entraron por los rebordes del postigo. Enseguida, el ruido de su padre yendo a trabajar en moto, su madre que tiraba la cisterna. Siguió el motor de la moto hasta que no lo escuchó más y decidió que era hora de salir de la cama. El mar incesante lamía salado, en su ir y venir, el balneario de invierno.

Apoyó los pies contra el piso helado y se puso un buzo sobre el pijama. Fue al baño como un rayo. Le habían contado que los azulejos detenían la intromisión de los fantasmas, pero sintió, una vez más, que algo podía acechar tras la cortina de la ducha o aparecer al lado de su cara en el espejo. Después lo de siempre, esa secuencia banal, repetida día tras día, el tedio anodino de los ocho años: comer una tostada, ponerse la túnica por encima del buzo enorme, y también la campera, la bufanda, el gorro, manotear la mochila pesada, decir me voy, la cachetada del aire frío en el exterior, agarrar la bicicleta y rumbear hacia la escuela con el viento a favor. Y persignarse al cruzar pedaleando el terreno de la iglesia, como si la fuera a salvar de un infierno que sí, de esto estaba segura, ya le respiraba en la nuca.

“¿Qué querías hablar conmigo?”, era lo que se repetía en su cabeza, aunque ella sabía la respuesta.

[Tampoco hay razón para arruinarle la religiosidad, que irá perdiendo con el tiempo, suplantada por una creencia difusa, pero obstinada, en ciertas conexiones simbólicas. A ese respecto valdría sugerirle que no hay ninguna ligación entre los hechos, que un sueño no podrá jamás anticipar la ironía y el caos de los acontecimientos (aunque el jamás quede demasiado grande en esa colocación). Y, en ese punto, se podría hacer un tratado sobre la ironía y el caos, la oposición y la complementariedad y la sarta de obviedades que no lo son tal a determinada edad, para que, al fin de cuentas y décadas después, el baldío de los aloes no termine siendo un residuo del sueño que probablemente un día, escribiendo, recuerde, y que de ahí en adelante empiece a tener sentido, de pronto, aquel encuentro esquivo con el diablo sólo porque cada palabra, retorcida y guiada por ese afán de darle sentido al mundo, empiece a aglomerar cuerpos, miedos, deseos, fracasos y muertes].

Rosario Lázaro Igoa es traductora literaria y escritora. Tiene un doctorado en Estudios de la Traducción por la Universidad Federal de Santa Catalina, Brasil.