“No se trata de vivir lo más que se pueda [...]. Se puede pensar en la vida en términos de calidad y no de cantidad [...]. Morir más temprano o más tarde no es relevante; lo relevante es morir bien o morir enfermo [...]. Incluso si fuera cierto que mientras hay vida hay esperanza, la vida no puede ser experimentada sin costos”. Lucio Séneca
Conmemoraciones. Desde la posguerra, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) produjo agendas programáticas y política pública para los países. Una de ellas fue la “prevención del suicidio” a través de acciones para la población en general, “grupos de riesgo” y personas “indicadas” con tentativas de autoeliminación o consumos perjudiciales. Este paradigma de la prevención fue integrado en Uruguay a la agenda institucional desde 2004, y con mayor énfasis entre 2011 y 2015. En este contexto, el 17 de julio se conmemoró el Día Nacional para la Prevención del Suicidio y el 10 de setiembre es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. En el país, la fecha fue establecida en 2007 por la “alta incidencia del suicidio como causa de muerte”, que duplica los homicidios y supera los accidentes de tránsito. La relación homicidio-suicidio no debería sorprender: sigue la pauta mundial. En las sociedades de alto nivel educativo promedio el índice de suicidios es elevado y el de homicidios mucho más bajo, mientras que en las sociedades con menor nivel educativo la tendencia se invierte: el homicidio es frecuente y la incidencia del suicidio es bastante menor. Al parecer, la educación nos convierte en menos violentos con los demás y más violentos con nosotros mismos, más allá del mercado del miedo y de la “paradoja de seguridad” por la cual la sensación de inseguridad crece en las clases sociales y los países objetivamente más seguros. “La violencia empieza donde se detiene el poder de la palabra” y las sociedades menos alfabetizadas están peor equipadas para argumentar, dice el demógrafo Jean-Claude Chesnais.
Calambres en el alma. En un patio de París es un film de Pierre Salvadori (Francia, 2015). Antoine abandona a su pareja y a la banda de rock que lidera en mitad del recital. Tiempo después se dirige al servicio social y la funcionaria le anuncia que su contrato fue dado de baja por su jefe; la causa: la depresión del trabajador. Consigue un puesto de conserje en una construcción de planta baja y patio central. Pese a que quien parece necesitar más ayuda es él, Antoine se convierte en consejero espiritual de propietarios e inquilinos, en protector de un clochard que pretende afiliarlo a una secta y en cómplice de un joven coleccionista de bicicletas con quien comparte tiempo y drogas. El condominio devuelve las buenas formas de Antoine y, cada uno a su manera, agradece tenerlo entre ellos, incluida la directora de la vecindad, obsesionada con una grieta en la pared, una grieta física que ejerza, quizá, como metáfora de esa herida invisible que atraviesa a Antoine. Lo que es una comedia de ribetes absurdos va mutando de género: Antoine, el sostén de todos, se quita la vida en la mayor intimidad. Antes, toma todas las medidas para evitar ser salvado. En las antípodas de Thelma y Louise, de grito reivindicativo y subrayado a lo Hollywood, en la cinta de Salvadori queda el silencio.
Maturana. Humberto Maturana, biólogo y filósofo chileno, dice en una entrevista de La Vanguardia publicada el 7 de noviembre de 2005: “La mayor parte de los dolores de nuestra existencia son culturales. Pregúntese dónde le duele la vida y verá que no es en su cuerpo y verá que la vida le duele en los espacios donde no es visto, en donde está usted siendo negado, en sus espacios de desamor, duele no contar con el respeto de sus compañeros de trabajo o de sus vecinos, de su familia y amigos. Verá que en el fondo lo que nos mueve a los humanos es esa necesidad ancestral de ser reconocidos, que significa que nos valoren, que consideren nuestra aportación al grupo y que nos lo demuestren en su trato con nosotros. Eso es lo que está detrás de todos [...] queremos que nos quieran por puro mandato biológico. Porque sólo en el espacio en el que se tiene presencia, se es productivo y se puede convivir con satisfacción”.
Me pregunto si se podrá leer a la luz de Maturana a Antoine, quien recibía afecto y respeto del vecindario, quien no estaba solo.
¿Qué hacer? Hablar es necesario y urgente. Bajo la premisa de que sociedad es lo que nos debemos los unos a los otros, el suicidio es una tarea colectiva. ¿Qué más? Abrir canales para hacer público lo privado: para comprender que vivimos en condición de “ignorancia plural” y que lo que le pasa a uno les pasa a muchos. Poner palabras a los silencios, conversar —versar con el otro—, empatizar con un dolor ajeno sin inclinarse frente a él, abrir canales de escucha; desde las instituciones y la sociedad civil, desde la ciencia y el arte, desde conocimientos expertos y el saber experimentado. ¿Qué más hacer? ¿Rodear a los Antoine para que no se vayan, obligarlos a recibir ayuda, aunque no quieran? ¿O dejarlos partir? ¿Edificar en altura instituciones para hacer saber qué tan solidarios somos como miembros de una comunidad protectora de la vida? ¿O ayudar a quienes no pueden más a tener el final que definieron, en minúsculas, sin heroísmo grupal? ¿Es respeto obligar a “honrar la vida” contra la voluntad de quien padece “calambres en el alma”? ¿O más bien consiste en escuchar y apoyar la decisión de abandonarlo todo sin que nadie deba explicar nada? No sólo los Antoine se suicidan; el arco es enorme e incluye a enfermos terminales. Precisamente ellos y sus familiares son quienes más esperan por una ley de eutanasia, norma sólo vigente en nueve países; habría que preguntarse por qué cuesta tanto, por qué sólo nueve. Si la civilización no ha hecho lo mínimo, ¿podrá hacer lo impensado? Solamente a veces la cultura salta de renglón, dando vuelta estructuras mentales de larga data: en ningún caso es una cuestión de fe.1
Anormal. Una sociedad no se conoce sólo por sus alcances, sino por sus límites, no por la civilización, sino además por sus caídos, esos anónimos que dejan de existir antes de morir y esos otros que deciden morir antes de seguir siendo inexistentes. Quienes tienen una tendencia al suicidio han tenido que cargar con prédicas sobre sus deberes para con la sociedad sin saber cuáles son sus derechos, sin explicación de por qué quedarse a cualquier precio, sin habilitación institucional para nombrar su dolor. Y esa prédica que culpabiliza a quienes intentan eliminarse y al muerto después de muerto se inscribe en una condena de larga duración, con pocas voces contestatarias; David Hume consideraba esto un derecho humano, por ejemplo. Karl Marx recordaba en Acerca del suicidio que estos discursos sólo atinan a juzgar al suicida sin entenderlo. Desconocen que “la sangre no corre del mismo modo en la vena de los desesperados [de cualquier clase social] que en la de los impasibles”, y además pretenden que los “parias sociales”, que viven su inframundo en silencio y bajo el desprecio, respeten una vida —la propia— negada por el resto. La cultura del apercibimiento tanto secular como religioso epilogó en tabú sordomudo y patronazgo psiquiátrico. Tras la posguerra, momento en que la ONU ordena el mundo, la Organización Mundial de la Salud empieza a legislar en nombre de todos. Una institución que (recién) en 2014 publica su primer informe al respecto, titulado “Prevención del suicidio: un imperativo global”. Y que (todavía) en 2020 sostiene que 90% de los suicidios se debe a trastornos mentales, sin reparar suficientemente en los fundamentos sociales de los “trastornos” que adelantaron dos clásicos de la sociología —Marx y Durkheim— ni en otra cuestión de sentido común: que quizá “los normales lo sean únicamente en relación a una sociedad profundamente anormal”, en palabras de Aldous Huxley.
Fabricando el suicidio. Pero no siempre la máquina social sancionó la conducta suicida: la antigüedad mesopotámica no abrió juicio frente a quienes ponían fin a sus vidas para evitar opresión, hambre, dolor o soledad; tampoco la Biblia, en la que hay destacados suicidas. La antigüedad grecolatina aceptó el suicidio como deceso corriente, salvo Platón, diseñador de ideales perfeccionistas, dispuesto a prescribir restricciones donde la cultura helénica mantuvo apertura. Cínicos y estoicos incluso consideraron la muerte por mano propia como medio de liberación: estos últimos dejaron constancia de ello en sus obras y sus vidas, pues desde Zenón hasta Séneca se suicidaron. En vísperas del declive del Imperio romano las cosas mudaron la piel: comienza la construcción del suicidio como conducta antisocial bajo dos vías: la condena religiosa y la punición imperial. Constantino, convertido al cristianismo en el siglo IV, penalizó el suicidio mediante la confiscación a los herederos de los bienes del difunto. Pero el mayor protagonismo en la culpabilización del suicida provino de la Iglesia católica, que en los concilios de Braga (563), Hereford (673) y Toledo (693) vinculó cada vez más el suicidio con el pecado, la maldad y el demonio. La teología cristiana, con Agustín y Tomás de Aquino, reforzó la amonestación: la persona sólo tiene derecho de uso sobre su vida; el derecho de dominio pertenece a Dios. Paradójico que Aquino penalizara al suicida pero justificara el homicidio en defensa propia (Suma teológica, 1274). La Baja Edad Media entierra todo vestigio de liberalidad y levanta una fábrica de condenas morales, entre las cuales está la conducta suicida, con un doble estándar: celebración para las muertes públicas, sacrificiales o heroicas en su nombre (en las cruzadas) y condena al suicidio individual, en soledad. Este será para la cristiandad un doble crimen: contra Dios y contra los hombres. Como en otros casos de dominio eclesial, la “herejía” precedió a la ortodoxia: el cristianismo primitivo presentó la figura de quien termina con su vida como culto al mártir, mientras que su condena se produjo varios siglos después. Es que el canon de la ortodoxia lleva tiempo, pero una vez formulado se sostiene como si hubiera estado así desde el origen. Asimismo, hubo formas de resistencia en la parodia y la sátira, dirigidas contra la Iglesia en el mismo momento en que penetra las almas: Boccaccio y Rabelais se inspiran en las burlas de que eran objeto curas y monjes por el ingenio popular, siempre con el diablo en el cuerpo. Los reyes no fueron a la saga de Roma al dictar medidas contra el intento de autoeliminación y el suicidio post mortem: arrastrar el cadáver boca abajo y abandonarlo en un basural, según dictum de Luis XIV. Estos decretos, monopolio de la Iglesia y el Imperio hasta las revoluciones burguesas, devinieron luego monopolio del Estado y la medicina, particularmente la psiquiatría, reemplazante de la Iglesia en el diagnóstico y la terapia. Quien intenta matarse no será ya un poseído por el mal ni un asesino pasible de exorcismo, sino un “paciente” con “trastornos mentales” tratable con pastillas, electrochoques y encierro en hospitales psiquiátricos.
Prevención forzada. Para el saber médico el suicidio se transforma en corolario de una enfermedad mental no tratada: “[...] aplicamos terapia electroconvulsiva a este tipo de pacientes [con tendencias suicidas] [...] diariamente hasta que sobreviene la confusión mental y disminuye la capacidad del paciente para continuar con su determinación suicida” (American Handbook of Psychiatry, 1975). Conjuntamente con el avance psiquiátrico sobre los cuerpos, el Estado despliega dispositivos de “prevención del suicidio” contra la voluntad de la persona mediante la hospitalización coactiva, en ejercicio de una patria potestad que los adultos nunca otorgaron. Señalan Michel Foucault y Thomas Szasz que los considerados “locos”, entre ellos, quienes intentan quitarse la vida, pierden la condición de pacientes voluntarios, y que esto es resultado de una alianza entre la psiquiatría y la coacción estatal, reemplazante del antiguo matrimonio entre la Corona y la Tiara. En el siglo XXI psicoanálisis y psiquiatría —salvo excepciones— definen que el suicidio es producto de una alteración mental. Aun quienes no creen que este sea producido por trastornos psíquicos mantienen la condena por considerarlo “irracional”: “En el suicidio, los derechos de otros seres humanos están siendo violados [...]. El suicidio de un ser querido, especialmente de un padre, daña la psique de sus allegados gravemente, lo que conduce a una presión social por dañarse a sí mismo”, dice el psicólogo clínico Robert Firestone. A esta posición responde Szasz, referente de la antipsiquiatría: “No existe motivo para creer que la psique de un hombre de 60 años se vaya a ver necesariamente afectada por el suicidio de su padre discapacitado de 85. Por el contrario, el suicidio puede ser percibido como una liberación tanto para el sujeto como para sus allegados”. El suicidio como liberación, así considerado dos milenios atrás, es hoy estadísticamente insignificante.
Tendencia histórica. Los demógrafos constatan una tendencia secular al aumento del suicidio en Occidente. Chesnais muestra que creció desde el siglo XIX, lo explica sobre todo por dos fenómenos: la Revolución Industrial y la mayor fractura histórica. La primera quiebra las comunidades familiares y aldeanas e impone la migración forzada a las ciudades y una mutación en la vida de todos: en la forma maquinista de trabajar, en el ritmo, en el encierro fabril, en la extensión de la jornada, en una disciplina soldadesca, en la explotación subhumana, en una sociabilidad en la que priman el desarraigo, el anonimato y la anomia. Industrialización, urbanización y nuevo modelo poblacional son procesos simultáneos y en cámara rápida de una generación a otra: el cemento social se desvanece, prospera la incertidumbre como fantasma diario. “El aumento de suicidios es el costo humano de la transición de una civilización agrícola milenaria a la civilización industrial” a marcha forzada, sostiene el demógrafo. En términos de Durkheim, escala el suicidio anómico producido por cambios drásticos en las formas normativas de convivencia. Hay modalidades adaptativas más plásticas que otras, como Italia, que a través de redes familiares y mafias contuvo el índice de suicidios, pero no es lo común. A mediados del siglo XIX ningún país europeo tenía una tasa de suicidios mayor a 10 cada 100.000 habitantes. “Al final de los años ochenta del siglo XX, los índices de suicidios registrados en los principales países desarrollados eran: URSS, 20; Estados Unidos, 13; Japón, 19; Alemania unificada, 20; Francia, 22; Inglaterra y Gales, 9; Italia, 8”, escribe Chesnais. Hay otro factor que explica la frecuencia del suicidio: la consolidación de los Estados, que sustituyen la manera artesanal de registro parroquial por una forma industrial con el manejo de las “estadísticas nacionales”. Una sociedad que inscribe de manera profesional tiene una tasa de suicidio más alta que una sociedad sin Estado o con “fallas” de Estado; también por eso en las zonas rurales los suicidios pasaron desapercibidos. En breve, la nueva sociedad industrial y posindustrial acelera el crecimiento de dos de los tres tipos de suicidio estudiados por Durkheim en El suicidio: el individualista y el anómico. El altruista, propio de la sociedad tradicional, disminuye drásticamente en todos los países: hoy pocos se comportan como los esquimales que, a edad avanzada, se abandonan en las nieves para no ser una carga comunitaria.
¿Uruguay suicidógeno? Se sabe que Uruguay se ubica históricamente a mitad de tabla en el mundo, que se sitúa en el podio a nivel regional y que la explicación del estatus suicidógeno en el subcontinente se debe a su “desarrollo económico diferenciado” y al subregistro de otros países; mientras tanto, “las estructuras administrativas en Uruguay registran eficazmente la muerte en el territorio nacional desde las primeras décadas del siglo XX”, dice el sociólogo Pedro Robertt, quien inauguró el estudio del suicidio en el país. Asimismo, hay un punto de inflexión a partir de 2016 hasta hoy: la tasa superó el umbral de 20, a partir del cual se considera un nivel alto, con lo que casi toca el techo histórico de 23,2 registrado en 2022, cifra similar a la de algunos países nórdicos, sólo por detrás de los países bálticos, que tienen los porcentajes más altos del mundo. La escalada de los últimos años motivó campañas organizadas desde la universidad y la sociedad civil; también recientes intervenciones urbanas, como La última foto, en plazas de Montevideo y el interior, dirigidas a que “nadie luche en soledad”. Hay tendencias que se mantienen: los más propensos al suicidio siguen siendo los adultos mayores y los jóvenes. Además, se suicidan casi cuatro veces más los varones que las mujeres y más en el interior que en Montevideo (históricamente bajo); los métodos más frecuentes son ahorcamiento y disparo de arma de fuego. La brecha de género no es un fenómeno nacional sino mundial: el suicidio es masculino y esta vulnerabilidad remite a la persistencia de modelos tradicionales de masculinidad (gestualidad de fortaleza, códigos de inexpresividad emocional ante dificultades, aversión a buscar ayuda, consumo abusivo de drogas), a la erosión en la legitimidad del modelo patriarcal y al tiempo acelerado en que se procesa el cambio de paradigma, generador de anomia e incertidumbre en Occidente, según Anne Maria Möller-Leimkühler.
Paradoja de la felicidad. Durkheim señaló en 1888 que no hay relación directa entre el aumento de la prosperidad material y el avance de la felicidad humana. Al revés: en una sociedad que incrementa la satisfacción de las necesidades es razonable esperar un sentimiento de mayor privación y menor felicidad ante la revolución de las expectativas. En ese sentido, titulares reiterados como “La paradoja de Uruguay: récord de suicidios en el país más feliz de Sudamérica” intentan llamar la atención sobre una cuestión teórica zanjada hace más de un siglo.2 Siguiendo la lógica de Durkheim, un estudio de 2012 de la Universidad de San Francisco, la Universidad de Warwick y el Hamilton College revela que países considerados entre los más felices del mundo (Dinamarca, Islandia, Irlanda, Suiza, Canadá, Estados Unidos) poseen altas tasas de suicidios. Sus autores explican que el nivel de felicidad de los demás es un factor de riesgo: las personas descontentas en contextos en los que los restantes individuos son felices tienden a juzgar su propio bienestar en comparación con el de quienes las rodean, con lo que se hacen eco de la teoría sociológica de la frustración relativa: Durkheim, Merton, Davies, Gurr, etcétera.
Pueblo chico. Para Durkheim, la cohesión social y las tendencias gregarias que fortalecen el “espíritu colectivo” eran portadoras de un currículum benigno que ayudaba a contener el suicidio. Sin embargo, esto podría dudarse. Los países nórdicos, con indicadores de la mayor cohesión mundial, han mostrado históricamente altas tasas de suicidios, si bien Suecia la atenuó hace décadas. Uruguay, con los indicadores de mayor cohesión social y menor desigualdad en la región, presenta hoy la tasa de mortalidad por suicidio más elevada del continente, sin ignorar la tendencia al subregistro referida. ¿Acaso la hipótesis de Durkheim no cierra? Tratemos de mirar el país más de cerca. Recuérdese que para Durkheim hay más suicidios entre los protestantes, más individualistas y proclives al cisma, que entre los católicos y los judíos, más gregarios, así como entre los solteros que entre los casados y entre quienes viven en la ciudad que entre los residentes del campo.
Primero, Uruguay es un país urbano. El censo de 2011 registró una sobreurbanización: el país más urbanizado comparado con todas las regiones del mundo. Según Durkheim, el suicidio está estadísticamente más ligado a la civilización urbana que al campo; a su vez, la cohesión en las comunidades rurales suele ser más fuerte que entre los citadinos y sus solidaridades son de otra índole, aunque resulte más fácil cubrir con un manto de paternalismo compasivo lo que es explotación.
Segundo, Uruguay es un país precozmente moderno en varios planos: transición demográfica, sociedad de clases medias, secularización de la vida, cultura política, configuración del sistema político, etcétera. Y el tipo de suicidio egoísta y anómico caracteriza la modernidad.
Tercero, Uruguay no sólo es laico: además, tiene un alto porcentaje de ateos y agnósticos, así como de creyentes que profesan una espiritualidad propia, ajena a instituciones y ceremonias, todo lo cual apunta a una psiquis social individualista. Para Durkheim, la religión se reduce al credo y a rituales comunes. En Uruguay hay debilidad en lo primero y en lo segundo, aun entre los religiosos.
Cuarto, Carlos Filgueira señaló hace décadas que estaba en curso una “revolución oculta” en la familia. Entre sus indicadores anotó el aumento de los hogares unipersonales y monoparentales, de los divorcios, de las uniones consensuales, de los hijos habidos fuera del matrimonio y de la deserción de los varones de sus obligaciones familiares; también el fin de la familia de aportante único, el descenso de las familias biparentales y el declive de la familia nuclear. En síntesis, una acelerada desintegración de la familia clásica. Para Durkheim, suicidio y desintegración anómica son dos caras de la misma moneda. También hay otros indicadores de desintegración en la política.
Por último, Uruguay ha aumentado la fractura en el territorio y la segregación educativa en el último medio siglo, catalizadores de subculturas marginales. Y esto sin contar el avance del narcotráfico en los territorios y la desigualdad interétnica, que sigue incólume.
Estos indicadores irían en la línea de Durkheim: Uruguay es un país que se ha desintegrado en términos de religiosidad, configuración familiar, matriz política, territorio, educación. Entonces se entiende que desde 1990 haya habido cierta tendencia al alza y hoy se encuentre entre los países con alta tasa de suicidios. ¿Será así?
Infierno grande. Sin embargo, los departamentos con mayor índice de suicidios son siempre los menos modernos y urbanizados, al revés de lo que prevé la teoría. La tasa anual de suicidios se eleva a más de 30 en lugares en los que se supone que existe una mayor cohesión social, mientras que la de Montevideo sigue debajo de 17. Esto último induce a pensar en el lado oscuro de la cohesión social. La extrema cercanía genera medios informales de control social: el rumor, la picota, la percepción de asfixia. Esta atmósfera opresiva, junto con las escasas oportunidades materiales de formación, una movilidad social obturada y el recelo frente al distinto, forman un combo explosivo que predispone a optar por válvulas de escape. No sólo cambios de locación, sino reacciones violentas: hacia terceros y hacia uno mismo. El dicho popular “Pueblo chico, infierno grande” resume la otra cara de la cohesión. En el cuento de Onetti “La novia robada” Moncha Insaurralde se elimina en el contexto de una ciudad sanmariana de aire patibulario. El médico que labra el acta de defunción, en las líneas punteadas que siguen a “Enfermedad causante de la muerte”, escribe: “Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo”.
Maslíah. El humor pone a distancia tabúes y genera dosis variables de risa y reflexión. Leo Maslíah hace un uso intensivo del humor absurdo en su música, narrativa, dramaturgia y diccionarios, a veces densificando lo trágico y otras, liberando el tabú del corsé. Dejo a continuación un pasaje de La despedida en el que Gómez se dirige a la estación: “[...] miraba todo como despidiéndose para siempre”. Busca dinero para comer algo y encuentra por casualidad una moneda de teléfono público.
Ya nunca Gómez la usaría. Pero sí, se le ocurrió una forma de usarla. Buscó un teléfono público [...] y se detuvo unos instantes a inventar un número.
Puso la ficha y discó. La señal sonó tres veces y atendió una mujer.
—¿Olá? —dijo.
—Buenas noches —contestó Gómez.
—¿Con quién quiere hablar? —preguntó la mujer.
—Con nadie en especial —dijo Gómez—. Me estoy yendo del país y quise llamar a alguien, para despedirme.
—¿Y por qué a mí? —preguntó ella—. ¿Usté me conoce?
—No, no creo —contestó él—. Yo disqué cualquier número. Disqué el número que más me gustó.
—¿Y en qué se va? —preguntó ella—. ¿En avión?
—No. En tren —dijo Gómez.
—Espéreme un segundo —dijo la mujer.
—¿Qué va a hacer? ¿Rastrear la llamada? —preguntó él.
—No. Voy a buscar mis cosas. Quiero irme con usté —fue la respuesta.
Fernando Errandonea es sociólogo (Universidad de la República) y profesor de Historia (Instituto de Profesores Artigas).
Para seguir leyendo
- Andrés, Ramón. 2003. Historia del suicidio en Occidente. Barcelona: Península Atalaya.
- Chesnais, Jean-Claude. 1992. “Historia de la violencia: el homicidio y el suicidio a través de la historia”. Pensar la violencia: perspectivas filosóficas, históricas, psicológicas y sociológicas. Revista Internacional de Ciencias Sociales XLIV, 2, págs. 217-234.
- Critchley, Simon. 2022. Apuntes sobre el suicidio. Barcelona: Alpha Decay.
- Durkheim, Émile. 1998. El suicidio. Madrid: Akal.
- Durkheim, Émile. 1888. Suicide et natalité, étude de statistique morale. Recuperado de http://classiques.uqac.ca/classiques/Durkheimemile/textes2/textes207/suicide_natalite.pdf.
- Filgueira, Carlos. 1996. Sobre revoluciones ocultas: la familia en Uruguay. Montevideo: Cepal.
- González García, Víctor Hugo. 2010. “‘Ni siquiera las flores’: los suicidios en el Uruguay”. IX Jornadas de Investigación de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, Montevideo, 13-15/9/2010.
- Hume, David. [1783]. Sobre el suicidio. En Critchley, ibidem.
- Marx, Karl. Acerca del suicidio. Buenos Aires: Las Cuarenta.
- Ministerio de Salud Pública. 2011. Plan Nacional de Prevención del Suicidio para Uruguay 2011-2015: un compromiso con la vida.
- Möller-Leimkühler, Anne Maria. “The gender gap in suicide an premature death or: why are men so vulnerable?”. European Archives of Psychiatry and Clinical Neuroscience. Marzo de 2003, págs. 1-8.
- Robertt, Pedro. 1999. “El suicidio en Uruguay”. Nueva Época. Año 4, número 6, junio.
- Szasz, Thomas. 1999. Libertad fatal. Ética y política del suicidio. Titivillus.